Violet cerró los ojos y se dejó acunar por el suave balanceo del carruaje. Iba, junto a Beth y George, de camino a Kilburn, donde esa mañana se celebraría la boda de Cecily y Robert Falkner.
Beth, que se encontraba en el séptimo mes de embarazo, no había querido perderse la ceremonia, desoyendo las recomendaciones de su médico, que le aconsejaba no viajar y guardar cama el mayor tiempo posible. Ella aducía que el corto trayecto —poco más de una hora— no representaba ningún peligro. «¡Si tardo más en llegar a la modista y el camino es igual de accidentado!», repetía, y nadie había conseguido disuadirla.
La ceremonia se oficiaría en la parroquia de la aldea y, a continuación, se trasladarían a la finca de Robert, ubicada en las inmediaciones, donde tendrían lugar los festejos nupciales. Por la tarde, una vez concluidos, regresarían a Londres.
Aprovechó que su prima dormitaba en el asiento frente a ella y George, a su lado, leía el periódico, para centrarse en sus pensamientos y repasar lo vivido en esas tres últimas semanas, desde que había comenzado su nueva vida en Londres.
Estaba feliz. Los temores ante tantos cambios se habían evaporado durante los primeros días. Si el profesor ya le pareció una persona entrañable desde el momento en que lo conoció, después de convivir y trabajar con él su opinión había mejorado.
Ocupaban dos de las mejores habitaciones de la magnífica residencia, situada en Berkeley Street, en el bonito y tranquilo barrio de Mayfair, muy cerca de Green Park, y les había rogado que obrasen a su antojo. Tanto Agnes como ella se sentían allí como dueñas en su propia casa, no como la empleada que era.
Agnes pronto tomó las riendas de la organización, como solía hacer. La enorme casa tenía graves carencias en cuanto al servicio y ella no podía permitirlo. Era obvio que el profesor no atendía a esas cuestiones, acostumbrado durante la mayor parte de su vida a vivir en precario en las diferentes excavaciones que había dirigido en lugares remotos. Tenía exceso de sirvientes que, por lo general, se dedicaban a haraganear.
Bajo la firme mano de Agnes, la cosa cambió. Se despidieron algunos y repartió los quehaceres entre los demás. Las tres doncellas que quedaron limpiaron a fondo la mansión. Se contrató a una cocinera con excelentes referencias, ya que la persona que realizaba esa tarea no tenía formación, y a esta se la relegó a ayudante de cocina. Se contrató a un jardinero para que acondicionara el descuidado jardín y se ocupara de las caballerizas, y a uno de los lacayos se le adjudicó las funciones de mayordomo, que asumió con entusiasmo. En pocos días la casa presentaba un aspecto inmejorable y el profesor alababa los cambios. Las habitaciones estaban limpias y caldeadas y se servían deliciosos y variados platos.
Agnes parecía haber superado sus iniciales reticencias y se la veía contenta en sus nuevos quehaceres. En cuanto a ella, no podía estar más feliz. Disponía de comodidades de las que no había disfrutado hasta ese momento y el trabajo era tan interesante que había superado sus expectativas. Las mañanas solía pasarlas en el museo y parte de las tardes ordenando la gran colección de antigüedades del profesor y su bien surtida biblioteca.
Ambrose, como insistía que le llamaran tanto Agnes como ella, había sido muy generoso con el sueldo que le pagaba, el doble de lo que ella esperaba recibir. Violet le propuso pagarle un alquiler y él se negó tajantemente; insistía en que eran sus invitadas y que, incluso, se sentía en deuda tanto por la compañía, que ya era importante, como por haber conseguido que aquel caserón se convirtiera en un hogar, lo que siempre había deseado.
El profesor la trataba con paciencia y afecto. Al principio, cuando lo descubría mirándola con fijeza, llegó a pensar que podía estar interesado en ella de una forma romántica, y se preocupó. Lo comentó con Agnes y la respuesta de esta fue tranquilizadora. Le aseguró que no tenía nada que temer porque Ambrose la veía como la hija que nunca tuvo y de ese modo la trataba. Y era cierto. El brillo que emitían aquellos ojos no se parecía al que había observado en Gerald o en los caballeros que la pretendieron, era una mirada de ternura y fraternal afecto.
Casi todo estaba resultando mejor que en sus sueños más halagüeños. Le faltaba algo y ella lo sabía bien.
En el tiempo que llevaba en Londres no había tenido noticias de Gerald. Al día siguiente de su llegada, le escribió a Cecily para ofrecerle su ayuda. Su amiga tardó en responder. Se encontraba en la finca de Falkner acompañada de la hermana de su prometido, que se había trasladado desde Brighton, donde vivía con su esposo, para ayudarle en los preparativos y salvaguardar su honor. Su madre, como esperaba, se había desentendido de esa obligación.
Beth le había comentado que Gerald les visitó para invitarles a la boda y que no preguntó por ella. No le extrañó. Era consciente de que se sentía decepcionado y de que nunca la perdonaría. Le iba a resultar muy duro verle de nuevo y aceptar que el interés que hubiera sentido en el pasado se había transformado en indiferencia, puede que en rencor. No obstante, estaba satisfecha y no se arrepentía de sus actos, aunque hubiese malogrado la única oportunidad de casarse con un hombre al que amara.
Porque, después de reflexionar sobre sus sentimientos, había llegado a la conclusión de que se había enamorado de Gerald. No tenía experiencias previas para comparar, pero esa añoranza, esa desazón y desconsuelo solo podían ser las consecuencias de un amor frustrado. Esperaba que el trabajo y su nueva vida en Londres compensaran en parte su desdicha.
En poco tiempo llegaron a su destino, la pequeña parroquia donde se celebraría la ceremonia. Ocuparon sus lugares y, por primera vez, Violet vio al capitán Falkner. Le agradó su semblante. Alto y erguido al pie del altar, aguardaba la llegada de la novia. Las varias cicatrices que surcaban su rostro no mermaban su atractivo, con el cabello trigueño peinado con pulcritud y los claros ojos de mirada cálida brillantes de emoción. Sintió una corriente de simpatía por aquel hombre, honrado y valiente, y supo que iba a hacer muy feliz a su amiga.
Para su sorpresa, vio a la madre de Cecily allí. Estaba sentada muy rígida en el banco reservado a la familia de la novia. Tenía el rostro serio y una actitud distante. Imaginaba que, para guardar las apariencias, se había visto forzada a acudir.
Casi de inmediato escuchó un tumulto en el exterior y supo que la novia había llegado. Miró hacia la puerta y la vio entrar del brazo de su hermano.
Cecily estaba muy bella, con un precioso vestido en tono ambarino que armonizaba a la perfección con el color de sus ojos y un elaborado recogido adornado con diminutas flores amarillas que estilizaba su rostro. Su sonrisa sincera y la ilusión que sus ojos mostraban eran claras muestras de la gran dicha que sentía.
Fue Gerald quien centró su atención. Estaba tan apuesto con el frac de gala y el negro cabello brillante que su respiración se aceleró. Los ojos, de aquel tono entre verde y castaño, parecieron barrer la estancia hasta que se posaron en ella. Su brillo le resultó indescifrable y Violet, que se sintió abrumada por una repentina timidez, retiró la mirada y la centró al frente, mientras intentaba serenar los alocados latidos de su corazón.
Un gran número de personas estaban invitadas, la mayor parte militares con sus elegantes trajes de gala, antiguos camaradas de Robert y algunos invitados de Gerald, compañeros de escaño en la Cámara de los Comunes.
Tras la breve ceremonia, contrayentes, familia e invitados comenzaron a trasladarse a Abbey Park, la finca del capitán Falkner donde se iba a celebrar el almuerzo. Violet no tuvo oportunidad de acercarse a Cecily y la saludó con la mirada. Los invitados pronto la rodearon, deseosos de ser los primeros en felicitar a los contrayentes. Ella decidió mantenerse a distancia. Permaneció sentada junto a Beth, que no quiso arriesgarse a sufrir algún percance al mezclarse con la multitud.
George las dejó y salió a saludar a Gerald y a algunos compañeros de armas. Al rato, y cuando la pequeña iglesia estaba casi vacía, escucharon pasos que se acercaban. George y Gerald caminaban por el estrecho pasillo entre los bancos dispuestos en hileras y adornados en sus extremos con flores y lazos de seda.
Violet se tensó, lo que no pasó desapercibido a Beth, pendiente de ella en todo momento. Intuía que su prima se sentía atraída por sir Gerald pese al esfuerzo que hacía por disimularlo. Esa había sido una de las principales razones que le animaron a aceptar la invitación; y como había observado que a él no le era indiferente, debía vigilarla para que no hiciera nada inadecuado.
Al haber tenido Violet el buen tino de rechazar la oferta de matrimonio del profesor Felch, y con la gran ventaja de residir en Londres, existía la posibilidad de que surgiera un idilio entre ambos. George le había comentado que a su amigo le molestó la intromisión de Violet, que había creado importantes desacuerdos entre madre e hija, pero que pronto lo superó al comprobar lo feliz que su hermana se sentía.
Beth confiaba en que sir Gerald depusiera su actitud y se mostrara predispuesto a valorar a su prima como se merecía. Si era necesario, ella aportaría su granito de arena. Por su parte, Violet debía reconocer que le resultaba muy grata la compañía de aquel caballero. Le haría inmensamente dichosa el verlos unidos en matrimonio. Nadie le iba a negar que hacían una gran pareja.
—Buenas tardes, señora Thayer; me complace verla. En su estado es una gran proeza aceptar la invitación —dijo Gerald, mientras besaba la mano que la dama le tendía.
—No podía dejar de asistir a tan grato acontecimiento y acompañar a los felices desposados.
—Deferencia que le agradecemos. —Gerald se giró hacia Violet—. Señorita Kingsley…
Violet se limitó a inclinar la cabeza. Luchaba por controlar su agitación. Creía que le resultaría indiferente tras más de un mes sin verle. Estaba equivocada. Su cercanía continuaba causándole el mismo efecto perturbador.
—¿Me acompañas al exterior, George? Me siento agobiada por el olor de las velas —pidió Beth. Quería procurarle a Violet y a Gerald algo de intimidad.
—Como desees, querida.
Beth enlazó el brazo que su marido le ofrecía y se encaminaron a la salida con cierta precipitación. George la miró con extrañeza y ella solo necesitó fruncir el ceño para que él entendiera que no debía replicar. Comprender las intenciones de la esposa sin necesidad de escuchar ni una palabra era una de las prerrogativas de todo feliz matrimonio.
Gerald retuvo a Violet por el brazo cuando advirtió que comenzaba a caminar tras los Thayer. Ella no hizo intención de desasirse de aquella mano que la sujetaba sin presionar.
—Agradezco tu presencia, Violet; no la esperaba —dijo casi en un susurro.
—Aprecio mucho a Cecily y me ilusiona acompañarla en este día tan importante para ella —replicó ella. Tenía el rostro serio y la mirada baja.
—A mi hermana le complacerá verte. Has sido una pieza importante en este feliz desenlace; algo que ambos te reconocemos.
A Violet le sorprendieron esas palabras de gratitud. Su tono estaba desprovisto del habitual sarcasmo, luego debían de ser ciertas. Pero fue la expresión de su rostro y el brillo cálido de sus ojos lo que más le reconfortó. ¿Era solo agradecimiento lo que transmitían o había algo más? El roce de la mano en su brazo, unido a la ternura que mostraba, eran armas poderosas. Sus iniciales reparos estaban desapareciendo a pasos agigantados, siendo sustituidos por una marea de emociones difíciles de manejar.
No supo qué decir y prefirió cambiar a un tema de conversación menos comprometido.
—Permíteme que te felicite. Tengo entendido que se ha aprobado la ley que tu partido presentó a la Cámara de los Comunes.
—Gracias. No ha sido fácil. Ha costado muchas sesiones y un arduo trabajo por parte de todos. Al final hemos logrado imponer nuestro criterio. Quiero pensar que a partir de ahora los ciudadanos de este país estarán más protegidos contra enfermedades. Muchos de los acuerdos que se han aprobado repercutirán en ellos de forma directa. —Gerald se sentía muy orgulloso de que su grupo hubiese conseguido lo que para él representaba una hazaña histórica y, aunque su participación había sido notable, no estaba en su naturaleza atribuirse el mérito—. Aún queda mucho por reformar, y en eso estamos.
Desde principios de siglo se venían promulgado diferentes leyes que mejoraban las condiciones de trabajo, en especial de las mujeres y los niños. Se había prohibido el trabajo en fábricas textiles y en el interior de las minas a los menores de diez años, pero estos continuaban desempeñando oficios igualmente peligrosos como deshollinadores, que causaban una gran mortandad, o en las fábricas de cerillas en condiciones de casi esclavitud. Así mismo, se había limitado el horario laboral para mujeres y niños a diez horas diarias; sin embargo, era común que estas limitaciones no se respetasen por parte de los empleadores, que extorsionaban a sus trabajadores bajo amenaza de despedirles, ni por los propios trabajadores, que no estaban dispuestos a renunciar a unos chelines. Los niños eran mano de obra maleable y barata y sus padres aprovechaban esta circunstancia para llevar otro sueldo a los apurados hogares.
—Confío en que así sea y salgan beneficiados los más desfavorecidos —manifestó Violet. Ella se consideraba afortunada por el magnífico y gratificante trabajo que había conseguido y le apenaba la precaria situación de tantas personas que no habían sido favorecidas por la fortuna.
—Yo también debo felicitarte. Me ha comentado Cecily que has conseguido un empleo en el British Museum.
—Gracias. Ha sido un golpe de suerte inesperado que ha venido cuando más lo necesitaba —reconoció con satisfacción. No le avergonzaba admitirlo ante él.
La euforia que se observaba en su rostro ratificaba sus palabras. Gerald se preguntaba si se debería a otra cuestión. Inspiró en profundidad. El demorar esa pregunta no iba a variar la respuesta.
—¿Qué opina tu prometido de ello? ¿Se trasladará a vivir a Londres después de la boda? —El regusto amargo que envolvía esas preguntas lo suavizó con una media sonrisa que Violet no advirtió porque caminaban hacia la salida del templo.
Gerald la miró de soslayo para comprobar su reacción y advirtió que se tensaba.
—Creo que te han informado mal. No hay ningún prometido y, por lo tanto, ninguna boda prevista.
Gerald se paró frente a ella y le impidió que continuara caminando. Su rostro mostró la sorpresa que esa revelación le causaba. «¡No está comprometida!», se dijo con interior alborozo, y tuvo que reprimirse para no exteriorizar la emoción que sentía.
—¿Tenía entendido que había un pretendiente esperando en Cambridge tu regreso?
Violet vio la ocasión de aclarar aquel entuerto.
—Tuve una propuesta de matrimonio por parte de un caballero, que no he aceptado. Como ya afirmé en su día, el matrimonio no entra en mis planes de futuro.
Esa respuesta le causó a Gerald una gran alegría, a la vez que una desilusión, como si le hubiesen arrebatado un suculento plato que estaba a punto de degustar. No estaba comprometida… y tampoco lo deseaba. No pudo replicar porque George se les acercó.
—La señora Winslow te reclama, Gerald; con urgencia —dijo, y señaló el carruaje.
Gerald miró en la dirección que su amigo indicaba. Helen asomaba la cabeza por el ventanuco. La mirada que les dirigió era más venenosa que las cobras que había visto en la India, pensó George.
—Si me disculpáis, veré qué desea. —Y sin apresurarse, fue al encuentro con su madrastra.