Capítulo 4

 

 

 

 

 

Pennington Street, Londres. Abril de 1858

Gerald bajó con precaución la escalera de peldaños de hierro incrustados en las paredes de ladrillo. Una bocanada de aire viciado le golpeó el rostro como el derechazo de un diestro púgil. Los olores eran diversos y nauseabundos, aunque no se arredró por ello; ni ante la certeza de que aquellos sigilosos ruidos que se escuchaban por los rincones eran animalejos que huían de los invasores de su feudo. En peores situaciones se había encontrado en el pasado y había salido ileso de ellas.

Sacó un pañuelo de fino hilo egipcio del bolsillo de su gabán, se cubrió la boca y la nariz con él y se lo ató en la nuca. Necesitaba las dos manos libres. El suelo estaba tan resbaladizo por la cantidad de desechos que la probabilidad de resbalar era grande y no quería acabar con sus posaderas en la inmundicia.

Aquella zona de Wapping, tan cerca de los muelles, era poco recomendable para transitar, y menos de noche; tampoco su subsuelo.

Las cloacas de Londres no eran un lugar agradable de visitar y casi nadie se aventuraba por ellas excepto los tosher, que se encargaban de mantenerlas libres de residuos, los vagabundos que no tenían otro lugar donde guarecerse y los que deseaban que nadie los encontrase. Estos últimos eran, con diferencia, los más peligrosos.

Sabía que en las zonas más habitables —si es que algún tramo de aquellos largos pasillos abovedados se podía considerar apta para que viviera en ella un ser humano— se concentraban gran cantidad de personas que habían elegido esos lugares como su residencia y no veían con buenos ojos a los intrusos, sobre todo si estos tenían la intención de desalojarlos de allí para acometer las obras de saneamiento que la ciudad tanto necesitaba.

Pero existía un peligro mayor. Bandas de rateros y contrabandistas ocupaban sectores de las cloacas, los más recónditos e inaccesibles, y allí escondían los alijos y el fruto de sus latrocinios. Esos estaban dispuestos a luchar hasta el último suspiro por conservar su territorio. Causaban problemas a los trabajadores y hasta plantaban cara a los agentes de la autoridad que se atrevían a adentrarse en lo que consideraban sus dominios.

Gerald conocía el riesgo que suponía descender a ese inframundo y había solicitado protección al servicio de la Policía Metropolitana. Dos agentes experimentados y armados con sus largas porras le acompañaban, así como Phineas Moore, detective privado contratado por la compañía que suministraba agua a varios barrios del este de la ciudad y que había descubierto la apropiación ilícita de parte de sus conducciones.

Moore era hijo de un miembro de los antiguos Bow Street Runners, primer cuerpo policial creado en Londres por el magistrado Henry Fielding hacía casi un siglo y que se disolvió dos décadas antes, lo que ocasionó que muchos de sus miembros se incorporaran a la Policía Metropolitana. El joven detective, siguiendo los pasos de su padre, formó parte del cuerpo policial, que abandonó al poco de ingresar para trabajar en solitario. Moore conocía bien ese tramo de alcantarilla por haberlo inspeccionado con anterioridad, y era quien les servía de guía.

Resultaba fácil perderse por los laberínticos túneles si se orientaban solo por los planos. Muchos de ellos se habían modificado a lo largo de los años, unas veces para facilitar la circulación de las aguas residuales y otras para beneficio de los delincuentes, que los rediseñaban según sus necesidades.

Como medida adicional, Gerald había llevado su Colt Navy, revólver de seis disparos que había adquirido cuando abandonó el ejército, en el que estuvo sirviendo durante más de diez años. Con él se sentía más seguro.

No era la primera vez que visitaba el subsuelo de la ciudad. Como miembro de la Cámara de los Comunes, le habían designado para formar parte de una comisión encargada de estudiar y proponer medidas que acabaran con los problemas de salud pública que se venían padeciendo desde hacía años, entre ellos varios episodios de cólera que provocaron la muerte de muchos ciudadanos. El último brote sufrido en agosto de 1854 recrudeció las críticas contra el Gobierno y este se decidió a hallar una solución.

El rápido crecimiento demográfico que Londres había experimentado —más del doble de la población desde principios de siglo— no iba parejo con el aumento de la inversión en infraestructuras. En la opinión de muchos, con la que Gerald coincidía, lo más urgente era modernizar y ampliar la red de alcantarillas. El antiguo sistema de alcantarillado, construido en el siglo XVII, se había quedado obsoleto y era insuficiente para dar servicio a una población en constante aumento, con el agravante de que la mayor parte de los residuos se vertían al Támesis.

Desde siempre, gran parte de los desechos urbanos y de las fábricas y mataderos cercanos acababan en el río, a lo que había que sumar los frecuentes cadáveres, humanos y de animales, que flotaban en sus aguas y que rara vez eran recuperados. Todo ello suponía un importante riesgo para la salud y el bienestar de los ciudadanos, por no hablar del desagradable olor que se respiraba en la ciudad cuando se dejaban atrás los fríos del invierno.

El problema se había agravado en los últimos diez años con la proliferación de inodoros, en sustitución de las tradicionales bacinillas, que desaguaban a las alcantarillas en vez de a las fosas sépticas. Estas se fueron abandonando por las complicaciones que generaban. Solían desbordarse y su contenido se vertía a las calles antes de descargar en el río. Había filtraciones que contaminaban los acuíferos y provocaban emisiones de gases como metano, que a menudo se incendiaban con la consiguiente pérdida de vidas.

También influyó en el paulatino cierre de los pozos negros el miedo a que resultasen una fuente de transmisión de enfermedades, entre ellas el cólera, al inhalar sus vapores pestilentes. Esta teoría del miasma estaba muy extendida y, en general, era aceptada por la comunidad científica. Excepto algunas voces como la del doctor Snow, que llevaba años defendiendo que se debía a la contaminación por aguas residuales de los pozos comunales, de los que se abastecían mayormente las zonas deprimidas de la ciudad.

Todos esos vertidos ocasionaban que el Támesis fue un verdadero cenagal y un peligro para la salud de los londinenses. No solo se trataba de las insufribles pestilencias en épocas de calor, lo más preocupante era la proliferación de enfermedades como difteria o escrófula y las plagas de insectos y roedores, que aumentaban esas epidemias al proceder del río la mayor parte del agua que se consumía en la ciudad y que, con frecuencia, no era suficiente con la depuración a la que se la sometía para hacerla potable.

Gerald venía defendiendo, desde que tomó posesión de su escaño tras las elecciones celebradas el año anterior, que el causante de muchos de los males que aquejaban a la ciudad, y que provocaban el descontento de los ciudadanos, era el anticuado sistema de desagües. Estaba convencido de que una buena red de saneamiento y un cambio en las costumbres de la población acabarían con los problemas sanitarios que esta padecía.

Joseph Bazalgette, el ingeniero jefe de la Junta Metropolitana de Obras, había propuesto en varias ocasiones la construcción de un nuevo sistema de alcantarillado que incluía varias estaciones de bombeo para dirigir las aguas residuales hacia las afueras de la ciudad, y depuradoras para que los vertidos contaminaran menos el río. El ambicioso proyecto había sido rechazado por el alto coste que suponía y que el Gobierno no estaba dispuesto a sufragar. Un mes antes, lord Palmerston había dimitido tras perder una moción de censura y los tories ocupaban el poder. Gerald confiaba en que su partido lograra sacarlo adelante. Por su parte, no dejaba de luchar desde su escaño para que se aprobase.

Pero lo que le había llevado en esa ocasión a visitar de nuevo las cloacas era investigar una denuncia que la Comisión había recibido y en la que se advertía de prácticas fraudulentas por parte de una compañía de suministro de aguas, que la extraía para consumo doméstico del río en la zona metropolitana.

Con la Ley de Aguas de 1852 y las enmiendas posteriores se hizo obligatoria la filtración del agua para uso doméstico y ubicó las nuevas tomas en el Támesis por encima de la esclusa de Teddington, a unas doce millas río arriba, lejos de la contaminación que presentaba en la ciudad y hasta su desembocadura. Si las afirmaciones de los denunciantes eran ciertas y dicha compañía realizaba la extracción en la zona prohibida, estaba incurriendo en la ilegalidad y ello suponía un claro atentado contra la salud de sus clientes, a los que ofrecía tarifas más económicas.

El hecho de que aquella denuncia hubiese llegado a la Comisión de la que era miembro y no solo a la policía era la sospecha de que uno de los integrantes de la Junta Local del distrito, encargada de gestionar los permisos, había permitido la irregularidad. La investigación realizada revelaba que la compañía pertenecía a un miembro de su familia, lo que reforzaba las sospechas que recaían sobre él.

Antes de denunciarle públicamente, con el consiguiente escándalo, lord Digby, presidente de la Comisión, le había pedido a Gerald que se cerciorase de la veracidad de los hechos, y la mejor forma era constatarlo en persona antes de presentar el informe que llevase a las oportunas imputaciones.

—¿Está seguro de que estamos en la zona correcta? —preguntó Gerald a Moore. Se arrepentía de no haber pedido que los acompañara uno de los trabajadores, que conocían la zona mejor que nadie.

El desaliño que presentaba el detective y la juventud que le intuía disentía de la imagen que Gerald se había formado de una persona que se dedicara a esa profesión, lo que le movía a dudar de su profesionalidad. No ayudaban a mejorar su apariencia el enmarañado cabello que coronaba una cabeza cubierta con un maltrecho sombrero de color irreconocible o el gabán que cubría su alta y delgada figura. Sin embargo, esa impresión se resentía al observar el brillo sagaz de los ojos oscuros y la firmeza de la cuadrada mandíbula, cubierta por una barba corta y descuidada.

Phineas no se dejó amedrentar por la notoria impaciencia que mostraba la voz del caballero y lo miró con seriedad.

—Lo estoy, señor. Si observa las cañerías verá que llevan la marca distintiva de la compañía denunciante. Han aprovechado una red antigua de distribución, cuando era legal extraer el agua del río en esta zona, para llevar su suministro.

—Prosigamos entonces.

Tras largos minutos siguiendo el trazado de las tuberías por aquellos oscuros túneles —algunos de poco más de tres pies de altura que les obligaban a caminar encorvados, y con la constante amenaza de diferentes peligros—, llegaron a la salida del río, cerrada por una reja de hierro en la que la herrumbre había carcomido algunas zonas.

Gerald observó que la cadena que la clausuraba estaba rota y era fácil abrirla. La empujó y salió de la lobreguez de las cloacas a la luz del sol, que esa mañana lucía medio oculto por las nubes. Respiró con desagrado el aire saturado de los fétidos olores propios de las zonas fangosas, acentuados por el creciente calor que comenzaba a imperar con la llegada de la primavera.

El año anterior, y ante las reiteradas protestas y quejas venidas de todas partes, el Gobierno vertió cal y otros productos en la vía fluvial para intentar aliviar el hedor que desprendía. Eso no acabó con el olor ni con las protestas de los ciudadanos, que en los medios públicos se quejaban de la desidia de los gobernantes y anunciaban graves consecuencias si no se atajaba el problema de una vez.

Las cañerías que habían seguido hasta allí desaparecían en esa zona, enterradas en el lodo y la exuberante vegetación de la pendiente ribereña, en la que se mezclaban residuos de todo tipo, para surgir poco más adelante.

Avanzaron con grandes dificultades hasta un cobertizo a la orilla del río construido sobre pilares de madera para evitar que se inundara con las crecidas. Una barcaza con aperos de pesca aparecía amarrada a la baranda de madera, en la que se distinguían unas redes extendidas.

—Esta es una de las antiguas casetas de bombeo, con la que llevan el agua del río hasta el depósito ubicado a media milla en dirección norte. Desde allí se distribuye a las zonas asignadas de la ciudad —explicó Moore.

—¿Cuándo la ponen en funcionamiento? —Gerald imaginaba que sería por la noche para no llamar la atención. Aunque aquella parte del río estaba aislada y el tránsito sería escaso, el ruido del motor de vapor podía llamar la atención.

—Suelen hacerlo de madrugada y solo durante unas horas, lo justo para reponer el agua gastada en el depósito. He estado vigilando durante una semana y no han faltado un solo día —respondió convencido.

—Vendremos esta noche —sentenció Gerald.