Capítulo XI

La mañana en la que se celebraría la boda en el Ayuntamiento se estaba presentando fría y con algo de neblina parisina. No obstante, Abril usaría la refinada funda obsequiada por Daphne. Claro que como parte de una confusión.

Se miró al espejo y decidió peinarse con un tirante chignon, se colocó unos lindos zapatos y, por encima, una capa que la cubría por completo. No estaba mal, pero para nada dentro de su estilo, y, aunque se hubiera esmerado, no habría logrado lucir más insulsa y opacada. Daphne estaría muy contenta.

Cuando se encontró en la antecocina con Jean Claude, él ya estaba desayunando. La miró con simpatía y, con amabilidad, le aseguró que lucía muy linda y le preguntó si ya estaba lista para partir al Ayuntamiento. Ahí los esperaba Daphne con su tío Maurice, también Marcel, el mejor amigo de Jean Claude, y Janet, la hermana loca de Daphne.

Subieron al auto, y Abril no podía disimular su pesadumbre, no brillaba de felicidad y tampoco se molestó en disimularlo.

Al llegar al Ayuntamiento, miró uno por uno los rostros de quienes los esperaban en la antesala.

Los hombres se pusieron de pie apenas vieron a los futuros cónyuges. La curiosidad y la sorpresa estaba impregnada en las caras de todos los presentes, excepto en la de Daphne, que ostentaba una expresión que la delataba como la portadora del trofeo de la más bella de la sala.

Abril y Maurice intercambiaron una sonrisa de compromiso, y sus respectivas miradas se batieron, sin disimulo y solo por segundos, en un sagaz escrutinio. Luego, la mirada de Abril saltó hacia la de Janet, la complicada o la loca, no recordaba bien el epíteto que su hermana le había concedido al describirla. Sin embargo, su mirada la impresionó bien, era directa y cargada de sinceridad. Le pareció una mujer de mente abierta. Por cierto, no era tan bella como Daphne, pero mucho más juvenil, elegante, con un petit touche de bohème.

Por último, el amigo de Jean Claude, Marcel le tendió su mano, firme. Tenía aspecto de hombre simple, cálido y sin vueltas.

Abril reconoció que Janet y Marcel fueron los que mejor le cayeron, no así Maurice, había algo siniestro en él. No en su aspecto, ya que, a pasar de sus sesenta y seis años, lucía bronceado, atlético y muy saludable. Pero su expresión era la de un depredador: fría y omnipotente. Daba miedo. Al igual que Daphne.

Ella buscó la mirada de Jean Claude y percibió que sus ojos estaban húmedos. Mientras se adelantaba con Daphne, notó que Janet caminaba aislada del grupo y que no hablaba ni con su hermana ni con Maurice. Detrás de ella, Marcel y Jean Claude mantenían una conversación lacónica, y casi codificada, de la que Abril solo pudo extraer una frase dicha por su futuro cónyuge: «Y sí, pobre, desearía que estuviera aquí, pero no te garantizo que no asesino a alguien».

Abril siguió caminando, pero esa frase combinada con los ojos humedecidos de Jean Claude tuvieron un efecto balsámico sobre su propio dolor. Y le provocó deseos de saber más de ese misterioso hombre que ya entendía que no era lo que aparentaba.

En pocos segundos, Jean Claude los alcanzó, completamente transformado y con su habitual apariencia frívola y feliz. Para entonces, Abril ya no tenía dudas de que esa era solo su coraza. Pero ¿contra qué?

Cuando llegaron al despacho del Oficial de Matrimonios, mientras Jean Claude desplegaba toda la documentación sobre el escritorio, Abril se quitó la capa sin mirar a Daphne, pero atenta a su reacción por el rabillo del ojo.

Sin necesidad de verla, pudo adivinar su expresión. Y en menos de dos segundos, escuchó que le susurraba:

—¡¿Cómo estás usando este vestido?! ¡Era para la recepción de esta noche!

—Lo sé, Daphne, pero ¡por cábala! Además, ¡me gusta tanto! No lo mancharé, quédate tranquila. —Y le sonrió con su mejor cara de idiota. Daphne suspiró y meneó la cabeza. Pero tampoco le importaba demasiado.

Ella y Maurice no asistirían al almuerzo. Ella, porque debía ultimar ciertos detalles de la recepción y quería lucirse como la excelente Wedding planner que era. Y Maurice porque no soportaba a su sobrino, por lo que adujo compromisos.

Finalmente, los cuatro que quedaron, Janet, Marcel, Jean Claude y ella, fueron a un lindo restaurante a celebrar el casamiento. Aunque nadie dijo una palabra al respecto, flotaba en el aire que Marcel sabía la verdad y que Janet la sospechaba.

Para los postres ya había buena onda y familiaridad entre ellos, la misma que no podía alcanzar con Daphne aun con una fábrica de postres. Mucho menos la lograría con Maurice, aunque eso la complacía.

Cuando llegó al apartamento de Jean Claude, fue directo a su recámara para obrar su transformación.

Sí, ¡quería lucir bella! Claro que no conocía a nadie a excepción de quienes habían estado en la ceremonia civil. Pero no importaba. Esa noche, ella sería la protagonista, y todas las miradas estarían puestas sobre su persona.

Y, por ende, las críticas también. Por eso, aunque fuera una desconocida, quería lucirse, ¡y tratar de disfrutar de esa fiesta que prometía ser increíble! Ya habría tiempo para pensar en el atuendo del inminente divorcio...

Además, mandaría millares de fotos a sus padres y a Guille. Le habría encantado mandarle una a Pablo, pero no. Daría la impresión de alguien sangrando por la herida.

Se dio un baño de inmersión en sales de rosas para distenderse y, de paso, sacarse de encima la energía de la dura mirada de Maurice, el recelo de Daphne y extraer de sus huesos el frío que había tomado por haber usado ese vestido inapropiado tanto para esa estación del año como para el horario matinal.

Sumergida en la tina, imaginaba a Daphne en un intento de cotizarse, pavonéandose ante Maurice, alardeando de su buen gusto y criticándola.

«Pero ¿has visto qué desubicada? ¡Un vestido de noche en una ceremonia civil a las ocho de la mañana! ¡Pobre Jean Claude!».

Salió de la tina, se miró en el espejo y se maravilló de su semblante de cera gracias a la máscara de clara de huevo que había preparado en la cocina y había llevado a su recámara a escondidas de Jean Claude. Después de enjuagar y secar su cara, su piel lucía tersa y sin ningún rastro de estrés ni de ninguna tenue e incipiente arruga de cansancio. Se enfundó en su vestido soñado, se zambulló en el espejo y quedó fascinada. «¡Qué bueno si fuera mi boda verdadera!», se dijo mirándose a los ojos.

Jean Claude golpeó a la puerta y, sin disimular su impaciencia, le preguntó:

—¡Abril! ¿Te falta mucho? Recuerda que el Petit Chateau de recepciones está en las afueras de Paris. Nos llevará al menos una hora llegar, y luego necesitarás tiempo para vestirte.

En vez de responderle, Abril abrió la puerta y salió enfundada en su campera de goma espuma y su jeans, pero cargaba un bolso, sobre su espalda, una mochila, y una funda con su vestido II.

Él la miró con temor dado su aspecto, que parecía más apropiado para alguien que iba al mercado.

—Vamos —dijo, resignado.

En el trayecto en auto, hablaron muy poco y, más que nada, escucharon buena música.

Llegaron ante un pórtico que los separaba de una mansión iluminada que distaba unos cien metros.

Abril no pudo evitar decir su palabra favorita «Guauuu», y Jean Claude no pudo evitar sonreír complacido, no exento del todo de un poco de ternura.

—¿Te gusta? —preguntó conociendo de antemano la respuesta

—¡Me encanta! ¡Guauuuu! ¡De veras que no imaginé! ¡Con razón Daphne insistía tanto con mi ropa!

—Vas a estar tres jolie, no te preocupes —dijo Jean Claude, complaciente, pero no muy convencido.

A ella le molestó su tono casi consolador, sonaba como si en realidad estuviera diciendo: «estarás como esta mañana, claro, discreta y agradable, ¿por qué no?». Y ella pensó: «No todas son deslumbrantes como Daphne».

Al ingresar, vio a Daphne enfundada en un sexi y ceñido vestido rojo que la hacía verse deslumbrante. Su figura alta y esbelta lucía sugestiva y despampanante con ese atuendo. Al menos, no vestía de blanco como la novia, pero por poco... Al verla, Daphne se acercó eléctrica, se veía que ese era su metière y que era muy exigente consigo misma.

—¡Aquí están! ¡Mon Dieu! ¡Creí que jamás llegarían! —Esto último lo dijo lanzándole una mirada de reproche a Jean Claude, quien, como de costumbre, hizo caso omiso.

—Se presentó un problema con la música... Y como yo tengo que solucionar todo... ¡Porque son todos unos inútiles! —vociferó para que los operarios que circulaban por ahí no dejaran de escucharla. Volviendo su mirada histérica hacia Abril, le preguntó al borde del ataque de nervios y solo esperando un sí por respuesta—: ¿Podrás vestirte y arreglarte sola? ¿Podrás sin mí?

Aliviada y agradecida al cosmos, Abril le regaló su sonrisa más que cálida y le respondió:

—Gracias, Daphne, por todo lo que hiciste. ¡Si fuera de verdad, sería la boda soñada! Sos una experta en lo tuyo. Y quédate tranquila, no te voy a hacer quedar mal, no voy a desentonar con este bellísimo decorado. De verdad, ¡admiro tu buen gusto, tu glamour! ¡Sos admirable! Bueno, subo a vestirme. ¡Y gracias de nuevo!

Dicho eso, le propinó un solo beso en la mejilla, a la usanza argentina. Tomó su mochila y su bolso del piso reluciente, donde los había apoyado, respiró profundo y elevó su vista a la gran escalera de mármol que la conduciría al primer piso, donde estaba su suite. Y su nueva vida.

Por unos instantes muy breves, Daphne pareció conmovida, pero más por el halago recibido que por aquel agradecimiento que provenía del corazón.

Abril entró en su recámara y permaneció unos segundos boquiabierta. Las inmensas ventanas, el cortinado, todo era glamuroso y refinado. Ella se sentía en una escena de una película y, en ese momento, se emocionó porque recordó cómo había imaginado siempre su boda: al aire libre, en un atardecer, en un gran parque, con sus padres, Burton correteando entre los invitados, su amiga Guille y todos sus amigos... ¡Qué diferente a esa otra!

Sacó su celular de la mochila y comenzó a filmar para mandarles un video por WhatsApp a sus padres y a Guille. A medida que les contaba y describía todo, su voz se fue convirtiendo casi en sollozos y su vista se nubló por las lágrimas.

Pero se repuso y prosiguió fingiendo alegría. No tenía mucho tiempo, así que se tuvo que despedir. Al menos no tenía que preocuparse por grabarse toda la noche, ya que había un equipo de filmación y fotógrafos.

Decidida a no dejarse atrapar por la melancolía por lo que no era, reparó en aquello que sí era. Tomó con suavidad su vestido y, con cuidado, se metió dentro de él, sintiendo la caricia de la tela sobre su piel y dejándose abrazar como si fuera por un príncipe que la convertía en princesa.

Sin siquiera parpadear, comenzó a maquillarse; lo hacía con mucho esfuerzo, al punto de contener la respiración, ya que no estaba muy acostumbrada a usar cosméticos, y siempre afirmaba que maquillarse bien no era tarea fácil, ya que requería de buen pulso y de habilidad. Y solía bromear: «¡Casi que tenés que ser Van Gogh!».

A medida que lo hacía, su rostro comenzaba a mimetizarse más y más con el estilo del vestido, tornándose sofisticado y juvenil a la vez. Sensual, pero no lejos de la inocencia.

Soltó su cabello dorado y sedoso, y solo lo recogió de un lado, con un mechón trenzado que sujetaba un bouquet de pequeñas flores blancas. Por último, se trepó a ese increíble y sexy par de zapatos blancos que, además, eran comodísimos.

Sabía que Jean Claude la esperaría en el descanso de la escalera y que descenderían juntos con música de fondo, y, en ese momento, todos les darían la bienvenida con un aplauso.

Se miró largamente en el espejo y no podía creer que esa imagen le perteneciera. «Qué raro, se ve que la tristeza me embellece», se dijo con su cinismo habitual.

Empezó a escuchar el anuncio, así como también la música que ella había insistido en que fuera para el descenso de las escaleras junto a Jean Claude, contraria a la opinión de Daphne, que aconsejaba algo más fastuoso en lugar de algo tan intimista y sentimental. Pero ante una mirada de Jean Claude, tuvo que ceder ante la novia.

Abril abrió la puerta y la voz de la gran Sophie, y su tema Tu n’as pas cherché, comenzó a sonar, y ella, a emocionarse.

De pronto, sus ojos se toparon con los de Jean Claude, y esa nueva mirada en su rostro le resultó desconocida, él la contemplaba como si la estuviera descubriendo entre una multitud. «¿Estaría actuando para los invitados?», se cuestionó ella, ya que parecía realmente conmovido mientras le tendía su mano completamente embelesado. Abril se la tomó, temblorosa, y él se la besó.

—Tu e belle... Tres belle. —Abril notó que lo dijo casi en un susurro, con voz ronca, íntima. La hizo girar y se meneó al compás de la música favorita de Abril.

—¿Sabes qué significa la letra de esta canción? —Pero no se lo pudo explicar, ya que todos comenzaron a aplaudir, por lo que ellos recordaron que estaban en su boda.

Abril paseó su mirada por encima de todos los invitados. ¡Eran muchísimos! «¿Serán extras?», pensó alarmada.

Entre las caras absolutamente extrañas, vio la de Maurice, que la miraba libinidoso, y la de Daphne, llena de furia y con un rictus en su boca.

En ese momento, ella recordó que llevaba puesto el vestido que Daphne pensaba usar ese día, por eso la había obligado a comprar la funda y ella se reservó para sí el vestido de princesa sensual.

Bajaron y comenzaron a saludar a todos y, cuando se acercaron Daphne, frente a Jean Claude, y en voz bien audible, para que no hubiese malentendidos, Abril exclamó:

—Daphne, ¡te tenía esta sorpresa! Volví a la maison para comprar un vestido para llevarle a mi amiga Guille y vi el que me había gustado reservado a tu nombre. ¿Así que pensabas regalármelo? No. ¡¿Cómo voy a permitirte que te tomes tantas molestias?! ¡Entonces decidí comprarlo yo antes de que lo hicieras tú, y, en agradecimiento, el mismo día usé ambos vestidos que llevaban tu sello! El que me obsequiaste y ¡el que pensabas obsequiarme!

Lo miró, sonriente, a Jean Claude, que ya había comprendido la verdadera intención de Daphne y el ardid de Abril.

La observó en profundidad. Su madrina no la había descripto del todo bien. Esta petite femme era sensible, de buen corazón, incluso cándida. Pero no se dejaba tomar por estúpida. Muy cercana al ideal de mujer perfecta.

Daphne estaba blanca y tiesa en su vestido carmesí, que parecía sangrar sobre ella, e hizo un esfuerzo apoteótico por disimular frente a Maurice.

—Oh, pero ¿por qué? ¡Quería obsequiártelo yo! —Y, con voz fingida, se quejó—: ¡Me quitaste esa satisfacción, ma cherié! —dijo tomándola por los hombros.

—¡No del todo, Daphne! ¡Al menos no te quité la satisfacción de que me lo veas puesto! —respondió Abril, envuelta en una candidez con visos diabólicos.

A ese punto, Jean Claude tomó por los hombros a su petite femme y se la llevó so pretexto de saludar a unos amigos. Abril no justificaba el encono de Daphne para con ella. Pero, de todos modos, le dolía. Le causaba temor tornarse el objeto de odio de alguien, más aún sin motivo aparente.

Después de saludar a casi todos los invitados, se acercaron a la pista de baile, se miraron, cómplices, a los ojos y bailaron juntos. Abril, aunque le pesara, tuvo que aceptar lo sensual de su cadencia y lo varonil de su aspecto.

Tenía algo de corsario, tal vez por la expresión poco confiable de su semblante o su mechón ondulado cayéndole sobre la frente, como si estuviera frente al timón de su galeón, o su boca, de la que colgaba siempre una sonrisa ladeada, otras veces burlona... y, muy rara vez, tierna. Como el día que descorchó la botella de vino.

Jean Claude se movía con movimientos discretos, casi imperceptibles, pero irresistibles y sensuales, como si estuviera invitándola a hacerle el amor. Ella pudo observar con atención su piel curtida por el sol, ajada por alguna que otra arruga de expresión, en especial, alrededor de esos ojos de un marrón intenso.

De pronto, esa sensualidad mágica se vio interrumpida por la esbelta figura carmesí de Daphne, que, cual Lucifer cuando mete la cola, ella estiró su brazo frente a la cara de Abril y dijo con desparpajo:

—Te robo el novio, ma cherié, tenemos algo de qué hablar.

Jean Claude se encogió de hombros y no se resistió al secuestro. En parte también, debido a que Daphne había sonado amenazante toda envuelta en esa nube de burbujas de champaña.

Abril se fue resignada a la terraza. Si bien hacía frío, y su vestido no era apropiado para esas temperaturas, necesitaba enfriar su cabeza. Ella no había bebido como Daphne, pero estaba igualmente mareada y confundida.

Se apoyó en la baranda de estilo francés. A lo lejos, se divisaban las luces de una París somnolienta.

Hacía frío, pero no quería entrar, la única solución a mano fue un cálido auto abrazo. Pero vaya que hacía frío, ese mimo no era suficiente. Como si le hubiera leído la mente, escuchó una voz, fuera de su cabeza, que le dijo:

—Hace frío, te vas a enfermar, toma mi châle.

Abril sintió una súbita calidez sobre sus hombros, que la hizo estremecer. Al girarse, vio la cara de Janet. Sus ojos acerados y alargados brillaban en la penumbra de los faroles diseminados en la gran terraza.

Sin embargo, distaban mucho de los de su hermana Gatúbela. Los de Janet reflejaban sagacidad y bondad a la vez. Su piel era impecable, y su nariz recta, con un leve toque aguileño, le daba un aire sensual y exótico que la hacía más personal.

Era delgada, aunque no tan alta como Daphne, y tampoco tenía ese porte de mannequin de alta costura de su hermana, y eso la hacía, a criterio de Abril, más femenina y mil veces más personal y atractiva. Mon Dieu. ¿De dónde le venía, últimamente, ese rechazo por las mannequins? Tal vez, de una vida pasada en la lejana Buenos Aires...

Después de un rato de conversación, Janet parecía ser, junto a Guille, la mejor amiga de Abril. Le comentó que nunca se había casado, que amaba a sus perros tanto como su libertad.

Abril temía preguntar algo fuera de lugar, algo concerniente a sus inclinaciones, no porque le pareciera, sino porque Daphne se lo había insinuado.

—Pero ¿no me digas que nunca sueñas con un hombre guapo, romántico, que tenga ojos y corazón solo para ti? —a medida que a hablaba, se deleitaba más y más con sus progresos de francés.

Janet la miró de soslayo mientras daba una larga pitada a su cigarrillo, miró hacia el cielo y, exhalando el humo y sin mirar a Abril, confesó:

—No. No soy lesbiana —aclaró de antemano, previendo algún comentario de su hermana, y enseguida aclaró—: Pero me he convertido en un tipo de chica que espera con más emoción el día de cobro que el día de San Valentín. —Dio otra pitada y sonrió a Abril con mirada traviesa.

—No sé... —respondió Abril meneando la cabeza y mirando hacia la lejana ciudad luz—. Te veo apasionada, me cuesta creer lo que dices.

—¡Voilá! —exclamó, indignada, Janet, aunque sin perder jamás su sonrisa seductora y sobradora a la vez—. ¡Aquí está el error que hace infelices a tantas mujeres! ¿Acaso solo los hombres despiertan pasión... y son fuente de felicidad? —Y, mirándola socarronamente, susurró—: Hazte un favor, ma cherié. Mira un poquito a tu alrededor.

—O sea que jamás iré a tu casamiento —infirió, burlona, Abril, y se lamentó—: ¡Qué lástima, me habría gustado tanto!

Janet la miró con sorpresa y le aclaró:

—¡Jamás he dicho que nunca! De hecho, y hablando en serio, debería encontrar marido antes de que mi perro muera.

Abril la miró risueña, festejando su broma, pero ante el perfil impávido de Janet, comprobó que hablaba en serio.

Janet solo agregó:

—Espero que estés por aquí para entonces...

Abril tragó saliva ante la frontalidad de su nueva amiga. Y, con sinceridad, le confesó:

—No lo sé... —Enseguida se arrepintió y quiso arreglarlo con una acotación—: Nunca se sabe. Nadie sabe su destino.

Janet alzó las cejas con impaciencia y, en tono impertinente, le preguntó mirándola a los ojos:

Cherié, en esta situación, ¿cuánto crees que aguantarás casada?

Abril estaba impávida. Solo atinó a preguntar:

—¿A qué situación te refieres?

Janet miró hacia las luces lejanas y, con tranquilidad, enunció:

—A todo... Y, en especial, a Jean Claude, mi dulce hermana... y Maurice. —Finalizada la enumeración de las razones, se regaló una prolongada pitada como premio a su honestidad. Era evidente que ella sí estaba al tanto.

Abril no respondía, pero cuando Janet finalmente le clavó la mirada, esperando la respuesta, ella, suelta de cuerpo, manifestó:

—Bueno, no sé el lapso con precisión. Veamos, puedo durar... desde una hora a tres meses...

Janet echó su cabeza hacia atrás, ahogando una carcajada. Y solo dijo a modo de opinión:

—Me caes bien, Abril. Muy bien.

Abril sonrió, reconfortada, y, sin permiso, le sacó el cigarrillo de la mano y se regaló una pitada. Janet, sorprendida, le recordó:

—Durante el almuerzo de tu boda, me dijiste que nunca habías fumado.

Abril exhaló el humo y le respondió:

—Tampoco nunca antes me había casado en París... —Luego, la miró seria y le preguntó sin rodeos—: Daphne y Jean Claude no son «Your cup of tea», o, como decimos por mis tierras: «no son santos de tu devoción». No me equivoco, ¿verdad? Recalcó la pregunta para demostrar que no había sido un mero comentario o una apreciación de su parte, sino que ella también esperaba una respuesta.

Janet la miró, y sintió placer de responder

—Solo en un petit detalle, ma cherié: ¡yo no pongo a ambos en la misma bolsa! —La miró consciente de que había despertado su curiosidad. Dio una pitada y fingió estar pensativa, con la vista perdida en el horizonte, mientras esperaba que su nueva amiga le preguntara desesperada de curiosidad. Pero se equivocó. Y lo supo cuando escuchó que la suave voz de Abril le decía:

—Yo tampoco. —Entonces, fue ella quien la miró llena de dudas. Y Abril, en cambio, quedó absorta en sus pensamientos.

—¿Será por la misma razón que yo? —comenzó Janet dando el brazo a torcer.

—No sé. ¿Cuál es tu razón? —inquirió Abril decidida a no quedarse sin una respuesta.

Resignada, Janet se sinceró.

—Son diferentes... Por ejemplo, la arpía manipuladora de mi hermana.

Ante esa descripción, Abril abrió grandes los ojos y comentó:

—¡Vaya! Qué sutil. —Y, al instante, se sinceró—: Aunque reconozco que es una óptima definición.

Janet sonrió complacida y agregó:

—Como te decía, ella se mueve solo por dinero; Jean Claude, solo por rencor. —Giró su cara y, al enfrentarse a la mirada de Abril, supo que había hablado de más. Enseguida se rectificó y dijo—: Es solo mi opinión.

Abril iba a preguntarle su punto de vista cuando la voz del flamante novio rompió su momento de intimidad.

—¡Aquí estás, ma petite! —Y, tomándola de la mano, casi ignorando a Janet, muy alegre y como quien debe persuadir a una niñita, le informó—: ¡Vamos a cortar el pastel de bodas!

Abril lo miró todavía impregnada de las impresiones de Janet, y se dejó llevar hacia el interior de la residencia.

Allí dentro, los invitados se voltearon a mirar a la que ya todos consideraban una feliz y auténtica pareja, y más de uno expresó: «¡Oh, sí, son el uno para el otro!», «¡Mon Dieu, haber encontrado el destino en el fin del mundo!», «¡No te hacíamos tan romántico, Jean Claude!». Abril observó la cara de Daphne, que parecía descompuesta, y en la de Maurice, una expresión similar. Ambos destilaban odio.

Cuando trajeron el gran pastel, Abril se sorprendió porque esperaba una tradicional torta de bodas de varios pisos, cubierta de crema blanca, en vez de esa gran Croquembouche, cubierta de tiras de caramelo. Era imponente. Jean Claude la miró y le susurró al oído:

—Los profiteroles están rellenos de crema pastelera...

Cuando ella lo miró, él le hizo un guiño de ojo. Al instante, Abril recordó que unos días antes, él, de la nada, le había preguntado si le gustaban más las bombas rellenas de crema pastelera o las de crema Chantilly. Ella le había respondido «pastelera» y, cuando le preguntó por qué quería saber eso, él le había respondido «Por si Phillipe pregunta».

Al recordarlo, y descubrir el verdadero motivo de aquella pregunta descolgada, Abril lo miró sonriente, y él le devolvió el gesto con un beso fugaz. Ella estaba confundida. ¿Él lo hacía como parte del show o estaba siendo sincero?

Al oído, a modo de confesión, él le dijo:

—Otro día te contaré la historia de los profiteroles, se remonta a la nobleza del siglo XVIII.

En ese momento, Janet, exultante, exclamó:

—¡Felicidad a los novios! —Y, dirigiéndose a Abril, preguntó en voz muy alta para que todos oyeran—: Jean Claude, ¿le contaste a Abril que la tradición dice que cuanto más alta es la Croquembouche, más duradero y feliz es el matrimonio? —Y, mirando a los presentes, aseveró—: ¡Y esta es gigantesca!

Todos vivaron, aplaudieron y brindaron. Todos, inclusive Daphne y Maurice, pero al beber de sus copas, ambos parecían estar bebiendo sendas pócimas de las más puras de las cicutas. Más tarde, volvieron a bailar y Abril cayó en la cuenta de que no había comido nada. Cuando se lo comentó a Jean Claude, él la tomó de la mano y la acompañó hasta la mesa principal. Él mismo le sirvió en un plato varias delicias que sabía que Abril devoraría en un parpadeo.

Los invitados empezaron a marcharse, y, por las sonrisas espontáneas, y las miradas con brillo, Abril supo que había causado una excelente impresión y que todos estaban encantados, y convencidos, de que Jean Claude había encontrado finalmente la horma de su zapato.

Incluso ya tenían varias invitaciones a cenar al club de campo y mil eventos más. Pero todos se fueron con la intriga del lugar de destino de la luna de miel. «No lo decidimos aún», respondían cándidos, como si quisieran mantenerlo en secreto. Pero, ante cada uno que preguntaba, ambos se miraban y sabían que habían cometido el error de no haberlo planeado, y de haberlo olvidado por completo. Abril estaba exhausta, pero no quería marcharse de ese palacete. Al dejar el petit chateau, ella sentía que dejaba una noche llena de mentiras. Pero, también, llena de verdades. Porque ella había sentido cada instante como real.

Hasta su encantamiento por Jean Claude era real, aunque casi con la certeza de que al día siguiente el hechizo se evaporaría.

Por eso, al traspasar la puerta y salir de esa noche maravillosa y mágica, Abril le dijo a Jean Claude:

—Esperá, ¡por favor!

Él la miró con dulzura y le preguntó:

—¿Olvidaste algo?

—No —respondió ella—. Quiero no olvidar.

Él contempló, como testigo silente, el modo en que su petite atesoraba en su memoria cada rincón y cada detalle. Y cómo su mirada acompañaba a cada recuerdo hasta los distintos pedacitos de su corazón.

Hasta le daba lástima hacerla dejar ese lugar. Pero aunque no quiso reconocerlo, a él también le dolía dejar atrás ese sueño. Le costaba aceptarlo, pero esa noche, se había sentido más feliz que nunca en mucho tiempo. Y había sido más auténtico que jamás en toda su vida.