A la mañana siguiente, Jean Claude lucía extenuado, incluso de mal humor. Tomó rápido su desayuno y se despidió de Abril.
—Recuerda lo de esta noche. Nos esperan a las ocho. Vayamos. —casi le imploró—, la vamos a pasar bien. Y estaremos tranquilos.
Abril asintió, y, cuando iba a preguntarle a qué se refería con que estarían tranquilos, él le advirtió:
—Abril, tenemos que hablar... —Ella sonrió ante la ironía de coincidir con Daphne en que ya parecían un matrimonio, pero él no solo no respondió a su sonrisa, sino que, con un gesto bastante adusto, le informó—: Hay algo que tienes que saber, Abril. —Y, con resignación, agregó—. Necesito que lo sepas.
—¿Qué es? —preguntó ella, entendiendo que ya se aproximaba la revelación del secreto.
—Lo que hablamos, ya es hora de que sepas la verdad. No es grave ni urgente, y mucho menos peligroso para ti. —Y como pensando en voz alta, dijo en un tono que sonó a lamento—: Quizá lo sea más para mí... —Luego, recobrando su postura habitual, manifestó—: ¡Ah! Hay algo que olvidé decirte. La cifra que me pagaste está de nuevo en tu cuenta. —Y antes de mirar la expresión de Abril, se adelantó y, apurado, aclaró con cara de pirata desvelado—: El acuerdo sigue intacto, puedes seguir durmiendo sin llave...
Abril lo miró extrañada y le preguntó:
—¿Sigue intacto? Entonces, ¿por qué me devolviste el dinero? ¿Qué cambió?
En esa instancia, es cuando, en una película romántica, él le diría «Porque me he enamorado de ti». Pero esa no fue la respuesta de Jean Claude Bahy.
Él solo la miró con calma y dijo:
—Primero, porque no lo necesito, y creo que tú sí. Segundo, porque solo fue una cortina de humo para que ante tus ojos tuviera formato de acuerdo y vinieras tranquila. Tercero, porque aunque no lo creas, soy un hombre honorable y, como tal, honro mi palabra con o sin contrato. —La miró de reojo y le aconsejó—: Pero no lo vuelvas a hacer. No vuelvas a confiar en alguien solo porque le pagas. Eres bastante ingenua, Abril. —Como él ya estaba de pie, ella también se paró y lo enfrentó para discutir el punto a la misma altura.
—Esa fue una decisión unilateral, ¡yo no quiero ese dinero! Es tuyo, sé que no es mucho, pero era nuestro acuerdo.
—¡No! —refutó él—. Era solo la ilusión de un acuerdo. Pero el acuerdo sigue en pie. Y el agradecido soy yo. —Ante la mirada inquisitiva de Abril, él solo agregó—: Digamos que nos ayudamos mutuamente. —Le dio un beso en la mejilla y se despidió—. Para esta noche, ponte linda como siempre... —Y, guiñando un ojo para hacer alusión a la infantil mujer de su amigo, agregó—: Y libera tu parte pueril, ¡me encanta! —Después de decir esto, en un segundo, desapreció tras la puerta.
Abril, ensimismada, quedó sola y con un montón de dudas, pocas certezas y una pregunta crucial: «¿A qué parte infantil de mí se referirá?».
Incrédula, buscó la plataforma de su banco en Internet, colocó su clave y, voilá, ¡había diez mil dólares más!
Llamó a Guille y, sin siquiera saludarla, como era la costumbre de ambas al hablar varias veces al día, le preguntó sin preámbulos:
—¿Te parece correcto que acepte que me deposite el dinero del acuerdo, con la seguridad de que este sigue intacto?
—Sí —fue la concisa respuesta de Guillermina. Y opinó sin tapujos—: Quedate tranquila, que con esa boda él debe de ganar mucho más que esa suma. ¡Te dije que era muy poco! Nunca tuve dudas de que era una mera formalidad, una excusa. —Y agregó—:Como decimos por acá, retrucho, ¿o ya te olvidaste? —Dando un giro a la conversación, Guille preguntó con interés—: Decime, ¿dónde es la comida de esta noche?
Acostumbrada a esos giros intempestivos de su amiga, Abril le respondió con lujo de detalle:
—En las afueras de París, en Valle de Chrevreuse, una pareja amiga que vive en una cottage en medio de la pradera, con caballos y venados que andan pastando por ahí..., el lugar en el que yo amaría vivir —dijo Abril en medio de un suspiro—. ¿Te lo imaginás a Burton corriendo por ahí? —agregó soñadora.
—Che, no te quejes, que por acá le sobra el campo para correr... Está bien, no habrá venados, pero del resto, ¡tenés de todo! Y yo, en tu lugar, esta noche usaría la mejor lencería...
Abril estaba desprevenida, quizá esperando otro tipo de consejo, por lo que, sorprendida, exclamó:
—¿Qué estás diciendo? ¡Nada de eso! Cenaremos, practicaré mi francés y, luego, volveremos. Acá no está mi lugar. Y mucho menos quiero una aventura con él, menos ahora que me devolvió el dinero.
—No sé por qué no sonaste convincente. It rings hollow[1], suelen decir los ingleses. ¡No todo es francés, querida! Y, además —prosiguió—, no veo la razón para evitarlo, ¡Ambos son libres! ¿¡Qué digo!? ¡Son marido y mujer! —exclamó en medio de una risotada.
Después de algunas acotaciones al margen, cada una siguió con su rutina.
Aunque disentía con su amiga, Abril puso mucho esmero en elegir tanto la lencería como su atuendo para esa noche.
A pesar de que el clima no ayudaba, y cada vez hacía más frío, ella eligió un vestido en celeste turquesa, ceñido al cuerpo y de mangas tres cuartos; lo complementaría con una pashmina que hacía juego. Estaba indecisa entre usar botas o zapatos con tacones altos, no sabía si ir más o menos formal. Optó por las botas, ya que era una comida casual. De todos modos, luciría informal y elegante a la vez. También escogió el abrigo para entrar y salir de la casa.
Para las siete, hora en que Jean Claude llegó, ella ya estaba casi lista. Él, al verla, lanzó un suave silbido y balbuceó:
—Quelle belle femme...
Abril notó que ese no había sido un piropo, sino un exabrupto que le había salido de lo más profundo.
Juntos se dirigieron al auto y escaparon de París rumbo a la naturaleza y lejos de todo artificio. A pesar de la oscuridad, Abril percibía la belleza del lugar y lamentó que no los acompañara la luz del día.
—¡Qué bello lugar! Supongo que está cerca del Valle del Loire, donde están los castillos —exclamó Abril, embelesada como una niñita.
—Está a menos de un par de horas. Espera, ¿no conoces, ¿verdad? —concluyó Jean Claude—. ¡Tenemos que ir! No retornemos a Paris y quedémonos por aquí, así mañana podremos pasear por los castillos, Su Alteza! —propuso él con un entusiasmo que sería difícil disuadirlo de lo contrario.
A Abril le entusiasmaba la idea, pero no estaba segura de las derivaciones que esa excursión podía tener. No respondió, y, cuando iba a hacerlo, él detuvo el automóvil y dijo alegre:
—¡Llegamos! Esta es la casa de mis amigos. —Y acotó con picardía—: Ahora, nuestros amigos.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Abril al observar la edificación—. ¡Es la casa de mis sueños...!
Él la miró y le explicó su historia.
—¿Sabes? Fue restaurada. Y aunque no lo creas, era un granero que data del siglo dieciocho.
Abril amaba esas tejas negras y las paredes de piedra gris, las ventanas con sus marcos de madera; apostaba que por dentro tendría vigas a la vista. Reparó en un altillo que sobresalía del techo y supo que esa ventana inclinada simularía un techo vidriado en declive. Más allá de la construcción que la remitía a tiempos que ella solo podía intuir desde lo atávico, cada piedra, cada árbol, ese olor en el aire y cada rincón con su musgo le transmitían una familiaridad injustificada y difícil de explicar desde lo racional.
—¡Me encanta! ¡Me encanta! —repitió eufórica—. En Argentina, lo más parecido a este estilo arquitectónico está en Villa La Angostura —comenzó a contarle a Jean Claude—, con sus bellísimos lagos, como el Nahuel Huapi. Todo este entorno me remite a ese lugar. ¡Amo Villa La Angostura! —expresó con un dejo de melancolía que a Jean Claude no le pasó desapercibido.
En medio de sus exclamaciones, salió a recibirlos Mireille, la orgullosa e infantil ama de casa. Se la veía tan frágil, rubia y cándida que Abril no pudo evitar identificarla con su tocaya argentina, el famoso personaje del tango, la Rubia Mirella, pero dado el trágico final de la historia, omitió comentárselo.
—¡Bienvenu!, adelante. ¡Qué alegría recibirlos! —Mireille era auténticamente afable. No obstante, su sofisticación natural y sus modales y gestos de princesa, nada en ella resultaba artificioso ni acartonado.
—Mercí pour cette invitation —dijo, tímidamente, Abril, a pesar de lo cual admitía que se sentía a sus anchas recibiendo ese trato tan refinado y coloquial a la vez.
Al entrar, no reparó en ninguno de los objetos de manera individual, sino que se dejó abrazar por ese ambiente confortable, exquisito y cálido que los envolvió en segundos y que no dejaba de penetrar por cada uno de sus sentidos, incluso el del olfato, dada la infinidad de floreros de variadas formas y tamaños con flores silvestres, diseminados por los muchos recovecos que rodeaban la sala principal. Hasta daba la sensación de que a través de las ventanas entreabiertas penetraba el aroma que traía la brisa del bosque.
Jean Claude había llevado dos botellas de vino y un postre que, ni bien depositó en las manos de Mireille, ella puso los ojos en blanco al mismo tiempo que declaraba:
—Oh, Jean... ¡Cómo me conoces! Sabes tres bien que tanto esta mousse au chocolate como mi Alain son mis debilidades —al decir eso, estiró su cuello y besó en los labios a su marido, quien permaneció estático y no devolvió el gesto. Luego, ella miró al cielorraso y exclamó—: Mercí, monsieur Charles Fazi!
Abril dirigió la mirada en la misma dirección, como esperando encontrar a alguien, y al no ver nada, miró con expresión curiosa a Jean Claude, quien le susurró al oído la respuesta:
—Charles Fazi, servidor de Luis XIV, inventor de la mousse.
Cuando Abril lo volvió a mirar, ya en posesión de ese dato, él se encogió de hombros.
Al ingresar al comedor, Abril quedó maravillada por tanta simplicidad y buen gusto. Hasta las porciones de comida estaban dispuestas en tonalidades engamadas, a tal punto que le daba pena comerlas.
Hablaron de todo, y Abril, omitiendo el tema del taller y la mafia boliviana, y el hecho de que se había quedado en la pobreza, se explayó hablando de sus proyectos de diseño, como si nada malo le hubiera pasado y como si todo siguiera igual. Jean Claude la observaba un poco desconcertado, pero muy divertido.
Cuando terminaron de cenar, a pesar del frío, Mireille insistió en mostrarle su huerta orgánica. Parecía concentradísima en unas papas deformes cuando, de pronto, sin mirarla, comentó:
—No sé qué le has hecho a Jean, pero nunca lo vimos así. Estás sacando su mejor parte, cherié. Hoy nos encontramos con el mismo que era en la universidad y antes de la muerte de su hermana. —Giró la cabeza, esperando una respuesta, pero con lo único con lo que se encontró fue con la expresión de aterradora sorpresa en la cara de Abril.
Mireille se puso de pie como un resorte, a sabiendas de que había hablado de más, y con el fin de minimizar el impacto de su infidencia, solo dijo en un tono de lo más neutro, carente del mínimo atisbo de cualquier tipo de connotación:
—Ya te contará, estoy segura. —Y como si nada, le preguntó—: ¿Vamos por la mousse y café?
Después del incidente de la huerta, Mireille ya no tenía la misma mirada. Su candidez inicial había sido reemplazada por una mirada sagaz que se tornaba inquisitiva cada vez que se dirigía a Jean Claude. Abril tenía la certeza de que ella moría por sacar el tema y que, si no lo hacía, era solo para evitar un posterior reproche de su marido. También Abril dedujo que era muy raro que no le hubiera revelado ese hecho por demás trascendente.
Asimismo, empezó a notar cierta complicidad en las miradas entre Alain y Jean Claude. Esa clase de vistazo fugaz y socarrón que se dispensan las personas cuando conocen sus respectivos secretos. Incluso Abril no dudaba de que esos secretos incluyeran información respecto a la vida marital de sus anfitriones; ya le resultaba obvio que en esa pareja había una sola persona enamorada, y esa persona no era Alain.
Cuando se despidieron, la dueña de casa le lanzó una mirada indefinida, y a Abril le pareció extraño que la despidiera con la frase «Bonne fortune» al mismo tiempo que le apretaba el brazo con cierta compasión, como dándole fuerzas.
Ambos se dirigieron al auto, pero Abril echó un último vistazo antes de subir; ese entorno la conmovía.
Cuando Jean Claude arrancó, ella se percató de que no estaba tomando el camino de regreso a París. Lo indagó con la mirada, y él, sin siquiera mirarla, con media sonrisa y su mirada pirata, solo dijo:
—No toleraré que mi esposa no conozca el valle del Loire y sus castillos. —Y, en un tono solapado, manifestó—: Conozco un lugar para pasar la noche, El Chateau de Breuil, cerca de Cheverny. —Asimismo, la miró a los ojos y le advirtió—: Pero no te ilusiones, no nos reuniremos sino hasta el desayuno. —Abril lo miró con sorna y, antes de que pudiera decir algo, él se anticipó y declaró irónico—: En serio, Abril, no voy a permitir que mi joven esposa no conozca el valle del Loire. —Luego, retomando su tono habitual, auguró—: ¡Te va a encantar!
Abril, aunque disimulaba bien, todavía estaba impresionada con la revelación de Mireille, por lo que, con suavidad, intentó abordar el tema.
—¿Sabés? Hoy Mireille mencionó algo acerca de una hermana tuya. —Al ver cómo el semblante de Jean Claude se tensaba, no solo se arrepintió de opacar su alegría, sino que omitió terminar la frase con la palabra «murió».
Pero ya era tarde. Él conducía mirando fijo hacia adelante y su perfil recio y algo duro parecía inmutable e inmune a las emociones. Con bastante parsimonia, solo respondió:
—Abril, ya no estamos en Paris. Aquí solo somos tú y yo. Hay muchas cosas que no deseo que sepas, pero sé que tienes el derecho de saberlas. Pero no hoy. Esta noche y mañana, disfrutemos del presente. Al regresar, lo sabrás todo.
Empezó a aminorar la velocidad y buscó, con los ojos entrecerrados por el esfuerzo, un cartel en la oscuridad.
—Ya llegamos a Cheverny... y si aquel no es el castillo de Drácula, llegamos al nuestro. ¡Sí! Voila, Chateau de Breuil —exclamó, contento como un chico que llega al parque de diversiones. Y sin ningún motivo, hizo otra predicción—: Mañana, a la luz del día, verás que te encantará. —Estacionó el auto y ayudó a Abril a descender.
Desde la casa de Alain y Mireille, él ya había reservado dos habitaciones. Luego de registrarse, escoltó a Abril hasta su recámara y, muy galantemente, le señaló su puerta. En ese instante, ella no tuvo dudas de que él conocía muy bien ese lugar del que, adivinaba, sería un huésped frecuente. Otro detalle que se lo confirmó fue el hecho de que consiguiera alojamiento con tan poca antelación y ninguna dificultad.
A ese punto, ya no sabía qué mirar con más atención, si a ese hombre gallardo que estaba a su lado, o al refinado interior de ese palacete. Él empujó la puerta y, al invitarla a entrar, le dio un beso en la mejilla.
—Su habitación, madame Abril —le reiteró, y acompañó un «Bon Nuit» con una sonrisa irresistible.
Abril se quedó mirándolo, absorta, y pudo constatar, casi a su pesar, que el acuerdo se cumpliría a raja tabla. Aunque, a esa altura, habría preferido la versión más pirata de Jean Claude, y no ese orgulloso hombre defendiendo su palabra de honor.
—Bon Nuit —respondió Abril, altiva y demostrando autosuficiencia, pero su tono de voz denotó cierto desencanto.
Estaba agotada, por lo que no tuvo mucho tiempo para pensar y enseguida se durmió y comenzó a soñar.
A la mañana siguiente, tal como había vaticinado Jean Claude, se reunieron en el jardín para desayunar.
—¡Bonjour! —exclamó él, feliz al verla aparecer, radiante, en ese vestido turquesa y envuelta en su pashmina de un azul violáceo. Ella llevaba entre sus brazos su pesado abrigo, y, aunque trémula por el frío, se resistía a arruinar su apariencia.
—Te sugiero que te coloques tu abrigo o comenzarás a tiritar más que ese campo de lavandas —le aconsejó él, señalando con la cabeza y mirando fijo hacia un inmenso colchón violáceo que ondulaba frente a sus ojos.
Abril acató su sugerencia y, mientras él la ayudaba a colocarse el abrigo, no pudo apartar la vista de esas lavandas que se mecían como en un vals al compás de Eolo.
Hacía bastante frío, pero ese petit dejeuner en ese paisaje bucólico que la trasladaba al siglo dieciocho, junto a esas exquisiteces dispuestas en esa vajilla Limoges decoradas en azul y blanco, y ese café con unos copos de crema dignos de competir con las nubes que se escurrían por el cielo, todo eso, sin contar con el aroma a bosque y lavandas que traía el viento con cada suave resoplido, y en especial, esa excelente compañía en la que inesperadamente se había convertido Jean Claude, todo esa combinación, bien valía el más viral de los resfriados.
Jean Claude, fiel a su hábito, le hizo probar, acercándoselo a los labios sin consultarle, una porción de soufflé de creme brulée, que se deshizo como un beso en la boca de Abril. Ninguno de los dos escatimaba las miradas que llegaban a lugares cada vez más hondos. No obstante, ambos luchaban por reprimirse desde lo racional, como si de un tabú o relación prohibida se tratara, o por lo menos, no aprobada desde el ego. Y era justo eso lo que creaba entre ellos una tensión que, en lugar de aplacar la pasión, la intensificaba.
Abril cedió a su impulso de acercarse a las lavandas para olerlas; para estar más cómoda, se quitó su abrigo y corrió hacia el campo. Las acarició con las yemas de sus dedos, tomó una pequeña flor de lavanda que estaba en el piso y la acercó a su nariz. Cuando se dio vuelta para mirar a Jean Claude, lo descubrió tomándole fotografías con su celular.
Le hizo un gesto para que dejara de hacerlo, pero fue inútil. Ambos se acercaron y caminaron rumbo al auto, a visitar los castillos prometidos.
Abril y él hablaban, reían o por momentos quedaban en silencio escuchando la música. De pronto, Jean Claude detuvo el auto al margen de un bosque cuyo silencio majestuoso los invitaba a cobijarse uno en el otro. Pero no lo hicieron. Solo lo disfrutaron.
Al tener a la vista un gran castillo, él exclamó lleno de placer:
—Mira, ¡el castillo de Chateaubriant!
—¡Oh! —exclamó Abril, que se había quedado sin palabras. Lo había visto por foto, pero estando ahí, se sentía trasladada a otros tiempos y envuelta por esa magnificencia.
—Es tan... ¡francés! —fue lo único que atinó a decir.
—Como yo... —bromeó Jean Claude, que parecía que no iba a dejar de seducirla hasta que ella lamentara el acuerdo y la dichosa palabra de honor.
Pasaron al interior, y Abril quedó literalmente sin palabras. Ella amaba la belleza en todas sus formas. Miró hacia un sector donde no había gente y, al ver ese parque, no pudo evitar decir:
—Mon Dieu, ¡qué belleza! Me lo imagino a mi Burton corriendo por aquí.
Jean Claude la miró con seriedad y le preguntó:
—¿Lo extrañas mucho, verdad? —En realidad, esa no era una pregunta obvia, era una pregunta escondida en otra. Lo que él quiso saber era si peligraba su estadía en París por extrañar tanto a los suyos, Burton en mi primer lugar.
Lo que él ignoraba era que Abril tenía toda la intención de traer a Burton a vivir con ellos, solo que él aún no estaba enterado.
—Sí, lo extraño mucho. Y recién, cuando me lo imaginé a mi bombón, así lo llamo cuando lo mimo —aclaró, como si hubiese sido necesario—, sentí una oleada de tristeza, hasta de temor...
A ese punto, Jean Claude se había arrepentido de haberle preguntado. No solo la había tornado melancólica, sino que flotaba en el aire la amenaza de que ella no dejara de hablar de su mascota durante el resto del paseo—. Es porque lo extrañas, no te preocupes.
—Sí —respondió Abril—. Es solo que lo amo mucho. —Volvió a dar otra explicación tan obvia como innecesaria.
Por suerte, su temor no se cumplió y hablaron de temas variados, y en ningún momento dejaron de reírse de sus respectivas bromas. Sin embargo, Abril esperaba que él le hiciera alguna confidencia, pero nada de eso sucedió. No cabía dudas de que era un hombre que mantenía su palabra. «Al llegar a París», le había prometido, «ahora, solo disfrutemos», eso último, más que haberlo sugerido, casi lo había rogado. Y así lo estaba cumpliendo.
Si bien él parecía feliz, disfrutando de su compañía, Abril sentía algo en el aire, una sensación de fugacidad, de disfrute perecedero. Ella tenía la sensación de que él estaba despidiéndose de algo... o, tal vez, de ella.
Durante esos escurridizos instantes, comprendió, y tuvo que asumirlo, que se estaba enamorando de Jean Claude. Pero él, en cambio, parecía evasivo y fugaz. Como quien es consciente de estar viviendo su última noche de amor, preparado a partir al alba.
Después de recorrer bastante, sin llegar a visitar más que el castillo de Vivert, dada la falta de tiempo, una persistente llovizna los empujó a regresar a París. El cielo y el paisaje se habían tornado súbitamente grises, al igual que sus respectivos ánimos. Sentían como si volvieran a una oscura celda después de un paseo por el bosque.
Solo en ese momento, al regreso, Abril notó que Jean Claude había desconectado su celular. Al mirar unos mensajes, su gesto se tornó adusto. Esa vez, ella no se animó a preguntar.
Él le dijo:
—Disculpa. —Frenó el vehículo y bajó para hablar por teléfono.
Abril lo miraba por el espejo retrovisor, adoró su figura alta envuelta en ese desprolijo impermeable color té con leche y sus jeans gastados. Hablaba bajo la llovizna; parecía discutir con alguien. Al subir al auto, su piel morena y su cabello, ondulado y despeinado, brillaban bajo las gotas de lluvia. Pero él parecía no percatarse. Aunque disimulaba, estaba enfrascado en algún tema que, sin dudas, lo desolaba.
—¿Algún problema? —Se arriesgó ella a preguntar tímidamente.
—No, no. Despreocúpate —le respondió él con una sonrisa melancólica que había surgido con la intención de ser reconfortante.
Más se acercaban a la casa de Jean Claude, más pesado se ponía el aire. Abrieron la puerta del apartamento y entraron en silencio. Parecía que muy atrás en el camino, quizá entre los recovecos de un castillo, habían quedado el disfrute y la magia de sentirse conectados.
A pesar del frío, abrieron las ventanas, y Jean Claude encendió la moderna chimenea.
—¿Quieres un poco de chocolate caliente? —le preguntó sin perder su amabilidad.
—Sí, gracias —respondió ella con dulzura, y agregó—: Enseguida vuelvo, voy a quitarme esta ropa húmeda o pescaré un resfriado. —Mientras se alejaba a su cuarto, pensó que el resfriado sí valdría la pena.
Regresó vestida con una remera muy larga que hacía a la vez de vestido muy corto, y sus pies pequeños y delgados, sin calzado.
Jean Claude entró en la sala trayendo dos tazones de chocolate, y no pudo evitar que su mirada se pegara a las piernas de Abril, como si fueran un imán.
Le acercó la taza y ella, sentándose sobre la mullida alfombra de piel, lo miró , seductora, y le agradeció solo con una sonrisa tenue.
Él la observó al tiempo que estudiaba su lenguaje corporal, dirigió sus ojos directamente a los de Abril, que lo recibieron pacíficamente, casi sin resistencias. Ella, mientras tanto, se apresuró a tomar un sorbo de chocolate. Pasara lo que pasara, no se privaría de su elixir favorito, en especial, uno preparado con tanta dedicación.
Él se estaba acercando sigiloso, como un yaguar hacia una presa, pero no con la misma intención. Había cierta contradicción en su expresión...
Por un lado, no podía resistir el impulso que lo llevaba irremediablemente hacia esa mujer casi desconocida devenida en su esposa y en su obsesión. Y por el otro, sabía que esa obsesión lo podía dejar en medio de un camino sin retorno. No obstante, su deseo no parecía sosegarse y su impulso ya no parecía bajo su control, y ambos eran más poderosos que su sensato instinto de conservación.
Irónico. En pos de su determinado plan, su voluntad resultaba indeterminada.
La luz ambigua de una lámpara, que parecía dar más sombras que luz, los incitaba a mirarse más de cerca, y cuando Jean Claude estaba por tomar a Abril de los hombros, un celular sonó con estridencia. Ambos se miraron y, sin mediar palabras, acordaron ignorarlo. Pero la insistencia era tal que se hacía insostenible.
—Creo que es el tuyo —dijo él, resignado.
—Creo que sí. Tanta insistencia me asusta —murmuró Abril. Miró la pantalla y vio el nombre de Guille.
Sabía que su amiga no insistía jamás si después de cinco timbrazos ella no llegaba a responder; solo intentaba más tarde. Era obvio que le urgía que respondiera. Un temblor recorrió su cuerpo en forma de angustia que anticipaba algún dolor o mala noticia. Jean Claude la animó y le sugirió:
—Mejor, responde.
Con temor y un hilo de voz, Abril pronunció un casi inaudible «hola».
—Hola —la voz de Guille resonó del otro lado.
El hecho de que no se preocupara por reglas de cortesía ni por haber insistido ya era en sí mismo un mal presagio.
—Abril, ¿estás sola? —indagó su amiga.
—No. Estoy con Jean Claude —respondió ella sin apartar la vista de él, como buscando su sostén.
—¿Por qué? ¿Pasó algo? —inquirió con cara de susto, mirando a la nada.
Para entonces, Jean Claude se había percatado de que había una mala noticia en puerta, por lo que no se movió del lado de Abril, que lucía frágil y asustada como una niñita. En ese momento, la vio tan vulnerable, confiada y cándida que esa pasión que hasta solo instantes atrás lo había impulsado a devorarla, para entonces, había transmutado en un irrefrenable deseo de abrazarla y cuidarla.
—Quiero que lo tomes con calma... —empezó a decir Guillermina.
Pero no obtuvo la respuesta esperada, ya que Abril, desesperada, le preguntó casi sin voz:
—¿Qué... qué pasó? —, y cuando escuchó el comienzo de la frase, un sollozo la dominó por completo.
—Burton... no sabemos... pero no está. Vos sabés cómo lo queremos y lo cuidamos, y que ya había estado aquí, pero no entendemos... Desde esta mañana que lo estamos buscando y no aparece por ningún lado.
Abril se cubrió la cara con una de sus manos y solo dijo:
—Me muero... Encontralo, ¡por favor! ¡Te lo ruego..., no dejes de buscarlo! Quiero ir para allá... ¡Todo es mi culpa! —Comenzó a llorar, y, en segundos, su cara estaba empapada por las lágrimas.
Jean Claude tomó el teléfono y saludó a Guillermina.
—Aló, Guillé... estoy aquí, yo me ocupo. No te preocupes. Por favor, mantennos al tanto. Mercí —Y luego del saludo de Guille, cortó.
Miró a Abril, que estaba hecha un bollo sentada sobre la alfombra y con sus manos cubría su cara por completo. Notó el jadeo y la respiración entrecortada por el llanto cada vez más convulsivo, que denotaba mucha tensión acumulada. Ella gemía y balbuceaba. De pronto, sus ojos enrojecidos e hinchados se clavaron en él y, muy resuelta, le dijo:
—Jean Claude, ¡debo volver! No importa lo que pase conmigo. Diremos que de tu parte hubo buena fe. Échame la culpa a mí, ¡yo me haré cargo¡ —Y comenzó a llorar sin poder contenerse.
Él la miraba con la misma expresión de extrañeza con la que se podría mirar a un extraterrestre que acabara de descender de su nave. Casi no podía creer su reacción y, mucho menos, la decisión que le estaba comunicando. No había dudas de que esa chica adoraba a ese perro más que a nadie. Era como su lobo estepario, y por él era capaz de dejarlo todo, incluso hasta de arriesgar su libertad.
—Abril, ¿te estás escuchando? —preguntó él, tratando de ser condescendiente; no estaba acostumbrado a lidiar con gente tan vehemente y pasional. Al menos desde hacía mucho tiempo. Esa conclusión lo retrotrajo a tiempos y recuerdos que lo enternecían, pero que le dolían a la vez.
Ella lo miró inexpresiva. Jean Claude concluyó que nada de lo que él le dijera la haría cambiar de opinión. Por lo pronto, solo la tomó de las manos y la ayudó a levantarse del piso. Le parecía mentira que hubiesen pasado tan solo minutos del momento en que esa imagen que tenía frente a él, que lo excitaba y empujaba a la lujuria, fuera la misma que ahora solo le inspiraba ternura y un deseo enorme de protegerla.
Con paciencia, comenzó por decirle:
—Escucha... Bagtón, seguramente, está correteando a alguna perrita por el campo. Verás que lo encontrarán. No desesperes.
Esa vez, fue Abril quien lo miró como si se tratara de un marciano que acababa de hablarle en su propio idioma y que aún no conocía el planeta. Se armó de la poca fuerza que le quedaba y, meneando la cabeza, solo musitó:
—Jean Claude. —Inspiró para darse fuerzas y, casi suspirando, dijo—: No tenés idea de lo que es el campo en Argentina. La gente allí tiene una relación utilitaria para con los animales, supongo que la misma que acá. —Negó con la cabeza y verbalizó el gesto—. Y no de afecto, amor, protección, lazos de familia, lealtad... —Al corroborar todo lo que ella sí sentía por Burton, volvió a romper en llanto sin poder concluir la frase. Él la atrajo para sí y la abrazó con fuerza. Estaba escrito que esa noche habría abrazos, aunque no eran de los previstos.
La acompañó hasta su cama, y ella insistió en que se quedaría levantada hasta que hubiera novedades.
—Allá son las seis de la tarde, tal vez lo sigan buscando antes de que se haga de noche. —Al tomar conciencia de la última palabra que acababa de pronunciar, un escalofrío recorrió su cuerpo, y saltó de la cama—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío! Bartoncito estará solo en el campo, de noche..., cruzará la ruta... ¡No...! Él es un inútil para cruzar solo... Yo siempre le dije que se creía ghost, que suponía que atravesaría los autos como un fantasma... Y con los malditos sádicos que hay sueltos... ¡No! Lo primero que hacen es sacarles el collar con la chapita con su nombre y teléfono... y entonces, ahí sí... se pierden para siempre y se convierten en perritos de nadie... en perritos de la calle. Pero en el campo es peor... Hay cimarrones salvajes que van en manada... ¡están hambrientos! ¡Y lo van a atacar!
A este punto, hasta el impasible rostro de Jean Claude estaba conmovido. De todos modos, supo que debía calmar los ánimos. Y opinó:
—Estás suponiendo. Te imaginas solo lo peor.
Ella negó con la cabeza, ya sin fuerzas para refutar.
—Sí, ¡insisto! Debe de estar por el campo...
—Jean Claude... —suspiró Abril, y lo hizo armándose de paciencia, como quien debe hacerle entender algo a un niño empecinado—, las pampas argentinas no son precisamente el valle de Chevreuse. Por ahí hay rutas cargadas de camiones que transportan ganado hacinado, con gente de todo tipo, pero por lo general con un concepto muy utilitario de los animales. También hay perros cimarrones, y por las noches, hasta hay disparos.
Al pensar todo eso se abrazó a sí misma y cerró con fuerza los ojos. Luego tomó su celular y le mostró la foto de Burton y un video en el que él correteaba feliz a una pelota que le habían lanzado.
—Miralo bien... ¡Es una belleza! Es ingenuo, un bebote inocente. No, ¡no podrá cuidarse solo! —Volvió a verse atrapada por un llanto convulsivo—. Disculpame, Jean, necesito estar sola. —Y aclaró—: Para llorar y pensar.
Nunca lo había llamado «Jean». Y si la situación no hubiera sido tan triste, y él no tan empático con su flamante consorte, habría reído ante esa absurda decisión de «llorar y pensar», como si se tratara de actos complementarios.
Dos horas más tarde, Jean Claude entró sigiloso al cuarto de Abril y la vio rendida, lejana, ya vagando por los dominios de Morfeo, y a juzgar por su expresión y las fotos que vio diseminadas sobre la cama, incluso sosteniendo en su mano el celular con la imagen de Burton, no tuvo dudas de que se estaba soñando en algún campo remoto de las pampas, donde ambos, sin dejar de jugar y reír, se sentían plenos, sin necesidad de nada más.
Ni siquiera se atrevió a modificar la escena por temor a que el sueño de Abril se deshiciera. Solo atinó, con suma delicadeza, a cubrirle los pies con el acolchado.
Un rato antes de que Abril se durmiera, Jean Claude también había pasado frente a la puerta de su dormitorio y la había escuchado rezar entre sollozos y pedir «Dios, quítame lo que sea, pero no a mi Burton».
A media mañana del día siguiente, Daphne irrumpió en la casa de Jean Claude, pero antes de que dijera una palabra, y no continuara recelosa como buscando algo, él le advirtió la situación:
—El perro sigue perdido. Y ella, desesperada.
—¿Qué? ¿Y todavía no se levantó? —preguntó incrédula.
—No —respondió Jean Claude—. Y tampoco aceptó el desayuno que le llevé.
—No lo puedo creer... —susurró Daphne, negando con la cabeza—. ¡Cuánta similitud! ¡Igualita a la enferma de mi hermana!
Jean Claude la observó y, sin sorpresa, comprendió la razón por la que él había olvidado cómo era la gente sensible y cómo se la debía tratar. Asimismo, se le vino a la mente aquel triste episodio de Janet. Recordó que él mismo había acompañado a Daphne hasta lo de su hermana dado que no respondía el teléfono; ya desde la calle se escuchaba a todo volumen a Janis Joplin y su Cry baby. Cuando entraron, la hallaron recostada en el piso con una botella de Malbec y rodeada por montones de fotos de Cachet, su brioso caballo de toda la vida que había muerto la noche anterior.
Sin ninguna muestra de empatía, Daphne rememoró el episodio de su hermana y comentó:
—¡La muy estúpida combinó somníferos con alcohol! Si hoy está viva es gracias a Tontón.
Jean Claude la miró incrédulo al verla tan fría, pero Daphne lo tomó como un pedido de ayuda memoria.
—¡Sí! ¿No recuerdas? En esa época, ella estaba un poco depresiva, y la muerte de Cachet fue el detonante. Esa mañana había intentado cortarse las muñecas, pero cuando estaba por lograrlo, Tontón, que era epiléptico, ¡comenzó a convulsionar! ¡La muy imbécil suspendió el suicidio y, de un salto, corrió a darle las píldoras! —Con una sonrisa amarga, aclaró—: ¡Si está viva es solo porque el tarado del perro no sabía cómo abrir el frasco! —De improviso, la cara de Daphne cambió y dibujó una sonrisa de casting—. Oh, ¿cómo estás ma chérie? —Se disponía a saludarla con un beso, pero Abril solo la miró y siguió de largo hacia la cocina.
Jean Claude se encogió de hombros y, siguiéndola con la mirada, a modo de justificativo, comentó:
—Está muy mal. —Volvió a mirar a Daphne y vio sus ojos de acero perforando los suyos. Ya se disponían a salir y, consciente de que Abril prefería estar sola, se asomó a la cocina y le informó—: Abril, vuelvo a las siete. Estaré todo el día afuera, pero con el celular encendido. Cualquier cosa me llamas.
Desde el vestíbulo, Daphne gritó:
—¿Quieres que yo venga a verte más tarde?
A pesar de su debilidad, emitió un clarísimo «no», que se oyó igual de claro.
Jean Claude le echó una última mirada y lamentó su estado. También se preguntó cuánto duraría el duelo.
Al salir, Daphne manifestó en voz no muy baja, y casi feliz:
—Elle est trés depressive! ¡Vaya esposa que te echaste!
Jean Claude solo adujo:
—No elle est seulement triste, elle a sentiments. —Y su mirada se perdió, lo cual lo salvó de ver la expresión en el rostro de Daphne.