Para cuando Abril retornó a su hogar, ya había comprado la comida, las velas, las flores... y los pasajes y reservas de hotel para ella y Jean Claude. Había sido fácil reservar todo en la agencia de viajes, lástima que no consiguió lugar en el mismo hotel donde se hospedaría el amable señor Klaus Ariesen. Incluso hasta tenía su fotografía del perfil de Facebook. No, no se le escaparía.
Se dio una ducha caliente y rápida, y comenzó los preparativos de la cena, o sea, poner las flores en agua, encender las velas y calentar los exquisitos platos gourmet que había comprado en un restaurante cercano.
Durante la velada, sorprendería a Jean Claude con la novedad del viaje a Curazao. Y esa noche, su única meta sería convencerlo.
A pesar del ajetreo de ese día, y la tortura de las horas previas, ella no olvidaba que antes de lo sucedido con Burton, ambos habían estado muy cerca, tanto en Chevreuse como al regreso. «¿Y por qué no?», se preguntó.
Además, odiaba la idea de que Pablo siguiera siendo el último que la había tocado y hecho el amor. «La mejor venganza es la superación», volvió a repetirse.
Pero tampoco se engañaba, más que el odio por Pablo, y su consabida superación, sabía que su intención respondía solo a esa fuerte e inexplicable atracción que sentía por Jean Claude, es decir, su marido.
Abril terminó de cepillar su cabello dorado y pensó qué atuendo usar para la cena. Sería una comida hogareña, pero deseaba, necesitaba, lucir muy sensual, pero de manera casual.
Eligió una falda corta y un sweater de hilo de seda en gris perla que se adhería a su figura y la realzaba sutilmente. Y, por supuesto, un calzado delicado y muy fácil de quitar.
Inspeccionó los CD de la colección de Jean Claude y se sorprendió al ver entre ellos el tema de entrada a la recepción de la boda, el de La Grand Sophie. Conectó el equipo musical y dejó que la música, sin resultar estridente, envolviera el ambiente. Luego, encendió las velas y dejó solo la luz tenue de la «lámpara ambigua», como ella había empezado a llamarla, ya que no se podía asegurar si suministraba luz o penumbra.
Tarareaba la música, y estaba gozando de ese momento perfecto, cuando escuchó la llave de la puerta de entrada. Solo rogó que no fuera Daphne, o Jean Claude con Daphne.
Él había escuchado la música antes de entrar, por lo que abrió la puerta del vestíbulo convencido de que provenía de otra casa. Al ingresar y ver la escena completa, incluidas las velas, la música y el aroma a comida deliciosa que, aunque tenuemente, se podía percibir desde el living, se sintió atemorizado; estaba tan intrigado como azorado.
Todavía tenía en su cabeza la imagen de una Abril depresiva, a la que casi temía dejar sola por la mañana. Sabía que, de haber habido una buena noticia, se lo habría comunicado, pero ella ni siquiera había respondido a su llamado tres horas antes, por lo que él se apresuró a volver a su casa. En consecuencia, fue muy desconcertante enfrentarse a esa otra versión con escasas horas de diferencia y sin que mediara alguna razón, ya que, de haber habido alguna novedad, ella lo habría llamado.
Esa Abril radiante, que frente a sus ojos incrédulos se contoneaba al compás de la música, hizo que la preocupación de esa mañana respecto a su evidente tendencia depresiva resultara inocua ante una nueva posibilidad.
«¿Y si estoy casado con una bipolar?», se preguntó, y como si estuviera sufriendo una especie de ACV, no lograba articular ni responder a la sonrisa de bienvenida que ella le ofrecía sin dejar de bailar y moverse con sensualidad.
—¡Bienvenido, Jean! —exclamó Abril al instante que se acercaba para darle un beso en cada mejilla y con una copa de vino en la mano.
Él, tratando de disimular su consternación, la saludó, y, con una sonrisa desdibujada, solo comentó:
—Hola. Veo que te sientes mejor.
—¡Sí! —exclamó ella divertida, ya que sospechaba lo que Jean Claude estaba temiendo.
Él, tratando de dominar la emocionalidad, intentó indagar con tacto, pero como esa no era su especialidad, le preguntó en forma directa:
—¿A qué se debe un cambio tan drástico? ¿Tomaste, comiste o hiciste algo que te haya alegrado?
Ella notó que no había sorna en el tono de su pregunta, solo era que él no sabía cómo abordar el tema de su tristeza sin mencionar a Burton. Abril decidió que ya era tiempo de darle la buena nueva.
—No temas, Jean. —Él notó que volvió a llamarlo solo Jean. Ella lo miró y, muy sonriente, desveló el motivo de su cambio de ánimo—. No soy ciclotímica. ¡Estoy feliz porque ¡encontraron a Burton! —Y dándose crédito para que no volvieran a catalogarla de pesimista, informó—: Y tal como yo temía, estaba vagando ¡solo, perdido y asustado por la ruta, en medio de la nada y en la oscuridad total del campo!
Jean Claude abrió los ojos y un brillo genuino los iluminó por la buena noticia, pero más que nada por corroborar que la chica no iba a necesitar medicación.
—¡Cuánto me alegro! Por un momento, creí que no estabas bien y que te estabas evadiendo. —Enseguida reparó su error, producto de su extrema espontaneidad, y aclaró—: ¡Y estoy más que feliz por Bagtón! Nuevamente en su casa. ¡Tres bien! ¡Fantastic! Ahora entiendo esta cena especial...
Abril sonrió y no dijo nada. También reparó que a él no le había interesado demasiado el rescate o las circunstancias. Tal vez esa desilusión se le reflejó en el rostro, o tal vez él se dio cuenta mientras se alejaba hacia la toilette, ya que, a unos cuantos metros de distancia, exclamó en voz alta para hacerse oír:
—Me lavo las manos y, mientras comemos, me cuentas cómo lo encontraron.
Abril sonrió sin que él la viera, pero consciente de que él solo había querido ser amable, mostrándose interesado por su mascota del alma.
—Buen intento, Jean —dijo para sí, sin perder la sonrisa.
Se sentaron a la mesa, y ambos se pasaron los platos en los que sirvieron las exquisiteces que ella había logrado calentar a la perfección. Él tuvo la gentileza de no mencionar que todo era comprado, y disfrutó cada bocado, al punto que, inspirado por el placer, exclamó risueño:
—¡Qué bueno que te esperen así! ¡Este Bagtón tendría que escaparse más seguido! —Antes de mirar los ojos fulminantes de Abril, rio y dijo—: Oh, petite, seulement une mauvais blague!
—Sí, ya lo creo, solamente un chiste malo —tradujo Abril con desdén.
Él le sirvió una copa de vino rosado, y si bien ella no acostumbraba a beber, ni bien lamió en sus labios la última gota, ya quería otra. Se sentía relajada, alejada de sus miedos, de sus trabas y de sí misma.
Esa velada tenía que ser diferente. Debía ser una celebración cabal por una nueva vida. Y por una feliz Abril en su nueva vida.
—Solo un petit peu... —rogó ella, acercando su copa.
—Solo un poquito... —repitió él, mirando sus labios húmedos. No había podido compartir con nadie por lo que estaba pasando. Un sentimiento inédito en él. Tan inédito como poco conveniente. Solo a sí mismo se había confesado que deseaba esa boca, esos pechos, esa mujer... irónicamente, su mujer.
No esquivaron las miradas, y ella pudo comprobar cuán intensos y voraces le resultaban sus ojos. Miró su piel cetrina, su cabello salvaje. ¡Vaya que se había casado con un hombre muy sexy! Ella no lo habría elegido mejor.
Él le estaba echando una mirada indefinida, pero convincente, pero, más convincente aún, fue el timbrazo desde el vestíbulo. Ambos semblantes se tornaron blancos y, aunque ninguno de los dos lo confesó, tenían la imagen de Daphne en sus respectivas mentes.
Jean Claude se puso de pie, visiblemente contrariado, y le indicó a Abril, con un gesto de la mano, que permaneciera sentada. Era gracioso, estaban casados, o no, pero eran libres y en su casa. ¡¿Por qué se ponían tan nerviosos?!
Jean Claude abrió la puerta y, desde el comedor, Abril escuchó la voz de otro hombre que enseguida reconoció.
—¡Monsieur Phillipe! —exclamó Jean Claude, y, en menos de dos segundos ya estaban frente a ella, que ni se había movido y permanecía sentada a la mesa, tiesa como una esfinge.
Phillipe Rostand observó la escena y sus ojos se opacaron. Jean Claude notó el desencanto en su mirada y no supo determinar si era porque el hecho de encontrarse con una genuina y no preparada velada romántica le indicaba que su olfato profesional estaba fallando. O, la otra opción, era que perdía cualquier esperanza con esa chica que le gustaba y que soñaba que no estuviese casada ni enamorada de verdad de ese rufián, tal como Jean Claude sabía que Phillipe lo consideraba.
Abril se puso de pie para saludarlo y le ofreció una copa de vino que, por supuesto, él rechazó.
Para romper la tensión que se había creado, ella le comentó el disgusto con Burton, relato por el que él demostró más interés que el exteriorizado por su propio marido.
Monsieur Rostand, inesperadamente, miró a los ojos a Jean Claude y preguntó sagaz:
—¿Y la luna de miel para cuándo?
Jean Claude se sintió incómodo ante esa mirada y ante la imposibilidad de reaccionar como le hubiera gustado, o sea, mandándolo al diablo. Pero solo arguyó:
—No... no hemos podido decidirlo aún.
Abril notó la turbación de él y dedujo que era la oportunidad perfecta, incluso esa sí sería una sorpresa genuina... más genuina imposible. Tuvo la certeza de que el cosmos volvía a estar de su lado. Muy risueña, corrió hasta su bolso y volvió sigilosa, y, sin dejar de sonreír, expresó:
—Te equivocas, mon amour. ¡Te tenía esta sorpresa! —exclamó mostrando los pasajes—. Mi regalo de bodas para ti. ¡El viernes volamos a Curazao!
Eso fue tan inesperado para Jean Claude que, desprevenido, solo sonreía por nerviosismo a Phillipe, pero al escuchar la palabra Curazao, mantuvo congelada la sonrisa mientras giraba lentamente su cabeza para mirar a Abril, quien volvió a sacudir los pasajes frente a su cara.
—No me comentaste nada, mon amour... —replicó él, forzando una actitud calma y sin estar de acuerdo en absoluto con el viaje.
—¡Claro! ¡Por eso es una sorpresa, mon amour! —respondió ella, guiñando un ojo a Phillipe, que, para entonces, estaba encantado con esa pareja que no era tan perfecta, al punto de demostrar sus desacuerdos y tirantez en público.
En ese momento, dudó, pero solo de sí mismo. Y se preguntó la razón por la cual había desconfiado tanto de esos dos. Complacido, e intuyendo una discusión en ciernes, dijo con satisfacción, pero no sin sorna:
—Bueno, los dejo planificar su viaje. Pero les advierto: espero fotografías, ¡amo Curazao!
—Claro. ¡Y también le traeremos un regalo! —prometió Abril en una decisión unilateral.
Mientras Abril se hacía cargo de la situación, Jean Claude solo mantenía su sonrisa. Él no podía dejar de elucubrar. Primero, había descartado en ella el diagnóstico de depresión; luego, el de bipolaridad, pero ante los hechos, temía algo aún peor: ¡psicopatía perversa!
Cuando cerró la puerta, giró lentamente, se acercó a ella y, tomándola de la mano, la sentó en el sofá y expresó su deseo con claridad:
—Espero que me expliques esta decisión repentina. Expláyate, por favor.
Abril lo miró suplicante y comenzó a relatarle lo acontecido con ese Klaus Ariesen, y la única posibilidad de recuperar a Burton, y para convencerlo del todo, le dijo:
—Sé que a vos te resulta igual ir a Grecia que a Curazao... —Hizo una pausa y anunció—: Además, quiero que sepas que este viaje corre por mi cuenta, es una invitación para que me acompañes a rescatar a Burton. ¡Fijate qué bien! ¡Luna de miel y rescate! Mataremos dos pájaros de un tiro. —Y aclaró enseguida—. Aunque odio ese refrán. —Lo miró, y al instante, supo que había triunfado.
Él se tomó la cabeza, cubriendo su cara con ambas manos, mientras hacía un gesto de negación. Cuando se descubrió nuevamente, mirándola a los ojos, le dijo con mirada risueña:
—No... simplemente, ¡no lo puedo creer! Yo te juro, Abril, que si a mí, una mujer como tú, me amara el diez por ciento de lo que tú amas a Bagtón, créeme... ¡yo llegaría a ser Primer Ministro de Francia! ¡Y tú, mi primera dama!
Abril se ruborizó ante esa declaración de amor encubierta, no supo qué responderle, solo lo observó mientras él desconectaba su celular. Para cuando a ella se le ocurrió algo tonto que replicar, él no le dio tiempo, le tapó la boca con un beso.
Ella no se resistió. Y aunque no lo esperaba, tampoco se sorprendió. Por el contrario, se entregó, cerró los ojos y se dedicó a conocer, primero, sus labios, luego, su boca. Y después de unos instantes, comenzó a sentir sus besos en todo su ser.
Al sentir su mejilla áspera frotándose contra la suya, experimentó una cercanía que la remitía a sus vínculos más hondos e intensos... y, aunque todavía incrédula, gozó del arte de sus maravillosas manos sobre su cuello primero y sobre toda su cuerpo después.
Abril, dejándose llevar, había tomado con fuerza, entre sus dedos, los mechones oscuros de su cabello indómito y había atraído hacia sí ese cuerpo fibroso para verse, en segundos, montada sobre su falda, flanqueándolo con sus piernas como a una posesión.
Él ya acariciaba los pechos debajo del sweater de hilo de seda, y la piel de Abril le resultaba más suave que esa textura. Tampoco se resistió cuando ella comenzó a desabrocharle los botones de la camisa y, mucho menos, cuando esta voló por el aire y dejó al desnudo su pecho macizo y viril.
De pronto, ambos sonrieron al unísono cuando en el equipo comenzó a sonar el tema de la gran Sophie, Tu N’as pas cherché.
Él apenas sonrió con los labios y, tomando entre sus manos la cara de Abril, susurró:
—El tema de nuestra boda... —Y por más que lo hubiera deseado, Abril no pudo percibir ni un dejo de sorna en ese comentario. ¡Y vaya que lo habría preferido! Porque al tenerlo frente a ella, así, tal cual era, reconoció que la aterraba. Estaba espantada ante la idea de sucumbir ante su imperfecto encanto.
De todos modos, su peligrosidad ni la paralizó ni la hizo escapar. Al contrario, como quien se asoma ante un abismo, consciente de que en un segundo puede tomar la decisión equivocada, la suya fue succionarlo con todas sus fuerzas cuando él se introdujo en ella.
Entrelazados sobre esa alfombra mullida, se estaban devorando y explorando por partes iguales, en el anhelo de grabar en la propia piel cada poro del otro.
—Abril, no lo creo... esto es más de lo que yo esperaba ... —susurró con la respiración entrecortada. Al decirlo, se detuvo y la tomó con suavidad por sus cabellos para ver su rostro. Era tal la intensidad de su mirada, que Abril quedó paralizada y expectante. Entonces él completó la idea—. No esperaba esto para mi vida...
—¿ Qué? —alcanzó a preguntar Abril en medio de un jadeo.
—Tú —fue la única y completa respuesta de Jean Claude.
Abril dejó que él entrelazara sus manos con las de ella y, atrayéndose con fuerza, quedaron fundidos uno en el otro. En medio de ese frenesí, ella no pudo reprimir un gemido cuando él cubrió sus pezones rosados con su boca tan húmeda y cálida como una caverna, y ella lo sujetó con fuerza de los cabellos para poder besarlo con voracidad. Continuaron esa danza hasta que se tornó frenética, una y otra vez, más y más... Hasta que quedaron exhaustos y solo con fuerzas para mantener sus miradas incrustadas en los ojos del otro.
—Abril... —susurró él cada vez más agitado y enceguecido por la pasión—, no sé qué haré...
Ambos alcanzaron, al unísono, el cenit de esa pasión, con una energía tal que, lejos de menguar, parecía retroalimentarse con la fogosidad de los dos. El mismo punto de goce y al mismo tiempo. Abril no dejaba de sonreír de placer, y Jean Claude no cesaba de acariciarla embelesado. Cuando se apaciguaron, él continuó a su lado, mimarla y besándola. Y ella, mirándolo sorprendida de sí misma, hasta que se rindieron de sueño, entrelazados.
Un aroma a perfume los despertó. Al entreabrir los ojos, ambos se toparon con una figura poco nítida que estaba parada en la penumbra de la lámpara ambigua, frente a ellos, todavía entrelazados, desnudos y oliendo a placer.
De pronto, Jean Claude se despertó del todo y se incorporó como un resorte.
—¡Daphne! ¿Qué haces aquí? —le preguntó en español, todavía bajo el influjo de Abril.
Ella entendió perfectamente la pregunta, pero captó mejor, como una políglota experta, la sorpresa y el susto en los ojos de él.
—¡Yo me pregunto lo mismo! —respondió ella—. ¡¿Qué haces tú aquí!? —Y señaló con la mirada a Abril, que se estaba incorporando y tratando de cubrirse. Ambos parecían dos adolescentes descubiertos por un adulto intolerante.
Abril no entendía la mirada triste que le lanzó Jean Claude. Parecía avergonzado de sí mismo y su mirada era la de alguien a quien se le acababa de perder un sueño.
—¡Ya me parecía raro que no le dijeras de lo nuestro! —empezó a reprochar Daphne, subiendo cada vez más el volumen de su voz—. Pero ahora entiendo la razón. ¿Creíste que ninguna de las dos lo iba a descubrir? ¿Por cuánto tiempo lo ocultarías? ¡¿O acaso anhelabas un Menage a trois!? —Ya fuera de sí, vociferó—: Eres un bastardo, ¡Fils de pute!
Abril estaba paralizada ante una Daphne que había perdido por completo el glamour que siempre la asistía. Miró a Jean Claude como para entender, pero también esperando un poco de magia. ¡Ansiaba abrir los ojos para comprobar que solo había sido una pesadilla! O que había traducido mal y que el enojo de Daphne se debiera solo a la impuntualidad de él en alguna cita de negocios pautada para esa mañana.
Pero ya no creía tanto en los finales felices. Y, por otra parte, su francés había mejorado muchísimo. Lo triste también era que ella estaba tomando la forma humana del cinismo en cuanto al amor se refería.
En ese momento, captó con claridad la situación que siempre había estado flotando en el aire, en forma de sensación difusa. Y más que lúcida, comprendió la causa de todas y cada una de las actitudes y desplantes de Daphne hacia ella: ¡sus celos! Incluso se le presentó como una revelación la patraña de Daphne en La Maison y su elección del vestido de su boda en un intento patético de opacarla para que no luciera mejor que ella ante Jean Claude.
Entonces lo entendió, ella tenía terror de que él se sintiera atraído por esa foránea indocumentada. ¡Y su fantasma acabó por materializarse!
Abril, apurada, se colocó su sweater con torpeza. Iba a irse, pero se frenó y, mirando a ambos con desprecio, solo dijo:
—¡Son tal para cual! ¡Se merecen, me dan asco! —Y, antes de ir a su cuarto, enunció—: Y les aclaro a ambos. —Los miró altiva y repitió—: A ambos: yo, jamás, tendría ni un rato de sexo con un canalla que está con otra. ¡Son el tipo de mentiras que no tolero ni perdono! Pero vos —acusó a Daphne— engañás a tu futuro marido. Y vos —dijo, mirando con desdén a Jean Claude—... ¡Vos, a tu propio tío! ¡Sean felices! Que no siempre se da ese milagro. ¡Se han encontrado! ¡Son el uno para el otro!
Dio media vuelta sin dar opción a réplica alguna, entró en su dormitorio y se encerró dando un fuerte portazo.