Ya no había vuelta atrás. Estaba demasiado aturdida para pensar; solo quería hacer su maleta y escapar. Salir de esa casa cuanto antes. Pero esa ya no era una opción. Si lo hacía, podía meterse en un problema legal. Además, se quedaría sin su viaje a Curazao y corría el riesgo de no recuperar a su Burton nunca más.
El recuerdo de Burton la retrotrajo a sus mejores sentimientos, haciéndola aferrarse, una vez más, a su sólida convicción de que él era el único merecedor de su amor. El único a su altura, capaz de darlo todo con inocencia y desinterés. Principalmente, su sublime corazón, cargado de amor y lealtad.
El recuerdo de su mirada con esos bellos ojos de almendras rellenos de chocolate glaceado, sumado a la lejanía y a los últimos acontecimientos, resultó de gran ayuda para hacerla estallar en un llanto que luchaba por tapar con la almohada. Aunque en la casa no solo se podía oír su llanto ahogado... En un volumen más alto y mucho más estridente, sonaban los gritos e insultos de Daphne, que llegaban desde la sala.
De pronto, escuchó un portazo. Agudizó el oído para comprobar si seguía oyendo voces. Pero nada. Solo silencio. «¿Él todavía estará en la casa?», se preguntó. La respuesta no tardó en llegar, unos temerosos golpeteos se oyeron contra la puerta del cuarto.
—Abril, por favor, ¡te suplico!, ¡tenemos que hablar! Esto era justo lo que yo quería explicarte... —rogaba, tímidamente, Jean Claude.
Gracias a que su cara estaba reflejándose en el espejo frente a su cama, Abril pudo ver cómo sus ojos se entrecerraban con indignación mientras su cabeza hacía un gesto de negación.
Asimismo, corroboraba, involuntariamente, el efecto de lo que él le decía por las expresiones que pasaban por sus ojos y por su rostro transfigurado por la ira.
—¡Por favor, Abril! Aunque suene trillado, ¡hay una explicación! Incluso para la razón de nuestra boda.
Eso le despertó curiosidad. Pero enseguida se volvió a apoltronar en su postura.
«¿Ah, sí? ¿Y por qué no se te ocurrió contármelo antes de acostarte conmigo?», dijo para sí.
En ese momento, se le vino a la memoria el llamado que él había respondido bajo la lluvia al regreso de Chevreuse y lo extraño y contradictorio que había estado en casi todo momento, excepto cuando parecía olvidarse de su realidad.
Ella no tenía intenciones de abrir la puerta; no toleraba ni verlo. Luego, comprendió que en algún momento iba a tener que salir de ese cuarto, aunque más no fuera para ir directo al aeropuerto.
De pronto, Jean Claude, muy decidido, declaró:
—Si no hablamos de esto, ni siquiera vale la pena seguir con nuestros proyectos, ¡menos con el viaje!
Abril abrió furiosa la puerta y, antes de que él pudiera reaccionar, acercándosele más de la cuenta, con cara de loca peligrosa, le inquirió:
—¡¿Acaso me estás amenazando?! —Inspiró profundo, para no golpearlo, y le advirtió—: Creo que te equivocaste si pensás que soy como esa arrastrada. Comprendo que lo pienses solo porque no me conocés ni tenés la mínima idea de quién soy y hasta dónde puedo llegar.
Él la miró con tristeza y solo dijo:
—Tú tampoco tienes idea de quién soy y de qué estoy rodeado. —Abril iba a dar una respuesta vulgar, pero se contuvo a tiempo. Él, aprovechando su silencio temporario y fugaz, agregó—: Y respecto a que no te conozco — comenzó a decir él—, creeme que tengo algunas ideas de hasta dónde puedes llegar cuando te propones algo.
Abril lo miró con odio, pero no estaba dispuesta a darle cabida a esa discusión estilo novios; no le permitiría que le tomara el pelo e irse por las ramas.
—Solo te digo que para mí es muy importante que tú sepas la razón de todo, ¡que sepas la verdad absoluta! —insistió él, casi implorando—. Porque aunque yo corro menos riesgos que tú, ¡me aterra que creas que soy alguien que no soy!
—Eso lo creí hasta hace una hora, pero no te preocupes por esa cuestión, ¡ahora sé muy bien quién sos! —refutó ella, despectiva.
—¡No! ¡Quien tú crees que soy! —afirmó con vehemencia.
Abril intuía que para él era importante darle una explicación, pero no entendía la razón. Eso habría sido natural si a él le importara ella aunque fuera un poco. Pero ya no quería darle ningún crédito a ese bastardo. O a ese Fils de Pute como lo había llamado tan acertadamente su alma gemela.
—Bien —dijo él, calmándose—. Como tú quieras. —Y con autoridad, dio las opciones—: Solo te pido que me acompañes a un lugar a menos de una hora de aquí. Ahí podrás saber la verdad. Y luego de eso, no te pido que me perdones, porque no tengo justificativo. Aunque yo sí me perdono.
Abril alzó las cejas ante la autoindulgencia de Jean Claude, con una expresión llena de sorna. Él prosiguió, obviando ese gesto.
—Yo iba a decirte lo de Daphne, solo que no pude contenerme de llevarte a Chevreuse, y luego... no pude privarme de vivir y sentir algo que ya no creí que fuera posible para mí. —La miró con una sonrisa de autosuficiencia, y le confesó—: Para tu tranquilidad, eso también prueba que yo siempre fui trés conscient de que tú, de haber sabido lo de Daphne y yo, jamás me habrías dado una oportunidad. Sé de sobra que no eres ese tipo de mujer..
Ese último comentario apaciguó un poco el ánimo belicoso de Abril, pero no quiso darle esa satisfacción, por lo que le preguntó como si no hubiera escuchado.
—Está bien. Por lo que entiendo, me quieres llevar a un lugar cerca de Paris. Pero me pregunto, acaso, ¿no tendrás miedo de que le cuente a tu tío? —indagó ella con ínfulas de sagacidad en su mirada.
Jean Claude pareció sorprenderse, sonrió y le preguntó:
—¿Qué estás insinuando?, ¿que te llevo a las afueras de París para asesinarte y luego enterrarte en el bosque para evitar que le cuentes a mi tío? —Negó con la cabeza, y, casi divertido, aclaró—: Soy canalla, no asesino.
Abril notó que empleó el término exacto con el que ella lo había insultado. E iba a agregar «y Fils de pute», pero no lo hizo, porque ese calificativo era autoría exclusiva de Daphne.
—Muy bien. Te acompaño —respondió ella con indiferencia—. Pero antes le avisaré a Guille que me llevas a las afueras de París después de un fuerte altercado. —Luego, lo miró con fiereza y decretó—: Después de eso, veremos cómo planeamos nuestra separación. Pero primero, iremos a Curazao.
Dio media vuelta y entró nuevamente a su dormitorio para tomar el abrigo y la cartera. Lamentó no haber incluido el gas pimienta en su equipaje, no por pensar en la necesidad de defenderse, sino porque ese canalla merecía, al menos por unas horas, sufrir el ardor en sus ojos burlones.
Salieron de la casa en silencio y, durante todo el trayecto en auto, no hablaron una palabra. Ella se sentía desilusionada y hasta desesperanzada de la vida, y no quería ni comparar su último paseo con él en ese mismo vehículo. Solo habían pasado dos días, pero parecían dos siglos.
De todos modos, una parte de ella estaba satisfecha. Desde el principio había desconfiado de él, y no solo no era su tipo, sino que, muy dentro de ella, sabía que no deseaba involucrarse en una relación que había tenido un comienzo tan mezquino como poco romántico.
«Mejor, mucho mejor que las cosas se hayan dado así. No hay mal que por bien no venga», se dijo en un intento de autoconvencimiento que evitara que quisiera saltar por la ventanilla del auto.
Llegaron a un playón despejado, con poca vegetación, y los pocos árboles diseminados por ahí lucían raídos, tal vez por el otoño.
En el centro, se levantaba una construcción moderna con forma de Y, construida en madera, en tonalidades terracota y anaranjado. Abril pensó que se trataba de un colegio, pero luego vio salir y entrar del lugar a varias enfermeras. Miró con curiosidad a Jean Claude, que solo dijo «Llegamos».
Ella vislumbró la gran amargura que estaba empezando a moldear el perfil recio de ese franco-argentino, remarcando el aura de personaje duro y escéptico que caracteriza a los espías de las series de los años sesenta.
Bajaron del auto en silencio, prolongando el encono y la incomodidad que reinaba en la atmósfera desde que habían dejado la casa.
Cuando entraron, Abril quedó maravillada con esa edificación moderna y minimalista, aunque no le resultaba para nada acogedora.
—Bonjour, monsieur Bahy, ¿cómo está hoy? —lo saludó una enfermera pletórica de calidez.
Abril notó que varias personas lo saludaban con respeto y afecto, y, aunque muy formales, le dispensaban el tipo de trato que se da a una persona a la que se ve con asiduidad.
Jean Claude respondía a todos los saludos con suma gentileza y siempre con una sonrisa. Abril también se percató de la curiosidad con la que todos la observaban a ella. Si bien la miraban con beneplácito y sonrisas, la incógnita estaba en la mirada de todos y de cada uno de ellos, y después del saludo, se acrecentaba aún más por la falta de presentación. Todos se preguntaban quién era esa mujer a la que monsieur Jean Claude Bahy había traído, pero que, por alguna razón, no daba a conocer su nombre ni el lugar que ocupaba en su vida.
Subieron por un ascensor, y Jean Claude abrió una puerta que permitía el acceso a un cuarto sencillo pero cálido. Enfrentado a la puerta había un gran ventanal que permitía la vista a un jardín que se integraba a la estancia. A la derecha, Abril se sorprendió al ver sentada, de espaldas, a una mujer de melena dorada, absorta en la contemplación del jardín, tan quieta que parecía parte de la decoración del recinto.
Jean Claude se adelantó, y la mujer, como intuyendo su presencia, giró sin apuro su cara, dejando a la vista un perfil suave de una persona que, a pesar de la edad, seguía siendo hermosa. Él se acercó con cuidado, la abrazó por los hombros y besó sus mejillas. Mientras lo hacía, aprovechó para colocar nuevamente sobre su espalda la manta que se había caído por el respaldo de la silla.
—Hola, mamá —la saludó Jean Claude, ante la mirada atónita de Abril.
Luego, él, mirando a Abril con un gesto amable y una sonrisa, le pidió que se acercara. Abril se arrimó temerosa, pero ya sin rastros de ferocidad. La mujer la miró, y ella se conmovió al verla parecida a su propia madre.
—Hola —dijo Abril con simpleza. Estaba anonadada y, a la vez, conmovida por toda la situación.
La bella dama solo le devolvió una sonrisa, y sus ojos de un color indefinido, tal vez del color del tiempo, entre verdosos y grisáceos, brillaron con bondad.
Miró a Jean Claude y le preguntó
—Es tu esposa, ¿verdad? —Ante la sorpresa de Abril, Jean Claude asintió sin dudar ni sentir el mínimo embarazo.
Ella sonrió y, mirándola con dulzura, le dijo a su supuesta nuera:
—Eres muy bella... y buena. —Mirando otra vez a Jean Claude, lo felicitó—: Veo que me hiciste caso, hijo. Al fin recordaste que no hay belleza sin bondad. —Miró a ambos con una sonrisa beatífica, y luego su vista se perdió en el jardín.
Jean Claude la miraba y, resignado, sugirió a Abril:
—Bajemos. Ya no volverá del jardín.
Abril estaba más que intrigada con ese hombre, esa madre y, en especial, su rol en esa situación.
Cuando llegaron al jardín, él, muy respetuoso, le preguntó, casi innecesariamente, dada la incógnita plasmada en la cara de Abril:
—¿Puedo contarte una historia y la razón de porqué estás tú aquí? —Y aclaró—: Además del hecho de que tú también lo elegiste.
—Necesito saber —respondió ella, tratando de despojarse de la emoción. Y enseguida exigió—: Pero solo la verdad.
—Eso es lo único que pienso contarte. Solo la verdad —aseguró él con rostro grave y mirándola fijo a los ojos. En esa oportunidad, ella supo que él no mentía.
Él se tomó la barbilla, haciendo que sus ojos, pensativos, sobrevolaran por unos segundos sobre las copas doradas y rojizas de los árboles otoñales. Luego, ya decidido, miró fijamente a Abril y comenzó a contarle la historia de su vida. La verdadera.
—Éramos cuatro: mi padre François, mi mamá Claire, mi hermana Glenda y yo. Mi tío Maurice y mi padre eran socios del pequeño astillero de la familia. Maurice siempre fue el ganador de la familia y tenía fama de ser más hábil y talentoso que mi padre, que era más débil, bohemio y prefería componer música a lidiar con tiburones por dinero. Por esa razón, Maurice jamás entendió la razón por la que mi madre había elegido al idiota de mi padre y no a él. —Y aclaró por las dudas—: Idiota según Maurice. Yo amaba a mi padre, un hombre con sentido del humor y extremadamente jovial, tal vez por tener alma de artista —dedujo pensativo.
Abril estaba muda, y tan intrigada, que ni siquiera respiraba fuerte para no distraerlo.
—Te decía —prosiguió Jean Claude, y se notaba que le dolía demasiado hablar de ese tema—: Cuando yo tenía doce años, y mi hermana Glenda, quince, mi padre hizo un mal negocio; digamos que cometió un error... Perdió mucho dinero en el juego y pidió prestado a la empresa. Maurice puso el grito en el cielo y se lo negó. A cambio, le ofreció pagar la deuda y quedarse con su parte del astillero. Por inverosímil que resultara, el tonto de François aceptó. Necesitaba el efectivo y estaba entusiasmado con un inminente contrato que compraría los derechos de una de sus composiciones y que se efectivizaría de un momento a otro.
»La cantidad que recibió por parte de Maurice era superior a su deuda, pero no tanto como para sobrevivir mucho tiempo con una familia a cargo. Entonces François comenzó a deprimirse y dejó de moderarse en una de sus peores debilidades: el alcohol.
»Tomaba anti depresivos y, a veces, se olvidaba de privarse de una copa. Hasta que un día hizo una mala mezcla... nunca sabremos si fue un error o se quiso quitar la vida. Como haya sido, le salió perfecto.
»Mi tío se hizo el salvador, venía a casa y, fingiendo protegernos, no hacía más que acorralar a mi madre. Ella se resistía, trabajaba todo el día y apenas nos alcanzaba. Pero sobrevivíamos. —Hizo una pausa, miró atentamente a Abril y acotó—. Ahí es donde aparece Berta, nuestra exvecina —dijo, señalándolos a ambos, y aclaró—: porque fue nuestra vecina y también tuya. —Miró extrañado a Abril y le reprochó—: Nunca me preguntaste porqué soy franco-argentino. —Sin esperar una respuesta, él le dio la explicación—: Mi madre nació en ese país y se crio ahí hasta los nueve años. Berta era una amiga de la infancia. Yo nací prematuramente, justo en una visita que mi madre le había hecho a Berta cuando ella vivía en Buenos Aires. Al poco tiempo, ella conoció un francés conocido de mi madre, se casó con él y se convirtió en nuestra vecina. Pero apenas enviudó, vendió la casa y huyó hacia Argentina. Siempre mantuvo contacto con mi madre. Nos ayudó mucho. Es entrometida. —Quedó pensativo unos segundos—. Muy entrometida —concluyó—. La vida era difícil, pero lo sobrellevábamos... Habríamos seguido así si no hubiera sido por Glenda. —Su expresión se tornó grave, amarga.
—¿Qué le pasó? —inquirió Abril sin esconder su ansiedad, totalmente concentrada en el relato.
—Enfermó de lupus —declaró él—. Al principio, mi madre hizo muchas consultas porque no acertaban con el diagnóstico, después, cuando lo supo, mi madre no lo podía aceptar. De todos modos, comenzaron los tratamientos, costosísimos. —Quedó pensativo y confesó—: Sé que si yo no hubiera estado, mi madre habría vendido la casa para costear el tratamiento de mi hermana y, así, poder darle lo mejor —aclaró con culpa—. Pero yo estaba. —Sacudió la cabeza con amargura y sentenció—: Es difícil estar sola, trabajar y tener un hijo grave. Cuando mi hermana empeoró, mi madre ya no podía trabajar, no soportaba dejarla al cuidado de otra persona, y perdió el empleo.
»Para entonces, comencé a notar que mi tío venía muy seguido. Un día, al volver del colegio, nos cruzamos en la entrada de mi casa cuando él estaba saliendo. Me miró con burla, porque yo nunca lo había querido, y, cuando llegué a la sala, encontré a mi madre llorando.
Mientras él narraba, parecía ido, sumergido en aquel pasado. Pero volvió al presente, y miró la expresión en los ojos de Abril. Siguió con el relato, pero esa vez, más atento a su interlocutora.
—Mi madre era una mujer orgullosa, romántica, a la que le sobraba dignidad. —Clavó con intención sus ojos café en la verde oscuridad de los ojos de Abril, y le hizo saber—. Por eso, detecto a kilómetros cuándo una mujer tiene dignidad. —Abril fingió no hacerse cargo de esa indirecta, pero sus ojos la delataron. Él prosiguió sin apuro, como si por alguna culpa supusiese que su castigo debía ser recordar una y otra vez esas desdichas—. Como te decía, la encontré llorando y supuse que era por mi hermana; de grande, entendí la razón. Ser la clase de mujer que mi madre era, que hubiera limpiado pisos antes que entregarse forzada a un desgraciado mezquino, al que detestaba y que responsabilizaba de la muerte de su marido, era peor que la muerte. Pero hizo ese sacrificio para salvar a su hija. O, al menos, ofrecerle lo mejor.
Abril ya sabía el desenlace; se lo había confesado involuntariamente Mireille en aquella cena en su casa de Chevreuse. Pero permaneció en silencio y dejó que Jean Claude se desahogara y se lo contara del modo que él deseara y en el momento que él estuviera preparado. Y él así lo hizo, con todo su dolor.
—Muchas personas logran curarse de esa enfermedad; Glenda no tuvo esa dicha. A los veinte años recién cumplidos, y siempre bella y risueña, a pesar de su enfermedad, cerró sus ojos para siempre. Recuerdo que, antes de cerrarlos, nos miró a mi madre y a mí, y nos regaló su última sonrisa.
Los ojos de Jean Claude se empañaron. Si Abril no hubiera estado tan impresionada, hasta podría haberlo abrazado. Incluso sentía deseos de hacerlo, pero se había prometido no dejarse ablandar por él nunca más. Ni por ningún otro.
—Después de eso, la relación con mi tío terminó muy mal. Yo empecé a entender y un día lo golpeé. —Jean Claude atajó la pregunta de Abril antes de que saliera de su boca asombrada—. Se refirió a mi padre como el tarado —aclaró con calma—. Mi madre me retuvo, y él, tranquilamente, tomó su abrigo y solo salió de la casa, y nunca más volvió. Pero yo me quedé con ganas de matarlo. Deseaba hacerlo por la memoria de mi padre y por lo que le había hecho a mi madre, dado que se aprovechó de su dolor, desamparo y desesperación para someterla contra su voluntad.
Abril seguía enmudecida. Por lo tanto, él concluyó:
—Sí, se fue... Y no supimos nunca más de él.
—¿Nunca más? —inquirió Abril.
—Nunca más. Hasta que en una fiesta conocí a Daphne Delacroix...