Capítulo XVII

Había comenzado a lloviznar, por lo que ambos corrieron al auto.

Abril ya casi no sentía enojo, pero sí distancia. Ya no quería enredarse con ese hombre por más tortuosa que hubiese sido su infancia. Y eso que aún no sabía el desenlace completo.

—¿Qué tiene que ver Daphne en todo esto? —preguntó, con miedo, Abril.

—Todo —respondió él—. Si no hubiera sido por ella, jamás habría vuelto a saber de él. — Al ver que Abril moría de intriga, sin rodeos le esputó la verdad—: Estaba en una fiesta de la que ya me quería ir. Sin embargo, no me pasó por alto la proximidad de una bella mujer que me miraba con insistencia, pero yo no me sentía de humor, solo quería irme a mi casa a dormir.

»Estaba por terminar mi copa, cuando ella se acercó a mí y me preguntó de dónde nos conocíamos. Traté de ser gentil y le respondí que no tenía idea. Supongo que ella esperaba alguna galantería del tipo «De habernos conocido, no me habría olvidado, y bla, bla, bla», o algo por el estilo. Pero no me molesté porque no me caía especialmente simpática. Le hablé de mi cansancio, que había sido un placer conocerla, y me levanté para irme. Y me fui. —Miró el paisaje y, como después de una tanda publicitaria, continuó como si nada—. No sé cómo lo logró, pero al día siguiente, me llamó por teléfono. Después supe que se lo había pedido al organizador de la fiesta. Tampoco sé cómo se enteró, pero estaba al tanto de mis dificultades con unos negocios inmobiliarios, y no escatimó en información y ayuda que resultaría mi salvación. Lo menos que pude hacer fue agradecerle en el modo que ella esperaba: no tuve otra opción que invitarla a cenar. —Clavó sus ojos en los de Abril y aclaró—: No finjo desinterés; te dije que, desde el principio, había algo en ella que no me gustaba. —Aclarado eso, prosiguió—: El día acordado, antes de salir, me telefoneó y me dijo que su auto estaba averiado. Lo tomé con felicidad, ya que creía que era una excusa para no salir, pero no, me pidió que la pasara a buscar con el mío.

Abril lo miró con cierto reproche en su mirada; a ese punto no le parecía estar frente a ningún galán. Hasta vio un viso machista que no había notado antes en él.

Jean Claude vislumbró el desdén en los ojos de su mujer y le señaló:

—Recuerda que yo no moría por salir con ella, pero la invité en retribución a su amabilidad. —La observó y sintió la necesidad de sermonearla—: En su lugar, yo no hubiese esperado una invitación a cambio de un favor, pero ella te acorrala. —Miró, divertido, a Abril y concluyó—: ¡¿Qué debo explicarte?, ya has tenido el placer de conocer sus tretas!

Abril solo asintió con la cabeza, pero satisfecha de que él también las hubiera notado. Sintió que sus ojos rebozaban de alegría, y para que el placer no se escapara por su mirada, la desvió hacia la ventanilla y la hizo recorrer el paisaje bucólico que los rodeaba. Pero no pudo evitar que se le viniera a la mente el vestido funda que había planeado hacerla usar en su boda. Hizo un gran esfuerzo para no sonreír.

Más tranquilo, sabiéndose más aprobado, él continuó:

—Cenamos, y hasta reímos un poco. Yo debía admitir que era una mujer tres belle. No obstante, me sorprendía de mí mismo al percatarme de que no me atraía en la medida proporcional a su gran belleza.

Abril ya sentía intriga y poco le importaban sus excusas.

—A pesar de haber tomado más de la cuenta y de lo que yo estaba acostumbrado, la acompañé en mi auto hasta su casa. Como te dije, no estaba tan habituado a tomar, por lo que no opuse mucha resistencia cuando, al llegar a su casa, me propuso pasar para lavarme la cara.

Abril alzó una de sus cejas y, en lenguaje corporal, le indicó que no la tomara por estúpida.

—En serio, estaba mareado —se apuró a aclarar él—. A la mañana siguiente, me desperté en un sofá, todavía vestido con mi ropa, y, consciente de que nada había sucedido entre nosotros, me disponía a incorporarme para levantarme e irme. Pero aun sentado en el sofá, ella se abalanzó sobre mi cuerpo acostado, al que montó como si fuera un caballo; estaba desnuda y solo cubierta por una camisa blanca de hombre. Le dije que no era el momento, que no estaba de ánimo, pero te imaginarás. No entraré en detalles. Solo te diré que, después de eso, pensaba despedirme de ella y para siempre.

—Y te desagradó tanto que desde entonces no han dejado de verse, ¿no? —preguntó Abril al borde de la indignación.

Él la miró con una sonrisa burlona, dejándola que se desahogue para después darle el golpe de gracia. Quería ver su cara cuando se enterara de la verdad.

—¿Eso crees? —le preguntó con sorna. Y antes de que ella contestara, prosiguió—: Me comentó que desde la primera noche estaba intrigada con mi apellido. «¿Sabes?», me preguntó, «yo estoy saliendo hace un año con un tal Maurice Bahy... y espero que no sea tu padre». Lo dijo con una expresión demasiado relajada para semejante confesión —dedujo Jean Claude—. Mira si lo hubiera sido. Controlando mi sorpresa, solo atiné a preguntar, para salir de la duda, a qué se dedicaba. «El viejo es el dueño de los astilleros Bahy-Payot, además de otras empresas», manifestó orgullosa de cotizar alto. Y enseguida remató con otra información: «Es viudo hace cinco años. Además de avaro y amargo».

»Yo acababa de enterarme de lo primero. Lo segundo, lo sabía de sobra. Fingiendo indiferencia, indagué si siempre admiraba tanto a los hombres con los que salía. Me respondió que no siempre, tornándose lasciva, y agregó que la noche anterior, por ejemplo, había llevado un fauno a su casa. «Un tanto insondable», había dicho, o algo por el estilo refiriéndose a mí.

»Entonces, haciendo caso omiso a su insinuación, le pregunté, sin rodeos, ¿por qué estaba con él? —Jean Claude miró a Abril con ojos sinceros y reiteró—: Te aclaro que lo que menos deseaba era volver a hacerlo con ella. Pero, a ella, pareció entusiasmarla mi repentino interés y, suelta de lengua, casi coqueteando, me confesó que era porque lo tenía muy caliente, que tenía planeado casarse con él y quedarse con la mitad de su fortuna. También me preguntó si eso no me parecía razón más que suficiente para estar con él.

»A ese punto, un cambio de planes también se estaba operando en mí —confesó Jean Claude, y se reprochó—: Cuando vi a esa mujer, supe que traía algo malo consigo... y ahora sé que eso malo es que tiene el don de sacar lo peor de mí, mi mezquindad más insospechada, y mi oportunidad de vengarme del tipo que más odiaba en la vida. —Para no sentir vergüenza de sí mismo, Jean Claude se justificó—: Al entender que había follado con su propia mujer, sentí un tipo de placer desconocido para mí hasta ese momento. Un placer que me daba asco, pero que de alguna manera me permitía la satisfacción de pagarle con la misma moneda... y de hacerlo sufrir como nos había hecho sufrir a cada uno de nosotros. —De pronto, su semblante se tornó grave y expresó, pensativo—: Aunque, por otro lado, tuve que aceptar que me había convertido en alguien más parecido a Maurice que a mi propio padre.

Abril estaba descorazonada, pero no sin fuerzas para seguir indagando.

—Y seguiste con ella... ¿solo por venganza?

—Al principio, sí. Pero después de confesarle mi verdad, nos sentimos unidos por el mismo interés y nos tornamos socios inseparables. Pero sin amor.

Abril notó la convicción en las palabras de Jean Claude, pero no pudo evitar preguntarle:

—¿Sin amor? ¿También en el caso de Daphne?

Él afirmó con la cabeza, pero mintió.

—Obvio.

«Obvio» era que a él no le importaban los sentimientos de esa mujer. Eso desagradó a Abril, pero ya a esa altura de la confesión, le pareció el mal menor. No tenía fuerzas para seguir sondeando en esa psiquis traumada, pero le urgía saber cómo entraba ella en esa situación. Y para qué.

—¿Y yo? —solo preguntó.

Él la miró con cierto embarazo, y, en el afán de limpiar aunque fuera solo un poco su imagen, de antemano aclaró:

—Te dije que no corrías ningún riesgo, y verás que no te he mentido.

Abril esperó paciente a que él le desvelara la intriga con la que había vivido en los últimos tiempos; él fue piadoso y abordó el tema sin rodeos.

—Tres bien... —comenzó diciendo—. Como imaginarás, París es una ciudad donde todos y cada uno frecuenta un determinado círculo. En el mismo instante que supe que Daphne era la amante, ¿o novia?, de Maurice, ya no quise despreciar el regalo que me estaba haciendo el destino. Quería desquitarme y hacer sufrir a esa basura que jodió a mi padre y abusó de mi madre.

Estudió con expresión de tristeza y vergüenza la mirada que Abril le estaba dedicando; era consciente de que ya había perdido su oportunidad con esa chica. Pero, por lo menos, ella jamás podría reprocharle no haberle hablado con la más cruda de las franquezas. Al menos lo recordaría como el rufián más franco del mundo.

—Durante un mes, Daphne y yo continuamos viéndonos. Más la conocía, más le temía, al punto tal que casi comencé a compadecerme de mi tío. Pero me regodeaba en su mugre, me hacía feliz verlo rodeado por toda esa basura. Y recuerdo que me consolaba al comparar el amor y la felicidad que habían vivido mis padres. Me convencí de que, al menos en eso, mi padre lo había derrotado.

Una mirada inquietante por parte de Abril lo sacó de sus cavilaciones y le dio el empuje para concluir el relato.

—Extrañamente, no sé si habrá estado en el ADN de los hombres de mi familia, pero la cuestión es que Daphne empezó a obsesionarse conmigo.

—O a enamorarse —lo interrumpió Abril. Él estudió la expresión de sus ojos, y hubiera deseado descubrir un vestigio de celos en ellos.

—No creo. Daphne solo buscaba mi alianza para derrocarlo. A ella le importaba el dinero. A mí, la venganza.

Abril recordó la charla que habían tenido en el cuarto de baño cuando él le había dicho que lo que hiciera era por su honor. Por ese motivo, se sintió tentada de tener un último gesto de generosidad y compasión para con él. Decidida, le preguntó con delicadeza, mirando a través de la ventanilla, con su vista fija en el paisaje.

—¿No crees que te estás perjudicando más a vos mismo que a tu tío? —Y negando con la cabeza, aseveró—: Yo no lo haría, ni me molestaría siquiera. En mi opinión, la mejor venganza es la superación.

Volteó para mirarlo y comprobar si sus palabras habían provocado algún efecto de redención en él. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que eso era lo que ella más ansiaba: su final feliz. Pero él solo la miró curioso y con un dejo de asombro en su mirada, con la misma expresión divertida y de incredulidad de alguien a quien le están leyendo la fortuna en una galleta china de la suerte.

Abrumada, concluyó que seguía siendo la misma estúpida que en su momento había esperado un arrepentimiento de Pablo, o una tardía llamada de Samanta con alguna explicación. En el presente, esperaba que él recapacitara y volviera a ser una especie de príncipe en lugar de ese sapo que había aflorado en las últimas horas.

Haciendo caso omiso del consejo de Abril, él prosiguió, decidido a concluir.

—A los dos meses de nuestras citas clandestinas, a mi tío le llegaron rumores de la infidelidad de Daphne; la hizo seguir y supo la identidad del que estaba acostándose con la mujer que consideraba de su propiedad. O sea, yo. —Con ojos intensos, explicó—: Para mí, eso fue una gran satisfacción. Sabía que había sido yo. —Mientras lo rememoraba, su mirada parecía reflejar la alegría y la ilusión de un niño en su primera comunión. Sin perder la concentración, declaró—: En esa ocasión, fue la primera y última vez que vi a Daphne desesperada al punto de rogar. Dado que él ya le había propuesto matrimonio, su sueño estaba a punto de hacerse realidad. Entonces me imploró que fingiera que éramos amigos y que su acercamiento hacia mí era solo para que mi tío y yo hiciéramos las paces. —Por inverosímil que pareciera, Jean Claude se cubrió la cara con las manos, como si se tratara de algo muy gracioso—. Él le creyó. A cambio, me prometió acciones de la compañía y me vaticinó que, de algún modo, recuperaría lo que era de mi padre y que también me pertenecía. Esa frase fue la que me convenció —confesó con ojos llenos de honestidad—. Después vino lo obvio: yo no tenía que levantar más sospechas: un romance o un noviazgo eran imprescindibles. —Volteó para ver la reacción de Abril. Pero ella permanecía impávida. Resignado a su falta de reacción, aclaró—: Pero te habrás dado cuenta de que es una mujer muy celosa. Por ese motivo, propuso la unión con una extranjera indocumentada y necesitada... —Eso último lo dijo en tono de burla, y eso lo ratificó la mirada de pirata que recorrió el tenso rostro de Abril.

«¡Qué acertado el mote que le endilgó Guillermina! El fenicio. ¡Sí! Alguien sin escrúpulos, ¡solo interesado en el vil metal y los negocios!», pensó, desilusionada, Abril.

Sin que ella lo esperara, Jean Claude hizo una nueva acotación, que fue concluyente:

—Pero no contábamos con que ella fueras tú... —Eso último lo dijo casi con orgullo.

Sin dudas, en una situación menos adversa, esa reciente frase habría sonado como el preámbulo perfecto para una declaración de amor.

Cuando llegaron a su departamento, Abril ya no se sentía capaz de salir de su espanto ni huir de esa situación. Dedujo que lo más conveniente era ir lo antes posible a Curazao. Recuperar a Burton era lo que más necesitaba su dolorido y deshecho corazón.

—Lo hecho, hecho está —se pronunció Abril, tratando de sonar fría y rígida—. Por suerte, el viernes por la noche ya estaremos en Curazao.

Jean Claude nunca hubiera creído que ese viaje, que no había deseado, se tornara su única vía de escape. No solo deseaba alejarse de Paris y de Daphne, sino que quería volver a reencontrarse con ese que había dejado de ser hacía tanto tiempo.

—D’ accord —fue su única respuesta.