Abril percibía que su mundo estaba tomando nuevas formas. Todo parecía dinámico y con vida. Todo, excepto su relación con ese francés con quien seguía casada. Ya había pasado más de un mes que no tenía noticias de Jean Claude.
La última vez había sido su saludo de Navidad. Y, aunque con reticencia, ella se estaba dando cuenta de que no había actuado demasiado bien con él. Consideró que con su historia familiar, y la madre grave, ella debió haberlo llamado. Su orgullo y sus expectativas del hombre perfecto, una vez más, la habían condenado.
Esa tarde, juntó fuerzas y se decidió a llamarlo para preguntarle por la salud de su madre.
El celular sonó dos veces hasta que finalmente escuchó el anhelado «Aló».
Casi con resignación, Abril tuvo que reconocer el efecto inmediato que esa voz y ese acento francés tuvieron en ella. Lo consideró un alerta. Y, a la vez, un síntoma que no debía soslayar. «No cambiaste nada, Poupeé», se dijo con rabia.
Todo su ser se estremeció y sintió una cercanía que hacía mucho que no sentía. Tanto tiempo como el que ella no lo había vuelto a ver o a escuchar. Pero, esa vez, como las infecciones que no se curan, su conmoción fue más aguda.
—Hola, Jean, ¿cómo estás? —Acostumbrada a las bromas y el buen humor de Jean Claude, la sorprendió su hosquedad al preguntarle apenas la había saludado.
—Estoy bien. esperaba tu llamado.
Abril volvió a sorprenderse ante esa confesión. Pero enseguida se alarmó cuando escuchó el resto.
—Imagino que ya quieres consumar el divorcio. No te preocupes, veré cómo lo acelero.
—Jean Claude, ¿qué pasa? No te llamaba por eso. Yo tuve unos cuantos problemas y solo quería saber cómo está tu mamá.
—Yo tuve más que unos cuantos problemas, mi madre murió hace veinte días. —Y agregó decepcionado—: No sé cuáles habrán sido tus problemas, pero yo, con la basura que supuestamente soy, así y todo, jamás te habría dejado sin apoyo, sin al menos preguntarte.
Del otro lado del océano, Abril sabía que Jean Claude tenía razón. Pero intentó defenderse.
—Jean Claude, no creí que te faltara apoyo. —Aunque no quiso ni siquiera insinuarlo ni traerlo a colación en un momento tan delicado, el nombre de Daphne flotó a través de la conexión satelital. —Como él permaneció en silencio, ella insistió en su defensa—. Tenés tus amigos: Marcel, Mireille... A Daphne... Pensé que ellos te acompañarían, y no alguien que está tan lejos.
—Oui. Trés loin. —Enseguida tradujo—: Muy lejos.
—¿Y cómo sigue tu vida ahora? —Abril no quería cortar la comunicación y rogaba poder subsanar su error.
—Es muy largo —respondió él, conciso.
Su frialdad traspasaba el océano. Conmovida, tanto por la triste noticia como por la frialdad de Jean Claude, exclamó:
—Jean Claude, ¡lo lamento mucho! Una mujer tan dulce... Me habría gustado conocerla más.
Esa condolencia sincera entibió el corazoncito de Jean Claude. Aunque solo un poco.
—Además —prosiguió Abril, decidida a revertir esa funesta situación—, jamás imaginé que podía pasar algo así... —Después que lo dijo se arrepintió; una persona mayor, en estado grave, atravesando una cirugía de corazón... No tenía excusas. Se quedó muda, dispuesta a escuchar la despedida.
Pero Jean Claude la sorprendió. Era evidente que necesitaba desahogarse.
—Ella estaba muy mal... No hizo más que sufrir en su vida. ¡Y ya estaba harta de vivir!
—¡Pero vos hiciste todo por ella!
—Pero tarde —balbuceó Jean Claude.
—Nunca es tarde... —Esa frase de Abril tomó un matiz inesperado y bastante versátil.
—A veces, sí es tarde —refutó Jean Claude.
«¿Lo dirá por la madre o, de paso, por nosotros?», se preguntó Abril. Para no quedarse con dudas, indagó:
—¿Cómo siguen Daphne y tu tío?
—De luna de miel —fue la escueta respuesta de Jean Claude.
Abril temió que su tristeza se debiera al casamiento de Daphne. «Entonces la quiere», pensó. Dispuesta a saber la verdad, expuso su punto de vista.
—Jean Claude... —se arriesgó—, estás muy triste por lo de tu madre, pero creo que también te afecta esta noticia. ¿O me equivoco?
Jean Claude estaba desconocido, y, por ese motivo, Abril temía una mala reacción de su parte. Entonces, recordando el antiguo Jean Claude, pudo darse cuenta de que él había sentido algo bastante especial por ella, por la paciencia que en el pasado él le había tenido, en ese momento, se le vinieron encima, como una cascada de recuerdos, una por una, todas las imágenes de sus consideraciones y atenciones. «¡No puedo creerlo!», se dijo Abril, «quiero recuperar esa relación casi perfecta que teníamos».
Le vino a la mente Chevreuse, su casamiento, sus comidas, sus mimos... y las veces que habían volado de pasión. Pero, enseguida, también recordó el número tres y el motivo original. A veces, en su mente selectiva, todo parecía ser una historia de amor que le daba miedo y rabia, y otras, lo más ruin y vulgar que había vivido en su vida.
—Ya están casados —Y, como para sondear en su mente, le insinuó—: Jean Claude, estás a punto de obtener eso que tanto esperabas. —Se corrigió—: ¡Ya lo tienes!
El silencio de Jean Claude la espantaba. Ella solía ser espontánea en sus comentarios, pero en esa situación, y con un océano de por medio, cualquier cosa que se dijera podía malinterpretarse, y de manera irreversible.
Él permaneció en silencio y dio una respuesta que logró congelar a Abril.
—No sé. Con mi madre muerta, ya no tiene mucho sentido. Siento que ya no lo quiero. Sería dinero del pasado. Un dinero que ya considero sucio. —Aprovechando la mudez de Abril, él se despidió—. Perdón, pero tengo que cortar. Espero que sigas bien.
Abril cortó sin siquiera decir Adieu, bonjour, á plus... o algo que, mínimamente, sonara a saludo.
Con el celular todavía en la mano, quizá en la inverosímil esperanza de que volviera a sonar y que él le dijera que toda su frialdad no había sido más que una broma para una cámara oculta de la televisión francesa, Abril se sentó sobre el escalón de mármol de la entrada; estaba desolada y, a la vez, mal consigo misma, porque más allá de la situación par o impar, en el aspecto humano, ella había fallado.
En ese momento, Burton pasaba por ahí con un hueso; al ver que ella lloraba, le saltó encima y se acurrucó contra su pecho, colocando su cabeza entre el cuello y el mentón de Abril. Como era su costumbre en esos casos, sin permiso y sin que nadie se lo hubiera solicitado, de manera incesante, comenzó a cubrirla con lengüetazos.
—Bueno, Burton, yo también te quiero —fue lo único que ella dio en respuesta a semejante demostración de amor y pertenencia.
A los pocos días de su gélida conversación con Jean Claude, una mañana, mientras ella se dirigía a la laguna lindera al campo con Burton, recibió en su celular la más impensada de las llamadas.
—Aló, Abril —saludó la voz alegre y femenina del otro lado del auricular.
Abril quedó en silencio ante la sorpresa.
—¿Janet? —se animó a preguntar.
—¡Oui ma chérie! ¡¿Comment ça va?!
—¡Tres bien! —exageró Abril.
—¡No necesitas disimular conmigo, amiga de las pampas! —respondió Janet en perfecto español.
—Janet, me sorprendes —dijo Abril incrédula—. No me dijiste que hablabas español.
—No hubo tiempo, te fuiste muy rápido.
Esa no era la verdad, pero no importaba.
—No esperaba que me llamaras. ¿Estás bien?
—Oui! ¿Acaso sueno desespegada? —cuestionó con el mismo acento francés de Jean—. Ayer vi a Jean Claude y me acordé de ti. ¿Qué sucede entre ustedes?
—Nada de nada. —Y se lo ratificó en francés—: Rien de rien. —Abril confiaba en la discreción y sinceridad de Janet, pero sabía que había otro motivo para esa llamada.
—Entonces ya sabrás que mi sensible hermana ahora es la dueña de la mitad de la fortuna de Maurice.
—Sí, lo sé. Me lo contó Jean Claude el otro día que lo llamé, de lo cual me arrepiento. —Y exagerando de nuevo para sacar información, aclaró—: Creo que me odia.
—Non pas du tout! ¡Para nada!
Era evidente que estaba dispuesta a hablar español. Abril se lo hizo notar.
—Te veo predispuesta a la lengua castellana —comentó en tono de burla.
—¿Sí! Debo practicar. No sabes... ¡tengo un novio argentino!. ¡Mon Dieu! Y cuando digo joven.... ¡es muy joven!
—Janet, ¿acaso murió tu perro? —preguntó, compungida, Abril, mitad en broma y medio interesada de verdad, ya que nunca había podido dilucidar si Janet lo había dicho o no en serio. La respuesta de Janet la dejó con más dudas.
—¡No! ¡Mon Dieu...! No murió. —Y agregó con un matiz de voz confidente y lúgubre—: Pero ya está muy viejo...
—Oh, comprendo —murmuró Abril en un tono indefinido, ya que todavía no sabía si esa conversación había sido en serio.
—Volviendo al tema de Jean Claude —Janet retomó su empuje inicial; después de una pausa, sugirió—: Esta conversación nunca existió, ¿estás de acuerdo?
Abril odiaba que la obligaran a mantener un secreto sin saber previamente de qué se trataría. Pero le urgía enterarse.
—D’ accord —aseguró.
—Estoy preocupada por Jean Claude.
El comentario de Janet fue demasiado conciso para el gusto de Abril.
—No sé a qué te refieres, Janet.
—Le tengo miedo a mi hermana.
—¿Crees que ella no cumplirá con lo que le había prometido?
—No. Temo por él si no cumple lo prometido. —Y completó la información—: Ella podría hacer que Maurice se entere de lo que por ahora solo habían sido sospechas y habladurías.
—¿Te refieres a la relación clandestina de ambos? —Preguntó Abril ya sin tapujos.
—A eso mismo. —Y, luego de un silencio, aclaró—: Maurice tiene amigos muy peligrosos.
Abril no entendía por qué le decía todo eso a ella. Como si le hubiese leído la mente, le recordó:
—Y tú eres su esposa. Temo por ti si vuelves a París.
Abril permaneció inmóvil y muda, sin siquiera parpadear.
De pronto, del otro lado, la voz nerviosa de Janet le prometió:
—Como sea, te mantendré al tanto. Ahora tengo que irme, porque aunque no lo creas, mi hermana está caminando hacia mí. Nos vemos, cuídate.
Abril balbuceó una despedida, pero Janet ya había cortado. A los pocos segundos, miró la pantalla y vio que había un mensaje junto al nombre de Janet. Ansiosa, se apresuró a abrirlo para leer su contenido. Pero, en su lugar, se leía con claridad: «Este mensaje fue eliminado». A Abril siempre le causaba gracia leer este tipo de respuesta y las excusas subsiguientes: «No era para este grupo», «No andaba el audio», y demás pretextos.
Esa frase siempre le causaba gracia. Menos esa vez.
—¡Si al menos me topara con Esplendora! —bromeó con Guille antes de irse a Mar del Plata a ver unas telas.
Estaba caminando cerca de la peatonal; los precios le parecieron más caros que en Buenos Aires. Miraba las telas cuando, sobre la avenida Rivadavia, se topó con un cartel: «Fenicio, tienda mayorista».
Le pareció premonitorio y se sintió una demente cuando, muy decidida, entró al local con el deseo latente de encontrar a Jean Claude en su interior. Pero nada de eso sucedió. Revolvió un poco y salió con las manos vacías, decidida a volver al campo.
Estaba decidiendo si pasar o no por el puerto a comprar empanadas de mariscos, las preferidas suyas y de Felicitas, cuando vio una camioneta en el momento que salía de un albergue transitorio, y Abril, estupefacta, pudo observar que su llamativo conductor era el mismísimo Christopher I el perfecto en compañía de una mujer con lentes oscuros que, por más camuflada que estuviera, Abril ya la había visto con ese sombrero y esos anteojos más de un par de veces, y por el tamaño, no dudó ni un instante que se trataba de Lucrecia, casada y empleadora de Klaus, el tío de Chris I el no tan perfecto.
Al mirar en detalle la camioneta, Abril reconoció a la que tantas veces había usado Lucrecia para ir al campo de Felicitas.
Como había embotellamiento de tránsito, el vehículo quedó atascado entre los autos; aunque los viesen, ya no corrían riesgo porque habían dicho que irían a Mar del Plata a comprar forraje. Pero lo que Lucrecia no había aclarado a su marido, ni Christopher a su tío, era que harían una pausa en el camino.
Abril pasó por la vereda a pocos metros de la camioneta, y tuvo la delicadeza de no mirar hacia su interior. No quería incomodar a Lucrecia. Al pasar cerca de ellos, percibió por el rabillo del ojo que Chris sí la había visto. En la creencia de no haber sido descubiertos, dejaron que ella se adelantara y, luego de hacer unos metros, giraron para tomar por otro camino.
Abril sabía que Christopher partiría en tres días; otra vez, el número tres. Y también presentía que él no solo iría a despedirse de ella, sino a averiguar si había sido visto o no, es decir, si su conquista seguía en pie.
La deducción de Abril se hizo realidad.
—Hola, Abril — saludó risueño, quizá más que otras veces.
—Hola. —Ella le lanzó una mirada pícara, a la que él reaccionó y se anticipó con un comentario.
—Ayer te vi en Mar del Plata. Ibas muy seria —bromeó en la certeza de que estaba a salvo.
—Yo también los vi. Iban muy contentos.
El rostro de Chris se tensó, pero solo un poco. Y ese poco podía resultar imperceptible para cualquiera, pero ya no para Abril.
—¿A quiénes viste? —preguntó para nada divertido. Y como sabía exactamente dónde había sido, comentó con exagerada alegría—. ¡Ah, sí! A Lucrecia y a mí... claro. —Y, como si de repente lo hubiera recordado, informó la coartada—: Fuimos a Mar del Plata a comprar forrajes.
Abril pensaba dejar todo así, pero algo dentro de ella la impulsó a ser Impolite.
—Sí, también la vi a ella... —dijo con una sonrisa—. A ambos, incluso me los crucé a la salida del hotel...
—Creo que estás confundida.
Abril no tuvo dudas de que él podía ser un gran mentiroso.
—¿Estás celosa? —le cuestionó con inmodestia.
—No, Christopher, ni estoy celosa ni confundida. —Y aclaró—: Ahora menos que nunca. Solo que no me cae simpática la gente que lastima a otros.
—Está bien. Ya entendí. ¿Se lo dirás al marido? ¿Y a mi tío, para traerme problemas con él? —preguntó bastante exasperado.
Abril lo miró con cara de asombro absoluto.
—¿Estás loco? ¿Por qué clase de enferma me tomás? —Lo miró seria y le dejó bien claro—: ¡No me incumbe ni me interesa! Solo te lo dije para hacerte notar que no sos mejor que nadie. Te la pasaste juzgándome y haciéndome sentir culpable por lo de Curazao, y llena de imperfecciones. ¡Y vos sos el peor de todos! —Y para demostrarle que no estaba enojada, coronó la última declaración con una risotada que le salió perfecta.
—Entonces... ¿qué quieres? —cuestionó él sin entender.
—¿Que qué quiero? —volvió a preguntar Abril—. ¿Qué puedo querer que no podría haber tenido? Nada. —Y lo respondió en francés—: ¡Rien de rien! Y culminó parafraseándolo—: ¿Cómo era? ¡Ah, sí! «Nunca juzgues a un mentiroso, porque en algún momento de tu vida tú también lo habrás sido». Era así, ¿no?