Capítulo XXX

El viento de abril soplaba insistente y seco, esparciendo el aroma de los pinos en el diáfano aire de las tierras del sur. Infinitas hojas de diversos tamaños, formas y colores, con sus matices, que iban desde un fucsia fuerte a un rosado virginal, y otras, desde dorados gallardos al indefinido greige, tapizaban por completo el suelo de aquel paisaje.

Las lavandas refulgentes, bien conocidas en la Provenza como el «oro azul», se erguían indomables ante cada uno de los obstáculos y flanqueaban todo aquello que consideraban sus posesiones, bordes de ventanas, caminos sinuosos y, también, otros rectos, e, incluso, todas unidas, desparramaban su rutilante luminosidad cerúlea sobre las grises piedras de los muros, contrarrestando su opacidad.

Esa tarde, el tejado negro se engamaba con un cielo gris plomizo, típico de un atardecer que se resistía a marcharse, como si, a último momento, se hubiera encariñado con la luz del día, tal como un moribundo se encariña durante sus últimos suspiros con la vida, o algunos, en vísperas de su boda, con su libertad.

Abril apenas podía creer el giro que había dado su vida, y los ojos felices y agradecidos de Burton le confirmaba a diario que había sido un cambio para bien. No solo la alegría de su adorada mascota reflejaba la buenaventura por la que estaban atravesando.

Asimismo, se lo hacían sentir el amor y la confianza que crecían en su interior cada vez que se encontraba en la mirada de Jean Claude. O cada vez que apenas se rozaban la piel. Y, más aún, cuando se sentían sin siquiera rozarse.

Además, su vecina de la casa lindera, Paola, una psicóloga porteña devenida docente rural, había resultado de lo mejor. En menos de un mes, se habían vuelto tan compinches como si hubieran sido vecinas desde siempre, y ya le había informado respecto a los negocios, donde sí comprar y donde ni siquiera entrar.

De igual modo, Fabiolla, la mujer de Dávide, había resultado excepcionalmente generosa. Era una mujer bella sin ser carilinda como Paola, pero un tanto ensimismada. «También, pobre, ¡con lo que vivió!», la justificaba Abril.

Cuando Abril fue notificada de que debía organizar su fiesta de bodas en muy pocos días, en el gran parque de su casa, ante su sorpresa, como única explicación de parte de su Jean Claude, obtuvo solo una justificación:

—¡Te había dicho que quería volver a casarme contigo! Pero, esta vez, con todos los que tú amas... incluido yo, espero...

—¡Pero, Jean! —se quejó Abril, consciente de que él no se echaría atrás.

—¡No te preocupes! ¡Fabiolla está más entusiasmada que tú con la organización de tu boda! —recapacitó, y concluyó—: Es evidente que le recordará la suya con Dávide, celebrada en los jardines de su casa de la Toscana.

Diez días pasaron tan veloces como una ráfaga del viento sur. Fabiolla, la prima flor, demostró no solo ser una excelente organizadora, sino una de las personas más filántropas que Abril había encontrado en su vida. Incluso le contó la historia de su increíble vida y cómo tuvo que rehacerse.

«¡Parece de novela...!», le había comentado Abril en medio de su estupor.

La boda se celebraría al atardecer y duraría hasta bien pasada la medianoche. Para no ponerse nerviosos, Jean Claude pasaría el día en casa de Dávide y Fabiolla, y Abril estaría en la casa, donde contaría con la ayuda de Guille, Tomás, que estaba fascinado con la idea de ser parte del negocio de los viñedos, y, por supuesto, su adorable vecina Paola.

Pasado el mediodía, llegaron Felicitas y Klaus, que ya estaban pensando en su propio casamiento, a pesar de que Guille, aún moderna como era, al principio lo había vivido como una traición a su querido padre. Sentía que lo excluirían de la familia.

«Siempre será tu padre, eso no cambiará, aunque tu madre se casara cien veces más», le había asegurado Abril. «Y, para ella, representa el fin de una soledad que la lastima». Finalmente, y al ver a su madre tan plena, Guille había depuesto su animosidad hacia Klaus.

—Abril —la llamó Klaus—, ¿podemos hablar un segundo?

—Sí —respondió ella, intrigada por tanto misterio. Incluso, preocupada por creer que se trataba de Felicitas.

Klaus sacó un sobre de su campera y se lo entregó.

—Es de Christopher. Me lo envió para que te lo entregara en mano el día de tu boda. —Y como demostrando que no estaba al tanto, infirió—: Seguro que quiere felicitarte.

Abril se alejó con el sobre blanco y lo abrió decidida, pero consciente de que su contenido la iba a inquietar. Pero estaba segura de que no la iba a modificar. «¡Qué extraño!, podría haberme enviado un mail o saludarme por WhatsApp». Preocupada, fijó su vista en el papel y, para darse ánimo, se dijo:

—Al menos estoy segura de que no me escribe para informarme que está esperando un hijo mío.

Se sentó cerca de un pino, que ya amaba, y comenzó a leer la no tan breve esquela.

Querida Abril:

Te sorprenderá esta misiva, pero como me asumo egoísta, lo que haré, lo hago más por mí que por ti.

¿Recuerdas la vez que te dije que en algún punto de nuestra vida habremos sido diferentes cosas? Malos, buenos, soberbios, generosos, cobardes, simpáticos.... Pues bien, yo hoy te digo que he sido egoísta, pero a partir de esta carta podré decir que también he sabido ser generoso.

No he querido decírtelo antes, pero debes saber que, aquel día que te descubrí en la playa con Jean Claude, no te perdoné en absoluto. Y tampoco te creí cuando viniste a darme explicaciones. Es más, te detesté... No me importaba volver a dirigirte la palabra, aun encontrándote en Argentina. Pero sí, en cambio, pensaba devolverte a tu Burton.

El hecho de que haya ido a decirte adiós y no te haya dejado tan triste y desesperada de culpa se lo debes solo a Jean Claude, y para nada a tu sex appeal.

Sí, aunque no lo creas. Volví por la única razón de que él vino esa misma noche a verme y a decirme que tú no habías mentido, que eras una mujer muy digna y que él no iba a permitir que yo, tácitamente, te insultara.

Asimismo, me juró que no había nada entre ustedes (ahora compruebo que mintió) y que él se aprovechó de ti porque estabas vulnerable. Me pidió de hombre a hombre, casi me exigió, que me retractara.

Además, me aseguró que tú volverías a Argentina, que me recordarías con más admiración al ver mi nobleza, y volverías a caer en mis brazos. Debo reconocer que eso me estimuló... aunque más no fuera para vengarme. Por eso, a la mañana siguiente, puse mi mejor cara de chico noble y sexy, y fui a darte la estocada final. Sí, te dejaría enamorada. Y creí haberlo logrado.

Ahora que serás la honorable y auténtica madame Bahy, te deseo suerte y te aconsejo que cuides a ese hombre que casi le da una trompada a Raimundo (el venezolano de recepción) cuando, al mencionar tu nombre, él lo miró con suspicacia.

Te deseo mucha felicidad, y si alguna vez quieres engañar a Jean Claude, sabes que, si estoy libre, mis brazos te cobijarán y mi cama te abrigará.

¡Felicidades, madame Bahy!

Tuyo en absoluto,

Christopher Kierkegaard

Abril quedó congelada bajo el pino; no era grato recibir un mensaje de ese tipo el día de la propia boda, pero muy lejos de importarle lo que ese engreído pensara de ella, concluyó que no podía casarse sin saber qué lo había motivado a Jean Claude a arrojarla a los brazos de su supuesto rival. ¿Acaso se la había querido sacar de encima? Imposible, en esa época, él sabía que ella no tenía ningún interés en seguir con él, y mucho menos aceptar su relación con Daphne. ¿O por lástima? Eso sí que resultaría denigrante.

No tuvo que hacer demasiado esfuerzo para recordar esa noche en Curazao, en la que, después de la cena, Jean Claude le había dicho que vería a un amigo. También recordó que no le había creído. Intuía que no vería a un amigo. Por lo visto, no se había equivocado tanto.

Guille se acercó feliz, sin dejar de acariciar su panza.

—Tu sobrino Tomás acaba de patearme —dijo plácida, hasta que con sorpresa vio el rostro demudado de Abril—. ¿Qué te pasa? —indagó, sin encontrar justificativo para semejante expresión—. Y ahora, ¡¿qué bicho te picó?!

Sin responderle, Abril solo le extendió el papel.

—Léelo. Es de Christopher, y enseguida vas a entender ¡qué bicharraco me picó!

En segundos, Guille la leyó.

—¡Qué veneno! ¡Sangra por la herida! Claro, seguro que sos la primera mujer que no le rogó. —Y afirmó—: ¡Podría habértelo mandado otro día, y no justo hoy!

—¡Ay, Guille! No entendés —exclamó Abril irritada—. ¡No me importa él! Me importa que no puedo casarme con un hombre que me escondió algo tan humillante... y encima no saber la razón de por qué lo hizo.

—¡Por amor! ¿Por qué va a ser?

—Guille, en serio, creo que el embarazo te taró un poco, ¡te hace ver todo positivo! —Y ratificó—: ¡No puedo casarme!

—Ah, claro, ¡¿le vas a dar el gusto a ese estúpido?! ¿Quién es la que se taró? Solo le preguntarás a tu marido qué sucedió en esa isla. —Miró la hora en su celular y anunció—: ¡Ya tenés que cambiarte!.

—¡No! ¿Estás loca? —se empacó Abril.

Al ver que sería imposible convencer a su amiga, le ordenó:

—¡Esperá acá!

Diez minutos más tarde, Jean Claude irrumpía en su casa. Guille le había dicho que Abril había tenido un problema y no se sentía bien.

Mon amour, ¡¿qué sucedió?! —preguntó, asustado, Jean Claude.

Ella lo miró fijamente, pensando que había sido muy ingenua al creer que un corsario podía convertirse en príncipe.

—No sucedió... ¡Está sucediendo! Necesito preguntarte algo.

Jean Claude frunció el ceño.

—¿Qué?

—¡No me caso si no me decís la verdad! —Y, para mostrarse convincente, enfatizó—: ¡Y hablo enserio!

Por su cara, Jean Claude sabía que no era teatro.

—Me preocupas —susurró él.

—Acabo de enterarme de algo... —comenzó a decir ella, mostrándole la carta—. Y quiero que me digas, ¡ya!, qué te impulsó a mentirme.

—Abril, ¡no sé de qué hablas!

—¡En serio, no me caso! —gritó ella.

Él la tomó del brazo y le aclaró:

—Sabes todo de mí, hasta lo peor... y de lo mejor, todavía conoces poco, pero tengo una vida para demostrártelo. Por favor, ¡ya me dices qué te sucede! —La cara de jean Claude estaba desencajada.

—¡Necesito que me digas la verdad! —insistió ella—. Necesito saber por qué hiciste que Christopher me buscara de nuevo. Acaba de mandarme una carta por su tío.

El semblante de Jean Claude se iluminó como preámbulo de una gran sonrisa y, lanzando un suspiro de alivio, respondió:

—Ah... ¡era eso! ¡El patán!

Abril lo miró.

—¡No me respondiste! —lo interpeló.

—Te lo puedo explicar en un segundo —anunció confiado—. ¡Lo hice por ti, petite! —Y agregó—: ¡Pero créeme que también por mí!

Ella lo miró como si fuera a clavarle una daga; esperaba al menos que lo negara, que hubiera algún tipo de malentendido o mala intención solo por parte de el patán.

Jean Claude la tomó del brazo y la hizo sentar junto a él a los pies del pino que no dejaba de mecerse como queriendo escapar.

—Abril, mon amour... Yo no iba a soportar que vivieras el resto de tu vida sintiéndote abandonada y denigrada por ese patán. Y lo peor, mis celos no iban a tolerar que lo idealizaras de por vida. —Miró un punto lejano y dijo ensimismado—: No hay cosa peor que la idealización. Además, él no tiene ninguna autoridad moral, puedes creerme. ¡Podrá engañar a las mujeres, pero no a mí!

Abril no le respondió; estaba muy ocupada recordando a Bárbara, a Lucrecia... y vaya a saber cuántas más. Solo rogó que Klaus no fuera como él.

—Pobre Felicitas... —pensó en voz alta.

—¡No! Klaus es otra cosa, puedes estar segura —afirmó categórico—. Mi amor —dijo abrazándola tan fuerte como la r que había pronunciado—, ¡confía en mí! No hubiera soportado verte añorándolo mientras él se hacía el ofendido y te despreciaba, ¡mientras tú lo creerías el mejor hombre del universo! Yo habría muerto de celos. En cambio, se reconciliaron, y tú —la miró fijo— pudiste conocerlo mejor... y me elegiste a mí...

—Pero ¿cómo fuiste tan convincente?

—No querrás saberlo, petite.

—¡Sí quiero! —respondió segura de sí misma

—Está bien... Tú lo has pedido, recuérdalo. —La miró a los ojos y le tomó la mano como para que se sintiera respaldada y valorada—. Le dije que si no volvía y se despedía bien, te contaría que la noche anterior lo había visto en la playa con esa morena de las piernas largas que tú viste en la fiesta, y luego le pregunté quién entonces sería más despreciado. ¡Su vanidad y amor propio no lo toleraron!

—¿La morena que hablaba con vos?

—¡La misma! Es una chica que ofrece sus piernas largas a los turistas a cambio de que le enseñen el idioma. —La miró y, guiñando un ojo, aclaró—: Intercambio cultural...

—¿Por qué ese día hablaba con vos? —preguntó Abril con recelo.

—No sé, querría aprender francés... —Sonrió con su mirada de corsario, y aclaró—: Pero yo le dije que ya tenía una alumna. En un descuido tuyo, ella deslizó su tarjeta en el bolsillo del pantalón del patán, del mismo modo que hizo con otros. —Alzando las cejas, dedujo—: Y se ve que él no dudó en llamarla.

—Y vos, ¿cómo lo supiste?

Él sonrió y, con encanto, comentó:

—Te recuerdo que tuve una luna de miel muy solitaria y tenía mucho tiempo de caminar solo por las noches, por las tardes y por las mañanas... —Y confirmó—: La vi saliendo con él de su hotel rumbo a una playa desolada.

Abril se sentía humillada. ¿Algo indignada? También.

—Me habrás visto tonta, ¡muy tonta! Y poco atractiva —se preocupó Abril.

—¿Te parece que te veo poco atractiva? —le preguntó él con el deseo aflorando por sus ojos. Y, feliz, exclamó—: ¡Solo agradezco al cielo que ese haya sido tan patán! Y que yo lo haya descubierto antes que tú. ¡No me equivoqué con él! Y no quise que tú pasaras el resto de tu vida creyendo que habías perdido al mejor hombre del universo. ¡No podría haberlo tolerado!

Ella rodeó su cuello con su brazos, con ternura, puso su frente sobre la de él y le susurró:

—Jean, eso no habría pasado de todos modos... —Y antes de que él le preguntara la razón, ella le declaró—: Porque aunque me esforcé con cuerpo y alma para enamorarme de Christopher I el perfecto, con toda mi bronca me daba cuenta de que solo vos, el más corsario, ¡eras el único capitán de mi corazón! —Y agregó, ruborizada—: Se ve que la boda me puso cursi.

Jean Claude la estrujó con fuerza y le confesó:

—Yo no esperaba más que una cosa: apenas te vi en el aeropuerto, deseé esta vida que hoy tenemos. Y aun cuando todo se derrumbó, yo seguía planeando volver contigo.

—¡Jean Claude! —exclamó Abril con ganas de llorar por haberse creído a punto de perder su sueño.

—Mira, además, estaba seguro de que volveríamos.

—¿Y qué te hizo estar tan seguro?

—El candado del Puente de la Reina Emma.

Abril hizo una mueca de incomprensión total.

—¿De qué hablás? —le preguntó.

—¿Recuerdas cuando nos hicimos las fotos para Phillipe? —Y agregó—: Que tú no quisiste colgar el candadito en la estructura de corazón. Te adelantaste ofendida, pero yo me quedé rezagado, con el tiempo suficiente para engancharlo; luego, te alcancé. —Y concluyó—: Nunca fui supersticioso, pero¡ vaya que fue efectivo!

—¡No te creo! ¡Mentiroso! —Rio Abril.

—¿Ah, no? Como ya te conozco y sé lo escéptica y desconfiada que eres, y que ni tú lo sabes, por eso... —dijo mientras buscaba algo en su celular—, ¡voilá! ¡Lo tenía preparado como sorpresa para mostrártelo la noche de nuestra boda! —explicó mientras le mostraba una fotografía donde se veían sus manos colocando el candado, y otra foto de ella caminando con altivez por el muelle, delante de él.

—¡No! ¡No lo puedo creer! —exclamó ella al borde de la conmoción. Se colgó de él, lo abrazó y lo besó, diciéndole—: Jean, ¡te amo, te amo..., je t’aime!

—¡Ve a vestirte de novia para mí! —le pidió él, dándole un beso—. En un rato, estoy aquí y empezamos nuestra nueva vida. —Se alejó un metro y, al instante, la tomó del brazo para retenerla y besarla de nuevo.

En una hora, Abril se había convertido en una princesa. Un vestido de gasa color marfil a media pierna con mangas tres cuartas y un escote en v muy pronunciado. Esa vez, dejó su cabello suelto y se maquilló solo para realzar sus rasgos. Fabiolla le dio un bouquete de flores blancas y rosa pálido que ella misma le confeccionó, junto a un tocado juvenil y distinguido a la vez.

—Te dará mucha suerte —le vaticinó.

Abril la abrazó y sintió su bondad y grandeza. Supo que, junto con Guille, serían grandes amigas para siempre.

La música de La gran Sophie comenzó a sonar, y Abril y Jean Claude, con sus manos entrelazadas, caminaron juntos hacia el altar. Solo fue una bendición de alianzas, pero inmensamente emotiva.

Los ojos de ambos estaban húmedos y no dejaban de mirarse sin poder creer su propia historia. Sin entender cómo habían llegado hasta ahí.

Estuvieron los invitados esperados: los padres de Abril, los amigos de siempre y todas sus compañeras del Liceo, que no solo no habían querido perderse el casamiento de Abril con el francés, sino que la mayoría había viajado sin sus parejas, ya que tomaban ese viaje como concreción de un viejo anhelo, volver muchos años después al lugar donde habían disfrutado su viaje de egresadas, Bariloche, solo a una hora de distancia de Villa La Angostura.

Pero también hubo invitados inesperados... Una mujer muy bronceada, en un vestido color esmeralda, hizo su entrada triunfal y Jean Claude corrió a su encuentro.

—¡Begta! —exclamó él, dándole un fuerte abrazo y besándola.

Abril se sorprendió de verla, no hacía tanto tiempo la había visto en el spa... ¡ella proponiéndole, nada más y nada menos, la que entonces ya era su realidad! Y parecía que había transcurrido una vida. La miró a los ojos y se percató de que nunca se le había ocurrido que debía agradecerle.

Los hechos hubieran sucedido igual, al día siguiente de verla, su socia la habría estafado de todos modos, pero, tal vez, ella, en vez de viajar a Europa a casarse con Jean Claude habría terminado en el campo, quizá, de nuevo en los brazos de Pablo, o habría sucumbido ante la belleza de Christopher... o quizá, en las fauces del mismísimo Pombero... ¡quién sabe!

Pero gracias a la intromisión de Berta, las cosas habían resultado como en un cuento de hadas.

—¡Felicidades, Abril! —exclamó Berta con sus ojos sinceros.

—¡Gracias, Berta! —Y, susurrándole al oído para que Jean Claude no oyera, le regaló un sincero «¡Gracias por todo!» que también incluía la ayuda que en el pasado le había dado a la madre de Jean Claude en tiempos aciagos.

Ella le apretó la mano y dijo en voz baja:

—Siempre te vi ideal para mi ahijado. ¿Y me equivoqué?

«¡Vaya que no!», pensó Abril, pero solo exteriorizó una sonrisa.

Jean Claude tenía varias sorpresas preparadas para Abril. La tomó de la mano y empezó a mostrarle los invitados.

—¡Janet! —exclamó Abril conmovida. Su amiga francesa había ido con su novio. Estaba radiante. Abril comprendió. «Claro que no es rara ni fría. Un poco sarcástica y descreída tal vez. Pero es una mujer pasional a la que le gustan los perros, los caballos y los hombres jóvenes y guapos».

El argentino era bastante más joven que ella, pero armonizaban gracias a la frescura y jovialidad de Janet. Abril concluyó que odiaba ese prejuicio machista que mentaliza a las mujeres a buscar hombres mayores o de la misma edad. Y, en cambio, a los hombres les permite fantasear con mujeres menores.

—Perdóname, pero vine sin mi hermana —bromeó Janet.

Mientras Abril reía por su ocurrencia, su mirada se clavó en el hombre que estaba acercándose a saludarla.

Enseguida, Janet dijo con orgullo:

—Te presento a Manuel

—¡Bienvenido! —Abril le dio un fuerte abrazo fraternal. De pronto, se les unió Marcel, el mejor amigo de Jean Claude.

—¡Marcel! ¡Qué alegría! ¿Has venido solo? —exclamó Abril en medio de su sorpresa.

—Completamente solo —respondió Marcel, apático, mientras dejaba que su mirada se pasease por entre las mujeres presentes.

—¿Conocías Argentina? —preguntó ella.

—Solo por referencias de Jean —contestó lacónico—. Sé que hay lugares muy lindos... y quiero conocer las cataratas del Iguazú —comentó, preguntándose si esa noche encontraría una compañera para su viaje.

De pronto, Abril vio aparecer un invitado que la dejó boquiabierta.

—¡No puede ser! —exclamó mirando a Jean Claude para que le asegurara que no era una ilusión óptica.

—¡Felicidades, Abril!

Ella no podía articular una palabra por la sorpresa. Jean Claude le explicó:

—Phillipe me dijo que vacacionaría en Argentina, ya visitó las cataratas y deseaba conocer Bariloche. Le conté que ahora vivimos aquí y lo invité a nuestra boda., se burló y murmuró—: A ver si ahora nos cree...

—Phillipe, ¡qué alegría que esté aquí! ¡Bienvenido! Estoy sorprendida. —De pronto, parecía que todos visitaban Iguazú, las tierras del pombero. Se puso nerviosa, por lo que le preguntó de sopetón—: Y... ¿le gustaron las cataratas?

—¡Sí, mucho! Y feliz ahora de estar en su nueva boda —dijo él amablemente, pero dejaba flotando en el aire la palabra «verdadera».

—¡Qué bien, muchas gracias! —respondió Abril, haciendo caso omiso a «su sensación».

Entre los invitados, también estaban Mireille y su marido. Apenas saludó a Mireille, después de intercambiar elogios, saludos y agradecimientos, le indicó que se sentara en la misma mesa de Felicitas. Estaba segura de que ambas tendrían tema de conversación para toda la noche.

Todos parecían felices, bailando y riendo. A Abril no le pasó desapercibido que, en toda la noche, Gian Franco, el apuesto primo soltero de Davide Dunster no había dejado de charlar con Miry. Fabiolla le había comentado que él tenía planeado volver en invierno para probar esas pistas de esquí, pero que no estaba aún decidido. Después de verlos a Miry y a él conversando y riendo, supo que la decisión ya estaba tomada.

Jean Claude tomó a Abril de la mano y la llevó hasta la parte más obscura del parque, donde empezaba el bosque y donde no llegaban ni las luces ni las miradas. Sin miedo, se internaron en esa verde oscuridad, sabiéndose completamente solos.

Él la besó como si fuera la primera vez. Luego, ambos miraron hacia la fiesta, sin creer que no era una película, sino su propia fiesta, en su propia vida. Ella le daba la espalda, apoyada sobre su pecho. Él la cubría con sus brazos, dándole calor, y sus caricias llegaron a su panza.

La hizo girar y le imploró:

—Dime que algún día tendremos una niñita nuestra, parecida a ti.

—Sí —respondió ella, y, sin dudarlo, decretó—: Camille.

Él acercó su cara a la de ella y le susurró:

—Camille Bahy.

Ella giró su cara y le respondió con un beso profundo.

—Te amo, Jean —le dijo con emoción.

—Yo también te amo, Abril. —Y, agradecido, miró al cielo y exclamó—: ¡Al fin somos solo tú y yo! —le dijo, rozando la punta de su nariz contra la de ella. Y repitió incrédulo—: ¡Sólo tú y yo! ¡Nadie más que tú y yo! Cual dos hipocampos...

Entrelazaron sus manos y se dieron un beso que habría sido infinito si no hubiera sido por un golpe certero que ambos sintieron a la altura de las rodillas y que los hizo trastabillar.

Desconcertados, abrieron los ojos y se encontraron con un peludo rubio que, parado en dos patas, les demandaba ser incluido como miembro.

Jean Claude rio y, con dulzura, aceptó resignado.

—Por supuesto, Bagtón. Claro que no somos solo dos. ¡Somos tres! —Y mirando a Abril a los ojos, declaró—: Si bien los hipocampos van siempre de a dos, esta vez, como excepción, ¡seremos tres!

Y ese trío de hipocampos permaneció unido bajo las estrellas del sur, celebrando un amor destinado a ser por siempre y para siempre feliz.

FIN