La sirena acuñadora

 

La sirena siguió cantando durante toda la noche. Al rayar el alba dejó de hacerlo porque le pareció peligroso. Además estaba muy cansada. Tuvo que buscar otro escondite en el que poder reposar sin oír el llanto de los niños, que en cuanto ella se calló volvieron a berrear. Encontró acomodo entre unos arbustos y allí se quedó profundamente dormida.

Se despertó al atardecer y merodeó con sigilo por los alrededores. Sació su hambre con unas bayas y andando se acercó al pozo porque se moría de sed. Estaba bebiendo cuando vio que la muchacha iba a su encuentro. Dudó si echarse a volar o detenerla cantando y optó por esto último. Esta vez, sin embargo, sus poderes no funcionaron porque la muchacha siguió avanzando. Estaba muy pálida, apenas se sostenía y su voz era casi un susurro vacilante:

—Gracias por lo que hiciste anoche —le dijo en la lengua de las sirenas—, los niños, que están muy enfermos, finalmente pudieron descansar y yo también. Aunque a mí me falta poco para morir. Me lo anunció mi madre cuando me despedí de ella: te llegará la hora cuando escuches la más bella canción que tú ya no puedas cantar…

—¿Ya no puedes cantar? —le preguntó la sirena perpleja—. ¿Y por qué dices que te vas a morir?

—Solo si tú me ayudas podré librarme de la muerte —le advirtió con un hilo de voz a punto de desvanecerse.

—¿Cómo puedo ayudarte? —le preguntó la sirena desconcertada.

—Si quisieras cambiar mis brazos por tus alas, me salvarías…

—Sí —dijo la sirena—, nada me gustaría más que tener brazos. Pero antes cuéntame quién eres y por qué mis alas habrían de salvarte. ¿Adónde quieres ir? ¿Por qué quieres marcharte?

—Si me las cambias por mis brazos podré regresar a mi tierra, Atalanta, la isla de las sirenas de donde procedo, que está algo alejada de la tuya. Me marché hace casi trescientos años, porque, como tú, deseaba conocer otras tierras y llegué a este lugar, donde una madre acunaba a sus criaturas. Ella deseaba volar, harta de sentirse atada a sus hijos, acobardada por las servidumbres de la maternidad impuesta y yo, en cambio, harta de ser libre, quería encontrar arraigo en algún lugar con los humanos y este me pareció el más tranquilo de cuantos había visto. Aunque después recorrí otros muchos, pues he pasado mi vida cantando canciones de cuna a los niños para que se duerman tranquilos. Al conjuro de mis melodías y entre mis brazos, durante casi tres siglos los huérfanos, los abandonados, los enfermos, los insomnes se han sentido cobijados y han podido conciliar el sueño. Hace dos noches regresé aquí, porque supe que mi tiempo llegaba a su fin: me estaba quedando ronca y sin canciones porque apenas podía recordar sus melodías y pensé que el lugar donde había iniciado mi misión era adonde debía volver. Anoche al oír tu voz tuve la esperanza de que tú habías llegado para relevarme.

—¿Y si no quiero cambiarte las alas por brazos? —preguntó la sirena, aunque fuera lo que más deseara.

—Me moriré, no llegaré a mañana. Si me prestas tus alas, en cambio, seré de nuevo sirena y tú mujer por espacio de trescientos años, hasta que otra llegue para ocupar tu puesto. Si accedes, bastará que te abrace —le dijo suplicante—, si te abrazo muy fuerte mis brazos pasarán a tu cuerpo y yo me llevaré tus alas.

—De acuerdo —dijo la sirena, feliz de sentirse por fin abrazada y en adelante poder abrazar a su vez—. Abrázame muy fuerte —continuó, mientras recordaba los abrazos de la princesa y el visir.

Se dejó abrazar durante largo rato porque no era sencillo el intercambio de alas por brazos ni podía hacerse en un santiamén.

Al principio la sirena sentía alrededor del cuerpo la suavidad de los brazos de la mujer y notaba solo un leve escozor en la espalda, como si las plumas de las alas, poco a poco se le fueran cayendo. Se encontraba tan a gusto cobijada por aquel primer abrazo, que no notó siquiera el desgarro que las alas, que se le estaban desprendiendo del cuerpo, le iban produciendo en los hombros. Eso sí, percibió el momento en que pasaron al cuerpo de la muchacha, que se había quedado ya sin brazos porque ahora era la joven sirena la que abrazaba por última vez a la que, vuelta a su origen primitivo, estaba ya a punto de volar hacia el cielo, de regreso a casa.

La sirena convertida en mujer se miraba las manos y los brazos, incrédula aún, mientras iba hacia el lugar donde los niños lloraban desconsoladamente. Ahora dependían de ella y debía abrazarles, acunarles y cantarles para que se callaran además de prepararles la cena, acostarles después, tratando de que se durmieran y pasarse toda la noche en vela con sus canciones, si era preciso.

Así, a partir de aquel momento, la sirena curiosa que al escaparse para conocer mundo había descubierto durante el viaje colores más intensos que los de su isla y olores desconocidos, había visto el fuego por primera vez y había sido testigo del amor del visir y de su amada, comprendió cuánto habrían de servirle ahora todos estos hallazgos para su nueva vida entre los humanos hasta que otra sirena viniera a reemplazarla. Solo entonces regresaría a su isla, sin olvidar llevar en el pico la flor roja que le había prometido a su hermana, y les podría contar a todas si tener brazos era mejor que tener alas.

Nise se quedó por un tiempo en aquel lugar al cuidado de los niños enfermos. Después cambió de sitio para atender a otros que tampoco tenían madre y más adelante se casó con un hombre, cuyos poblados bigotes y barriga cervecera le recordaban al visir, y tuvo tres hijos a los que acunaba y cantaba dulcemente cada noche. A veces también sus vecinas le pedían que tratara de dormir a los suyos pues ninguna otra mujer del pueblo tenía una voz tan persuasiva ni tan eficaz contra el insomnio infantil.

El pueblo en el que vivía no quedaba lejos de la gran ciudad que había divisado por primera vez desde el aire y de la que había tenido que huir volando. Ahora ya no corría ningún peligro porque nadie la hubiera podido identificar con la sirena que fue e iba allí de vez en cuando. Le gustaba acercarse al mercado, en el que estuvo a punto de ser apresada. Allí se paraba a escuchar los comentarios de las mujeres sobre el visir y su joven concubina, tema de mucha conversación en los corrillos. En algún momento sintió tentaciones de contarles cuanto había visto desde su atalaya, pero no lo hizo porque pensó que no habrían de creerla. Y si acaso la creían, le harían muchas preguntas que no debía contestar y se guardó el secreto.

Algunas tardes, cuando regresaba a casa desde la ciudad, al pasar por sus arrabales, veía a las mujeres mecer y cantar a sus hijos en la puerta y le rondaba la sospecha de que algunas, de las que se sentía extrañamente cómplice, también habían llegado de alguna isla solo poblada por sirenas. Pero no se atrevía a preguntárselo.

Ahora, dichosa de tener brazos, con los que poder estrechar y acunar, tenía el presentimiento de que solo las mujeres que fueron sirenas, con su canto, serían capaces de dormir a los niños con la paz de los sueños felices.