El segundo día siguieron avanzando sobre el mar, que ya no era una inacabable extensión azul, como le pareció el primer día. Aquí y allá se divisaban festones oscuros: escollos, arrecifes, islotes planos o puntiagudos, boscosos o, por el contrario, sin apenas vegetación, bordeados por aguas, cuyos colores cambiantes iban del turquesa intenso al casi violáceo, pasando por diversas tonalidades verdes, distintas a las que ella estaba acostumbrada. Le gustó mucho que hubiera tantos lugares a los que poder bajar en caso de emergencia y a punto estuvo de ponerse a cantar pero en seguida desistió. «Menos mal que no he abierto la boca —se dijo—. Mi voz hubiera provocado una catástrofe. Todos nos hubiéramos ahogado, pues los pájaros hubieran dejado de volar y caído al mar. Mientras esté con ellos debo permanecer callada».
Cumplió. No le quedaba otro remedio. Incluso guardó para sí las exclamaciones que lo que avistaba le producían: islas enormes en cuyas riberas vertían su cauce ríos de amplio caudal y por cuyas playas veía moverse pequeños bultos, sin vislumbrar si lo hacían a dos o a cuatro patas, puesto que desde lo alto no podía distinguir de qué especies se trataba. ¿Serían también sirenas sus habitantes?
Le hubiera gustado poder pasar la noche allí, pero los pájaros debían de tener otros planes, porque, tras cruzar la isla en dirección sur, siguieron a mayor velocidad y de nuevo se internaron sobre el cielo del mar y después volvieron a sobrevolar tierra. Fue entonces cuando estuvo a punto de perderles. No solo porque volaba más despacio sino porque se entretuvo mirando y sobre todo oliendo el aroma de las flores que cubrían las suaves praderas del lugar y cuya intensidad maravillosa llegaba hasta el cielo. Nunca antes sus pituitarias habían captado tales perfumes porque en su isla las únicas flores que había no olían de aquel modo. Tanto le gustaron que, de pronto, no pudo resistir la tentación de bajar y quedarse allí un rato, cobijada por aquellos olores, olvidándose de seguir a los pájaros.
Ya estaba a punto de acomodarse junto a los macizos floridos cuando vio sobre su cabeza la bandada que había regresado y con su algarabía la llamaba. Comprendió, entonces, que trataban de avisarle de algún peligro posible, pues el aroma de las flores estaba entumeciéndole los sentidos y notaba un dulce sopor. Con un enorme esfuerzo se sobrepuso y voló de nuevo con sus amigos. Sin embargo, se abstuvo de agradecerles que no la hubieran dejado sola. Les daría las gracias, en todo caso más tarde, en cuanto hubieran llegado al destino previsto para aquella noche.
Ya atardecía, porque la imprevista excursión de la sirena les había retrasado, cuando bajaron a descansar. Lo hicieron cerca de la ribera de una extensión enorme y se aposentaron en las copas de unos árboles que Nise tampoco había visto nunca. Con su apariencia de escobas invertidas daban unos frutos pequeños de color amarillento que a ella le supieron demasiado amargos. En cambio, a los pájaros, debían de gustarles mucho puesto que los devoraban con rápida voracidad. Mientras duró la cena no quiso abrir la boca más que para comer, no fueran a atragantarse sus amigos si su voz los pescaba a punto de engullir y tenían que permanecer así el rato en que ella les hablara. Fue entonces cuando optó por mostrarles su agradecimiento de otra manera. Improvisó para ellos una danza, pues había aprendido, igual que sus hermanas, a bailar. Con las alas cerradas y contoneando el cuerpo, cubierto por la larga cabellera, se movía al ritmo de una música callada que ella misma dictaba, pues trataba de seguir muda, no fuera a petrificarles de nuevo.