El cuarto día Nise abandonó el lugar tras la bandada, justo en el momento en que empezaba a clarear, como de costumbre. Pero antes, mientras se desperezaba las alas, en los albores todavía confusos de la madrugada, le dio tiempo de ver como surgía de nuevo aquella luz oscilante que daba calor. Pudo observar, además, de qué modo la producía alguien al frotar dos piedras y le pareció una de las maravillas que habría de contar cuando volviera a casa pero que no podría imitar ni siquiera tratar de reproducir. El milagro de obtener luz le estaba vetado porque sus pies, por mucho que se entrenaran, jamás tendrían la ductilidad para coger las piedras y frotarlas con la necesaria precisión con que acababa de ver que lo hacía aquel ser tan extraño.
Voló pues, como había hecho hasta entonces en la retaguardia de la bandada. Poco a poco se fueron alejando de la mancha verde y de las olas de tierra arenosa. Sin dejar de avistar tierra firme se internaron por un cielo azulísimo que a ratos se reflejaba en un río de aguas caudalosas cuyo cauce, al parecer, trazaba el rumbo seguido por los pájaros.
Atardecía cuando divisaron una extensión muy grande y compacta de la que sobresalían paredes y muros cubiertos por otras paredes que tampoco había visto nunca ni sabía que eran casas de adobe, que desde el cielo parecían del mismo color tostado de la arena. No se trataba de cuevas naturales, bostezos enormes de los montículos de su tierra en las que se guarecían las sirenas, sino de construcciones endebles, de adobe, cubiertas por cañas.
Sentía mucha curiosidad por ver si sus moradores andarían solo a dos patas, o a cuatro, si formarían parte de los animales de enormes jorobas, como los que había visto la noche pasada o, por el contrario, irían y vendrían sin depender de ellos. De pronto, junto a la orilla del río, que dividía la ciudad en dos mitades, divisó unas cúpulas de oro y unas torres de color de esmeralda o lapislázuli que, como un prodigio, surgían en medio de las casas de adobe, pero separadas de ellas por unos altos muros que encerraban un gran jardín. Intuyó que la bandada se dirigiría hacia allí y se alegró mucho, pues jamás había visto unas construcciones tan bellas ni tan bien proporcionadas.
Siguiendo a los pájaros, se posó en una de las torres. Desde allí se asomó a un patio de cuya fuente central manaba un surtidor. El agua que de él brotaba caía con un sonido tan puro y perfecto que Nise se sintió tentada de acompañarlo con su voz. No se atrevió porque en aquel momento vio con gran estupor que entraba en el patio alguien que tenía un cuerpo parecido al suyo, puesto que, además de una larga cabellera que le llegaba casi hasta los pies, tenía piernas y pechos y torso, pero no alas. Se le antojó muy raro que no las tuviera, puesto que se reconocía en su imagen y trató de fijarse mejor. Tal vez las llevaba muy plegadas, cubiertas con lo que desde la cabeza le caía sobre los hombros y que de tan delicado, frágil y transparente, creyó que estaba hecho de espuma de olas. Pero lo que más le llamó la atención fue que también ella, como los seres de anoche, tenía dobles piernas y dobles pies pero no andaba a cuatro patas. Con las piernas y pies superiores —aún no sabía que se llamaban brazos y manos—, sostenía, con mucho cuidado junto al pecho, algo que llevaba muy envuelto con la misma especie de tejido con el que se cubría.
La sirena sentía una gran curiosidad por ver de cerca esas dos extremidades y qué era lo que cobijaban con tanto esmero y por qué a ratos lo movían dulcemente. Lo supo casi de inmediato porque de repente le llegó un llanto agudo muy parecido al de las sirenas recién nacidas. Supuso que se trataba del hijo de la muchacha que lo mecía, algo que ella jamás hubiera podido hacer con sus alas y sintió envidia.
Continuó mucho rato en la atalaya mirando hacia el patio. Apenas notaba el cansancio y la sed porque lo que estaba viendo le compensaba de todas sus penurias. Probablemente para ir a acostar al niño que, al parecer se había dormido, la muchacha salió del patio y se cruzó con otras, que ahora entraban. Tampoco parecían tener alas. Iban cogidas de las extremidades superiores, que desenlazaron para jugar, bulliciosas, a correr y a pillarse.
Pronto cayó la noche. El patio quedó vacío y silencioso. La sirena sintió deseos de conocer si los seres que habitaban aquel lugar de cúpulas doradas y torres de esmeralda y lapislázuli, que una luna redonda y roja permitía que se recortaran en un cielo cuajado de estrellas, eran solo de sexo femenino, como las que había visto hasta entonces.
Voló lo más bajo que pudo y también del modo más sigiloso que supo. Imaginaba que a los habitantes de aquel lugar ella les produciría la misma extrañeza que la que ella, a la inversa, había sentido, al contemplarlos por primera vez.
Todo lo que veía era nuevo, diferente, desacostumbrado y no tenía palabras con que nombrarlo, pues la lengua de las sirenas, igual que ocurre en todas las lenguas, ignora los términos que designan lo ajeno, lo que no pertenece a su mundo y no necesitan nombrar. Por eso, y así debo señalarlo, la sirena no pudo decir «camellos» ni «oasis» ni «fuego» ni «ciudad» ni «brazos» ni «manos» ni «cúpula» ni «lapislázuli» ni «casas» porque eran vocablos ajenos a su vocabulario.
La sirena solo podía advertir, al observar los brazos que acunaban a un recién nacido, que se trataba de unas extremidades que salían de los hombros, igual que del torso salen las piernas que las sirenas aladas tienen.
Aquella misma noche, desde otro pináculo menos alto pudo asomarse a un palacio, cuyas vastas estancias tenían las paredes cubiertas de tapices de colores intensos. En el techo pintado de azul se reproducían las estrellas del cielo. Las habitaciones estaban iluminadas por antorchas, en las que reconoció la misma luz oscilante que había visto por primera vez la noche anterior, y las sostenían con sus manos seres iguales, aunque mucho mejor vestidos, que los que había encontrado junto al fuego del oasis. Llevaban también la cabeza cubierta por telas de diversos colores, enrolladas formando una espiral y se cubrían con largas túnicas, aunque menos vistosas y más bastas que las que lucía la muchacha que acunaba al niño.
De pronto todos se inclinaron al paso de otro ser más alto, fornido y de andares seguros, que ni siquiera reparó en ellos. Con rapidez se dirigió hacia otra habitación del piso superior de la torre. La sirena cambió su puesto de vigía y, con su aguda mirada, pudo ver a través de una claraboya que, tras las grandes puertas que acababan de abrirse para que pasara el alto y fornido visitante, había muchachas vestidas como la que acunaba al niño y pequeños seres, los eunucos, nombre que le era totalmente desconocido, naturalmente, que hicieron cabriolas al ver al fornido y alto visitante. Él los apartó de un manotazo, tal, al parecer, era su prisa por llegar a la habitación más alta de la torre más alta.
Allí, envuelta en una nube de tules le esperaba una muchacha cuyo rostro era sin duda el más bello que jamás había contemplado la sirena. Pese a que sus facciones se parecían a las suyas y coincidían en ojos, boca, nariz y orejas, las de la muchacha tenían una armoniosa proporción. Eran de una finura delicadísima, lo que no ocurría a menudo con las de aquellas sirenas primitivas, cuyos rasgos parecían amasados con desgana. Sus narices, tal vez para guardar relación con sus extremidades aladas, recordaban los corvos picos de las águilas y su mirada en vez de ser dulce como la de la amada del visir, porque era el visir de aquel reino quien ahora iba a visitar a su concubina preferida, solía ser desapacible cuando no fiera, o por lo menos así lo aseguraba mi abuela, a la que escuché contar qué sucedió en la cuarta noche, tras la huida de Nise de su isla.
La imaginación de mi abuela, que era portentosa, adornaba con cúpulas de oro y torres de lapislázuli el lugar. Igualmente, transformaba en un visir y en una bella princesa —nombre que alternaba con el de concubina— una pareja de amantes de algún sitio recóndito y primitivo puesto que, como ya he dicho, cuanto sucedió a la sirena alada tuvo lugar en una época muy remota. Faltaba, por tanto, mucho aún para llegar a los tiempos de Las mil y una noches en la que mi abuela situaba, en parte, la acción de la historia, pero al tratarse de una transmisión oral, podía, quitar, añadir, ampliar y recrear los acontecimientos cuanto le viniera en gana.
La amada del visir al verle entrar se levantó del estrado en el que estaba recostada, junto a dos pequeños seres que la abanicaban, los eunucos. Tras hacerles una seña para que se marcharan de inmediato, tendió los brazos hacia el visir, que la acogió entre los suyos, estrechándola tiernamente.
Una envidia infinita asaltó a Nise mientras observaba cómo se abrazaban y como las manos de ambos recorrían sus cuerpos entrelazados. Después vio como el visir se quitaba el hierro de punta curvada y afiladísima que le pendía del cinturón, eso es el alfanje, cuyo nombre tampoco sabía la sirena ni nunca antes había visto un arma parecida. También veía por primera vez el almohadón de hilos de oro sobre el que lo depositó con cuidado. Una vez desarmado, con gran delicadeza a pesar de que sus manos eran enormes y parecían más aptas para oprimir los cuellos de los enemigos que para posarlas sobre la piel suave de su amada, fue desnudando a la muchacha, quitándole por lo menos media docena de velos. De eso estaba segura la sirena, porque había aprendido a contar desde muy pequeña, puesto que de ese modo podía conocer si el reparto familiar de alimentos, distribuidos por su madre, se hacía con justicia estricta, sin favoritismo alguno.
El cuerpo de la muchacha, sin la comitiva de ropas que lo envolvían, le pareció mucho más bello, no así el de su acompañante, que, desnudo, exhibía un torso recubierto de vello y un vientre prominente en exceso, algo que al parecer tenía sin cuidado a su amada, que se dejaba abrazar y lo abrazaba dulcemente.
Fue entonces, mientras espiaba aquella escena de amor, cuando la sirena voladora comenzó a estar segura de que tener brazos era mucho mejor que tener alas, porque las alas no permitían frotar piedras para obtener fuego, ni acunar criaturas ni jugar a pillar. Pero aún más que todo eso, que siendo tan importante no lo era tanto si lo comparaba con la principal de sus funciones: permitir que dos seres se abrazaran hasta confundirse y fusionarse.
No importaba que uno de ellos fuera feo, como lo era el visir o como se reconocía a sí misma la sirena si se comparaba con la bella muchacha abrazadora de cuya boca salían de tanto en cuanto suspiros dulces y quejas blandas que provocaron en la sirena una languidez jamás sentida, una excitación de sus sentidos completamente nueva a la vez que el anhelo de notar en carne propia, y no de manera vicaria, el mismo placer que la muchacha sentía, aunque fuera aplastada por la barriga cervecera. Pese a que la cerveza estuviera ausente de aquella civilización, me parece una referencia muy ajustada, utilizada por mi abuela, para describir el tipo de barriga que tenía el gran visir.
Junto al descubrimiento de la sensualidad nació en la sirena el deseo irrefrenable de tener brazos. Brazos en vez de alas, se decía. Brazos que cambiaría gustosa por sus alas sin importarle no poder volver a volar ni seguir conociendo mundo. Olvidándose de que perdería la posibilidad de regresar a casa y cumplir la promesa que se había hecho a sí misma al hacérsela a su hermana: retornar en el viaje de vuelta de los pájaros para poder contar cuanto había visto.