La sirena entre los humanos

 

Aquel amanecer no partió con la bandada. Desde la torre más alta vio como los pájaros le revoloteaban sobre la cabeza gorjeando y piando. Comprendió en seguida que la llamaban. Por si acaso se había quedado dormida trataban de despertarla avisándola de que se preparara para la marcha. Pero ella les despidió comunicándoles, a su modo, que no deseaba proseguir el viaje, que se quedaba en la ciudad de las cúpulas doradas por lo menos hasta el tiempo en que ellos estuvieran de vuelta. Fue inútil que con su algarabía intentaran disuadirla. Posiblemente intuían que, distinta al resto de sus moradores, sola, en una tierra desconocida, habría de pasarlo mal. Tal vez consideraban que las sirenas aladas y los pájaros formaban parte de la misma especie. Al razonar así, su pequeño cerebro pajaril no contemplaba que la sirena alada pertenecía, también, en parte, a la especie que habitaba aquella ciudad y quizá por eso deseaba quedarse. Tras un infructuoso intento final de convencerla, con muchos trinos, gorjeos e incluso gorgoritos de reclamo, muy apenados, pues se habían acostumbrado a su presencia en la cola, se marcharon. Con celeridad se internaron por el cielo y al poco rato desaparecieron entre nubes lejanas. Volaban ahora mucho más rápido para compensar el retraso acumulado tratando de convencer a su amiga para que les acompañara.

La sirena pasó la mayor parte de aquel día acurrucada en un saliente cómodo, detrás del pináculo más alto de la torre más alta, durmiendo a consecuencia del cansancio acumulado por las horas de vuelo y la larga vigilia de la noche anterior. Al atardecer la despertó el son de una música que venía de lejos, una música que jamás había oído y que no se parecía nada al canto que ella emitía ni siquiera al cambiante sonido del mar, que conocía tan bien. Atraída por los acordes voló hacia el lugar de donde procedían.

Al acercarse percibió perfectamente que los sonidos, primero agudos y después graves —tiempo después sabría que eran de chirimías y atabales—, que la habían despertado habían sido sustituidos por otros que salían de unos instrumentos que unos hombres tañían con las manos. La delicadeza de aquella música nueva la atrajo tanto que voló mucho más bajo de lo que habría sido prudente si no quería ser vista. Por fortuna, quienes asistían al concierto estaban tan pendientes de escuchar que no se dieron cuenta de su presencia. Solo la percibieron cuando rompió a cantar, acompañando con su voz bellísima la acordada música que oía tañer.

Fue entonces cuando todos miraron al cielo, de donde les llegaba aquel prodigio, y divisaron un ave que les pareció extrañísima. Nadie, ni siquiera los más viejos recordaban haber visto nada igual ni haber escuchado jamás un canto tan hipnótico, puesto que, mientras duró, se quedaron inmóviles, casi petrificados e, igual que le había sucedido a la bandada, cuando cesó tardaron todavía un rato en reponerse del arrobamiento. Desconcertados se preguntaban unos a otros qué les había ocurrido. A partir de aquel momento la noticia de la aparición y desaparición del ave cantora se extendió por toda la ciudad.

La sirena, al verse descubierta, había emprendido el vuelo muy deprisa, alejándose con toda la fuerza que le permitieron las alas. Mientras huía, de vuelta al refugio de su atalaya, seguía devanando su obsesión por tener brazos. Incluso llegó a suponer que tal vez podría llegar a un trueque con alguna mujer y cambiarlos por sus alas, sin darse cuenta de que gracias a ellas había podido escapar. Quién sabe, de no tenerlas, qué peligros enormes hubiera corrido entre una multitud tan espesa.

Deseosa de descansar, pero sintiendo el estómago vacío, decidió primero abastecerse. Por una claraboya rota penetró en un mercado que estaba cerrado. Allí probó los frutos que más apetitosos le parecieron por lo sanos, maduros y bien apilados, sin duda ya preparados para su venta a la mañana siguiente. Se paseó a gusto entre los puestos y los que más le llamaron la atención fueron los de salazones de enormes pescados y los de especias de colores fascinantes, bermellones, carmesíes, púrpuras, anaranjados, como los que había contemplado desde el cielo el primer día de su viaje. Al acercarse percibió también sus intensos olores, y algunos demasiado fuertes, picantes y desacostumbrados provocaron que estornudara. Lo hizo de un modo tan ruidoso que dos gatos, que dormitaban cerca de donde estaba, huyeron despavoridos. Mientras seguía estornudando, sin poder contenerse, notó pasos y gritos de alarma, que venían de los dos extremos de las puertas de entrada, que debían de estar vigiladas para evitar ladrones.

La sirena emprendió rápidamente el vuelo sin saber si los guardias la habían visto elevarse hacia la claraboya. A causa de los estornudos que delataban su presencia tuvo que volar bastante alto, desde donde consideró que su estruendo no podría llegar a los oídos de los habitantes de la ciudad, que tanto le gustaba. En cuanto el efecto de las especias se le fue pasando, se dirigió a su atalaya, ansiosa de pasar la noche viendo repetir las mismas escenas de ayer. Pero cuando llegó a apostarse para ver si la muchacha acunaba al pequeño y si las niñas estaban jugando igual que el día anterior, era demasiado tarde. Ya no había nadie en el patio. El surtidor de la fuente persistía, eso sí, en su ininterrumpido sonido delicado. Se sintió triste pero se consoló pensando en que todavía le sería posible espiar los abrazos de los enamorados.

Fue directa a la torre y se puso muy contenta al comprobar que había llegado a tiempo, pues con el mismo ceremonial de la noche anterior, el visir se dirigió a la habitación de su amada, que esta vez se cubría con siete velos, en vez de seis, y adornaba sus cabellos con flores rojas, del color que le había prometido llevarle a su hermana en el pico en el viaje de vuelta. Al pensar en su isla, en su familia, en sus amigas se puso un poco triste, como siempre que las recordaba. A menudo las echaba de menos y se preguntaba si creerían lo que ella habría de contarles cuando regresara a casa.

Los abrazos verticales de recibimiento que se dieron el visir y su amada pasaron muy pronto a ser horizontales puesto que los amantes se desvistieron con una mayor rapidez y se echaron en seguida sobre un diván.

La sirena envidió casi tanto como el hecho de tener brazos la belleza del cuerpo de la muchacha y la atracción que esta ejercía sobre el peludo visir, que ostentaba, además, un enorme bigote en el que no había reparado la noche anterior. Su cuerpo le parecía raro tal vez porque en su tierra solo había sirenas y no lo podía comparar con el de los sirenos que, cuando una vez al año llegaban a la isla, se quedaban en un espacio acotado al que nunca le había interesado acercarse. Pero ahora sentía curiosidad por saber si aquellos guardaban también las mismas similitudes con los hombres que las sirenas con las mujeres.

La contemplación de la pareja producía en la sirena unas sensaciones que jamás había notado, sentía unas terribles ganas de que alguien, humano o sireno, pero con brazos, la estrechara hasta fundirse en un abrazo absoluto. Notaba una excitación desconocida a ratos, le parecía que toda ella ardía y otras se sentía mojada por dentro.

Como la noche anterior, en cuanto llegó el alba, volvió a su refugio. Había escuchado algunas palabras repetidas que comenzó a memorizar y que le parecía entender ya. Mientras espiaba a los que tanto se amaban, había pensado que si podía comunicarse con ellos podría decirles quién era y de dónde venía y tal vez le permitirían quedarse en la ciudad, sin correr peligro. Si así sucedía estaba segura de que muy pronto alguna muchacha querría cambiar sus brazos por alas y se durmió con la ilusión de encontrarla.