Entra

 

Cuando escuchó el cerrojo de la puerta principal del primer piso, se estiró para apagar el televisor. Despacio y con cuidado, con la intención de no producir sonido alguno, cortó el partido transmitido en la televisión. Su madre había vuelto a casa y él supo que era uno de esos días en los que ella salía a trabajar pero se arrepentía a la mitad del camino.

En cualquier momento encendería el televisor de la planta baja, a lo mejor haraganearía un poco en la cocina, pero no tardaría mucho en asomarse a la segunda planta para ver si él estaba en casa. No tenía ganas de charlar, ese tipo de cosas le daban igual, así que se vistió y decidió escaparse por la ventana.

La madera del marco de la ventana estaba hinchada por el aire helado; serían necesarios un par de golpes, con cautela para no hacer ruido, para poder abrirla. Cuando ella abrió el grifo allá abajo, las arcaicas tuberías crujieron tan fuerte que tuvo la oportunidad de darle un buen porrazo a la ventana. Se abrió de par en par, y usando el bajante, se abalanzó diestramente. Desde ahí logró empujar la ventana para cerrarla, así el viento no la azotaría. Saltó -lo había hecho un sinfín de veces- y aterrizó silenciosamente en la nieve.

Pasó en cuclillas frente a la ventana de la sala. Se estaba divirtiendo de verdad, había logrado engañar al enemigo. Ni siquiera se molestó en echar un vistazo por la ventana, podía escuchar los sonidos de la televisión y eso le bastó para imaginarse la escena.

Se incorporó al darle la vuelta a la esquina y caminó hacia la rústica puerta trasera del garaje. Rara vez le echaban el cerrojo a esa puerta, pero por si las dudas, tenía guardada una llave debajo del motor de la cortadora descompuesta, ahora casi sepultada por el pasto de varios veranos y la abundante nieve que había caído del techo.

Se sacudió los calcetines en el frío suelo y se calzó sus botas para el agua, esas de suela gruesa y rígida. Luego se puso el abrigo de leñador que le perteneció al abuelo y un par de guantes resistentes de trabajo.

Levantó el mango de la pala para la nieve con precaución, y aún así raspó el hormigón. El enojo bulló en él y apretó los dientes. ¿Por qué es tan difícil hacerlo bien? Cuando levantó la maldita pala del suelo, su cuerpo entero se puso en ascuas. Escuchó con atención el difuso murmullo de la tele, nada más.

Cerró la puerta, dejando atrás furtivamente la cerca y se dirigió hacia la colina. No le dio demasiada importancia a su destino, en cuanto estuviera en la cima se sentiría tranquilo; desde allí arriba podría darle la vuelta al mundo. Nunca agotaría los lugares por visitar, lugares donde nadie lo reconocería.

La idea de limpiar la nieve de las entradas de las casas había sido suya, y como un sinfín de otras ideas, en teoría parecía genial, pero en la práctica no resultó ser así. Palear no generaba dinero fácil ni rápido. En su primer día logró acumular una cantidad decente, pero a la mañana siguiente su espalda era un nudo de dolor que no le permitió salir de la cama; fue necesaria una semana entera para recuperarse y poder trabajar. Para ese entonces la nieve se había derretido y a nadie le interesaban sus servicios.

Había nevado densamente durante algunos días, su madre le había lanzado algunas miradas de decepción con ojos desanimados; siempre lograba hacerlo sentir culpable. Lo odiaba, odiaba cuando otros trataban de hacerle sentir culpable.

Ella no soportaba cuando él haraganeaba en casa. Él pensaba que lo que ella no podía tolerar era que pudiera parecerse a ella: si se quedaba en casa sería una especie de recordatorio sobre su propio comportamiento. Lo último que ella deseaba.

Intentó sacársela de la cabeza; sus pensamientos rondaban simplemente porque subir la colina era duro, el esfuerzo y la fatiga lo ponían de malas, y cuando se enojaba pensaba en ella. Prefirió ponerse a soñar con dinero y todo lo que haría si lo tuviera: quería sacarse el carnet de motocicleta y hacerse de una moto de verdad, a lo mejor una BMV o una Yamaha. Con una moto sería fácil partir y viajar a cualquier parte en el momento en que quisiera. Había decidido comprarse una motocicleta antes de mudarse de casa de su madre, luego pensó en todas las chicas que serían suyas tan pronto como la tuviera. Una chica nueva cada fin de semana.

Paseó por el bosque un buen rato, pasando de un sendero a otro, hasta que se sintió cansado. Sin darse cuenta había dejado atrás unas cuadras de casas separadas. Nevaba de nuevo, lo que le recordó todos los aspectos negativos de su vida actual. En el pie de la colina divisó una casa amarilla y atisbó dos rastros desiguales en la nieve que iban de la casa a la calzada. Alcanzó a ver más allá de la cerca, las luces estaban encendidas.

Pensó que podría palear la nieve directamente a la zanja; no sería necesario un gran esfuerzo y para el residente de la casa sería mucho más fácil salir sin riesgo de resbalarse o caer. Se acercó a la fachada y dio un par de pasos más para tocar el timbre. Con las manos se sacudió la nieve de los hombros y zapateó un poco para entrar en calor.

—¿Sí? ¿Hola? —Preguntó una mujer mientras se ajustaba la bata a su cuerpo. Su mente se quedó en blanco: ni en lo más remoto de su imaginación había imaginado que una mujer así abriría la puerta. Siendo mundano, era demasiado hermosa, incluso a pesar de su edad. No llevaba maquillaje, tenía unas ligeras arrugas alrededor de la boca y los ojos, pero su mirada era radiante. Formaba parte del mundo de los adultos, pero al mismo tiempo no lo era. Sin saber cómo o por qué, antes de pronunciar una sola palabra, vio imágenes de ellos juntos, semidesnudos, en distintas posiciones.

—Pensé que quizá podría limpiar la vía, palear la nieve frente a la puerta y en la entrada. Así mañana no tendría el riesgo de caerse en la zanja.

—¿Cuánto pides a cambio de tus servicios?

—Quinientas coronas me parece un buen trato.

—¿Y es eso lo único que haces? ¿Limpiar la entrada? —Se mordió el labio inferior brevemente.

—Bueno, era lo que tenía en mente.

—¿Entonces no te interesa pasar por un momento? —Ella abrió la puerta completamente, puso su mano en su hombro y luego en su fría nuca. Al hacer ese movimiento soltó la bata, y aunque estaba atada por la cintura, él alcanzó a ver parte de sus senos. La vista le gustó. Ella hizo como si hubiera sido un accidente, como si la otra opción ni siquiera hubiese pasado por su cabeza, pero él lo sabía, estaba seguro de que ella fingía.

—Estás helado, ¿no tienes frío? Pasa para que entres en calor, puedes empezar tu trabajo después.

Se dirigió a la cocina sin esperar su respuesta.

—¿Te apetece un café? —Dijo desde allí en voz alta.

—Sí, por favor, me encantaría. —Él colocó la pala contra el pasamanos y se aseguró de que no fuera a caerse. Antes de entrar, dio unos buenos pisotones en el escalón para sacudirse la nieve.

—Pareces el tipo de persona a la que le gusta el café fuerte, mejor preparé otra cafetera. Toma asiento en la cocina mientras lo preparo.

Colgó su abrigo en el pasillo, se desató las botas y se las quitó. Entró a la cocina.

Sobre la mesa había una botella de vino tino y una copa a la mitad. Un billete de quinientas coronas había sido depositado en la barra. Por algún motivo extraño el billete le pareció congelado. Cuando se sentó frente a ella, lo tocó a hurtadillas y en efecto estaba frío; le pareció inusual pero no le dio importancia, prefirió reclinarse y disfrutar del calor del radiador en su espalda.

Ella le sonrió, una sonrisa capaz de invocar todo tipo de imágenes y fantasías. Quiere follarme. ¿O tal vez solo está siendo amable? Veo demasiado porno, seguro que me lo estoy imaginando.

—¿Leche, azúcar?

—No, gracias.

Puso la taza frente a él, se sirvió más vino y sonrió con reservas.

—Seguro piensas que soy una borracha entrada en años.

—Para nada, además no pareces vieja.

—No suelo beber a estas horas del día.

—¿A quién le importa? —Dijo él, aunque sintió que ella lo decía sinceramente. Francamente, a él no le importaba. Ese comentario pareció gustarle y le regaló una generosa sonrisa.

—Tienes unos ojos muy bellos, —susurró ella e hizo su fleco hacia un lado. —Unos ojos impresionantes.

—Gracias.

—¿A lo mejor prefieres tomar algo más fuerte? Tengo cervezas en la nevera, ¿o prefieres vino?

—No, pero una cerveza me caería bien.

Ella caminó hacia la nevera, sacó una cerveza y la puso en la barra. Se contorneó, llena de vida y regocijo; su presencia la había puesto de buen humor.

—Bueno pues aquí estás, sentado en mi cocina. —Dijo.

—Mmm.

—Imagina lo mucho que podríamos divertirnos juntos.

—¿Cómo?

Su pregunta la hizo reír. Sin pensarlo mucho se abrió la bata, lo suficiente para que él viera sus pechos y luego la cerró ajustadamente.

—Oh là là, —dijo él y le fue necesario reacomodarse los pantalones alrededor de la ingle. Tuvo que meterse la mano y maniobrar un poco para colocar su pene en una posición cómoda. Ella se dobló de risa.

—Acércate, ven a por tu cerveza, —dijo coquetamente. Sostuvo la lata en el aire, moviéndola seductoramente en su dirección. Se puso de pie, acercándose, y cuando se estiró para tomar la lata, ella la retiró de su alcance rápidamente. La movió pícaramente frente a él y sonrió juguetonamente mientras él le devolvía la sonrisa. No iba a obedecer sus caprichos aunque era difícil resistirse a esa mirada de cachorrita suplicante. Entonces se acercó lentamente hasta quedar junto a ella, cerca, realmente cerca. Se olvidó totalmente de la cerveza y se enfocó en ella.

El silencio aumentó la tensión entre ellos; resistirse se volvió inevitable y ella lo besó. Acarició su nuca, su cabello y entre besos murmuró anhelosamente, “tócame ,tócame.” Él metió su mano en la bata y acarició sus senos. Sus labios sabían a alcohol, pero no era desagradable. El aroma de su cabello era encantador.

Frotó y apretó sus nalgas y sus senos. Ella sobaba firmemente a través de los pantalones, su erección pulsante. Sus movimientos eran tan consistentes que hubiera podido correrse si hubiese continuado más tiempo.

De repente regresó a su asiento y ella se quedó recargada en la barra. Sentado ahí, apretándose el pene por afuera de los pantalones, la observó. Ella no entendía por qué se habían detenido. ¿No sería más placentero seguir adelante?

Ella logró detectar que estaba sumido en pensamientos y esperó pacientemente para darle tiempo, no quería arruinarlo todo.

Una pregunta rondaba su mente, la tenía casi en la punta de su lengua; era una duda que lo había asaltado desde que puso pie en la casa. En primer lugar, no había ni una fotografía o dibujo en la nevera, ni siquiera una cursi postal; eso le resultó inusual. Dentro de lo que alcanzaba a ver no había ningún juguete esparcido por el suelo. Sin embargo, en el estante para zapatos habían pilas de pares desgastados, calzado en cantidades similares para hombre y mujer. Entre las chaquetas identificó un chaleco de motociclista con emblemas e insignias, quizá pertenecía a un club de motociclistas de verdad.

—Bueno y a todo esto, ¿dónde está tu viejo? —Preguntó.

—Oh, probablemente está fuera, haciendo sus cosas, supongo, —ella suspiró. —Pero no volverá en un buen rato, no tienes de qué preocuparte.

—¿¡Eso crees!?

—Puedes estar tranquilo. —Se metió una mano en la bata y se tocó seductoramente.

Él le sonrió y ella correspondió la sonrisa.

—¿Qué piensas sobre mí? —Ella preguntó.

—Eres muy bella.

—¿Lo dices de verdad?

—Totalmente. Eres sexi y muy atractiva para tu edad.

—¿Eso crees?

—Sí.

—¿Cuántos años crees que tengo?

Se movió nerviosamente en la silla. —Oh, no lo sé. —Él le calculaba un poco más de cuarenta y cinco. —Tal vez treinta y nueve —contestó.

—Mmm, —murmuró mientras se acariciaba la entrepierna más intensamente. Poco a poco, fue haciendo la bata hacia un lado, trazando su muslo con los dedos.

—¿Por qué no te estás masturbando frente a mí?

—Podría hacerlo.

Sus ojos brillaron. Con dedos nerviosos comenzó a desabrocharse el cinturón y los pantalones, aunque una vez que comenzó se fue sintiendo más cómodo. Para provocarlo aún más, le mostró sus pezones endurecidos, que los recorrió con sus dedos en círculos, delineando sus areolas. Pronto los cubrió de nuevo.

Él se empezó a tocar, sentado. Su quijada colgaba ligeramente, la boca entreabierta, el labio inferior encorvado; era demasiado para ella. Rápidamente se quitó las bragas y contemplando esa verga espléndida y el brazo tenso que la entornaba, comenzó a tocarse. Él aceleró y ella disfrutó que le fuera permitido observar.

—Ven aquí —masculló él.

—¿Qué deseas?

—Ayúdame.

Ella se acercó, se puso de rodillas frente a él y posó gentilmente sus manos en los muslos velludos. Los pantalones colgaban de sus tobillos, y al frotarse tan fervorosamente, crujían. Con asistencia del cinturón, producían un rítmico tintineo, lo que ella encontró lindo. Apretó sus muslos con más fuerza y se inclinó hacia él.

—¿Piensas que soy sexi?

Él gimió, sin pronunciar una sola palabra.

—¿Perdón? —Sonrió ella. —¿Crees que soy sexi? —Se estrechó los senos, apretando el uno contra el otro y los empujó hacia su rostro; entonces él se corrió. Su cabeza cayó hacia atrás soltando pujidos de placer mientras ella sentía el líquido en sus labios y sus pechos. Se inclinó hacia atrás para observarlo. Una sonrisa de satisfacción se extendió por su rostro al ver el semen brotar, primero a chorros y luego por su puño. Le resultó increíblemente sensual.

—¿Me toca a mí? —Preguntó.

Él no respondió. Se limpió con su suéter, aunque al ver el tipo de manchas que ocasionaba desdobló su camiseta y frotó la tela cuidadosamente en sus nudillos y dedos, prestando atención a cada detalle.

Se sentó en la mesa y puso una pierna en la barra para abrir la bata. Estaba mojada, sus labios relucían con gotitas de rocío. Se tocó frente él.

—Quiero que me lamas. —No estaba preguntando: esperaba su lengua ahí y justo en ese instante.

Él aún se limpiaba el esperma de sus dedos y no reaccionó inmediatamente, tal y como ella quería. Al darse cuenta, dejó la silla de un brinco y con movimientos ágiles pronto tenía su pierna descansando en su hombro. La lengua golpeteó el lugar perfecto, resolló ella. Depositó besos gentiles por toda el área genital y entonces su lengua volvió al clítoris. Ella se echo hacia atrás, recostada en sus codos, dejándose ir. Observando la luz del techo se abandonó al disfrute; era fabuloso, aunque no estaba ni remotamente cerca del orgasmo.

—Dame un segundo, —dijo ella y levantó su rostro.

—¿Qué?

—¿No quieres follarme?

Se puso de pie y tambaleándose, los pantalones actuando como grilletes, se acercó a ella. Sostuvo su pene medio flácido en su mano, con un aire ligeramente infantil y al mismo tiempo sumamente masculino.

—Escucha, —dijo, poniendo una mano tranquilizante en él. —Tenemos tiempo de sobra.

—Está bien.

—Tómatelo con calma. ¿Por qué no te desvistes? —Le preguntó al desatarse la bata y dejarla caer en el piso.

—¿Qué opinas? —Preguntó ella.

Su mirada hablaba lo suficiente. Cuando ella comenzó a masturbarlo lentamente, el pene creció en la palma de su mano. Se dio la vuelta, se inclinó sobre la mesa y empujó sus glúteos para mostrarle su vulva inflamada.

—Pues anda, —susurró, —fóllame.

Él puso su mano en la arqueada espalda baja justo sobre un viejo tatuaje, y estocó su tieso falo hacia adentro mientras ella permanecía fija sobre la mesa. Una sensación fresca recorrió su pecho; la mesa y la cocina estaban frías, él estaba cálido y se sentía delicioso dentro de ella. Le dio una nalgada que fue suficiente para ponerla sumamente mojada. Él, como hipnotizado, no se detuvo y los sonidos del palmoteo llenaron la cocina. Follaron como se debe.

—Me voy a venir, —dijo él.

Se retiró justo a tiempo y gruñó sonoramente, emitiendo una carga que chorreó en las nalgas y espalda. Ella permaneció recostada, tratando de recuperar su aliento, regocijante y contenta, aunque necesitando aún más. Se dio la vuelta, con el pie hizo la ropa de él a un lado y lo abrazó. Al retroceder, él tenía las manos llenas de semen.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó y se rieron. —¿Quizá debería irme?

—No, no te vayas. Te puedes quedar un poco más, ¿no es así?

—A lo mejor deberíamos limpiar todo esto, por si las dudas…

—Puedes tomártelo con calma. Podemos dejarlo así por ahora y ducharnos juntos. —Al pronunciar esas palabras su atención se dirigió al semen frío y pegajoso que corría por su espalda, su trasero, sus senos y vientre. Se rio y alzó sus brazos expresando resignación.

—Necesito lavarme todo esto y tú también. Nos bañaremos juntos.

Ella caminó hacia las escaleras que llevaban al primer piso. Él adoraba la vista de ese trasero desnudo en movimiento, meneándose de un lado a otro. Después de un momento de reflexión, se subió sus calzoncillos y dejó las otras prendas en el suelo. La alcanzó y le dio una nalgada al subir las escaleras mientras ella gorjeaba pícaramente.

Se sabía suertudo, lo había sentido toda su vida: tenía suerte en todo. Era difícil enunciarlo, pero cuando escuchaba a otros hablar de esto y de aquello, sobre un mundo de problemas, él no lo entendía. Maldita sea, soy un afortunado hijo de puta.

Cuando ella se giró para encararlo, el sonreía de oreja a oreja.

—¿Por qué tienes esa cara, como si te hubieras comido dos postres? —preguntó ella jovialmente.

—Estoy teniendo un buen día.

—¿Tiene algo que ver conmigo? —preguntó con una expresión inocente.

—Lo tiene todo que ver contigo, cariño.

Entraron a un cuarto sin muebles con un tapiz blanco brillante, el techo también pintado de blanco y un viejo tapete verde sobre el piso. A cada lado de la ventana había una rebosante planta verde y en una de las esquinas de la habitación una maciza escultura de Buda. En el centro de la habitación se encontraba un lienzo a medio terminar, montado sobre un caballete. No logró descubrir la temática de la pintura, pero tampoco preguntó.

—Blanco y más blanco, —dijo él.

—El color de la serenidad.

—Ajá.

—Este es mi oasis, lo hice yo misma. Es mi habitación, aquí me resguardo de toda la energía negativa, recojo mis pensamientos y encuentro el camino de vuelta… —Al decir esas últimas palabras se cubrió el corazón con sus manos. —…de vuelta a mí misma, y por lo tanto esta habitación debe ser una manifestación de eso. —Él sintió una comezón por todo su cuerpo y la interrumpió bruscamente: —Discúlpame, pero no me interesa. —Echó un vistazo al jardín por la ventana e intentó producir una risa conciliatoria.

Ella le dirigió una mirada mortal.

—Anda, vamos… —dijo él e intentó tocarla. Ella lo evitó y sin rodeos abrió la puerta del baño. Era un espacio amplio, con suelo y paredes de azulejos. Al encender la luz, el cuarto se llenó de un resplandor cálido y amarillo. Él la volteó con una mirada de cachorrito triste, y aunque no iba a disculparse, buscaba caer en su favor de nuevo y recibir su afección. Cuando se meneó para sacarse los calzoncillos y los pateó hacia un lado, ella se derritió.

 De un momento a otro se olvidaron completamente de sí mismos, justo al escuchar el inconfundible sonido de la puerta de un coche cerrándose de golpe.

 

Alguien metió una llave en la cerradura y empujó la manija hacia abajo, pero entonces ella ya había corrido escaleras abajo sin decir palabra alguna. Él forcejeaba con sus enredados calzoncillos para poder ponérselos, pero todo sucedió demasiado rápido. Escuchó el rugido de un hombre y el ruido de una cachetada; ella vociferaba y luego se produjo un impacto mucho más fuerte.

Mientras buscaba algo para escudarse y protegerse del hombre, escuchó una puerta azotarse contra la pared y un golpeteo estruendoso, quizá de un mueble siendo arrojado por el cuarto, o peor aún, quizás era ella. Sus alaridos y gritos eran más y más graves. Él sintió que tenía que hacer algo pronto, no solo por su bien, pero también por el de ella. Luego escuchó otro estruendo.

El suelo vibró brevemente.

Un silencio ensordecedor; las voces y los gritos cesaron. Nada.

Otro estruendo.

El pánico se apoderó de él al correr hacia la ventana. Jaloneó la manija ya que no entendía como funcionaba el mecanismo, era distinto al de su casa. No sabía qué hacer. La manija finalmente cedió y con el corazón en la boca, logró abrir la ventana, pero apenas cedió un par de centímetros. Casi rompió en llanto. Seguramente había una palanca, un pasador en alguna parte, pero no tenía idea donde. Corrió por el cuarto hacia la pintura, la aventó y trató de plegar el caballete. Por la escalera subía el ruido de unos pasos violentos y el sonido hueco de un cartucho usado de escopeta cayendo al suelo, seguido de un agresivo clic de un arma siendo cargada.

Supo que ya era demasiado tarde; su tiempo se había agotado. Al mirar hacia arriba descubrió la escopeta recortada de doble cañón apuntando directamente hacia él. Su mirada se cruzó con la del hombre y vio la sangre salpicada en sus cejas deslizándose a lo largo de su barbilla: era la mirada de un hombre trastornado, llena de odio, tormento y rencor.

En un intento desesperado por salvar su vida lanzó el caballete con todas sus fuerzas. El hombre dio un gran e innecesario paso hacia adelante y se tropezó con el tapete. Iba a caer de cara y para intentar amortiguar el impacto estiró sus brazos frente a él. Accidentalmente, el arma quedó apuntando en su dirección y cuando la culata impactó con el suelo, la escopeta se disparó.

 

Silencio. Toda la casa se sumió en un silencio innombrable que él no podía oír, ya que sus dos oídos habían reventado y solo escuchaba un chirrido desgarrador. El aire se llenó de un intoxicante aroma a sangre y pólvora. El humo blanco se dispersó pronto, hundiéndose en el suelo como el velo de una bruma matinal. Su audición volvió poco a poco, similar a la despresurización experimentada al volar. La sangre goteaba de su frente hacia su mejilla y a lo largo de su cuerpo semidesnudo. La dejó gotear.

No se movió ni un solo centímetro. Era necesario hacer algo, aunque aún no sabía qué ni cómo, pero era esencial contar con un plan antes de moverse; era vital no cometer errores. Trató de tolerar la cantidad de sangre en torno a él. Jamás había visto algo así y cuando la sangre se fue acercando a sus pies, dio un par de pasos hacia atrás. Ponderó el dilema e intentó hacer cálculos meticulosos: sus pensamientos corrían vertiginosamente, su cerebro no lograba formular palabras y se estancó en conclusiones preconcebidas.

Necesitaba recordar cada rincón, cada lugar de la casa donde había dejado rastros suyos: huellas, pisadas, un filamento capilar, esperma. Era imperante concebir una manera de salir de la casa sin dejar indicios ni generar otros nuevos. Como si no fuera poco, necesitaba actuar rápido. Empezó por dar un salto enorme para evitar la sangre, entró al baño y se duchó escrupulosamente. Mientras se iba limpiando, el baño se volvía más y más mugroso. Decidió enfocarse en una sola cosa en lugar de estresarse y perder el control.

Encontró una botella de amoniaco en el armario para la limpieza y lo usó para limpiar cualquier borrón de sangre. Talló casi con fanatismo para eliminar hasta la mancha más diminuta en el lavabo, el suelo, el desagüe y la bañera. La piel de sus yemas misteriosamente se volvió gomosa.

Solo en ese momento se le ocurrió que quizá el amoniaco podía ser una señal para los investigadores de la escena del crimen, pero hizo un esfuerzo por recordar que su objetivo principal era eliminar todo trazo de su presencia. Borrar la tercera persona de la ecuación, esa era la meta y dirigió todos sus esfuerzos para cumplir.

Lo invadió una nueva preocupación. ¿A qué distancia estaba la casa más cercana? Quizá los vecinos habían escuchado el alboroto y habían llamado a la policía. A lo mejor iban en camino ahora mismo para verificar que todo estuviera en orden.

Logró evitar que sus pensamientos se salieran de órbita y se dedicó a limpiar sistemáticamente centímetro por centímetro. Cuando ya no había rastro de sangre en el baño se sintió mucho mejor, y aunque no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, sentía la certeza de que nadie había escuchado nada.

Se sintió casi intoxicado; algo dentro de él se había roto y aunque no sabía precisamente qué se había echado a perder, su vida ya no sería la misma, había cambiado para siempre. Sobre todo se sintió vivo de verdad. Estaba increíblemente feliz de seguir con vida.

 

Al bajar a la primera planta, algo en su estómago le hizo saber que era mejor no asomarse a la otra habitación. Probablemente no es una buena idea. ¿Qué razón tengo para entrar ahí? No he estado ahí antes y es mejor no crear nuevos rastros. Logró convencerse de que era mejor no husmear.

Simplemente limpiaría la cocina, se pondría sus botas y saldría de la casa. Al levantar el billete de quinientas coronas, sintió que estaba pasando por alto un elemento esencial, pero al ver la cerveza en la barra esa sensación se desvaneció: nunca abrió esa cerveza que ahora estaba caliente. Encontró una caja medio llena de cerveza en la nevera y depositó la cerveza que estaba fuera.

Luego se quedó totalmente quieto, le resultó casi imposible dar un movimiento más. El termostato hizo clic y el agente refrigerante comenzó a zumbar. En la repisa superior descubrió un paquete abierto de salami y tomó uno. Lo sostuvo entre sus dientes y se metió el paquete en el bolsillo trasero del pantalón. Comenzó a mascar y pensó en el sabor fuerte y delicioso de la pimienta negra. ¿Qué me ocurre? Me estoy portando como un animal.

Abrió el congelador, sostuvo la manija de la puerta y sintió el gélido frío en su cara. Vio una caja, una especie de recipiente hecho de plástico con una tapa transparente, en el interior había una bolsa de plástico. Sacó la caja y la abrió; la bolsa estaba llena de billetes de quinientas y mil coronas. Se metió la bolsa en el bolsillo delantero del pantalón y el frío hizo arder su muslo. En la repisa inferior encontró una caja de moras azules que usó para sustituir el contenido anterior.

Limpió todas las superficies cuidadosamente. Cerró el congelador y limpió la agarradera. Caminó hacia el pasillo, se puso las botas y el abrigo. Evitó pisar el tapete de la entrada y limpió el piso con la manga de su abrigo.

Una vez afuera, miró con ansiedad la gran cantidad de huellas en los escalones y a lo largo del camino que daba a la casa. Luego le dirigió una mirada al jeep negro y el oscuro capó le señaló que estaba nevando. Le tomó un momento comprender la importancia de la nieve cubriendo el capó, y cuando la revelación se desplegó en su entereza sonrió burlonamente.