Fue como si Kevin hubiera conservado sus últimas energías y fuerzas para la boda, porque, solo quince días después de darle el «sí, quiero», Jade tuvo que enterrar a su marido.
Su deterioro había sido evidente para todos, aunque ningún miembro de su familia hablaba de ello. En cambio, se dedicaban a sus tareas diarias en la granja y a hacerle la vida lo más cómoda posible. Jade le ayudaba a tomar sus muchos medicamentos y el médico del pueblo venía a visitarle dos veces al día para administrarle analgésicos adicionales cuando era necesario.
Cuando las piernas flacas de Kevin ya no pudieron aguantar su peso, dejándole completamente inmóvil, Jade empezó a hacerle compañía en el dormitorio, tanto si estaba consciente como si no, acariciándole el brazo y recibiendo de vez en cuando una suave presión de su mano como recompensa. Jade había leído que el sentido del oído acostumbra ser una de las últimas capacidades en desaparecer, así que le hablaba de cualquier cosa. No quería que abandonara el mundo con un silencio melancólico como banda sonora.
Jade se sentía impotente al contemplar cómo se iba despacio su mejor amigo. En los últimos días, cuando el cuerpo de Kevin estaba a punto de rendirse, le humedecía el interior de la boca con un algodón mojado y le aplicaba vaselina en los labios agrietados. Ayudaba a su suegro a cambiar las sábanas sucias y le lavaba con toallitas húmedas. No podía evitar preguntarse si alguien la amaría con la misma abnegación con que la había amado Kevin si alguna vez le ocurría lo impensable. Aparte de su familia, no contaría con nadie.
Los estertores de la muerte eran lo que más asustaba a Jade: un horrible ruido crepitante que producían su garganta y su pecho mientras sus pulmones sacaban a la superficie un líquido de olor pútrido que le causaba mal aliento. En sus últimas horas, toda la familia se sentó en torno a su cama, esperando a que su pecho cayera por última vez.
Cuando llegó ese momento, Jade casi creyó sentir cómo el alma de Kevin abandonaba su cuerpo y pasaba a otra dimensión. Fuera, empezaba a salir el sol. Sería el primer día en veinticinco años que Kevin no pasara debajo de él.
Susan y Dan se cogieron de las manos y lloraron en silencio la pérdida de su hijo. Sin pensar, de forma instintiva, Jade alargó el brazo para consolar a Mark, que correspondió al gesto estrechándola entre sus fuertes brazos. En ese instante, Jade sintió todo lo que sentía él y absorbió los meses de frustración reprimida mientras su cuerpo y su mente se rendían a la pena. También sintió un anhelo que compartían. Mark se aferró a Jade con todas sus fuerzas, temiendo soltar a una persona tan amada después de tener que despedirse de la primera.
Ofició el funeral el mismo reverendo que había casado a Jade y Kevin. Sin embargo, de acuerdo con los deseos de Kevin, en lugar de apiñarse en su minúscula y precaria iglesia, se congregaron en la granja. Mark y su padre habían cavado la tumba personalmente a la sombra de los árboles, junto a las lápidas de sus abuelos, a algo más de un kilómetro y medio de la casa en dirección norte.
El reverendo dejó claro ante los asistentes que estaban allí para celebrar la existencia de Kevin y no para darle vueltas a lo breve que había sido. Habló de lo maravilloso que era Kevin y de la influencia que había tenido en muchas vidas. Cuando Jade oyó mencionar su nombre, se sintió como una impostora. No se arrepentía de haber sido amiga de Kevin, pero nunca habría podido amarle del mismo modo que él la había amado a ella.
Mientras el féretro de su marido descendía despacio a la tierra, Jade se permitió admitir ante sí misma lo muy enamorada que estaba de Mark. No había transferido meramente su afecto de Kevin a Mark; todo lo que sentía por él era auténtico. Incluso en las peores circunstancias, cuando estaban uno junto a otro ante la tumba del hermano de él, su presencia le llenaba de mariposas el estómago. Era consciente de que resultaba del todo inapropiado, pero, por su forma de evitar mirarla a los ojos, sabía que él compartía sus sentimientos.
Sin embargo, a excepción del momento inmediatamente sucesivo al fallecimiento de Kevin en el que Mark se había abierto, controlaba con firmeza sus emociones para que no volviera a ocurrir. La comunicación entre ellos volvió a limitarse a sonrisas y cabeceos corteses. Y Jade empezaba a odiarle por ello.
—Está bien tenerles en la propiedad ahora que están tan lejos —comentó Susan mientras los asistentes empezaban a dispersarse—. A Kevin le encantaba disfrutar de la compañía de sus abuelos, así que me alegro mucho de que descansen juntos, cuidándose unos a otros. Tal como ha dicho el reverendo, tenemos que celebrar la vida de Kevin, no llorar su muerte.
Jade sonrió y cogió la mano de Susan mientras regresaban a la casa. Antes de reunirse con los demás en el comedor para comer y beber algo, Jade se dirigió al dormitorio de Kevin. Se sentía muy agradecida por haberlo conocido y haberse casado con él, pero más aún por no haberle roto el corazón diciéndole que no era su alma gemela.
Se tendió en la cama y recordó al amigo que la hizo sentir tan especial. Aquella relación era la única en la que se había sentido querida de verdad, y le dolía no poder corresponder. Había hecho cuanto había podido, pero, en cuanto sintió las explosiones, no pudo negar con quién quería estar. Solo se le ocurrían dos formas de gestionar sus emociones contenidas: aporrear las almohadas hasta que perdieran el relleno o, por primera vez desde que era una adulta, simplemente llorar. Eligió la segunda opción.