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Una de las pocas cosas que los vándalos del Poder Hutu en su huida dejaron en condiciones de ser utilizado fue el sistema penitenciario central de Ruanda, trece fortificaciones de ladrillo rojo, construidas para albergar un total de trece mil reclusos. Durante el genocidio, se abrieron las verjas para que los condenados pudieran trabajar —matar y recoger cadáveres—, pero las cárceles no estuvieron vacías durante mucho tiempo. En abril de 1995, un año después de las matanzas, al menos treinta y tres mil hombres, mujeres y niños habían sido detenidos por supuesta participación en el genocidio. Al final de aquel año, el número se había disparado a sesenta mil. Algunas prisiones fueron ampliadas, se construyeron otras, y cientos de calabozos de comunidades más pequeñas estaban a rebosar, pero el espacio no podía adaptarse al ritmo de la demanda. A finales de 1997, había en las cárceles de Ruanda al menos ciento veinticinco mil hutus acusados de crímenes durante el genocidio.

Por lo general, unos cuantos soldados rondaban alrededor de las prisiones ruandesas, pero no había guardas en el interior. Tanto los prisioneros como los soldados se consideraban más seguros de esta manera. Pero el temor del gobierno de enviar soldados a las prisiones no se extendía a los visitantes extranjeros, y se me permitió llevar una cámara de fotos. Aquello me dejó perplejo. Las prisiones de Ruanda no habían suscitado comentarios favorables en la prensa. Se consideraban de manera generalizada como una catástrofe en materia de derechos humanos.

Aunque aquellos reclusos hacinados como sardinas en lata estaban todos acusados de actos de terrible violencia, por lo general eran tranquilos y disciplinados; eran raras las peleas entre ellos, y no se habían producido matanzas. Saludaban a los visitantes amigablemente, a menudo con sonrisas y extendiendo la mano para saludar. En la prisión de mujeres de Kigali, hallé trescientas cuarenta mujeres en el suelo, apenas vestidas en el sofocante calor de unas pocas celdas y pasillos abarrotados; los bebés gateaban por entre las piernas de ellas y dos monjas reclusas en hábitos blancos impecables celebraban una misa en una esquina. En la prisión de Butare, unos ancianos se guarecían de una fuerte lluvia con trocitos de plástico en la cabeza, mientras los jóvenes, estrujados en una pequeña celda cantaban «Alouette» a coro. En el bloque de hombres de la prisión de Kigali, el cabecilla de los reclusos y su ayudante, que llevaba una pequeña batuta para abrirse paso a través de las enmarañadas filas de prisioneros, me llevaron a través de grupos acrobáticos y corales, de una tropa de scouts, y de tres hombres que leían Tintín. El capitán iba diciendo: «Aquí tenemos a un periodista de Estados Unidos», y los hombres, apiñados y agazapados a nuestros pies, aplaudían mecánicamente y hacían pequeñas reverencias. Pensé que aquella era la famosa mentalidad de masas, de obediencia ciega a la autoridad, de la que se había hablado a menudo en los intentos de explicar el genocidio.

Las jerarquías convencionales de Ruanda se habían reconstruido dentro de los muros de las cárceles: «los intelectuales», funcionarios, profesionales, clérigos y comerciantes tenían las celdas menos incómodas, mientras que la masa de campesinos y trabajadores se las arreglaban afuera, inclinados en los pliegues huesudos de las extremidades de su vecino, en patios descubiertos, y consultaban todas las cuestiones con sus líderes. ¿Por qué aguantaban eso? ¿Por qué no se amotinaban? ¿Por qué los intentos de huir eran tan escasos en Ruanda cuando el sistema de vigilancia era tan precario? Una muchedumbre alborotada de cinco mil reclusos podría haber desbordado las paredes de la prisión central de Kigali con toda facilidad y haber desestabilizado gravemente la capital, provocando una crisis de primer orden en el gobierno que despreciaban, incluso una revuelta general, si hubieran conseguido apoyo para ella. Nadie podía explicar del todo la pasividad de las prisiones; la apuesta más común era que, como les habían asegurado que serían masacrados por el FPR, y por el contrario se hallaban recibiendo visitas regulares por parte de cooperantes internacionales, periodistas y diplomáticos, los prisioneros simplemente estaban sorprendidos de seguir con vida y no se molestaban en tentar a la suerte.

Entre mis visitas a las prisiones, me detuve a ver al general Kagame en su oficina del Ministerio de Defensa. Me preguntaba por qué el gobierno se exponía a tan mala prensa en el tema de las cárceles, y cómo interpretaba él la aparente aceptación serena de los prisioneros de sus espantosas condiciones. Kagame respondió a mi pregunta con otra pregunta:

—Si aquí murieron un millón de personas, ¿quién las mató?

—Un montón de gente —le repuse.

—Sí —dijo—. ¿Ha encontrado usted a muchos que reconozcan haber participado?

No. En los primeros días inmediatamente posteriores al genocidio, había sido fácil encontrar a los que habían participado, en las prisiones y en los campos de refugiados y también en las calles de Ruanda, que admitían haber cometido las matanzas e incluso se jactaban de ello. Pero cuando empecé a visitar Ruanda, los criminales se habían dado cuenta de que la confesión era un error táctico. En las prisiones y en los campos fronterizos, no pude encontrar ni una sola persona que aceptara siquiera que hubiese habido un genocidio. Había habido una guerra civil y, sí, algunas masacres, pero nadie reconocía haber visto nada. Todos y cada uno de los innumerables reclusos con los que hablé decían haber sido detenidos de manera arbitraria e injusta y, por supuesto, en algún caso concreto aquello era posible. Pero muchos reclusos también me dijeron que confiaban en que sus «hermanos» que estaban en los campos fronterizos de la ONU acudirían pronto a liberarlos.

Una vez oí decir a Kagame que sospechaba que directa o indirectamente habían participado un millón de personas en el genocidio. Su asesor, Claude Dusaidi, muy dado a hacer afirmaciones extremistas, situó la cifra en tres millones, lo que significaba proclamar que todos los ruandeses hutus eran culpables. Aquellas afirmaciones —imposibles de demostrar o de descartar— les daban a muchos ruandeses y a los observadores extranjeros la sensación de ser actos de intimidación, cuidadosamente calculados para colocar a todos los hutus bajo una nube de sospecha; y esta percepción se agudizó todavía más cuando una iniciativa patrocinada por la ONU, para honrar a aquellos hutus, como Paul Rusesabagina, que habían protegido a los tutsis durante el genocidio, fue frustrada por luchas internas en el gabinete de ministros ruandés. Pero Dusaidi insistía en que la vejación que suponían las prisiones abarrotadas no reflejaba la atrocidad del crimen que se había producido en el país.

—A veces una persona podía matar a seis, y otras veces tres personas podían matar a una —me comentaba Dusaidi—. Mire cualquier película sobre el genocidio, y observe cómo mataban a la gente. Verá usted un grupo matando a una persona. Así que hay muchos más asesinos todavía por las calles de los que tenemos encarcelados. El número de los que están encarcelados es solo un punto.

Naturalmente, el hecho de que los culpables permanecieran libres no significaba que los que estuvieran en prisión fueran los culpables. Le pregunté a Kagame si le preocupaba que mucha gente inocente pudiera estar encarcelada y que la experiencia pudiera convertirles en opositores a su régimen.

—Sí —me dijo—. Es un problema. Pero esa era la forma de manejar la situación. Si esta gente hubiera muerto en actos de venganza, eso hubiera sido un problema todavía mayor para nosotros. Prefiero enfrentarme al problema de tenerlos encarcelados, porque esa es la mejor manera de favorecer el proceso judicial, y simplemente porque no los quiero fuera de ahí, porque la gente, de hecho, los mataría.

En julio de 1995, la Comisión Nacional de Selección de Ruanda —un organismo esporádico encargado de identificar a los presos cuyas acusaciones de genocidio carecían de fundamento— ordenó la puesta en libertad de Placide Koloni, que se hallaba en la cárcel de Gitarama. Koloni había ostentado el cargo de gobernador antes, durante y —hasta que fue arrestado— después del genocidio. Aquello era normal; la mayoría de los cargos provinciales y comunales que no habían huido de Ruanda o habían sido encarcelados como génocidaires, habían conservado sus cargos. Koloni había pasado cinco meses en la cárcel y tras su puesta en libertad volvió a ocupar su cargo. Tres días más tarde, la noche del 27 de julio, un centinela de los observadores militares de la ONU integrado por cascos azules de Mali vio a algunos hombres que entraban en la casa de Koloni. Oyó un grito, y la casa estalló en llamas. Los cascos azules vieron arder la casa durante toda la noche. Poco después del amanecer, entraron y vieron que Koloni, su mujer y sus dos hijas y una criada habían sido asesinados.

Una semana más tarde, un gobernador hutu de Gikongoro, al oeste de Gitarama, y un sacerdote católico de la parroquia de Kamonyi, no lejos de Kigali, fueron asesinados de un disparo. Por toda Ruanda se produjo un ambiente inquietante, no porque la cifra de muertos fuera especialmente elevada, sino porque las víctimas eran líderes civiles importantes. A mediados de agosto, el gobierno sufrió un serio revés cuando el primer ministro, Faustin Twagiramungu, y el ministro del Interior, Seth Sendashonga, dimitieron en protesta por la permanente inseguridad de las provincias, de la que culpaban al EPR. Ambos eran hutus —Twagiramungu, líder de la oposición al Poder Hutu durante el régimen de Habyarimana; Sendashonga, miembro importante del FPR—, y ambos se exiliaron.

Al general Kagame, que nunca se cansaba de recordar el número de soldados del EPR —cuatrocientos, setecientos, perdí la cuenta después de llegar a mil— que habían sido encarcelados por matar y por falta de disciplina, le gustaba subrayar que los soldados no eran los únicos frustrados hasta el punto de delinquir a consecuencia del genocidio y que Ruanda también tiene criminales apolíticos.

—Pero dada la situación que tienes aquí —dijo—, los delitos ordinarios no van a ser contemplados como delitos ordinarios.

Su distinción no servía de mucho consuelo a los asustados hutus.

—Cuando vemos cómo mataron a Koloni, preferimos estar aquí dentro que fuera —me confesó un recluso de la prisión de Gitarama, que se decía que era la peor cárcel de Ruanda en el verano de 1995.

En Gitarama, más de seis mil hombres estaban hacinados en un espacio construido para setecientos cincuenta. Si hacemos la media toca a cuatro reclusos por metro cuadrado. Día y noche, los reclusos tenían que estar de pie o sentarse entre las piernas de los que les tocaba estar de pie, e incluso en la estación seca una espumilla de condensación, orina y restos de comida cubría el suelo. Los pies y tobillos aprisionados de los reclusos y a veces todas las piernas se hinchaban hasta dos o tres veces su volumen normal. Se les atrofiaban las extremidades hinchadas y a veces se les gangrenaban. A menudo se producían infecciones. Cientos de ellos habían necesitado amputaciones.

Cuando el teniente coronel R. V. Blanchette, un observador militar de la ONU procedente de Canadá, se enteró de las condiciones de la cárcel de Gitarama, hizo una visita.

—Fui al fondo con mi linterna —me explicó—, y vi el pie de aquel tipo. Ya había oído que allí las cosas estaban muy feas, pero aquello era espantoso: muy hinchado, y le faltaba el dedo pequeño. Le iluminé la cara con mi linterna y él alargó el brazo y se arrancó el dedo siguiente.

Pocas semanas después de la visita de Blanchette, los prisioneros de Gitarama me dijeron que las condiciones habían mejorado mucho. La Cruz Roja, que aportaba la comida y el carburante para cocinar de todas las prisiones centrales de Ruanda, había instalado unas tarimas en el suelo y había evacuado los casos médicos más graves. «En junio tuvimos ochenta y seis muertes, en julio solo dieciocho», me dijo un médico de la cárcel. Las principales causas de muerte, añadió, eran la malaria y el sida, algo normal entre la población masculina de Ruanda, y aunque las condiciones de las cárceles siguieron siendo horribles —atroces en la mayoría de los calabozos de las comunidades más pequeñas— se decía que, a mediados de 1996, los índices de mortandad de las cárceles centrales eran inferiores a los de la población ruandesa en general.

El día de mi visita a la prisión de Gitarama, seis mil cuatrocientos veinticuatro reclusos formaban un bloque compacto, por lo que tuve que planear cada paso con mucho cuidado. Era muy difícil imaginarse cómo estaba colocada la gente, qué extremidad iba con qué cuerpo, o por qué parecía que una cabeza tenía tres piernas sin un torso en medio. Muchos pies estaban terriblemente hinchados. Y los cuerpos estaban cubiertos por harapos.

No obstante, los rostros no manifestaban todo el sufrimiento que contenían sus cuerpos. Tenían una claridad, una calma y una franqueza en su expresión que hacía que la gente que se hallaba dentro de las cárceles fuera casi imposible de distinguir de los de afuera. Aquí y allá, naturalmente, yo captaba un destello eléctrico de unos ojos ganados a la locura o la siniestra mirada maliciosa de la brutalidad que acobarda. Pero a medida que me abría paso por entre aquel tropel de gente, recibía las sonrisas de bienvenida habituales, los saludos y los apretones de mano. En la celda de los niños, sesenta y tres escolares, cuyas edades iban de los siete a los dieciséis años, se sentaban en filas en el suelo delante de una pizarra donde un recluso de más edad, maestro de profesión, les daba una clase. Tenían el mismo aspecto que los alumnos de cualquier lado. Le pregunté a uno por qué estaba en la cárcel. «Dicen que maté —me dijo—. No es verdad.» Otros niños me dieron la misma respuesta bajando la vista, evasivos, tan poco convincentes como cualquier escolar en cualquier parte del mundo.

Los procedimientos formales de detención de Ruanda se cumplían en raras ocasiones, y algunas veces era suficiente señalar a alguien con el dedo y decir «genocidio». Pero, según Luc Côté, un abogado de Montreal que dirigía la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Butare, «la mayoría de las detenciones se basaban en algún tipo de prueba, y muchas veces había muchas pruebas», lo que quería decir que aunque podían haber sido técnicamente incorrectas, no necesariamente eran arbitrarias. Y aunque se hubieran seguido los procedimientos al pie de la letra, no quedaba claro cuál habría sido la diferencia, puesto que los juzgados de Ruanda estaban cerrados y durante más de dos años y medio nadie fue llevado ante los tribunales.

El gobierno atribuía la parálisis judicial a su falta de recursos económicos y humanos. Constantemente se reclutaba y se daba formación a inspectores de policía, responsables de instruir los sumarios contra los acusados, pero aun así eran personas sin experiencia profesional que se encontraban con cientos de casos complejos, sin medios de transporte, sin personal auxiliar y, con harta frecuencia, amenazados tanto por los acusadores como por los acusados. Ruanda pedía bicicletas, motocicletas, lápices y bolígrafos a los donantes extranjeros, pero estas necesidades básicas llegaban a un ritmo mucho más lento que las expresiones de «preocupación» porque no se estaba haciendo lo suficiente por proteger los derechos de los acusados.

Nadie habló nunca de llevar a cabo decenas de miles de juicios por asesinato en Ruanda. A los expertos legales procedentes de Occidente les gustaba decir que ni siquiera Estados Unidos, que tiene excedente de abogados, podría haberse hecho cargo de la cantidad de casos pendientes en Ruanda de una manera justa y expeditiva.

—Es materialmente imposible juzgar a todos aquellos que participaron en las masacres, y políticamente no es bueno, aunque sea justo —me dijo Tito Ruteremara, del FPR—. Esto fue un genocidio en toda regla, y la única respuesta correcta es hacer justicia en toda regla. Pero Ruanda tiene la pena de muerte y… bueno, eso significaría muchos más muertos.

Dicho de otro modo, auténtico genocidio y verdadera justicia son incompatibles. Los nuevos líderes de Ruanda intentaban solucionar a su manera el problema describiendo el genocidio como un crimen que había sido obra de mentes rectoras que habían manipulado a cuerpos esclavos. Ninguna de las dos partes podía ser considerada inocente, pero si el crimen era político y la justicia tenía que respaldar a la política, entonces el castigo tenía que trazar una línea divisoria entre las mentes criminales y los cuerpos criminales.

—Con respecto a los que planearon el genocidio, la cosa está clara —me decía el general Kagame—. Deben enfrentarse a la justicia directamente. No estoy tan preocupado por esos campesinos ordinarios que agarraron los machetes y despedazaron a la gente como si fueran animales. —Me explicaba que «hacía tiempo» la justicia ruandesa se verificaba en vistas orales de cada pueblo, donde las sanciones preferidas eran las multas—. El tipo que había cometido el crimen podía dar algo de sal o cualquier otra cosa, y aquello hacía que la gente volviese a convivir en paz —me explicaba Kagame.

¿Sal a cambio de un asesinato colectivo instigado por el Estado? La justicia de los pueblos, tal como la había esbozado Kagame, me parecía desesperadamente inapropiada. Pero como me explicó el abogado François Xavier Nkurunziza:

—Cuando hablas de justicia con nuestros campesinos, su idea es la compensación. Un ganadero o un agricultor que pierde a toda su familia ha perdido todo su sistema de apoyo económico. Puedes matar al hombre que cometió el genocidio, pero esto no le compensa: esto solo genera miedo y furia. Así es como piensan nuestros campesinos.

El problema, como me había sugerido Kagame cuando hablaba de la sal, era que después del genocidio la compensación podía ser, en el mejor de los casos, simbólica.

El gobierno hablaba de aliviar la carga de trabajo de los juzgados estableciendo grados de criminalidad entre los génocidaires, y derivando a los delincuentes más leves hacia trabajos sociales o programas de rehabilitación. Políticamente, el FPR estaba más preocupado con lo que en la posguerra alemana se denominó «desnazificación», que con exigir responsabilidades a cada individuo que había cometido algún crimen durante el genocidio.

—De hecho, estamos intentando salvar el cuello de tantas personas comunes como podemos —me explicaba Gerald Gahima, un político del FPR que era secretario del ministro de Justicia—. Pero esto no es justicia, ¿no es cierto? No es la justicia que regula la ley. No es la justicia que mucha gente querría. Es solo la mejor justicia que podemos intentar aplicar en las circunstancias en las que nos encontramos.

Pero si los culpables no podían ser castigados en toda regla y los supervivientes nunca podrían ser indemnizados adecuadamente, el FPR consideraba que el perdón era igualmente imposible, salvo si, por lo menos, los responsables del genocidio reconocían que habían hecho mal. Con el tiempo, la búsqueda de justicia se convirtió en gran medida en una búsqueda de arrepentimiento. Si antaño los ministros y los parlamentarios habían alabado la virtud civil de asesinar al vecino de al lado, los miembros del nuevo gobierno recorrían ahora el país para difundir la palabra de la reconciliación mediante el reconocimiento de la responsabilidad en el crimen.

El foro favorito para la difusión de este nuevo mensaje eran las ceremonias de reentierros colectivos de las víctimas del genocidio. Asistí a uno de estos reentierros en el verano de 1995, en lo alto de una colina en medio de las frondosas plantaciones de té envueltas en la niebla de Gisenyi. En ese entorno de asombrosa tranquilidad, se arrancó la hierba recién crecida para destapar una fosa común. Los cuerpos destrozados que se hallaban en el interior fueron exhumados y colocados en una larga fila. Obedeciendo a las órdenes de los líderes del pueblo, los campesinos locales habían ido a ver y a sentir el olor de la muerte, y el presidente Bizimungu llegó con media docena de ministros de su gabinete y muchos otros altos cargos. Los soldados repartieron guantes de goma translúcidos entre los campesinos y los pusieron a trabajar, colocando partes de los cadáveres en ataúdes y envolviendo el resto en sábanas de plástico verde. Se pronunciaron discursos y bendiciones. Un soldado me explicó que el presidente había utilizado su discurso para preguntar a los campesinos dónde estaban cuando aquellos muertos habían sido asesinados en su comunidad, y los exhortó a expiar sus crímenes. Luego los muertos fueron colocados en nuevas fosas comunes y cubiertos otra vez con tierra.

Cuando los ruandeses hablan de reconstrucción y de reconciliación, hablan de la necesidad de superar, o de liberarse de la «vieja mentalidad» del colonialismo y la dictadura, y de la perfecta jerarquía de intimidación y de obediencia que había sido utilizada como motor del genocidio. Los sistemas mediante los cuales la antigua mentalidad había sido implantada tenían nombres: impunidad, nepotismo, superioridad de una etnia sobre la otra, feudalismo, camitismo, pero estas mismas mentalidades se hallaban profundamente enraizadas dentro de cada ruandés, interiorizadas en los hábitos reflexivos de toda una vida de experiencias y expectativas de brutalidad: nosotros o ellos; mata o te matan. Cuando Kagame dijo que la gente puede hacerse perversa, pero que se le puede enseñar a ser buena, añadió: «Hay mecanismos en el seno de la sociedad: la educación, una forma de participación. A veces, se puede conseguir». Esta opinión era ampliamente compartida, con diversos grados de convicción y de escepticismo, no solo en el ámbito del FPR sino entre muchos de los líderes hutus anti-Habyarimana supervivientes y, al menos en un día bueno, por gran parte de la población ruandesa.

Pero ¿dónde podía buscar Ruanda un modelo? La justicia de Nuremberg fue ejecutada con la ayuda de los conquistadores extranjeros y la desnazificación de Alemania fue llevada a cabo en un contexto en el que el grupo que había padecido el genocidio ya no iba a convivir codo a codo con los asesinos. En Sudáfrica había finalizado la lucha armada, y la Comisión de la Verdad posterior al apartheid podía presuponer que los señores blancos derrotados del país habían aceptado la legitimidad del nuevo régimen. Ruanda no ofrecía una solución tan clara. A lo largo de todo el año 1995, se incrementaron los ataques de la guerrilla de las fuerzas del Poder Hutu que se hallaban en Zaire, así como los ataques a los testigos y a los supervivientes del genocidio.

—Ahora mismo, si tuvieras que ofrecer una amnistía general estarías invitando al caos —me dijo Charles Murigande, presidente de la Comisión presidencial sobre Responsabilidades del Genocidio en Ruanda—. Pero si pudiéramos agarrar a los líderes, hasta una amnistía sería bien recibida.

Aquel era un «si» muy grande. Del mismo modo que la muerte de Habyarimana le había convertido en un mártir del Poder Hutu, también aseguró que las matanzas que supuestamente se realizaron «en defensa de su nombre» nunca llevaran una firma delatora: un Hitler, un Pol Pot, un Stalin. La lista de los «más buscados» de Ruanda era un batiburrillo de miembros de la akazu, oficiales del ejército, periodistas, políticos, hombres de negocios, alcaldes, funcionarios públicos, clérigos, maestros de escuela, taxistas, tenderos y asesinos a sueldo sin título; la tarea de buscarlos era demencial y era imposible hallar un método preciso que revelara la jerarquía entre ellos. Se decía que algunos habían dado órdenes, en voz alta o baja, y que otros las habían transmitido o las habían cumplido, pero el plan y su ejecución habían sido ingeniosamente diseñados para parecer espontáneos.

No obstante, los investigadores ruandeses fueron capaces de elaborar una lista de unos cuatrocientos génocidaires de los más importantes: los cerebros y los ejecutores principales. Pero todos ellos estaban exiliados, fuera del alcance de Ruanda. Casi inmediatamente después de subir al poder en 1994, el nuevo gobierno había solicitado la ayuda de la ONU para capturar a los líderes fugitivos del Poder Hutu, de modo que pudieran ser juzgados en su país. Por el contrario, la ONU creó el Tribunal Penal Internacional Penal para Ruanda, que era esencialmente un sucedáneo del tribunal que había establecido para la desagradable guerra de los Balcanes de principios de la década de 1990.

—Pedimos ayuda para capturar a esa gente que había huido y juzgarlos debidamente en nuestros propios tribunales —me contaba un diplomático ruandés—. Pero el Consejo de Seguridad lo único que hizo fue escribir «Ruanda» debajo de «Yugoslavia» en todos los papeles.

El gobierno ruandés consideró un insulto la decisión de la ONU de no facilitarles recursos. La mera existencia del tribunal de la ONU implicaba que el sistema judicial ruandés era incapaz de emitir veredictos justos y parecía descartar por adelantado cualquier juicio que Ruanda pudiera celebrar como si no estuviera a la altura de las normas internacionales.

—Si la comunidad internacional verdaderamente desea luchar contra la impunidad en Ruanda, debería ayudar a Ruanda a castigar a esa gente —me dijo Gerald Gahima en el Ministerio de Justicia—. Resulta más difícil perdonar a la gente corriente si no tenemos aquí a sus líderes para ser juzgados en tribunales ruandeses ante el pueblo ruandés y de acuerdo con la ley ruandesa.

Pero el tribunal de la ONU ni siquiera se estableció en Ruanda, donde se hallaban los testigos y las personas interesadas; se instaló en un «territorio neutral», en Arusha (Tanzania).

—El tribunal —me decía Charles Murigande— se creó esencialmente para acallar la conciencia de la comunidad internacional, que no había cumplido con las convenciones que había firmado sobre el genocidio. Quiere aparentar que hace algo, lo cual es peor que no hacer nada de nada.

De hecho, en los dos primeros años de funcionamiento, el tribunal de la ONU no parecía hacer gran cosa. Le faltaba personal y la gestión era sistemáticamente mala, y su estrategia procesal carecía de rumbo y era oportunista. La mayoría de sus condenas fueron consecuencia de la detención casual de fugitivos ruandeses acusados de inmigración ilegal en varios países africanos, y en algunos casos más importantes como el del coronel Bagasora, que fue capturado en Camerún, la ONU interpuso una solicitud de extradición que bloqueó la cursada por el gobierno ruandés. De esta manera, el tribunal acabó con un impresionante muestrario de jefes del Poder Hutu. Pero rápidamente quedó claro que los fiscales no tenían intención de juzgar más de unas cuantas decenas de casos. Aquello solo sirvió para agravar el sentimiento en Kigali de que el tribunal de la ONU no había sido pensado para favorecer los intereses nacionales de Ruanda, puesto que el mensaje a la gran mayoría de génocidaires fugitivos era que no tenían nada que temer: que la comunidad internacional no ayudaría a Ruanda a capturarlos, ni siquiera los perseguiría.

—Es como un chiste —me decía Claude Dusaidi, el asesor de Kagame—. Este tribunal está actuando ahora como un obstáculo.

Las mayores concentraciones de personas más buscadas de Ruanda estaban establecidas en Zaire y en Kenia, estados cuyos presidentes notoriamente corruptos, Mobutu Sese Seko y Daniel arap Moi, habían sido íntimos de Habyarimana y habían hospedado a su viuda, madame Agathe, en sus palacios. Mobutu había dicho de Habyarimana que era su «hermano pequeño», y los restos del presidente ruandés, que habían pasado clandestinamente la frontera entre los que huían en masa a Goma, fueron enterrados en un mausoleo en la finca más importante de Mobutu. Cuando le pregunté a Honoré Rakotomanana, un tipo de Madagascar que estaba al frente del equipo de fiscales de la ONU en Ruanda, cómo esperaba condenar a las personas desde Zaire o desde Kenia, me respondió:

—Existen tratados internacionales que estos países han firmado.

Pero en casi dos años, tras los cuales fue despedido en 1997, Rakotomanana no se molestó en enviar ni un solo investigador a Zaire. Mientras tanto, en octubre de 1995, el presidente Moi de Kenia atacó al tribunal calificándolo de «proceso arbitrario y caprichoso», anunciando, «no permitiré a ninguno de ellos que entre en Kenia para hacer requerimientos o buscar a personas que están aquí. De ninguna manera. Si uno de estos personajes viene aquí, será arrestado. Tenemos que hacernos respetar. No debemos dejar que nos acosen».

Al ver la red de seguidores de los hombres fuertes africanos que se protegían entre sí, Kagame hablaba de un «sentimiento de traición, incluso por nuestros hermanos africanos», y añadía, ominosamente, «les recordaremos que lo que ha ocurrido aquí puede ocurrir en cualquier otro lado, puede ocurrir en esos otros países, y entonces estoy seguro de que acudirán a nosotros. Puede ocurrir mañana. Han ocurrido cosas y pueden ocurrir de nuevo».

Incluso en los casos en los que los líderes genocidas fueron llevados ante los tribunales, siguió existiendo el problema de que la ONU había prohibido al tribunal que aplicase la pena de muerte. Los nazis en Nuremberg y los criminales de guerra japoneses en Tokio se habían enfrentado a la pena de muerte después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Es que los crímenes cometidos contra la humanidad en Ruanda eran inferiores a los que habían inducido a redactar la Convención sobre el Genocidio? Según Kagame, cuando Ruanda protestó para que el tribunal aplicase la pena de muerte por respeto a las leyes de Ruanda, la ONU aconsejó a Ruanda abolir su pena de muerte. Kagame calificó este consejo de «cínico».

—La gente de Ruanda sabe que esta es la misma comunidad internacional que se quedó mirando mientras a ellos los mataban —me dijo Gerald Gahima.

Y su colega del FPR, Tito Ruteremara, dándose cuenta de que los ruandeses condenados por el tribunal iban a cumplir sus sentencias en Escandinavia, me dijo:

—No concuerda con nuestra definición de justicia pensar que los autores del genocidio ruandés estarán en prisiones de primera categoría suecas con televisión en las celdas.

En efecto, incluso los líderes del Poder Hutu que acabaron arrestados en Arusha encontraron que los cruasanes que les daban normalmente para desayunar eran demasiado exquisitos. Después de un tiempo, los presos del tribunal protestaron y exigieron un desayuno ruandés normal y corriente de gachas de avena.