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En la provincia de Kibungo, en la Ruanda oriental, donde las tierras pantanosas y de pastos lindan con la frontera de Tanzania, existe una colina rocosa denominada Nyarubuye, con una iglesia donde muchos tutsis fueron masacrados a mediados de abril de 1994. Un año después de la matanza, fui a Nyarubuye con dos oficiales del ejército canadiense. Habíamos llegado en un helicóptero de la ONU, sobrevolando las colinas a través de la neblina de la mañana, y los bananos, que cubrían totalmente las laderas, parecían explosiones de estrellas verdes. Cuando aterrizamos en medio del patio de la parroquia, la hierba alta se dobló hacia atrás. Apareció un único soldado con su Kaláshnikov y nos dio la mano con una formalidad rígida, tímida. Los canadienses presentaron los papeles que exigía nuestra visita y yo caminé hasta la puerta abierta de un aula.

El suelo estaba cubierto por unos cincuenta cadáveres en avanzado estado de descomposición, acolchados por sus ropas, con sus pertenencias esparcidas por el lugar y aplastadas. Aquí y allá habían rodado los cráneos segados con machetes.

Los cadáveres parecían fotos de cadáveres. No olían. No tenían moscas alrededor. Los habían asesinado hacía trece meses y nadie los había movido. Algunos todavía tenían piel, pegada a los huesos, muchos de los cuales estaban lejos de los cuerpos a los que pertenecían, desmembrados por los asesinos o por animales carroñeros: pájaros, perros, insectos. Los que estaban más enteros parecían personas normales y corrientes, lo que habían sido una vez. Había junto a la puerta una mujer envuelta en un pareo estampado de flores. Tenía los huesos de las caderas, descarnados, elevados y las piernas ligeramente abiertas y el esqueleto de un niño entre ellas. El torso estaba hueco. Las costillas y la columna vertebral asomaban por la tela raída. La cabeza caía hacia atrás con la boca abierta. Una imagen extraña: entre la agonía y el reposo.

Yo nunca había estado entre muertos. ¿Qué hacer? ¿Mirar? Sí, supongo que quería verlos, había ido allí a verlos —los cadáveres de Nyarubuye no habían sido enterrados a propósito, para erigir un monumento vivo— y allí estaban, su intimidad al descubierto. No era necesario verlos. Ya sabía, y creía, lo que había sucedido en Ruanda. No obstante, al mirar los edificios y los cadáveres, y al escuchar el silencio del lugar, con la gran basílica de estilo italiano allá en medio, abandonada, y los parterres de flores exquisitas, decadentes, brotando por entre los cadáveres, fertilizadas por la muerte, aquella realidad seguía siendo inimaginable. Quiero decir que uno tenía que hacer el esfuerzo de imaginársela.

Aquellos ruandeses muertos se quedarán conmigo para siempre, espero. Esa es la razón que me empujó a ir a Nyarubuye: para no poder deshacerme de ellos; no de su experiencia, sino de la experiencia de mirarlos. Los habían matado allí y estaban muertos allí. ¿Qué más podía verse a primera vista? Una Biblia hinchada por la lluvia, encima de un cadáver o, esparcidas por el lugar, las pequeñas coronas de paja trenzada que las mujeres ruandesas se colocan en la cabeza para equilibrar los enormes fardos y las calabazas de agua y una zapatilla de tenis Converse encajada, no se sabe cómo, en una pelvis.

El soldado del Kaláshnikov —el sargento Francis del Ejército Patriótico Ruandés, un tutsi cuyos padres habían huido con él a Uganda cuando era un niño, tras unas matanzas similares, aunque menos generalizadas a principios de la década de 1960 y que habían luchado por volver a su país en 1994 para encontrarlo en aquel estado— nos explicó que los cadáveres de aquella sala eran, en su mayoría, mujeres, y que habían sido violadas antes de ser asesinadas. El sargento Francis tenía caderas femeninas, salientes y redondeadas y el culo salido, tanto al caminar como en reposo, en una postura extrañamente resuelta, inclinada hacia delante, como impulsada por algo. Era un oficial a la vez cándido y enérgico. Su inglés tenía la brusquedad concisa del lenguaje militar, y una vez que me hubo explicado qué estaba observando, me miré a los pies. Junto a ellos, en el suelo de tierra, se encontraba la hoja oxidada de un hacha.

Unas semanas antes, en Bukavu, Zaire, en el gigantesco mercado de un campo de refugiados que fue el hogar de muchos milicianos hutus ruandeses, había observado a un hombre descuartizando una vaca con un machete. Era bastante diestro, y los golpes eran grandes y certeros y hacían un ruido seco al despedazarla. El grito de guerra de los asesinos durante el genocidio fue «¡Haced vuestro trabajo!». Y me di cuenta de que aquella carnicería era un trabajo; un trabajo duro. Hicieron falta muchos cortes —dos, tres, cuatro, cinco cortes con fuerza— para despedazar la pata de la vaca. ¿Cuántos para desmembrar a una persona?

Teniendo en cuenta la enormidad de la tarea, es tentador barajar teorías de locura colectiva, de masas paranoicas, de una fiebre de odio convertida en crimen pasional masivo e imaginar el ciego desenfreno de las multitudes, en el que cada miembro mató a una o dos personas. Pero en Nyarubuye, y en miles de otros lugares de este diminuto país, en pocos meses y en unos días determinados de 1994, cientos de miles de hutus habían ejercido de asesinos en turnos organizados. Siempre había una víctima más y la siguiente. ¿Qué es lo que les hizo persistir, una vez pasado el frenesí del primer ataque, a pesar del puro agotamiento físico y de la repugnancia del hecho en sí?

El pigmeo de Gikongoro me había dicho que la humanidad forma parte de la naturaleza y que tenemos que ir en contra de la naturaleza para poder convivir en paz. Pero la violencia en masa también necesita organización; no se da sin ton ni son. Hasta las revueltas callejeras y los motines tienen un propósito, y la destrucción a gran escala y sostenida necesita igual dosis de ambición. Tiene que ser concebida como el medio de conseguir un nuevo orden y, aunque la idea que subyace en este nuevo orden pueda ser criminal y objetivamente muy estúpida, también debe apremiar por lo sencilla y, al mismo tiempo, absoluta. La ideología del genocidio es todas estas cosas, y en Ruanda adoptó sin más el nombre de Poder Hutu. Seguro que la sed de sangre fue un elemento presente en aquellas personas que empezaron a exterminar sistemáticamente a todo un pueblo —un pueblo pequeño y que no ofreció resistencia— de tal vez un millón doscientos cincuenta mil hombres, mujeres y niños, que es lo que constituían los tutsis en Ruanda. Pero los que concibieron y perpetraron una matanza como la del lugar donde yo me hallaba no necesariamente tenían que sentir placer de matar, y hasta puede que les resultase desagradable. Lo que se necesita sobre todo es que deseen la muerte de sus víctimas. Tienen que desearlo tan intensamente que lo consideren una necesidad ineludible.

Así que todavía me quedaba mucho por imaginar cuando entré en el aula y caminé con cuidado por entre los restos. Aquellos muertos y sus asesinos habían sido vecinos, compañeros de colegio, colegas, a veces amigos, incluso familia política. Las víctimas habían visto cómo sus asesinos se entrenaban como milicianos las semanas previas al final, y era bien sabido que se estaban entrenando para matar tutsis; se anunció por la radio, salió en los periódicos, la gente hablaba del tema abiertamente. La semana anterior a la masacre de Nyarubuye empezaron las matanzas en Kigali, la capital de Ruanda. Los hutus que se oponían a la ideología del Poder Hutu fueron acusados públicamente de «cómplices» de los tutsis y se contaron entre las primeras víctimas del exterminio. En Nyarubuye, cuando los tutsis preguntaron al alcalde, que pertenecía al Poder Hutu, cómo podían salvar la vida, les aconsejó que se refugiaran en la iglesia. Así lo hicieron, y unos días después apareció el alcalde para matarlos. Llegó al mando de un batallón de soldados, policías, milicianos y aldeanos; dio armas y órdenes para que se ejecutase bien el trabajo. Al alcalde no se le exigía nada más, pero se dice que él asesinó a varios tutsis personalmente.

Los asesinos estuvieron matando todo el día en Nyarubuye. Por la noche, cortaron los tendones de Aquiles de los supervivientes y se fueron a celebrarlo detrás de la iglesia, asando en enormes hogueras el ganado que habían robado a sus víctimas y bebiendo cerveza. (Cerveza embotellada, cerveza de plátano… puede que los ruandeses no beban más cerveza que otros africanos, pero beben cantidades increíbles de cerveza durante las veinticuatro horas del día.) Y por la mañana, todavía borrachos y después del sueño que pudieran conciliar en medio de los lamentos de sus víctimas, los asesinos de Nyarubuye volvieron a matar. Día tras día, minuto a minuto, tutsi tras tutsi: a lo largo y ancho de Ruanda, funcionaban así. «Era un método sistemático», dijo el sargento Francis. Puedo ver qué ocurrió, me pueden contar cómo, y después de casi tres años de pasearme por Ruanda y escuchar a los ruandeses, puedo contarle al lector cómo, y lo haré. Pero el horror —la necedad, la pérdida, la pura injusticia— sigue perteneciendo al ámbito de lo inefable.

Al igual que Leoncio, el joven ateniense de Platón, supongo que el lector está leyendo esto porque desea tener una visión más cercana y que también al lector le molesta su curiosidad. Tal vez, al examinar esta cuestión conmigo, espere descubrir algo, una idea, un concepto, una chispa de autoconocimiento… una enseñanza moral, o una lección o una pista sobre cómo hemos de comportarnos en este mundo: una información de este tipo. No descarto esta posibilidad, pero cuando se trata de un genocidio, se sabe de entrada lo que está bien y lo que está mal. La mejor razón que he encontrado para mirar con mayor detenimiento las historias de Ruanda es que ignorarlas me hace sentir más incómodo respecto de la existencia humana y del lugar que ocupo en ella. El horror como tal me interesa únicamente en la medida en que un recuerdo claro del delito es necesario para comprender su legado.

Los cadáveres de Nyarubuye eran, siento decirlo, bellos. No hay vuelta de hoja. El esqueleto es algo hermoso. La arbitrariedad de las formas caídas, la extraña tranquilidad de su tosca exposición, un cráneo aquí, un brazo torcido en un gesto imposible de interpretar allá… estas cosas eran bellas y su belleza solo aumentaba la afrenta de aquel lugar. No fui capaz de expresar una reacción que tuviese sentido: repulsión, alarma, tristeza, dolor, vergüenza, incomprensión… Desde luego, pero nada que de verdad tuviese sentido. Me limité a mirar y a hacer fotos, porque me preguntaba si podría realmente ver lo que estaba viendo mientras lo veía, y además quería una excusa para verlo un poco más de cerca.

Atravesamos la primera sala y salimos por el extremo opuesto. Había otra sala, y otra y otra y otra. Estaban todas repletas de cuerpos, y había más cuerpos desperdigados por la hierba, y cráneos sueltos, y la hierba espesa y maravillosamente verde. Una vez fuera oí un crujido. El anciano coronel canadiense había tropezado delante de mí y vi, aunque él no se dio cuenta, que su pie había pisado un cráneo y lo había partido. Por primera vez desde que habíamos llegado a Nyarubuye logré definir mis sentimientos y lo que sentí fue una breve pero intensa ira hacia aquel hombre. Luego oí otro crujido y sentí una vibración bajo mi pie. Yo también había pisado uno.

Ruanda es un espectáculo digno de contemplar. Desde el centro del país, irradia una sucesión serpenteante de laderas escarpadas y esculpidas de innumerables terrazas, con pequeños asentamientos al lado de la carretera y grupos de viviendas aisladas. Los surcos de arcilla roja y negra señalan el trabajo de azadón; los eucaliptos dan reflejos plateados a las plantaciones de té de un verde brillante; hay bananos por todos lados. Ruanda ostenta innumerables variaciones de colinas: selvas tropicales aserradas, lomas redondeadas, páramos ondulados, amplias prominencias de sabana, cimas volcánicas cortantes como dientes afilados. Durante la estación de las lluvias, las nubes son enormes y bajas y veloces, la neblina acampa en las depresiones de las montañas, los relámpagos pestañean en la noche, y durante el día la tierra es satinada. Tras las lluvias, las nubes se levantan, el terreno adopta un aspecto raído bajo el caliche pesado e invariable de la estación seca y en las sabanas del Parque Akagera los incendios fortuitos tiñen de negro las colinas.

Un día, volviendo a Kigali desde el sur, subíamos en coche por entre dos valles serpenteantes, con el parabrisas lleno de nubes de panzas rojizas y le pregunté a Joseph, el hombre que me llevaba, si los ruandeses se dan cuenta de lo precioso que es su país.

—¿Precioso? —dijo—. ¿Eso piensa? ¿Después de todo lo que ha pasado aquí? La gente no es buena. Si la gente fuese buena, el país podría estar bien —opinó, no sin antes añadir que le habían matado a su hermano y a su hermana. Luego chasqueó la lengua y dijo—: El país está vacío. ¡Vacío!

No eran solo los muertos los que se echaban a faltar. El Frente Patriótico Ruandés, un ejército rebelde dirigido por tutsis refugiados de persecuciones anteriores, había puesto fin al genocidio, y a medida que el FPR avanzaba por el país en el verano de 1994 unos dos millones de hutus habían huido al exilio a instancias de los mismos líderes que los habían animado a matar. Sin embargo, salvo en algunas zonas rurales del sur, donde la deserción de los hutus no había dejado otra cosa que la maleza para reclamar la propiedad de los campos que rodeaban las casas de adobe semidestruidas, yo, recién llegado, no era capaz de percibir el vacío que no permitía a Joseph admirar la belleza de Ruanda. Sí, había edificios destrozados por granadas, residencias incendiadas, fachadas acribilladas a balas y carreteras holladas por el mortero. Pero eso eran los estragos de una guerra, no del genocidio, y en el verano de 1995 casi todos los muertos habían sido enterrados. Quince meses antes, Ruanda era la población con mayor densidad demográfica de África. Ahora, el trabajo de los asesinos aparecía exactamente como habían planeado: como si no hubiese existido.

De vez en cuando se descubrían fosas comunes y se trasladaban los restos a otras fosas comunes, debidamente consagradas. Y aun así, ni los huesos expuestos fortuitamente, ni el evidente número de personas con miembros amputados o con cicatrices que los deformaban, ni la superabundancia de orfanatos abarrotados podían ser utilizados como pruebas de que lo que había sucedido en Ruanda había sido un intento de eliminar a todo un pueblo. Eran solo historias de la gente.

—Todos los que han sobrevivido se preguntan cómo es que están vivos —me dijo el padre Modeste, un sacerdote de la catedral de Butare, la segunda ciudad más grande de Ruanda.

El padre Modeste se había escondido durante semanas en la sacristía alimentándose de las hostias de la comunión y luego pasó un tiempo debajo de la mesa de su estudio, para acabar en el desván de unas religiosas vecinas. La explicación evidente de su supervivencia era que el FPR había llegado al rescate. Pero el FPR no llegó a Butare hasta principios de julio y casi un 75 por ciento de los tutsis de Ruanda habían sido masacrados a principios de mayo. En este aspecto, al menos, el genocidio había sido todo un éxito: a aquellos que habían estado en el punto de mira, no era la muerte sino la vida lo que les parecía un accidente del destino.

—En mi casa mataron a dieciocho personas —me contaba Étienne Niyonzima, un hombre de negocios que había llegado a diputado de la Asamblea Nacional—. Lo dejaron todo hecho trizas, una casa de cincuenta y cinco por cincuenta metros. En mi barrio mataron a seiscientas cuarenta y siete personas. Y las torturaron. Tendría que haber visto cómo las mataron. Tenían el número de todas las casas y fueron pasando y marcando con pintura roja las casas de todos los tutsis y de los hutus moderados. Mi mujer estaba en casa de una amiga, a la que mataron de dos disparos. Ella sigue viva, pero —se detuvo un momento— no tiene brazos. Los que estaban con ella fueron asesinados. Los milicianos la dieron por muerta. Mataron a toda su familia en Gitarama, sesenta y cinco personas.

En aquel momento, Niyonzima vivía escondido. Solo después de tres meses de vivir separado de su mujer, se enteró de que ella y cuatro de sus hijos habían sobrevivido.

—Bueno —dijo—, a uno de mis hijos le dieron un machetazo en la cabeza. No sé adónde fue. —Su voz se debilitó y se interrumpió—. Desapareció. —Niyonzima chasqueó la lengua y añadió—: Pero los demás están vivos. Sinceramente, no entiendo cómo salvé el pellejo.

Laurent Nkongoli atribuía su supervivencia a «la providencia y también a los buenos vecinos», a una anciana que le dijo: «Corra, no queremos ver su cadáver». Nkongoli, abogado, nombrado vicepresidente de la Asamblea Nacional después del genocidio, era un hombre robusto, al que le gustaban las americanas cruzadas y las corbatas chillonas, y se movía, mientras hablaba, con enérgica determinación. Pero antes de seguir el consejo de su vecina y huir de Kigali a finales de abril de 1994, me contaba que ya había aceptado la muerte.

—Ocurre en algún momento. Uno solo espera no morir de manera cruel, pero sabe que morirá de todos modos. Esperas que no sea un machete, sino una bala. Si pudieses pagar, pedirías un disparo. La muerte era más o menos normal, una resignación. Pierdes las ganas de luchar. Aquí en Kacyiru mataron a cuatro mil tutsis (todo un barrio de Kigali). Los soldados los trajeron aquí, les mandaron que se sentasen porque les iban a lanzar granadas. Y se sentaron. La cultura ruandesa es una cultura del miedo —continuó Nkongoli—. Recuerdo lo que decía la gente. —Adoptó una voz nasal y una expresión de repulsión en el rostro—: «Déjenos rezar, y luego nos mata», o bien, «No quiero morir en la calle, quiero morir en casa». —Recuperando su voz normal, añadió—: Cuando ya estás tan resignado y oprimido, ya estás muerto. Esto demuestra que el genocidio se preparaba desde hacía demasiado tiempo. Detesto este miedo. Estas víctimas del genocidio han sido preparadas psicológicamente para aceptar la muerte solo por ser tutsis. Los habían estando matando desde hacía tanto tiempo que ya estaban muertos.

Recordé a Nkongoli que, por mucho que detestara ese miedo, él mismo había aceptado la muerte antes de que su vecina lo empujara a huir.

—Sí —repuso—. Me cansé durante el genocidio. Luchas durante tanto tiempo, que te cansas.

Todos y cada uno de los ruandeses con los que hablé parecían tener en mente una pregunta, imposible de responder. La de Nkongoli era cómo tantos tutsis habían dejado que se les matase. La de François Xavier Nkurunziza, abogado de Kigali, de padre hutu y madre y esposa tutsis, la pregunta era cómo tantos hutus se habían permitido matar. Nkurunziza había eludido la muerte por pura casualidad, moviéndose por todo el país de escondrijo en escondrijo, y había perdido a muchos miembros de su familia.

—El conformismo aquí es connatural, está muy arraigado —me explicó—. En Ruanda, históricamente todo el mundo obedece a la autoridad. Las personas reverencian el poder y no han recibido suficiente formación. Coges a un pueblo pobre, ignorante y le das armas y le dices: «Son tuyas. Mata». Y ellos obedecen. Los campesinos, que mataron por dinero o a la fuerza, miraban a las personas de nivel socioeconómico más elevado para saber cómo comportarse. Por eso la gente influyente, o los grandes financieros, son a menudo los peces gordos del genocidio. Puede que piensen que no mataron porque no segaron vidas con sus propias manos, pero la gente estaba esperando sus órdenes. Y en Ruanda, una orden puede darse casi sin palabras.

A medida que viajaba por el país, recopilando relatos sobre la matanza, casi parecía que con el machete, el masu (un palo lleno de clavos), un puñado de granadas bien colocadas y unas cuantas ráfagas de metralleta, las silenciosas órdenes del Poder Hutu habían desbancado a la bomba de neutrones.

—A todo el mundo se le dijo que tenía que perseguir al enemigo —me contaba Theodore Nyilinkwaya, superviviente de las masacres de Kimbogo, su pueblo natal, en la provincia de Cyangugu, al sudoeste del país—. Pero pongamos por caso que hay uno que no está convencido. Que es reacio y va con un palo. Le dicen: «No, coge un masu». De acuerdo, lo coge y corre con los demás, pero no mata. Ellos dicen: «Eh, podría denunciarnos. Tiene que matar. Todo el mundo tiene que ayudar a matar al menos a una persona». Y así, esta persona, que no es un asesino, es obligada a serlo. Y al día siguiente se ha convertido en un juego para él. Ya no necesitas coaccionarlo.

En Nyarubuye, hasta las estatuillas votivas de terracota de la sacristía habían sido decapitadas.

—Las relacionaban con los tutsis —me explicó el sargento Francis.