—¿Mi historia desde que nací? —exclamó Odette Nyiramilimo—. ¿De verdad tiene tiempo para eso?
Le dije que sí.
—Nací en Kinunu, Gisenyi, en 1956. Así que tenía tres años cuando empezó esta historia del genocidio. No lo recuerdo exactamente, pero sí recuerdo haber visto a un grupo de hombres en la colina de enfrente bajando con machetes y todavía veo las casas incendiadas. Corrimos a refugiarnos a la selva con nuestras vacas y nos quedamos allí dos meses. Teníamos leche, pero nada más. De nuestra casa, solo quedaron las cenizas.
Odette estaba sentada con la espalda recta, inclinada hacia delante en una silla de plástico blanca con las manos unidas sobre la mesa del mismo material que nos separaba. Su marido estaba jugando al tenis; algunos de sus hijos chapoteaban en la piscina. Era domingo en el Cercle Sportif de Kigali: olor a pollo en la barbacoa, el sonido de los bañistas salpicando y el rebote seco de las pelotas de tenis, el llamativo color de las buganvillas cayendo en cascada por el muro del jardín. Estábamos sentados a la sombra de un árbol. Odette llevaba pantalones vaqueros y blusa blanca y una cadenilla de oro de la que colgaba un dije en el cuello. Estuvo hablando de manera rápida y directa durante varias horas.
—No recuerdo cuándo reconstruimos la casa —dijo—, pero en el sesenta y tres, cuando yo hacía segundo de primaria, recuerdo haber visto a mi padre muy bien vestido, como si fuese a una fiesta, envuelto en una tela blanca. Estaba en la carretera y yo estaba con los demás hijos, y nos dijo: «Adiós, hijos míos, voy a morir». Nosotros le decíamos llorando: «No. No». Él nos explicó: «¿No habéis visto pasar un jeep por la carretera? Iban dentro todos vuestros tíos maternos, y yo no voy a esperar que me persigan. Esperaré aquí y moriré con ellos». Nosotros llorábamos y llorábamos y le convencimos de que no muriese entonces, pero todos los demás fueron asesinados.
Así cuentan los tutsis de Ruanda los años de su vida, como quien juega a la reina mora, saltando de año en año en que se produjeron matanzas: el cincuenta y nueve, el sesenta y uno, el sesenta y tres, y así sucesivamente, pasando por el noventa y cuatro, saltándose a veces varios años, en los que no hubo para ellos terror, deteniéndose otras para recordar los meses y los días.
El presidente Kayibanda era, en el mejor de los casos, un líder mediocre, y por su hábito de recluirse daba a entender que lo sabía. Su única manera de mantener vivo el espíritu de la revolución parecía ser encender a las masas de hutus para que matasen tutsis. El pretexto para esta violencia popular era que, de vez en cuando, bandas armadas de tutsis monárquicos que habían huido al exilio organizaban batidas en Ruanda. Estas guerrillas fueron las primeras en ser denominadas «cucarachas», y ellos mismos utilizaban el término para describir su clandestinidad y su creencia de que eran imbatibles. Sus ataques eran puntuales y de poca intensidad, pero las represalias hutus contra los civiles tutsis eran siempre rápidas y extensivas. En los primeros años de la república, era rara la estación en la que los tutsis no eran desplazados de sus hogares mediante incendios y asesinatos.
La invasión de «cucarachas» más espectacular ocurrió pocos días antes de la Navidad de 1963. Una banda de varios cientos de guerrilleros tutsis procedente de una base de Burundi entró inesperadamente por el sur de Ruanda, y avanzó hasta unos veinte kilómetros de Kigali, para ser arrasados después por las fuerzas ruandesas al mando de los belgas. No satisfecho con esta victoria, el gobierno declaró el estado de emergencia nacional para combatir a los «contrarrevolucionarios» y nombró a un ministro para organizar las unidades de «autodefensa» hutus, encargadas de la «tarea» de «limpiar la maleza». Eso significaba asesinar tutsis y destruir sus hogares. Un maestro de escuela llamado Vuillemin, empleado de la ONU en Butare, describía para Le Monde las masacres de diciembre de 1963 y enero de 1964 como «un verdadero genocidio» y acusaba a los cooperantes europeos y a la jerarquía de la Iglesia del país de una indiferencia equivalente a la complicidad en aquella carnicería instigada por el Estado. Solo en la provincia meridional de Gikongoro, entre el 24 y el 28 de diciembre, las impecables masacres arrojaron la cifra de catorce mil tutsis muertos, informaba Vuillemin. Aunque las víctimas prioritarias eran hombres tutsis con educación, escribía, «en casi todos los casos, niños y mujeres fueron también derribados a golpes de masu o de lanza. Por lo general, las víctimas eran echadas al río después de desnudarlas». Muchos de los tutsis que sobrevivieron siguieron a las primeras oleadas de refugiados al exilio; a mediados de 1964, doscientos cincuenta mil tutsis habían huido ya del país. El filósofo británico sir Bertrand Russell describió el panorama de Ruanda de aquel año como «la masacre más horrible y sistemática de la que hemos sido testigos desde el exterminio de los judíos por los nazis».
Después de que los tíos de Odette encontrasen la muerte tras su trayecto en jeep, su padre alquiló un camión para llevar a su familia al Congo. Pero era una gran familia —el padre de Odette tenía dos esposas; ella era la decimoséptima hija de sus dieciocho retoños; con sus abuelos, cuñados, tías, primos, sobrinos y sobrinas, era una familia de treinta y tres personas— y el camión era demasiado pequeño. Una de las abuelas no cabía. Así que su padre dijo: «Quedémonos aquí y muramos aquí». Y se quedaron.
La familia de Odette era prácticamente todo lo que quedaba de la población tutsi de Kinunu. Vivían pobremente en las montañas con sus vacas temiendo por su vida. La protección les llegó en forma de un concejal del pueblo que se dirigió al padre de Odette y le dijo: «Usted nos gusta y no queremos que muera, así que le haremos hutu». Odette no recordaba cómo había ido aquel asunto.
—Mis padres no volvieron a hablar de ello en toda su vida —me explicó—. Era un poco humillante. Pero mi padre aceptó el documento de identidad y durante dos años fue un hutu. Luego lo citaron por tener un documento de identidad falso.
En 1966, las «cucarachas» en el exilio disolvieron su desafortunado ejército, cansados de ver tutsis masacrados cada vez que atacaban. Kayibanda, seguro de su estatus como mwami hutu, se dio cuenta de que el viejo modelo colonial de discriminación oficial, al bloquear el acceso de la tribu inhabilitada a la educación, a los cargos públicos y al ejército, podría ser un método pesticida eficaz para mantener a los tutsis a raya. Para reforzar el poder proporcional de la mayoría, se publicó un censo en el que los tutsis representaban solo el 9 por ciento de la población, y sus oportunidades se restringieron de acuerdo con ello. A pesar del monopolio hutu respecto del poder, el mito camítico siguió siendo la base de la ideología estatal. De ahí que en el seno de la nueva élite hutu de Ruanda persistiese un hondo, casi místico sentimiento de inferioridad, y para asegurar todavía más el sistema de cuotas se impuso una meritocracia inversa a los tutsis que competían por los pocos puestos a los que podían acceder: se favorecía a aquellos con peores resultados y se descartaba a los más brillantes.
—Una hermana mía era siempre la primera de la clase, y yo debía de ser como la décima —recordó Odette—. Cuando leyeron los nombres de los que habían sido admitidos para cursar la secundaria, yo estaba en la lista y mi hermana no… porque yo era menos brillante, no suponía tanta amenaza.
—Entonces llegó el setenta y tres —dijo Odette—. Yo me había ido de casa a estudiar magisterio en una universidad de Cyangugu (en el sudoeste), y una mañana, mientras desayunábamos antes de ir a misa, cerraron las ventanas y las verjas. Luego, algunos chicos de otra escuela entraron en el comedor y rodearon las mesas. Yo temblaba. Me acuerdo de que tenía un trozo de pan en la boca y no podía tragarlo. Los chicos gritaron: «Que se levanten las tutsis. Todas las tutsis de pie». Había un chico de la colina donde yo vivía. Habíamos ido a la escuela primaria juntos, y dijo: «Odette, siéntate, ya sabemos que toda la vida has sido hutu». Entonces se me acercó otro chico y me estiró el pelo diciendo: «Con este pelo, sabemos que eres tutsi».
El cabello era uno de los rasgos determinantes para John Hanning Speke. Cuando identificó a uno de los reyes como un miembro de la raza superior camítica, Speke le declaró descendiente «de Abisinia y del rey David, cuyo cabello era tan liso como el mío propio» y el rey, halagado, dijo que sí, que se contaba que sus antepasados «una vez habían sido medio blancos y medio negros, y el pelo del lado blanco era liso y el del lado negro, rizado». Odette no era ni alta ni especialmente flaca, y, en cuanto al «índice nasal» se ajustaba a la media de cualquier ruandesa. Pero ese era el legado de Speke cien años después de que se pegara un tiro en un «accidente de caza»: un alumno en Ruanda atormentaba a Odette porque a ella le gustaba llevar el pelo peinado hacia atrás en ondas grandes.
—Y la directora de la escuela —prosiguió Odette—, una belga, dijo refiriéndose a mí: «Sí, ella es una tutsi de primera categoría, lleváosla». Así nos expulsaron. No mataron a nadie. A algunas chicas les escupieron en la cara y las hicieron caminar de rodillas, y a otras les pegaron. Luego nos marchamos a pie.
A lo largo y ancho de Ruanda, los estudiantes tutsis eran golpeados y expulsados, y muchos de ellos iban caminando a sus hogares y los encontraban incendiados. Los problemas esta vez habían sido inspirados por los acontecimientos de Burundi, donde el panorama político se parecía mucho al de Ruanda, pero desde el otro lado del espejo: en Burundi, un régimen militar tutsi ostentaba el poder y los hutus temían por sus vidas. En la primavera de 1972, algunos rebeldes de Burundi habían intentado una insurrección, que fue sofocada con rapidez. A continuación, en nombre de la restauración de la «paz y el orden», el ejército llevó a cabo una campaña nacional de exterminio en contra de los hutus instruidos que se llevó por delante también a muchos hutus que jamás habían ido a la escuela. El frenesí genocida en Burundi superó cualquier precedente en Ruanda. Al menos cien mil hutus de Burundi fueron asesinados en la primavera de 1972 y unos doscientos mil huyeron como refugiados, muchos de ellos a Ruanda.
El flujo de refugiados procedentes de Burundi recordó al presidente Kayibanda el poder del antagonismo étnico para galvanizar el espíritu ciudadano. Ruanda estaba estancada en su pobreza y aislamiento y necesitaba un empujón. Así que Kayibanda pidió al máximo cargo del ejército, el general Juvénal Habyarimana, que organizase comités de seguridad pública, y así se les recordó a los tutsis lo que significaba el gobierno de la mayoría en Ruanda. Esta vez el número de víctimas fue relativamente bajo —«solo», como los ruandeses cuentan estas cosas, unos cientos—, pero al menos cien mil tutsis más huyeron de su país.
Cuando Odette hablaba de 1973, no mencionó ni a Burundi, ni los designios políticos de Kayibanda, ni el éxodo colectivo. Estas circunstancias no estaban en su memoria. Se aferraba a su historia, que era suficiente: una mañana, con la boca llena de pan, su mundo se había hundido una vez más por haber nacido tutsi.
—Nos expulsaron a seis chicas —me contó—. Cogimos la mochila y caminamos.
Tres días después, habían recorrido ochenta kilómetros y habían llegado a Kibuye. Odette tenía familiares allí —«una hermana de mi cuñado que se había casado con un hutu»— y pensó que se quedaría con ellos.
—Aquel hombre tenía un taller de afilador —explicó—. Lo encontré delante de su casa trabajando en la piedra de afilar. Al principio me ignoró. Yo pensé: ¿Está borracho? ¿No ve que estoy aquí? Y le dije: «Soy yo, Odette». Me contestó: «¿Qué haces aquí? Es temporada escolar». Le expliqué: «Pero me han expulsado». Y él me dijo: «Yo no doy techo a cucarachas». Eso es lo que dijo. Mi cuñada salió y me abrazó y —Odette se agarró las manos por encima de la cabeza y las dejó caer de golpe delante del pecho— él nos separó bruscamente. —Se miró las manos abiertas y las dejó caer. Luego se rio y añadió—: En el ochenta y dos, cuando me licencié en medicina, mi primer trabajo fue en el hospital de Kibuye y el primer paciente que tuve fue precisamente este tipo, este cuñado. No podía ni mirarle a la cara. Temblaba como una hoja, tuve que salir de la habitación. Mi marido era el director del hospital y le dije: «No puedo tratar a este hombre». Estaba muy enfermo y yo había hecho mi juramento, pero…
En Ruanda, la historia de una muchacha a la que expulsan por ser cucaracha y que regresa con el título de medicina tiene que ser, por lo menos, una historia política. Y así es como Odette me la contó. En 1973, después de que su cuñado la repudiara, siguió caminando hasta su casa en Kinunu. Halló la casa de su padre vacía y una de las casas vecinas quemada. La familia estaba escondida en la selva, instalados entre sus plataneros, y Odette vivió con ellos durante varios meses. Luego, en julio, el hombre que dirigía las masacres, el general Habyarimana, depuso a Kayibanda y se declaró presidente de la Segunda República, y declaró una moratoria en los ataques contra los tutsis. Los ruandeses, dijo, deben vivir en paz y trabajar juntos para su desarrollo. El mensaje estaba claro: la violencia había conseguido su objetivo y Habyarimana era la realización de la revolución.
—La verdad es que cuando Habyarimana subió al poder, nosotros bailamos por las calles —me explicaba Odette—. Por fin un presidente que decía que no se matase a los tutsis. Y después del setenta y cinco, al menos vivíamos seguros. Pero las exclusiones seguían vigentes.
De hecho, bajo el gobierno de Habyarimana, la legislación de Ruanda fue más estricta que nunca. «Desarrollo» era su palabra política favorita y también resultó ser la de los donantes europeos y norteamericanos a los que ordeñó muy hábilmente. Por ley, todo ciudadano se convertía en miembro vitalicio del partido del presidente, el Movimiento Revolucionario Nacional para el Desarrollo (MRND), que era el instrumento omnímodo para el cumplimiento de su voluntad. Se bloqueaba literalmente a las personas en su lugar de residencia mediante normas que prohibían mudarse sin la aprobación del gobierno y, por supuesto, las viejas leyes con la cuota del 9 por ciento para los tutsis siguieron vigentes. Se prohibió a los miembros del ejército que se casasen con tutsis y, por supuesto, era impensable que uno solo de ellos perteneciese a dicha etnia. Con el tiempo, se concedieron dos escaños a dos tutsis en el Parlamento fantasma de Habyarimana y a otro se le dio un puesto ministerial, un gesto simbólico. Si, en algún momento, los tutsis pensaron que se merecían algo mejor, apenas lo dieron a entender; Habyarimana y su MRND prometían dejarlos vivir en paz, y eso era más de lo que se habían atrevido a esperar en el pasado.
La directora belga de la escuela de Odette en Cyangugu no la quiso readmitir, pero ella encontró plaza en una escuela especializada en ciencias y empezó a prepararse para la carrera de medicina. Una vez más, la directora era belga, pero esta vez tomó a Odette bajo su protección, y omitió su nombre en los libros de matrícula, y la escondía cuando llegaban inspectores en busca de tutsis.
—Todo era una farsa —me contaba Odette—. Y las otras chicas sentían celos. Una noche vinieron a mi dormitorio y me pegaron con palos. —Odette no se regodeó en su desventura—. Aquellos fueron buenos años —dijo—. La directora me cuidaba, me había convertido en una buena estudiante (la primera de mi clase) y más tarde me admitieron, con más trampas, en la escuela médica nacional de Butare.
La única cosa que contó Odette de su vida de estudiante de medicina fue:
—Una vez en Butare, un profesor de medicina interna se me acercó y me dijo: «Qué chica más guapa», y me dio unas palmadas en el trasero y quería quedar conmigo, aun estando casado.
El recuerdo la asaltó así, sin más, sin relación aparente con el pensamiento que lo precediese o que viniese a continuación. Luego Odette aceleró, saltándose los años hasta su licenciatura y su boda. Sin embargo, por un instante, la imagen de la joven estudiante en un momento incómodo de acoso sexual y desazón quedó en suspenso entre nosotros dos. A Odette parecía divertirle y a mí me hizo pensar en todo lo que no me estaba contando mientras me relataba su historia. Se guardaba para ella todo lo que no tenía nada que ver con la cuestión de hutus y tutsis. Más adelante coincidí en varias fiestas con Odette; ella y su marido eran muy sociables y populares, lo que era comprensible. Juntos, regentaban una clínica privada de maternidad y pediatría denominada Clínica del Buen Samaritano. Tenían fama de ser médicos excelentes y gente divertida: cálidos, alegres y de buen carácter. Su forma de tratarse era cariñosa y encantadora y saltaba a la vista que su vida era plena y motivadora. Pero cuando nos vimos en el jardín del Cercle Sportif, Odette era una superviviente del genocidio que hablaba con un corresponsal extranjero. Su tema principal era el miedo a la aniquilación, y los momentos de respiro de su historia —los buenos recuerdos, las anécdotas divertidas, las chispas de ingenio— aparecían, si lo hacían, en rápidos toques, como meros signos de puntuación.
Me parecía lógico. Cada uno de nosotros está en función de cómo se imagina a sí mismo y de cómo le imaginan los demás y, al mirar atrás, aparecen estos discretos retazos de recuerdo: las épocas en que nuestras vidas se definen más claramente respecto de las ideas que los otros tienen de nosotros y las épocas más íntimas en que somos más libres de imaginarnos a nosotros mismos. Mis padres y mis abuelos llegaron a Estados Unidos huyendo del nazismo. Llegaron con historias parecidas a las de Odette, tras haber sido perseguidos aquí y allá porque habían nacido así y no asá, o porque habían elegido resistirse a sus perseguidores para servir a una idea política contraria. Hacia el final de sus vidas, tanto mi abuela paterna como mi abuelo materno escribieron sus memorias, y aunque sus historias y sus sensibilidades eran completamente diferentes, ambos pusieron fin al relato de sus vidas en la plenitud de estas, poniendo un punto y aparte en el momento en el que llegaron a Norteamérica. No sé por qué se detuvieron ahí. Tal vez nada de lo que vino después les hizo sentirse tan despiertos o tan vivos, para bien o para mal. Pero al escuchar a Odette, se me ocurrió que si, con frecuencia, los demás han hecho de tu vida el centro de su vida —es decir, que tu vida sea un tema y que este tema sea la razón de su vida—, entonces tal vez prefieras proteger los recuerdos de las épocas en que eras más libre de imaginarte a ti mismo, por ser estos los únicos momentos auténtica e inviolablemente tuyos.
Con todos los supervivientes tutsis con los que hablé en Ruanda me sucedió lo mismo. Cuando insistía en que me contaran cómo habían vivido durante los períodos largos que separaban los brotes de violencia —relatos caseros, relatos de la aldea, relatos divertidos o de disgustos, historias de la escuela, del colegio, de la iglesia, una boda, un funeral, un viaje, una fiesta, o de enemistades entre familias—, la respuesta era siempre opaca: en épocas normales, llevábamos una vida normal. Después de un tiempo, dejé de preguntar, porque la pregunta parecía carecer de sentido y posiblemente era cruel. Por otro lado, me encontré con que los hutus a menudo se ofrecían a contarme sus recuerdos sobre lo maravillosa que era la vida cotidiana antes del genocidio, y estas historias eran, tal como decían los supervivientes tutsis, normales y corrientes: variaciones, con el matiz ruandés, de las que se cuentan en cualquier otra parte del mundo.
Así pues, el acto de recordar tiene su propia economía, al igual que la experiencia, y cuando Odette mencionó la mano del profesor de medicina interna en su trasero con una mueca, yo vi que había olvidado esa economía y se había paseado por sus recuerdos, y sentí que ambos nos alegrábamos. El profesor la había imaginado vulnerable y ella había imaginado que, como hombre casado y profesor suyo, debería haberse contenido. Ambos estaban equivocados con respecto al otro. Pero las personas se hacen de los demás las ideas más raras cuando navegan en las aguas de la vida del otro… y en los «años buenos», en las «épocas normales», eso no tiene mayor importancia.
Jean-Baptiste Gasasira, el marido de Odette, era hijo de padre tutsi y madre hutu, pero su padre había muerto cuando Jean-Baptiste era muy pequeño y su madre había conseguido documento de identidad hutu para él.
—Esto no le salvó de ser apalizado en el setenta y tres —me dijo Odette—, pero significaba que los niños tenían documentación hutu.
Tenía dos hijos y una hija y podrían haber tenido más si ella y Jean-Baptiste no hubiesen viajado continuamente en los años ochenta para realizar estudios especializados de medicina, «una gran oportunidad para los tutsis», que se le facilitó por su amistad con el secretario general del Ministerio de Educación.
Cuando Habyarimana subió al poder, Ruanda era bastante más pobre que cualquiera de los países vecinos, y a mediados de la década de 1980 estaba mejor económicamente que todos ellos. Odette y Jean-Baptiste, que habían conseguido puestos bien pagados en el Hospital Central de Kigali, se hallaban muy cerca de la cima de la escala social ruandesa, con vivienda y coches del gobierno y una vida social intensa con la élite de Kigali.
—Nuestros mejores amigos eran hutus, ministros y todos los de nuestra generación que tenían puestos de poder —recordaba Odette—. Ellos eran nuestra gente. Pero era un poco duro. Aunque a Jean-Baptiste lo contrataban como si fuera hutu, le veían la cara y el porte de un tutsi, y se nos conocía como tutsis.
La sensación de exclusión podía ser muy sutil, pero con el tiempo se fue haciendo más aguda. En noviembre de 1989, un hombre se presentó en la sala de maternidad preguntando por la doctora Odette.
—Se mostró muy impaciente e insistía en que teníamos que hablar. Me dijo: «La necesitamos en la Presidencia, en el despacho del secretario general de Seguridad».
Odette sintió pánico; supuso que la interrogarían por su costumbre de visitar a miembros de la familia y amigos ruandeses que vivían en el exilio durante sus esporádicos viajes a los países vecinos y a Europa.
Desde 1959, la diáspora de tutsis ruandeses exiliados con sus hijos había aumentado hasta alcanzar la cifra de un millón de personas; era el problema de refugiados africanos más grande y más antiguo sin resolver. Casi la mitad de esos refugiados vivían en Uganda, y a principios de la década de 1980 un grupo de ruandeses jóvenes exiliados en dicho país se había unido al líder Yoweri Museveni en su lucha contra la dictadura brutal del presidente Milton Obote. En enero de 1986, cuando Museveni se proclamó victorioso y fue investido presidente de Uganda, en su ejército había varios miles de refugiados ruandeses. Habyarimana se sintió amenazado. Durante años había fingido negociar con los grupos de refugiados que exigían el derecho a regresar a Ruanda, pero, argumentando la superpoblación crónica del país, siempre se había negado a permitir el regreso de los refugiados. En Ruanda, el 95 por ciento de la tierra estaba cultivada y la familia media estaba integrada por ocho personas que vivían como agricultores de subsistencia en menos de una cuarta parte de una hectárea. Poco después de la victoria de Museveni en Uganda, Habyarimana había declarado sencillamente que Ruanda estaba al completo: fin de la discusión. Después de aquello, se prohibió todo contacto con los refugiados y Odette sabía lo puntillosos que podían ser los espías de la red de Habyarimana. Mientras se dirigía a la Presidencia, se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué decir si habían descubierto sus visitas a algunos exiliados.
—Doctora Odette —dijo el jefe de Seguridad de Habyarimana—, dicen que es usted una buena doctora.
—No lo sé —dijo Odette.
—Sí —prosiguió él—. Dicen que es usted muy inteligente. Estudió en las mejores escuelas sin tener derecho a ello. Pero ¿qué dijo usted en el pasillo del hospital hace poco, después de la muerte del hermano del presidente Habyarimana?
Odette no sabía de qué estaba hablando aquel hombre. El jefe de Seguridad le dijo:
—Dijo que los demonios tendrían que llevarse a toda la familia Habyarimana.
Odette, que temblaba de miedo, se echó a reír.
—Soy médico —repuso—. ¿Piensa usted que creo en los demonios?
El jefe de Seguridad también se echó a reír. Odette regresó a casa y a la mañana siguiente fue a trabajar como cada día.
—Empecé a hacer mi ronda de visitas —recordó—. Entonces se me acercó un compañero y me dijo: «Siempre te estás marchando. ¿Adónde vas ahora, a Bélgica o qué?». Y me llevó a ver algo: habían arrancado mi nombre de las puertas de las salas y habían informado a todo el mundo de que yo ya no trabajaba allí.