Los tutsis no fueron los únicos decepcionados al ver que la Segunda República se petrificaba en un régimen totalitario maduro, en el que Habyarimana, que gobernaba sin oposición, decía haber recibido un cómico 99 por ciento de los votos en las elecciones presidenciales. El séquito del presidente estaba integrado en una abrumadora mayoría por personas de su lugar de origen en el noroeste y los hutus del sur se sentían cada vez más marginados. En el área rural, los campesinos hutus eran casi tan menospreciados como los tutsis, y cuando Habyarimana resucitó el tan denostado sistema colonial de destacamentos de trabajo comunal obligatorio, se les adjudicaron trabajos muy duros. Por supuesto, como exigían los ubicuos ejecutores del partido MRND, todo el mundo acudía a cantar y bailar adulando al presidente en los espectaculares desfiles de «animación» política, pero estos vítores obligatorios por parte de los ciudadanos no lograban enmascarar el descontento político creciente en la mayor parte de la sociedad ruandesa. Si bien el país en conjunto había reducido un poco su pobreza durante el mandato de Habyarimana, la gran mayoría de los ruandeses seguían viviendo en situación de extrema miseria, y no les pasaba por alto el hecho de que el omnipotente presidente y sus colaboradores se habían enriquecido mucho.
Y una vez más, Ruanda —nunca había sido de otro modo en su historia— apareció como el paraíso de los donantes de ayuda al desarrollo, sin parangón con el resto del África poscolonial. En casi todos los demás países del resto del continente, veías a los dictadores dependientes de las potencias de la guerra fría, que gobernaban a base de saqueos y asesinatos, y los rebeldes que se les oponían utilizaban una escandalosa retórica antiimperialista que hacía que los cooperantes blancos sintiesen la amarga punzada de la incomprensión. Ruanda estaba tranquila… o, como los volcanes del noroeste, inactiva; tenía buenas carreteras, una elevada asistencia a la iglesia, índices de delincuencia bajos y niveles de salud pública y de educación en constante progreso. Si eras un burócrata con un presupuesto de ayuda al desarrollo para gastar y tu éxito profesional se iba a medir en virtud de tu habilidad para no mentir o dar demasiado lustre a los alentadores informes estadísticos al final de cada año fiscal, tu futuro estaba en Ruanda. Bélgica envió grandes cantidades de dinero a su antigua pista de baile; Francia, siempre dispuesta a ampliar su imperio neocolonial en África —la Francophonie— había iniciado su ayuda militar a Habyarimana en 1975; Suiza envió más ayuda al desarrollo a Ruanda que a cualquier otro país del mundo; Washington, Bonn, Ottawa, Tokio, el Vaticano… Kigali era la obra de beneficencia favorita de todos ellos. Las colinas se poblaron de jóvenes blancos que trabajaban, si bien inconscientemente, para mayor gloria de Habyarimana.
Entonces, en 1986, los precios de las principales exportaciones de Ruanda, el café y el té, cayeron en picado en los mercados internacionales. La única forma de hacer dinero fácil que quedaba era sisarlo de los proyectos de ayuda al desarrollo y para ello había mucha competencia entre los del noroeste del país, que habían medrado desde la subida al poder de Habyarimana. En los sindicatos del crimen como la mafia, se dice que una persona les pertenece cuando se ha imbuido de la lógica y de las prácticas de la banda. Este concepto es intrínseco a las estructuras tradicionales de Ruanda en lo social, político y económico, las estrictas pirámides de relaciones protector-partidario incondicional que son la única cosa que ningún cambio de régimen ha sido capaz de alterar. Cada colina tiene su jefe, cada jefe tiene sus delegados y sus subjefes; la ley del más fuerte rige desde la célula social más pequeña hasta la autoridad central más poderosa. Pero si el mwami —o, ahora, el presidente— era el dueño de Ruanda, ¿quién era el dueño del presidente? A través del control de las empresas paraestatales, del aparato político del MRND y del ejército, un puñado de ruandeses del noroeste habían convertido, a finales de la década de 1980, el Estado ruandés en poco más que un instrumento de su voluntad… y con el tiempo, el propio presidente acabó siendo más un producto del poder regional que la fuente del mismo.
Por lo que se oía en la radio estatal de Ruanda y lo que trascendía en los periódicos, generalmente timoratos, a uno no le habría resultado fácil adivinar que Habyarimana no era del todo dueño y señor de su imagen pública. Pero todo el mundo sabía que el presidente era un hombre sin cuna, posiblemente nieto de un inmigrante del Zaire o de Uganda, mientras que su mujer, Agathe Kanzinga, era hija de gente de altos vuelos. Madame Agathe, muy asidua a la iglesia, aficionada a ir de compras a París, era la que ostentaba el cetro de aquel trono; eran su familia y sus secuaces los que habían conferido el aura a Habyarimana, los que habían espiado para él, y los que de vez en cuando y muy en secreto habían asesinado para él, y cuando Ruanda tuvo que empezar a apretarse el cinturón a finales de la década de 1980, fue le clan de Madame el que más se benefició de la ayuda al desarrollo procedente del extranjero.
Pero, llegados a este punto, hay tantas cosas que debería saber el lector… ahora mismo. Permítame una rápida digresión.
En otoño de 1980, la bióloga Dian Fossey, que se había pasado los últimos trece años de su vida en las montañas del noroeste de Ruanda estudiando las costumbres de los gorilas de la zona, se retiró a la Universidad de Cornell para terminar un libro. El acuerdo con la Universidad de Cornell le exigía que impartiese un curso y yo era uno de sus alumnos. Un día, antes de clase, la encontré sumida en uno de sus estados de malhumor conocidos por todos. Acababa de pillar a la mujer de la limpieza sacando los pelos —los de Fossey— de su peine. Me impresionó: una mujer de la limpieza, y encima tan diligente, resultó muy exótica para mi mente de estudiante. Pero Fossey se peleó con la mujer; incluso puede que llegase a despedirla. Me dijo que su pelo y los recortes de sus uñas, los tiraba ella. Lo mejor era quemarlos, pero también era aceptable tirarlos al inodoro. Así que la mujer de la limpieza era un simple chivo expiatorio; Fossey estaba enfadada consigo misma. Por haber dejado sus pelos por ahí de cualquier manera: cualquier persona podía hacerse con ellos y lanzarle un mal de ojo. En aquel momento yo no sabía que en Ruanda conocían a Fossey popularmente como «la hechicera». Le pregunté si de verdad creía en esas bobadas y me respondió como una flecha: «En donde yo vivo, si no creyera en ello ya estaría muerta».
Cinco años después leí en el periódico que Dian Fossey había sido asesinada en Ruanda. Alguien la mató con un machete. Mucho tiempo más tarde hubo un juicio en Ruanda, un proceso muy turbio: un acusado ruandés fue hallado en su celda ahorcado antes de que pudiera declarar, y uno de los ayudantes norteamericanos de Fossey fue juzgado en rebeldía, declarado culpable y condenado a muerte. El caso se cerró, pero quedó la sospecha de que no había sido resuelto. Muchos ruandeses hablan todavía de que el verdadero responsable del asesinato fue un primo o pariente político de madame Agathe Habyarimana; se decía que el motivo tenía que ver con operaciones de contrabando de oro o de drogas —o de caza furtiva de gorilas— en el parque nacional donde se hallaba el centro de investigación de Fossey. Todo fue muy turbio.
Cuando Odette me contó su conversación con el jefe de Seguridad de Habyarimana sobre el asunto de los demonios, pensé en Fossey. El poder es terriblemente complicado; si la gente que tiene el poder cree en los demonios, puede que sea mejor no reírse de ellos. Un responsable de prensa de la ONU en Ruanda me dio la fotocopia de un documento que había salvado de los restos de la casa de Habyarimana después del genocidio. (Entre las posesiones del presidente, los buscadores de trofeos encontraron, además, una versión cinematográfica de Mein Kampf, de Hitler, con un retrato hagiográfico del Führer en la carátula.) El documento contenía la profecía pronunciada en 1987 por un visionario católico conocido por el nombre de Pequeño Guijarro, que decía estar en contacto directo con Nuestra Señora la Virgen María, y que había visto la inminente desolación y el final de los tiempos. La tesis de Pequeño Guijarro respecto de los años venideros incluía un atentado comunista en el Vaticano, guerras civiles en todos los países del planeta, una serie de explosiones nucleares, incluida la de un reactor ruso en el Polo Norte que provocaría que se formara una capa de hielo en la estratosfera, que impediría el paso del sol y provocaría la muerte de una cuarta parte de la población mundial; tras lo cual, naciones enteras desaparecerían a consecuencia de los terremotos, y el hambre y las epidemias acabarían con muchas de las personas que habían porfiado en sobrevivir hasta entonces. Por último, después de una guerra nuclear total y de tres días de oscuridad, Pequeño Guijarro prometía: «Jesucristo volverá a la tierra el Domingo de Resurrección de 1992».
No puedo decir que Habyarimana leyese estas predicciones, solo que estas encontraron la manera de llegar a su casa y que guardaban mucha afinidad con las opiniones que fascinaban a su poderosa esposa. Una colina denominada Kibeho, que se yergue cerca del centro de Ruanda, se hizo famosa en los años ochenta porque la Virgen María tenía la costumbre de aparecerse a las visionarias locales y hablarles. En Ruanda —el país más cristianizado de África, donde al menos el 65 por ciento de la población era católica y el 15 por ciento protestante—, las visionarias de Kibeho enseguida trajeron cola. La Iglesia católica envió una «comisión científica de investigación» para que estudiara el fenómeno y declaró que era muy auténtico. Kibeho era una bicoca. Llegaron peregrinos de todo el mundo y madame Agathe Habyarimana lo visitaba con frecuencia. Con el apoyo del obispo de Kigali, monseñor Vincent Nsengiyumva (también él miembro entusiasta del comité central del MRND), madame Agathe se llevó en sus viajes internacionales a varias visionarias de Kibeho. Estas jóvenes tenían mucho que contar de sus conversaciones con la Virgen, pero uno de los mensajes marianos que tuvieron mayor impacto popular fue la afirmación reiterada de que, al cabo de poco tiempo, Ruanda se vería en medio de un baño de sangre.
—Había mensajes que anunciaban calamidades para Ruanda —me dijo monseñor Augustin Misago, miembro de la comisión eclesial para Kibeho—. Visiones de la Virgen llorando, visiones de gente matando con machetes y de las colinas cubiertas de cadáveres.
Los ruandeses se autodescriben como personas especialmente desconfiadas, y no les faltan motivos. Vayas donde vayas en Ruanda —casa particular, bar, oficina gubernamental o campo de refugiados—, las bebidas se sirven con las botellas sin abrir y no se destapan hasta que se está delante del que va a consumirlas. Es una costumbre vinculada al temor de ser víctima del envenenamiento. Una botella abierta, incluso una con el tapón visiblemente suelto, es inaceptable. Los vasos también son sospechosos. Cuando se trata de una bebida no embotellada que se sirve de un recipiente común, como ocurre con la potente cerveza de plátano que consumen los campesinos, o cuando se ha de compartir una bebida, el que la ofrece tiene que tomar el primer sorbo, como un catador de comida de la época medieval, para demostrar que es inofensiva.
La historia de la tradición popular en Ruanda está salpicada de relatos de supuestos envenenamientos. Marc Vincent, un pediatra de Bruselas que trabajó para la administración colonial a principios de la década de 1950, descubrió que los nativos consideraban el envenenamiento y la brujería las causas principales de todas las enfermedades mortales. En su monografía L’enfant au Ruanda-Urundi, Vincent recuerda haber oído a un chaval de diez años muy enfermo que decía a su padre: «Cuando me muera, tienes que averiguar quién me envenenó». Y otro de ocho años le dijo a Vincent: «Sí, la muerte existe, pero todos los que mueren aquí no es de muerte normal y corriente, es brujería: cuando escupes en el suelo, alguien coge tu saliva, coge el polvo que has pisado. Mis padres me han dicho que vigile». Vincent explicaba que estas actitudes impregnan todos los niveles de la sociedad: «Los nativos ven envenenadores por todas partes».
Aún hoy día, en radio trottoir —la radio de las aceras, la palabra siempre falseada de la calle— y en los medios de comunicación más formales, la explicación de las muertes se atribuye con frecuencia a envenenadores invisibles. En ausencia de pruebas que demuestren o descarten estos rumores, el permanente miedo al envenenamiento adopta la cualidad de metáfora. Cuando la muerte es siempre trabajo de los enemigos y el poder del Estado se considera concertado con lo oculto, la desconfianza y el subterfugio se convierten en herramientas de supervivencia y la misma política se convierte en un veneno.
Así pues, Habyarimana existía a la sombra de su mujer, y su mujer, como mínimo, presentía la destrucción total. Los ruandeses parecían creer que ella tenía que saberlo. En radio trottoir, a madame Agathe se la llamaba Kanjogera, como la perversa reina madre del mwami Musinga, la lady Macbeth de la leyenda ruandesa. Le clan de Madame, la corte de Agathe dentro de la corte, se conocía con el nombre de akazu, la casita. La akazu era el núcleo de las redes concéntricas de poder y nepotismo político, económico y militar que acabaron denominándose el Poder Hutu. Cuando el presidente se salía de la línea que circundaba la akazu, al instante se le leía la cartilla. Por ejemplo, Habyarimana tuvo una vez un protegido que no pertenecía a la akazu, el coronel Stanislas Mayuya; le gustaba tanto Mayuya que uno de los jefes de la akazu hizo que le pegaran un tiro. El tirador fue detenido; y luego tanto él como el fiscal del caso fueron asesinados.
El asesinato de Mayuya fue en abril de 1988. Le siguió un año extraño. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial exigieron a Ruanda que realizara un programa de «ajuste estructural», con lo que el presupuesto del gobierno para 1989 fue reducido radicalmente casi a la mitad. Al mismo tiempo aumentaron los impuestos y las exigencias de trabajo forzado. La falta de lluvia y la mala gestión de los recursos provocaron bolsas de hambre. Se filtraban detalles de escándalos de corrupción y varios de los críticos de Habyarimana sufrieron presuntos accidentes de automóvil, en los que se les atropelló y mató. Para que la impecable imagen de Ruanda no sufriera deterioro a ojos de los donantes de ayuda internacional, la policía de Kigali mandó patrullas para detener a las «prostitutas», categoría en la que se incluía a cualquier mujer que se enredara con los altos cargos. El ministro del Interior encargó a los militantes católicos que destrozaran las tiendas que vendían condones. Los periodistas independientes que tomaron nota de todos estos desmanes acabaron en la cárcel; al poco tiempo les siguieron vagabundos en paro cuyas cabezas fueron rapadas en preparación de un programa de «reeducación».
Cuantos más problemas había, más alborotadores surgían. Los hutus de la oposición de diversa extracción empezaron a definirse y a presionar para captar la atención de los gobiernos de Occidente, cuyas cifras de ayuda garantizaban cerca del 60 por ciento del presupuesto anual de Ruanda. La sincronización fue perfecta. Después de la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 —el mismo mes que despidieron a Odette—, las potencias victoriosas de la guerra fría, Europa occidental y Norteamérica, empezaron a exigir gestos de democratización a sus regímenes protegidos de África. Hubo que presionar mucho, pero tras una reunión con su principal valedor extranjero, el presidente francés François Mitterrand, Habyarimana anunció inesperadamente, en junio de 1990, que había llegado el momento de establecer un sistema político pluripartidista en Ruanda.
Estaba claro que Habyarimana había abrazado la reforma a contrapelo, como capitulación a la presión extranjera, y en lugar de simple alivio y entusiasmo, la perspectiva de lucha abierta por el poder provocó en Ruanda la alarma generalizada. Todo el mundo entendía que los del noroeste, que dependían del poder de Habyarimana y de quienes cada vez más dependía su poder, no cederían fácilmente su porcentaje. Mientras Habyarimana hablaba en público de una apertura política, la akazu agarraba con más fuerza la maquinaria del Estado. Puesto que la represión se aceleró en proporción directa a las amenazas de cambio, una serie de defensores pioneros de la reforma huyeron al exilio.
Y entonces, a primeras horas de la tarde de un primero de octubre de 1990, un ejército rebelde autodenominado Frente Patriótico Ruandés y procedente de Uganda invadió el nordeste de Ruanda, declarando la guerra al régimen de Habyarimana y proponiendo un programa político que proclamaba el fin de la tiranía, de la corrupción y de la ideología de la exclusión «que genera refugiados».
Toda guerra es no convencional a su manera. La no convencionalidad del Poder Hutu no tardó en expresarse. La invasión del FPR empezó con cincuenta hombres que cruzaron la frontera y, aunque al poco tiempo les siguieron cientos, el campo de combate estaba claramente demarcado: un pedazo de parque nacional en el nordeste. Si lo que querías era luchar contra el FPR, no tenías más que subir al frente. Pero en la noche del 4 de octubre —tres días después de la invasión— hubo muchos disparos en Kigali y en sus alrededores. A la mañana siguiente, el gobierno anunció que había sofocado un intento de rebelión en la capital. Era mentira. No había habido batalla alguna. Los disparos habían sido una argucia y su objetivo muy sencillo: exagerar el peligro que corría Ruanda y crear la impresión de que los cómplices de los rebeldes se habían infiltrado en el corazón del país.
La invasión del FPR ofreció a la oligarquía de Habyarimana su mejor herramienta contra el pluralismo: el espectro unificador del enemigo común. De conformidad con la lógica de la ideología estatal —identidad igual a política y política igual a identidad—, todos los tutsis fueron considerados «cómplices» del FPR y los hutus que no eran de esta opinión se calificaron de traidores protutsis. La gente de Habyarimana no quería una guerra fronteriza, sino que dieron la bienvenida a los alborotos nacionales como pretexto para rodear a «los enemigos internos». Las listas ya estaban preparadas: los tutsis cultos, los tutsis prósperos y los tutsis que viajaban al extranjero fueron los primeros en ser detenidos y los hutus de prestigio que, por la razón que fuese, no concordaban con el régimen también fueron señalados.
El marido de Odette, Jean-Baptiste, recibió la llamada de un delegado presidencial que le dijo: «Sabemos que usted es hutu, pero tiene mucha intimidad con esos tutsis por culpa de su mujer. Si usted ama a su familia, diga a esos tutsis que escriban una carta al presidente confesando sus actos de traición con el FPR». El delegado le dictó una carta muestra. Jean-Baptiste le contestó que sus amigos no tenían nada que ver con el FPR, lo cual era cierto. Antes de que el FPR atacase, casi nadie fuera de sus filas sabía de su existencia. Pero Habyarimana había expresado repetidamente su miedo a que los ruandeses del ejército ugandés estuvieran conspirando contra él, y, de hecho, la invasión del FPR había llevado consigo la deserción masiva de las filas ugandesas. Para Habyarimana y su séquito, esa era la prueba de que cualquier sospechoso era, en virtud de su sospecha, un agente enemigo.
Jean-Baptiste aseguró a su interrogador que no tenía contactos con exiliados. Odette no sabía por qué, pero después de aquello lo dejaron en paz; casi diez mil personas fueron detenidas entre octubre y noviembre de 1990. Pero se cometieron todo tipo de errores. Por ejemplo, cuando enviaron un grupo de hombres al hospital para detener a Odette, se equivocaron de persona.
—Me habían devuelto mi puesto de trabajo —me contaba—, y tenía una compañera que se llamaba igual que yo. Era hutu y dijo una y otra vez que no era yo, pero era mucho más alta que yo y ellos le dijeron: «Solo hay una doctora tutsi que se llame Odette». Así que la encarcelaron y la torturaron, y en 1994 la volvieron a confundir con una tutsi y la mataron.
Durante los primeros meses de la guerra, el gobierno pedía a la población que mantuviese la calma. Pero el falso ataque a Kigali y las detenciones en masa enviaban otro mensaje. El 11 de octubre, solo diez días después de la invasión del FPR, los funcionarios locales del pueblo de Kibilira, en Gisenyi, informaron a los hutus de que su trabajo comunal obligatorio de aquel mes consistiría en luchar contra sus vecinos tutsis, con los que habían convivido en paz durante al menos quince años. Los hutus se pusieron manos a la obra al son de cantos y tambores, y la matanza duró tres días; fueron asesinados unos trescientos mil tutsis y otros tres mil huyeron de sus hogares. Aquellos cuya memoria no llega tan lejos como la de Odette recuerdan la masacre de Kibilira como el principio del genocidio.