Apenas fueron un par de horas, pero había dormido como un bebé. Hay gente a la que el bulbo raquídeo le aprisiona y le provoca angustia e insomnio, pero a mí no. A mí nunca me pasa eso. Es uno de mis mecanismos de supervivencia más latentes.
Al despertar tenía veinte wasaps de Paula que podían resumirse en que la operación había salido bien, que Tolito estaba en planta y que pasaría el día con su suegro en el hospital. ¿Su suegro? Sí, así está el mundo de loco. Te follas a un tío treinta veces y una visita a urgencias crea lazos familiares tan arraigados como para estrenar parentesco con su padre. No me alegré por Tolo, volvió a darme igual.
Junto a esta sarta de gilipolleces me encontré un mensaje de Rachel, mi excompañera de trabajo, que me invitaba a su cumpleaños. Lo celebraría esa misma noche a partir de las siete en el bareto que había frente a la oficina.
Mi primer instinto fue dejar el mensaje sin contestar. En realidad, no tenía ganas de verlos ni a ella, ni a Claudia, ni a Tom. Estaba segura de que el lerdo de Elías no iría, porque nunca nadie le invitaba a nada, pero no quería perder el tiempo hablando sobre mi dimisión o mi futuro. Además, ya había quedado con Chus, que, por cierto, todavía no me había confirmado el plan. Le escribí para exigir instrucciones y me contestó con mil iconos de disculpa diciéndome que tenía cena con un cubanito con el que andaba follando desde hacía unos meses y que quedábamos en La Bachata a las doce y media.
La Bachata era mi bar de ambiente favorito, aunque solo iba allí si quedaba con Chus. Era un lugar ideal para conocer gente. A él también le gustaba porque podía ver a su amigo Philippe, que es el dueño del local y mi favorito de la lista de amantes de Chus: el roquero tatuado del que hablamos el día que quedamos en el bar de siempre, para después acabar en el local swinger que trajo a Max a mi vida.
Le contesté con un okey: tenía ganas de verle y una muerte que celebrar.
Los gays me encantan: no tienen problema en follar con alguien y ponerle hora final al encuentro. La mayoría trata el sexo con bastante más naturalidad que los heteros. Chus iba a cenar, echar un polvo, ducharse y luego salir con una amiga sin que su ligue se molestase por dormir solo.
Quedando a esas horas en La Bachata no tenía excusa para no perderme lo de Rachel y, de pronto, sentí lástima por ella. Se había molestado en escribirme personalmente un wasap muy cariñoso en el que me preguntaba por mi nueva vida. Quería saber cómo estaba y decirme que me echaba de menos. Además, antes de despedirse tuvo el detalle de pedirme que le trasladase la invitación a Paula, porque le haría mucha ilusión que se apuntara. Ya sabía yo que se harían amigas, y no es que a Rachel le sobraran. Recordé su último cumpleaños y su nula capacidad de convocatoria, pues no vinieron ni diez personas.
Era sosa, pero también buena, y mi eterno dilema sobre las buenas personas me obligó a contestar.
¡Hola, Rachel! La verdad es que tengo un compromiso a las 00:30 al que no debería faltar, y Paula está en el hospital con Tolo, que ha tenido un accidente (ya te contaré).
De todas formas me paso un rato a verte y después me voy volando para no llegar tarde. ¡Besos! ¡Luego te tiro de las orejas!
Me arrepentí según lo envié: no sé decir que no, y hago como si me importasen las inseguridades de los demás, cuando en el fondo creo que cada uno tiene lo que se merece. ¿Qué culpa tengo yo de que la chica no tenga amigos?
La respuesta de Rachel llegó al segundo, repleta de emojis tristes por Paula y sonrientes por mi confirmación. Cosas de la moda del mensaje instantáneo, con todo el mundo enganchado a WhatsApp e incapaz de comunicarse sin dibujitos animados.
Confirmado: Rachel era una pringada, pero también muy buena. El cabreo se me pasó en cuanto los buenos días de Max llegaron vía WhatsApp y redactados, como siempre, en formato de mensaje escueto:
Espero que no te hayas olvidado ya de nuestra apuesta, chica guapa.
Ya estoy pensando en cuál va a ser mi premio cuando gane...
Me arrancó una sonrisa y una punzada de excitación entre las piernas. Eran las once de la mañana. Seguro que ayer salió con alguna de sus nenas, se la llevó a la cama, la echó después del polvo, durmió sus ocho horitas y ahora se levantaba juguetón. Esta vez no le contesté, aunque me costó no enviarle una descripción detallada de lo que le esperaba el viernes para ir poniéndole a tono.
Dejé el móvil a un lado y me quedé tendida en la cama. No entendía bien por qué aquel hombre podía humedecerme a pesar de provocarme un poco de rabia. Había algo en nuestra «no relación» que me sacaba de quicio. Yo creía estar manejando al menos una parte de ella, y, de vez en cuando, hasta me concedía el privilegio de que pareciese que lo hacía, pero en realidad me había convertido en una yonqui de sus órdenes.
Él me estaba diseñando al detalle y yo empezaba a ser una especie de vasija de barro perfectamente moldeada. No le exigía nada, no quería nada, dejaba que se divirtiera y bebiese de mí. Jamás le molestaba con llamadas o mensajes inoportunos de celos y hasta le había prometido una mamada. Yo era para él como un traje de sastre a medida que se ponía de vez en cuando para sentirse joven.
Lo que no entendía bien era por qué me dejaba llevar e incluso disfrutaba de seguir el guion que él iba escribiendo. Para ser sincera, tuve que reconocerme que, aunque no de forma consciente, yo también le había elegido estratégicamente. Me lo hacía pasar bien, me generaba esa ola de estímulos que mi cerebro adicto necesitaba, pero, sobre todo, le escogí por un motivo que a estas alturas ya ni siquiera era cierto: porque pensaba que iba a ser una opción de amante con riesgo cero. Es decir, que nunca iba a engancharme de alguien como él.
En realidad, había caído en sus garras como lo hacían todas las demás. Pensaba en él (o lo que es lo mismo, le echaba de menos), me moría por compartir asuntos que no quería compartir con nadie, me interesaba lo que pensase, follar con otros me hacía sentir culpable (unos segundos, al menos) y creo que incluso tenía ganas de dormir a su lado. Esto último era lo que más me desconcertaba.
Para mí, el hecho de dormir junto a alguien tiene más valor que un polvo. El deseo de dormir con Max podía traducirse en confianza y seguridad, podía incluso llevarme al terreno de la complicidad y de los sueños compartidos. Para que nos entendamos, nunca me habría planteado dormir con el repartidor del súper, con Jack o con cualquiera de los amantes con los que había follado. Cada vez que había compartido cama en mi vida, había terminado formalizando una relación y estar proyectando esto con Max me generó vértigo.
Éramos dos especies tan distintas y tan parecidas a la vez que asustaba solo pensar en elevar al cuadrado las ansias de poder y libertad a las que tendíamos por separado. Él era un mujeriego y yo no tenía alma de carcelero. Él tenía pánico a adquirir compromisos y yo había empezado a entender que mi estado óptimo era la soledad. A sus casi cincuenta estaba viviendo la juventud de la vejez y yo a mis treinta y pocos entraba peligrosamente en la vejez de la juventud.
Miré a través de la ventana. El día estaba despejado, pero las copas de los árboles se movían de lado a lado bailando una curiosa coreografía que parecía estar diseñada para un tema de swing. Me había vuelto a quedar sola y seguía cachonda.
Elegí una de mis posturas favoritas para masturbarme, tumbada boca abajo y frente al espejo que había puesto en mi cuarto. Desde aquella perspectiva podía verme la cara, la melena alborotada, la marcada curva de mi espalda y los glúteos, que, perfectamente definidos, se movían buscando el placer sobre las sábanas arrugadas. Esos pliegues suaves rozaban mis pezones y buscaban la forma de colarse entre mis piernas. Tanteé por el suelo con una mano, mientras la otra se movía entre mis piernas, y alcancé una barra de labios que había caído del bolso.
Era un objeto perfecto: sus esquinas angulosas de cristal brillante y la tapa dorada con ornamentos parecían diseñados para lo que tenía en mente: iba a correrme sobre Chanel y toda su estupenda clientela.
Recuperé la postura inicial y coloqué el pintalabios en el clítoris para hundir sus salientes entre mis labios carnosos. La imagen de Max me acompañaba en todo momento: sentí sus manos en mi culo, el firme tirón de pelo y su aliento en mi sien mientras me follaba. Recordé la tensión en sus músculos el día en que me folló con los ojos vendados, y el movimiento de sus dedos dentro de mí. Mi mirada obscena se reflejaba en el espejo y mi culo se movía ansioso.
Subí y bajé el ritmo varias veces porque mantenerse cachonda sin dejarse ir es uno de los aprendizajes más importantes del onanismo. Los hombres lo practican para saber satisfacernos y evitar correrse antes de tiempo. Nosotras, en cambio, solemos estar más pendientes de que él sepa que ya hemos alcanzado la cima que de disfrutar realmente del momento. En mi opinión, si aprendes a jugar contigo puedes manejar los ritmos. El de subida, el de bajada y el de explosión. Solo así puedes preocuparte más por tu orgasmo que por la masculinidad de nadie.
Terminé satisfecha tras tres rondas en las que rocé el orgasmo para luego frenar y empezar de nuevo. No dejaba de imaginarme con Max. Me gustaba hacerlo. Cerrar los ojos y proyectar historias. Con su voz aún resonando en mi cabeza, imaginé que yo estaba de rodillas, rogando que me acercara su polla, mientras él, desnudo, me rodeaba andando en círculos. La tenía en la mano, grande y dura, pero me prohibía tocarla y lamerla. En mi fantasía, él se paraba frente a mí y me la restregaba por la cara con la orden de que mantuviese la boca cerrada. Después volvía a caminar a mi alrededor, me obligaba a suplicarle que hiciese lo que quisiera conmigo. Entonces, terminaba por follarme el culo sin previo aviso y se corría dentro de mí sin siquiera mirarme.
Al terminar me di cuenta de que, efectivamente, para mí el sexo tenía mucho de sumisión; y mañana pensaba someter a Max en esa misma cama.
Cuando estoy sola me gusta disfrutar del poscoito. Acurrucarme entre las sábanas y regalarme veinte minutos de siesta hacen que me levante de muy buen humor.
Una vez que mis pulsaciones bajaron, me duché y me vestí como siempre. Es decir, con cualquier cosa. Tenía hambre y muchas cosas que hacer, así que cogí el ordenador y me pegué un homenaje en el oriental que había cerca de la que fue mi facultad, el de las cerillas que tan útiles me habían resultado hacía menos de una semana.
De camino llamé a Paula, que me contó al detalle las últimas horas de su Tolito: qué había comido, cuántas veces había ido al baño, dónde le dolía, qué medicación le habían dado... Un coñazo al que yo presté toda la atención que ella necesitaba: estaba claro que ya me había perdonado el arrebato cruel del miércoles por la mañana. Me despedí deseándole una rápida recuperación, le envié recuerdos para su suegro y pasé de comentarle la invitación de Rachel.
Pensar en Tolo escayolado y dolorido hizo que me acordase de Aitor, mi nuevo amigo vasco: si lo de Tolo había sido en parte cosa suya, por defenderme a mí y a otras chicas de sus malos modos, tenía que encontrar la manera de devolverle el favor.
Pasé las siguientes horas en el restaurante chino, un bajo en chaflán con tres ventanas a la calle decorado como se decoran los orientales: rojo, negro y dorado con molduras espantosas, esculturas de feos dragones y sonrientes caras achinadas con el pelo negro azabache. En la mesa, una cerveza Sapporo bien fría, en vidrio y sin vaso, sopa miso, minirrollitos vietnamitas, pincho de pollo a la plancha con salsa satay, mixto de dimsum, ku-bak con gambas y sushi variado. Tenía hambre, qué diablos.
Mientras devoraba los platos, empecé a trazar un plan para librarme de la gargantilla. Necesitaba un comprador, o más bien un intermediario: alguien que le diese salida y me dejase un beneficio con muchos ceros. La clave era encontrarlo.
Quizá podría navegar por la red no indexada en los buscadores, donde conviven pedófilos, hacktivistas, revolucionarios, blanqueadores de criptomonedas y todo tipo de delincuentes y traficantes, pero no tenía claro que yo sola pudiese acceder a TOR —la red de comunicaciones de enrutamientos cifrados que teóricamente permite una navegación anónima porque no revela la IP de sus usuarios— y zambullirme con garantías en la darknet, la web oscura. O al menos no podría hacerlo rápido, y tenía prisa. Iba a necesitar que algún friki de la informática me echase una mano, pero estaba sola y no me fiaba de nadie, así que eso quedaba descartado.
Tampoco pensaba poner un anuncio ni responder a ninguno: ya sabía cómo acababan esas cosas. La opción menos mala era el tú a tú, pero tenía que encontrar a alguien que ya se moviera en esos mundos subterráneos, alguien con soltura, acostumbrado a mover mercancías.
Me dejé a la mitad cuatro de los seis platos, pero el pollo estaba exquisito.
—Disculpa, ¿qué lleva la salsa satay? ¡Está increíble!
—Mantequilla de cacahuete, ajo, soja, leche de coco, chile molido y... creo que azúcar y zumo de limón.
La camarera —una preciosa oriental de cabello negro azabache— me impresionó. Estaba acostumbrada a recibir una respuesta bastante menos profesional cuando preguntaba por la receta de un postre casero o por la de la salsa alioli en un restaurante. Mientras enumeraba cada ingrediente, mi paladar pudo descomponer todos esos sabores y sentir los gustos que albergaba aquella extraordinaria mezcla. ¿Mantequilla de cacahuete? Un malvado pensamiento me pasó por la cabeza, un impulso reprimido.
Hasta entonces no había sido consciente de lo que ahora aparecía nítido ante mí y traía a mi memoria una imagen: la de Elías escudriñando una etiqueta, mirando con recelo el envase de magdalenas que trajo Claudia para celebrar su ascenso hacía casi un año. A esto, y sin ser muy consciente de que lo estaba procesando, había que sumar que no iba a comer fuera y esas barritas detestables de cereales que tomaba a media mañana. ¿Y si el muy imbécil era alérgico a los frutos secos? Eso le impediría comer bollería industrial, bombones, aceite de girasol, helados, galletas, cereales y una eterna lista de alimentos que contenían semillas de plantas desecadas.
Mi mente había anotado cada detalle aun sin saber para qué lo necesitaba. Lo había guardado en la «ficha mental» de Elías, con una etiqueta imaginaria en la que se podía leer «alta probabilidad de alergia a los frutos secos». Solo tenía que quedar con él en su casa y envenenarle mientras disfrutaba del espectáculo. Sudor en la frente, piel enrojecida y un picor insoportable que le acompañarían hasta terminar asfixiado por la inflamación de sus vías respiratorias.
Sacudí la cabeza y me apreté los ojos con los puños. ¿Otra vez? Mi monstruo interior quería hacerlo, quería adueñarse de mi voluntad.
Es cierto que Elías era un mierda, pero ese hombre no merecía morir, solo era un débil mental. La gente asesina a otros por un motivo: venganza, celos, dinero..., todo eso tiene un sentido, pero la estupidez del ser humano no es una razón lo bastante potente como para despertar ese instinto. Si lo fuera, más de media población habría desaparecido ya. Se acabó. No volvería a pensar en ello nunca más.
—¿Me pones un café solo largo, por favor? —le pedí a la camarera.
Me lo tomé mientras el comedor se llenaba de asalariados en busca de un menú asequible, pagué la cuenta y me dirigí hacia casa dándole vueltas a dónde encontrar a alguien capaz de mover la gargantilla.
Ya en mi barrio, compré un pack de Red Bull y me tomé dos antes de entrar en casa. Ningún mensaje. Obviamente, no tenía sueño y me centré en mi vasco favorito, Aitor.
Investigué el año en el que compró el local, el precio del metro cuadrado que manejaba aquel barrio según el tipo de inmueble de hace una década, me informé sobre las licencias de hostelería... Para renovarse necesitaba un nombre, un plan de ventas y una reforma: aquel lugar estaba anticuado y oscuro, y esa iba a ser una de las claves para que empezase a facturar en condiciones. De las dos primeras cosas podía encargarme yo, pero para la última preferí bucear entre empresas de reformas, arquitectos y diseñadores de interior y seleccionar las tres mejores opciones de servicio integral en relación calidad-precio.
Preparé lo que en lenguaje financiero se llama un RFP o request for proposal —un documento en el que describes el proyecto a la perfección y lo envías a varias empresas a la espera de recibir una propuesta que se ajuste a lo solicitado—, me creé una nueva cuenta de correo y contacté con cada una para comunicarles «nuestro» interés en contratarlas. Hasta la crisis, este formato a modo de concurso entre compañías no había calado en el sector de la arquitectura o el diseño de interiores, pero algo bueno tenía que tener vivir en un país en pleno derrumbe económico.
Eran las siete cuando cerré el ordenador. Ya era suficiente por hoy. Mi mente había devorado la actividad necesaria y debía arreglarme para ir al cumpleaños.
Iba a llegar tarde, pero daba igual. En primer lugar, porque si llegaba con retraso tendría que soportar durante menos tiempo a Tom, Claudia y Rachel, y en segundo lugar porque en las empresas de publicidad nadie sale a su hora: llegaría a las ocho y con indumentaria de guerra. Minivestido negro elástico, sin medias, botines de motera y la cazadora de cuero; ojos maquillados de negro y brillo en los labios, pelo suelto y sin bolso. El modelo dejaría impactados a quienes me conociesen de la agencia, pero después había quedado con Chus en La Bachata y el plan exigía un modelo a la altura.
Abrí el sobre con el dinero de Jack y cogí quinientos euros. Debería haberlos cambiado en billetes más pequeños, pero ya no me daba tiempo. Guardé el móvil en el bolsillo de la cazadora, el billete y algo de dinero suelto que llevaba en el bolso.
Cuando cerré a mi espalda la puerta de casa, no sabía la locura de noche que tenía por delante hasta que volviera a abrirla por la mañana.