Epílogo

El mar baña los tablones sobre los que mi nuevo lugar favorito tiene montada la terraza. Cuando baja la marea puedes ver cómo las olas se retiran para dar paso a la arena de una de las calas más recónditas del Mediterráneo. Ahora, sin embargo, las olas se acercan hasta mis pies para hacerme compañía. En temporada baja los pueblecitos costeros te permiten vivir en soledad y el tiempo pasa por ellos como un fantasma invisible.

—Lo de siempre, ¿verdad?

Aquí me conocen bien, aunque no saben mi nombre. A nadie le importa cómo se llama esa chica extraña que cada viernes se sienta en la primera línea de mesas, pide el pescado fresco del día y el postre de la casa, y se queda allí el resto de la tarde, observando cómo cambian los colores en el cielo mientras la última franja de sol se funde en la línea del horizonte.

—Disculpa... ¿Eres Martina?

De entrada, la pregunta del camarero de siempre resuena como un aldabonazo. Sé que en cualquier otro momento de mi vida el primer impulso habría sido mentir para no quedar expuesta, pero hoy me sorprendo asintiendo en modo automático. El embarazo es una experiencia increíble aunque, al menos en mi caso, me tenía extrañamente embobada. Según Google, la sangre se concentra en el feto, así que la actividad física y cerebral de la madre pasa a un segundo plano donde todo flota con absurda y apacible calma.

El postre casero viene acompañado por un paquete envuelto en papel craft en el que figura mi nombre y la dirección del restaurante en letra manuscrita. El camarero me lo tiende con la misma cara de asombro con la que yo lo recibo.

—Acaba de llegar. El mensajero me ha dicho que debía entregarlo hoy viernes, pero aquí no trabaja nadie que se llame Martina. Supongo que lo estabas esperando...

—¡Sí, claro! Ha llegado antes de lo que pensaba... ¡Muchas gracias!

Esta sí soy yo. Quiero decir que he vuelto a mentir. Nadie —ni siquiera Anne— sabe dónde estoy ni conoce mi estado. Hace unas semanas hice el último intento por llamar a Max antes de apagar el teléfono por una larga temporada. Seguía saltando el buzón tras el primer tono. Las dos llamadas perdidas del policía que investigaba la muerte de Elías terminaron por convencerme de abandonarlo sin batería en el cajón de la mesilla de noche.

Me desconcierta que alguien me haya localizado, aunque en realidad me alegra saber que el mundo no se ha olvidado de que existo. Segundos después mi ánimo vuelve a cambiar y me aterra pensar que ese paquete pueda contener algo que desestabilice la paz en la que he vivido durante los últimos meses. Tantos y tantos días asimilando una soledad que acaba de ser profanada por un envío postal.

Es una tablet y me la ha enviado Max. Lo sé porque en el interior hay un post-it con las palabras «Hola, chica», seguidas de unos puntos suspensivos. «Hola, chica guapa», pienso sin poder evitarlo, y entiendo enseguida que esa es la clave numérica de acceso. Tecleo guapa utilizando el sistema del teclado numérico asociado a las letras: 48272.

En el escritorio hay un único documento. Pincho sobre él.

Está escrito en formato de diario y empieza pidiendo perdón por no haberse puesto en contacto conmigo y por algunos «pequeños excesos» que había cometido en nuestra extraña relación. Enseguida veo que es un texto cariñoso, pero si lo que cuenta no estuviese relatado de forma casi periodística (con fechas, nombres, números...) me habría resultado difícil de creer.

Me sumerjo en la lectura porque siento que así puedo abrazarme a él y acogerle de nuevo como aquel día en el que anidó en mis pupilas. Aunque este no es el mismo Max que yo había conocido.

Lo primero que leo es que Max no se llama Max, y que es uno de los hackers más codiciados del planeta. Fue uno de los primeros. Uno de los mejores. Durante años ganó una fortuna entrando en sistemas de empresas y gobiernos, arrancándoles sus secretos y luego sabiendo cómo sacar partido de ellos. Se convirtió en una leyenda.

Max me confiesa que, valiéndose de esos talentos, había estado siguiendo mi huella digital, y que llevaba haciéndolo desde el instante en que sintió que yo ocultaba mucho de mí misma. Le pone fecha: fue el día en que conoció a Anne en el Comic Bar.

Se me acelera el pulso. Rememoro la conversación hasta donde soy capaz: la charla sobre príncipes y princesas y cuentos de hadas que se convierten en pesadillas. Nada raro, hasta que me llega como una bofetada la frase de despedida de Anne ese día. Algo sobre que el depósito de amor no tiene tanto que ver con el ego de los adultos, sino con el terror que experimentamos de niños. Entonces no vi ni siquiera lo que escondía esa frase que solo se revela ahora, meses después.

Un viaje a Londres más tarde.

Una vida rescatada del olvido más tarde.

También recuerdo que dejé a Max allí solo con Anne y salí a atender la llamada de mi abuela a la calle. ¿De qué habían estado hablando? ¿Qué coño le había contado mi prima?

Max no había podido averiguar nada de los abusos que sufrí. Era imposible que hubiera descubierto algo más allá de ponerle nombre y rostro a mi familia, porque solo un par de veces los golpes de mis padres acabaron en urgencias, y nunca en comisaría. No es eso lo que captó su atención, entonces.

Fue Jack.

Activó escuchas desde mis dispositivos, rastreo de ubicaciones, búsquedas digitales, wasaps, redes sociales... Y así fue como lo averiguó todo.

Recordé que, en efecto, yo había estado investigando la identidad de Jack desde mi portátil la mañana siguiente a la orgía y había logrado averiguar su nombre real a partir de la noticia falsa sobre el accidente. Max había entrado en mi ordenador y en mi móvil, por lo que pudo descubrir sin problemas lo que había ocurrido en la mansión, mi mentira a Paula, el lugar donde mi ubicación se detenía para aparcar el coche en la Ciudad Universitaria, el número del chalet al que había llegado tras verlo en mi agenda. Todo lo que hice a partir de ese día dejaba hilos que tejían una historia fácil de descifrar para un experto de su nivel.

Max trazó el plan para protegerme.

Primero fue al hospital donde estaba internado Jack dispuesto a extraerle una confesión completa sobre lo ocurrido aquella noche. Lo hizo mostrándole pruebas suficientes de sus delitos y desviaciones. Intentó negociar con él para que dejase ahí mi agresión y mi robo, que no buscase represalias, pero Jack le dijo que lo mío era innegociable. No sé qué le diría exactamente, porque en el texto Max no daba detalles, pero, conociendo a Jack, doy por hecho que habló directamente de matarme.

Max supo que si quería salvarme no tenía opción, e inyectó en la bolsa de suero lo que había llevado consigo solo como último recurso: una sustancia que lo sedó y que acabó matándolo a las pocas horas. Luego borró su visita de todas partes y retocó algunas mediciones de las pruebas médicas de ese día. Lo único que no había podido borrar eran las notas escritas a mano del informe, donde figuraba esa visita.

A partir de ahí, poco a poco se fue distanciando de mí, hasta que me dejó tras la llamada en la que le odié por dejarme y nunca más volvió a aparecer.

Los días siguientes puso a otros hackers a investigar a los miembros del Club, y tras reunir información suficiente para garantizar la condena judicial y la muerte social y empresarial de toda aquella jauría —pruebas sobre prácticas sexuales violentas no consentidas, corrupción empresarial, falsificación de documentos, tráfico de estupefacientes y otras tantas depravaciones—, acudió al Club, reunido en la elección de un nuevo presidente, y entregó ese dosier a cada uno de ellos junto con una amenaza muy clara: si alguno osaba acercarse a la chica que se llevó la gargantilla y dejó malherido a Jack, acabaría sepultado.

Era consciente de las implicaciones que tendría aquello y aun así lo hizo. Todo para salvarme de la venganza que seguramente otros planificaban.

Sentada a la mesa frente al mar en este pueblecito costero, lo que leo hace que me sienta protegida y agradecida, aunque también reconozco que una parte de mí se siente muy avergonzada, desnuda y algo estúpida. Porque eso no era todo.

La jugada maestra: fue él quien arregló la venta de la joya, sin que yo me diese ni cuenta de lo absurdamente fácil que había sido desprenderme de un objeto de esa categoría.

Max localizó a la madre de Jack, hablaron durante horas y, por lo que contaba, pudo darle a ella la paz que necesitaba para asumir la muerte de un hijo al que, pese a su maldad, nunca dejó de amar.

Después de eso, desapareció sin dejar huella.

Me ha escrito para contármelo y para decirme que si a los miembros del Club les diera por ir a por él, ya no podría seguir protegiéndome. En un gesto instintivo me llevo la mano al vientre y me golpea con todas sus fuerzas la certeza de que, para mí misma, en mi vida, yo ya no soy lo más importante.

Al entenderlo, algo dentro de mí se siente más vulnerable que nunca, porque incluso ahora ya sé que haría cualquier cosa por proteger a este bebé. Eso lo sé sin dudarlo y la certeza llega con una oleada de náusea que conozco bien. Me invade como tantas veces desde el viaje a Londres, porque no consigo entender por qué mi madre no sentía lo mismo, por qué no hizo nada para impedir que me rompieran por dentro, hasta el punto de obligarme a buscar refugio cada vez más lejos de mi propia memoria. Por qué el maltrato, los golpes, los insultos, el abandono, la falta de apoyo en lo del abuelo.

Esa náusea se parece mucho a la furia y me trepa por la garganta, pero un segundo antes de que estalle noto que el bebé se mueve y poco a poco voy recuperando la paz, como si la calma solo pudiera conquistarse desde las entrañas.

—No pasa nada —le susurro a mi bebé—. Tú y yo vamos a estar bien, ¿me oyes?

Siento que el destino me ha traído hasta esta nueva vida y esta playa. Que todas las armonías de un piano se construyen con teclas blancas y negras; solo hay que darle a cada una su espacio.

Vuelvo a centrarme en la pantalla.

¿Max lo sabe? No lo he compartido con nadie, pero el historial de Google puede ser una puerta abierta. ¿He buscado algo: «cómo cuidar a un recién nacido», «dolor parto», «masturbación y embarazo»...? He comprado miles de artículos para recién nacidos y estoy suscrita a blogs para primerizas. Incluso sigo a madres ideales en redes sociales que te explican todo lo que hay que saber sobre la crianza con vídeos ñoños y fotos de bebés regordetes.

Devoro el resto del documento buscando la respuesta, sin darme cuenta de que el postre sigue intacto donde el camarero lo ha dejado y de que el sol está cada vez más bajo. Llego al punto final de su historia y no hay ninguna mención.

Tampoco hay despedida.

Voy a cerrar el archivo cuando en ese instante las palabras comienzan a sobrescribirse en el documento, igual que en un archivo compartido en la nube y con permisos de edición para más de un autor.

Hola, chica guapa...

Las letras surgen una a una, como un camino de migas de pan hacia alguna parte.

Solo quiero que sepas que estás a salvo, que pronto podré volver a aparecer sin ponerte en riesgo y que tengo muchas ganas de hablar contigo. Sea cual sea el pasado, hay mucho futuro por delante, Martina. Solo tienes que decidir cómo quieres vivirlo.

Al segundo siguiente, el documento se convierte en una página en blanco y el sonido de una moto que me resulta extrañamente familiar se desvanece en la carretera que corre paralela a la costa, dejando tras de sí el eco esperanzador y cálido de un futuro lleno de vida. Aún intacto. Inexplorado.