INTRODUCCIÓN: MÁS ALLÁ DE LAS
FAVOLETTE
Dos mil trece años después del instante en que el tiempo dejara de contarse en reversa, el azar me puso a vivir a los pies del Vesubio. En Nápoles compartí piso una temporada con un decibélico director local de cine. Carlo Luglio «como el mes», decía al teléfono cuando le daba pereza deletrear su apellido, me hizo ver un día de septiembre una de sus películas: Cardilli addolorati
(2003). Era un documental que exploraba el siniestro y a la vez extrañamente tierno mundo del tráfico y venta de pajaritos en las afueras de Nápoles. La película me gustó, así que me dejé guiar por él y un domingo que me invitó al cine acepté. Vimos La prima neve
(2013),
de Andrea Segre. Es una historia de bondad y amistad entre un inmigrante en Italia y un niño local. Una película afectada, por no decir empalagosa.
Al salir del cine, Carlo Luglio «como el mes», sin que yo le solicitara su opinión pero con vehemente indiferencia –combinación de actitudes que constituye un oxímoron en todo el mundo salvo en Nápoles–, se refirió a lo que acabábamos de ver en ese vetusto cine del centro con las siguientes palabras: «Mah, una favoletta.»
O sea: «Bah, una fabulita, un cuentito de hadas.»
El primer latido de este ensayo tuvo lugar con ese episodio de vehemente indiferencia de Carlo Luglio «como el mes». Pero el ensayo es un género arrítmico, así que el segundo latido se produjo hacia finales de 2016, y el tercero, causante de que empezara a aporrear de forma sostenida el teclado, ocurrió a principios de 2018.
La prima neve
solo suscitó en mí una ligera simpatía hacia el protagonista adulto de la película, simpatía que las personas que ese personaje buscaba representar (los desheredados que intentan labrarse una vida en Europa tras huir de la miseria en África) tenían ya ganada de antemano. Me di cuenta de que, a pesar de que las favolette
tienen una obvia pretensión moral, carecen de interés moral. Se trataba de una conclusión en la que no solo parecía reverberar una paradoja, sino que sonaba cruda e inapelable.
Pero esa rotundidad, naturalmente, era precipitada. Y un tiempo después, esa conclusión empezó a pulular en mi cabeza transformada en pregunta: ¿cómo puede ser que una película con obvios propósitos morales no suscite interés moral? ¿Cómo puede ser que de una película de indisimulada aspiración didáctica no se aprenda nada?
Fui amasando algunas ideas con mucha lentitud –que es la única velocidad a la que cuajan las ideas que vale la pena perseguir, a pesar de que casi siempre terminemos corriendo tras las que no valen nada–. La prima neve
, como muchas otras favolette
, no era una forma de arte que tensara ninguna de mis creencias morales. Era una película que no nacía de la duda ni del desorden moral, sino de la certeza farisaica y de una anhelada armonía de los valores y los principios. La prima neve
quería que el espectador masticara el material moral de la historia que contaba, pero al espectador esa historia se le escurría entre los dientes porque el director le entregaba el material ya licuado.
Pensé que tal vez las favolette
no sean nada más que un epifenómeno de la creciente externalización del pensamiento moral respecto del individuo o de la comunidad. La prima neve
, como las favolette
en general, ejemplificaría una forma de arte que piensa
moralmente por nosotros para que nosotros solo tengamos que sentir
(en el más visceral de los sentidos de «sentir»). Así, quienes urden favolette
interesantes imaginarían, razonarían, contrastarían, sopesarían y en general llevarían a cabo el trabajo cognitivo moral pesado, el que resulta desagradable e incómodo, tal vez el más arriesgado. Quienes perpetran favolette
azucaradas también imaginarían, razonarían, etc., pero, a diferencia de sus parientes interesantes, lo harían con más ligereza y prisa. Azucarada o no, al espectador solo le quedaría decidir si cae rendido a los estados de ánimo más viscerales que la favoletta
de turno quiere disparar de inmediato: el llanto, el odio, la rabia, la repugnancia o el consuelo precipitado y urgente. El pensamiento moral sería de este modo y por obra de las favolette
un tipo de pensamiento heterónomo. Y la autonomía moral de las personas o de los grupos quedaría reducida, si acaso, a «sentir» en su más elemental interpretación.
Son muchas las preguntas que asoman tras las ideas que acabo de bosquejar brevemente: ¿son realmente las favolette
un epifenómeno de la externalización del pensamiento moral o es tal el poder cultural de estas que más bien es la externalización lo que habría que entender como el epifenómeno? ¿Es esa externalización una forma camuflada de privatización del pensamiento moral, o lo que es lo mismo, ofrecen las favolette
un servicio público o uno privado? ¿Por qué debería ser positivo –tal y como yo parezco estar insinuando con injustificado desprecio– expulsar siempre los sentimientos más rudimentarios en la recepción del arte?
Todas son preguntas interesantes. Pero no lidiaré con ellas en este ensayo. Aquí me interesa explorar una alternativa a las favolette
.
«Sometimes»
, me dice siempre una amiga gringa, «you get what you need, not what you want.»
Esa noche en el centro de Nápoles me sirvió para darme cuenta de que, a veces, uno solo espera del arte que le proporcione de forma explícita, directa e inmediata bienestar moral. Y no está mal, o al menos me resulta difícil pensar por qué debería estar mal, que de vez en cuando lo obtenga. La prima neve
es una película destinada a reconfortar al espectador y supongo que con alguno lo conseguirá. Que no lo hiciera en mi caso ni en el de Carlo Luglio «como el mes» no importa demasiado, porque hay otras favolette
que sí lo hacen.
Pero esa noche me pareció entender que, cuando se trata del reino de la ética o la moral, a diferencia de otras dimensiones de la experiencia humana, muchas veces no importa lo que uno quiera y sí en cambio lo que uno necesita. Y lo que en multitud de ocasiones uno necesita es que lo convoquen a una tormenta, que lo obliguen a reconsiderar lo que daba por descontado, que lo fuercen a sentirse incómodo, que lo constriñan, sí, a repudiar sus sentimientos más primitivos y a abrazar sentimientos más complejos y contradictorios haciendo que imaginemos los puntos de vista de personajes siniestros, crueles o peligrosamente apáticos. Si Voltaire hacía decir a uno de sus personajes –palabras más, palabras menos– que no quería que lo complacieran sino que exigía que lo instruyeran, ese día en Nápoles supongo que yo le estaba diciendo al director de La prima neve
que tal vez quería que me reconfortaran, pero primero necesitaba que me ofendieran.
El cineasta o novelista que queremos
crea cuentos de hadas y se alía con ángeles que muerden con la quijada de Caín. El artista que necesitamos
va a lo vivo de la llaga porque, como dijo una vez Fellini, siente la llamada del demonio.
Este es un ensayo dedicado al arte narrativo que acudió a esa llamada o, dicho de otro modo, este es un desfile de palabras que marchan para celebrar la imaginación. Parte de Nick Cave y pasa por Vladimir Nabokov. Pero la idea central del ensayo se basa en una serie de pensamientos de Iris Murdoch sobre el arte que se hicieron carne y letra en su novela El mar, el mar
. La idea es la siguiente: la fantasía es la negación de la imaginación y el arte es la negación de la fantasía. En realidad, buena parte de la obra novelística de Murdoch, si no toda, orbita de un modo u otro en torno a la idea a la que intento dar forma aquí. Pero fue en El mar, el mar
donde esa idea mejor fluyó, hasta crear una extraña pero maravillosa situación en que el desorden y el caos de las vidas morales dejan de ser un sinsentido. (Por cierto, advierto al lector de que en este ensayo, incluso cuando no se hable de Iris Murdoch ni su obra venga a cuento, se la estará venerando entre líneas.)
A Murdoch, Cave o Nabokov, así como a otros autores y autoras, la imaginación se les corcovó hasta convertirse en arte. Pasearon con el diablo, conversaron con él, lo apapacharon (como se dice en México), mostraron piedad, intentaron comprenderlo y, en cierto sentido, lo consiguieron. Este es un ensayo que sostiene que el artista que camina con el diablo pasándole una mano por el hombro puede
ampliar nuestro entendimiento de la vileza, porque como Machado le hace decir a Mairena: «El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas.»
Ese tenebroso paseo es lo que denominaré, por una serie de consideraciones que desvelaré más adelante, la miel de un espasmo. Al forzarnos a imaginar esa caminata, el arte contribuiría, de reojo y con ambiciosa modestia, al ensanchamiento de nuestra comprensión moral.
¿Comprensión moral? Esa sí es una favoletta,
y de las mediocres, dirán algunos. Uno aprueba o desaprueba las acciones, las personas hacen el bien o hacen el mal, los comportamientos son correctos o son incorrectos, no hay lugar ni tiempo para algo tan exótico ni lujoso como la comprensión moral. O uno propicia la justicia o favorece la injusticia. Paraíso o infierno. Luces o tinieblas. No hay nada más, no inventemos cosas raras.
Yo, en cambio, creo que sí hay cosas raras. El universo de lo moral no se agota en la aprobación o desaprobación de la obra de arte ni en la determinación de si la obra hace justicia o si, por el contrario, festeja o disculpa alguna forma de injusticia. En el reino de lo moral no hay lugar solo para las virtudes perfectas, como la justicia, sino también para las imperfectas, como la compasión, la nobleza, la lealtad, la generosidad y también la comprensión. Una obra de arte narrativa puede ser moralista sin ser doctrinaria, podemos aprender de ella aunque ella no pretenda enseñarnos nada, puede afirmar que algo es valioso sin prescribirlo moralmente y puede ensalzar a las personas virtuosas sin ser puritana.
Déjenme que intente ejemplificar, con una película reciente, la tensión entre el perfeccionismo y el imperfeccionismo moral tal y como los voy a entender aquí. Algunos han sostenido que Joker
(2019) es una defensa de la ideología incel
. Contracción en inglés de involuntarily celibate
, un incel
es un hombre hetero, funcional desde el punto de vista sexual pero rechazado –a sus ojos– de forma arrogante e injusta por las mujeres. En ese celibato involuntario, traslada a terceros toda responsabilidad por la suerte que corre y de ahí, de un modo u otro, suele acabar disculpando la violencia contra las mujeres.
No importa ahora que llamar «ideología» a la ideología
incel
sea solo una manera de dar algún tinte teórico a lo que es antes que nada la misoginia de siempre formulada ahora con retórica victimista y ya no con retórica victimaria (lo cual es un detalle, a efectos del poder de persuasión, de gran importancia, pero no altera el carácter misógino de semejante «ideología»). Lo que importa es que, para algunos,
Joker
haría apología de los
incel
y, con ello, haría apología de la misoginia, disculparía ciertos tipos de violencia y excusaría
comportamientos execrables: la culpa la tendrían siempre los y, sobre todo,
las
demás.
1
Joker
sería, en fin, una película incorrecta o injusta.
No toca aquí decir si la película es mala o buena (es mala con avaricia), sino si merece ser calificada, sin matiz alguno, de película moralmente incorrecta. Quienes así lo creen suelen entender la moralidad como el reino de las virtudes perfectas. Niegan la posibilidad de que la moralidad se exprese en los términos de las virtudes imperfectas, es decir, no dejan espacio para que el arte exprese, explore u otee la compasión, la nobleza o la generosidad, todas ellas emociones y fenómenos compatibles con varios grados de inmoralidad. Para quienes creen en el perfeccionismo, toda obra debe aprobar o desaprobar, de una manera consciente, inconsciente o subconsciente, un cierto comportamiento o una determinada ideología o cosmovisión. Y ese es todo el juicio moral que merece la película o novela de turno. Así entendido, el arte narrativo que no sea moralmente perfecto será inmoral. Y como Joker
justificaría la ideología incel
, y como lo moral parece agotarse en la aprobación o la desaprobación, Joker
sería inmoral. Fin de la historia.
Sin embargo, la imperfección no es inmoral o, desde luego, no es totalmente inmoral. Ser compasivo con el Guasón, incluso aunque el Guasón fuera un incel
redomado, es faltar a un inexistente deber de perfeccionismo moral pero no necesariamente a la moralidad entendida en un sentido más generoso, en un sentido imperfeccionista. Una obra narrativa puede tener virtudes morales sin pretender encumbrar la justicia. En la estela de Iris Murdoch, Isaiah Berlin, Bernard Williams o Rafael Sánchez Ferlosio, tiendo a ver con sospecha los intentos intelectuales (no digamos ya los intentos antiintelectuales) de codificar la vida moral de los humanos en categorías simples, unívocas, absolutas, armónicas, perfectas. La vida moral de los humanos es compleja, ambigua, contradictoria, plural, imperfecta. El perfeccionismo concibe la moral como si fuera música tonal; el imperfeccionismo, como si se tratara de música dodecafónica.
La idea de la imperfección moral suele estar asociada al pensamiento conservador. Esta asociación no está para nada infundada, aunque todo depende de qué se quiera decir con «asociación». Lo cierto es que algunos filósofos y pensadores conservadores han sostenido que hay que vivir con la imperfección moral. Desde filas progresistas o liberales, a veces se recuerda esta asociación a modo de acusación o, al menos, se enuncia con una connotación despectiva para afear que uno tenga simpatía por esa idea. Sin embargo, las etiquetas que cuelgan de ciertas ideas no deberían asustar a nadie, a pesar de que la única función con la que
algunos las usan sea la de asustar. Por otro lado, el valor de las ideas no depende de quién las haya puesto en circulación o de quiénes históricamente las hayan defendido, sino, precisamente, del valor de las ideas. Esto no quiere decir que su valor no esté condicionado, en parte, por el quién; solo quiere decir que el valor depende, sobre todo, del qué.
Por lo demás, hay que hacer notar que lo que en todo caso es conservador, a mi modo de ver, no es la idea misma de imperfección moral, sino el tono implícitamente resignado del «hay que vivir con la imperfección», como si la imperfección fuera algo que, de presentarse la oportunidad, debiera ser erradicado. En este sentido, cuando el pensamiento conservador se expresa en términos compasivos hacia la imperfección, lo hace pensando en que hay un mundo no terrenal en el que los humanos alcanzamos una suerte de perfección moral. La imperfección sería así un second best
a la espera de que se abran las puertas de algún cielo y alcancemos el orden y la armonía. El conservador piadoso es, a fin de cuentas, un perfeccionista resignado.
Yo, en cambio, no creo que la imperfección moral sea una patología enmendada en ningún paraíso. Defender tal cosa sería tanto como defender que en ese paraíso no tendríamos vidas morales. No hay moral sin desorden moral. Comparto con los conservadores piadosos la idea de que hay que ser compasivos con la imperfección. Pero discrepo respecto de las razones por las que habría que serlo. Si acaso, hay que ser compasivos con la imperfección no porque esta sea una patología inevitable de nuestras vidas morales, sino porque la imperfección, la contradicción y el desorden es aquello en lo que consisten nuestras vidas morales. So pena de equivocarme, diría que los conservadores filosóficos confunden el estatus de la imperfección: creen que es un defecto de la vida moral cuando en realidad es un rasgo que define la vida moral. Por ello no tiene mucho sentido que la actitud más conveniente ante el desorden moral sea la resignación. Sería tan extraño como lamentarse porque nuestros brazos no son alas y no podemos volar. La imperfección moral no es una adversidad ante la cual solo quede conformarnos o adaptarnos. La complejidad de nuestra vida moral es, simplemente, nuestra vida moral. Y no deberíamos resignarnos ante el hecho de tener una vida moral.
En última instancia, los conservadores parecen creer que hay que ser compasivos en esta vida con la imperfección porque hay otra vida. Yo, en cambio, sostengo que hay que ser compasivos porque esta es la única vida que hay.
Sea como sea, yo no sé qué pretende muchas veces un artista, no sé si tiene una visión perfeccionista o imperfeccionista de la moral y no
estoy seguro de que sea algo fácil de adivinar (aunque tampoco creo que sea imposible). Sí sé, sin embargo, que hay determinados análisis o juicios de obras de arte que son perfeccionistas, es decir, que quieren que las obras sean perfeccionistas. Y son estos análisis los que me sobresaltan porque, desde lo alto de esa atalaya perfeccionista, se termina haciendo colapsar el juicio moral con la fórmula clásica del veredicto judicial: culpable o inocente.
Así, el juicio moral termina mimetizando el juicio penal o criminal.
Esta mímesis es aberrante. Los veredictos judiciales son unívocos y son presentados de manera perfeccionista –«culpable o inocente», «absolución o condena»– por una serie de necesidades históricas y conceptuales propias del derecho penal y del derecho público con las que sería muy largo lidiar aquí. ¿Por qué querríamos copiar ese modelo para el juicio moral si la vida moral, a diferencia de la judicial, obedece a otras circunstancias históricas y conceptuales? Y, sobre todo, ¿por qué querríamos un modelo así de empobrecido y burdo para juzgar el arte?
En esa noria o rueda de la fortuna que es la historia de las ideas, parece haber bastante consenso en nuestros días en concebir la moral en términos perfeccionistas. Pero el tiempo pasará y un día aterrizará la cabina que nos traiga de nuevo las virtudes imperfectas y, con ellas, la expansión imperfeccionista de nuestros universos morales. Si este ensayo tiene alguna pretensión práctica es la de impulsar esa noria para acelerar un poco la llegada de las virtudes imperfectas. Dejar a un lado la solemnidad del perfeccionismo y quebrar el isomorfismo reinante entre juicio moral y juicio penal hará más improbable la barbarie, y es que buscar las virtudes perfectas, como dijo alguna vez Ferlosio,
2
nos acerca a la crueldad y a la venganza.
Este ensayo no defiende que se suspenda el juicio moral de la obra de arte ni aboga por separar el juicio moral del juicio estético.
3
Lo que de algún modo se hace aquí es filtrar la adopción de una postura imperfeccionista que enriquezca el juicio moral más allá de los binomios de inspiración judicial como culpable/inocente, justo/injusto, condenado/absuelto. El arte, sostengo, también haría bien en aborrecer la idea de hacer justicia y el artista debería huir de la más siniestra de las actitudes: cargarse de razones.
Lo que se defiende en este ensayo, si acaso, es que el dilema entre no enjuiciar moralmente la obra de arte y hacerlo como si se tratara de un veredicto judicial es un falso dilema. Casi siempre es posible intentar algo más y siempre conviene intentar algo más, entre otras cosas porque la suspensión del juicio moral puede acarrear la indiferencia, condición históricamente necesaria para la calamidad; mientras que el veredicto perfeccionista puede llegar a ser, como
insinué unas líneas atrás, condición suficiente para el surgimiento de la crueldad y, con ella, del fanatismo y el absolutismo.
En lo que concierne a las relaciones entre arte y moral, las opciones no se agotan en la caricatura del liberal sobrevenido que sostiene que hay que abstenerse de emitir juicios morales sobre la obra (posición que tantas veces obedece a una concepción ad hoc
del concepto de libertad, funcional para no discutir cuestiones incómodas) ni en el perfeccionismo maniqueo. Hay alternativas. El juicio moral en general, y en particular el juicio moral sobre el arte, pueden y deben ser enriquecidos con la incorporación de las virtudes imperfectas si queremos al menos rozar algo de la complejidad, el desorden y la dodecafonía de nuestras vidas morales.
Así que si usted, amable lectora o lector, cree que la imaginación y el arte imaginativo son maneras de ser compasivo y generoso con el demonio sin dejar de calificarlo como tal, debe saber que es miembro de una especie contrahecha y con mal aliento, aunque noble: los imperfeccionistas.
Esto suele conllevar malas y buenas noticias. Lo malo es que será acusado, por parte de los perfeccionistas maniqueos, de humanizar a los monstruos, mientras que a ojos de los guasones liberales será usted un sermoneador moralista.
Lo bueno es que la compañía imperfeccionista es la mejor: Nick Cave, Vladimir Nabokov, Iris Murdoch, PJ Harvey, Federico Fellini, Nina Simone, Rafael Sánchez Ferlosio, Antonio Machado, así como, desde luego, Shakespeare o Cervantes y un larguísimo etcétera de mujeres y hombres. Todos ellos, desde distintos ángulos, sostienen que aunque la creencia según la cual «la razón está de nuestro lado» no desemboca siempre en un desastre, todas las grandes ciénagas humanas estuvieron primero sembradas por esa creencia.
A veces, pues, la mala compañía es la buena compañía.
Este es un libro en el que el lector o lectora, contra la tendencia de buena parte del ensayo contemporáneo, apenas encontrará respuestas, menos aún concluyentes. Este es un ensayo que no busca dar con la explicación definitiva acerca de ninguna problemática (¿existe en español un sustantivo más horrendo y adulterado que «problemática»?), ni propone soluciones grandilocuentes para las grandes amenazas contemporáneas. Este libro, me temo, desprecia con disimulo esa avidez contemporánea de tener respuestas unívocas para todo. Cuando de asuntos humanos se trata, hay más conocimiento en la pregunta que en la respuesta y sabe más quien vive atormentado por la duda que quien vive satisfecho en la certeza. Con semejante afirmación, sin embargo, no querría invitar a la inacción. Algunos pensadores creen que la incerteza moral exige, por mor de coherencia, la indecisión y la parálisis prácticas; la duda llevaría, simplemente, a no hacer nada. Semejante postura
tiene algo, o mucho, de odioso. Yo veo las cosas de forma distinta. La incerteza no es una razón para dejar de actuar; más bien actuamos aunque no podamos deshacernos de ella. Lo llamativo del asunto es que la incerteza moral sobrevive a nuestras acciones. El hecho de llevarlas a término no significa que hayamos resuelto la incerteza; «solo» que hemos actuado. Lo más importante de nuestras acciones moralmente inciertas y dubitativas es justamente que son nuestras, somos autoras y autores de nuestras vidas aunque estas carezcan de armonía moral. Así que cuando afirmo que hay más conocimiento en la duda que en la certeza, no estoy invitando a la indecisión y a la parálisis prácticas (por lo demás, y como dijo Carmen Martín Gaite en Lo raro es vivir
, también las indecisiones se toman, también dejar de hacer es una forma de hacer). De forma indirecta, supongo que estoy invitando a alguna clase peculiar de acción: quiero instigar a la sospecha de que la incerteza nos aleja del fanatismo y el absolutismo y que, a la vez, las favolette
nos alejan de la incerteza.
Ciudad de México, 31 de mayo de 2020