5. IRIS MURDOCH O EL ELOGIO
DE LO ARTIFICIAL
EL MAR, EL MAR
Un hombre cínico y desencantado, a punto de entrar en el tercer acto de su vida, abandona Londres, donde vivía como dramaturgo exitoso, y se retira en un pequeño pueblo de mar, cuyo nombre quedará incógnito para el lector. Quiere escribir sus memorias. Se llama Charles Arrowby y su creadora, Iris Murdoch, lo convierte en un hombre cruel, fantasioso y, a la vez, dotado de una sensibilidad peculiar. Se trata de El mar, el mar
, una maravilla considerada por muchos, con razón, como la cumbre de su obra novelística.
En su retiro, Arrowby, además de hacer bellísimas descripciones del mar, recibe visitas de examantes, de amigos y de un familiar, su primo James. Maltrata a todos y todos admiran y adoran a Charles, el gran dramaturgo. Aunque no todos los visitantes sienten el mismo tipo de hechizo.
Se pueden tal vez tejer dos tipos de adoración hacia una persona como Charles, un dramaturgo de éxito, inteligente, creativo. Se puede sentir adoración por Charles cuando uno ve en él lo que uno querría ser. En este caso, la admiración no es en realidad admiración por otro
, sino por uno mismo, un «yo» imaginado al que aspiramos, un modelo idealizado de uno mismo. Vemos en Charles un espejo de poderes demiúrgicos, no a otra persona; nos imaginamos como él, pero él, en sí mismo, no nos interesa, lo que adoramos es lo que consiguió en su vida. Naturalmente, este tipo de adoración rara vez nos es revelada, y cuando, en un infrecuente golpe de lucidez, la reconocemos, siempre es ex post facto
, es decir, cuando la tormenta de vida que propicia la adoración por alguien, así como la adoración misma, ya amainó.
El otro tipo de admiración hacia alguien como Charles lo experimenta quien no está conmovido por sus logros profesionales, quien no ve en Charles un «yo» al que aspirar. Lo que se admira y adora en este caso es la palanca intrínseca que permite ese éxito creativo y profesional: la sensibilidad, la melancolía, la inteligencia, la temeridad. No nos cautiva lo que consiguió en su vida; nos conmueve su presencia en el mundo, su propia vida y a veces también lo que no pudo conseguir en su vida.
De las visitas que recibe en la espartana casa que elige para retirarse frente al mar, todas parecen sentir el primer tipo de adoración por Charles. En ninguna de ellas se adivina interés por las
cualidades intrínsecas y menos aún compasión por sus fracasos y defectos. También es cierto que estos defectos y fracasos solo están a la vista para quienes, como el lector, tienen acceso a los soliloquios íntimos de Charles. Tal vez por eso todos lo idolatran, porque lo que queda al descubierto, o al menos lo más superficial, es un espejo mágico que resalta lo bueno y esconde en las sombras lo no tan bueno.
Pero hay una excepción: su primo James. Él es el único de todos sus visitantes que ve a Charles en toda su complejidad, en su riqueza y en su miseria. No será una coincidencia que, a medida que avanza la novela, juegue un papel clave.
Aunque en realidad –tal vez más aún en una ficción como El mar, el mar
, cuyo oleaje moral lo llena todo de pliegues– es difícil discernir entre los dos tipos de admiración. Y tal vez no importe tanto porque, al menos en un principio, la crueldad de Arrowby se reparte de forma equitativa: maltrata tanto a los que en él ven un espejo como a quienes –como James– en él solo lo ven a él.
Esa egocéntrica máquina de cinismo y de crueldad que es Charles Arrowby parece tronar cuando descubre que en el mismo pueblo elegido para retirarse vive Hartley, su primer amor. Ese amor fue correspondido de manera muy tímida y ella finalmente huyó de él y su existencia se evaporó. Ese reencuentro con el pasado atenúa en Charles el cinismo y despierta las palabras más tiernas y los sentimientos más generosos. O al menos de eso nos quiere convencer (y también a sí mismo) Arrowby.
Hartley vive un matrimonio tormentoso, y Arrowby quiere salvarla intentando que vuelva con él, que huyan juntos a Londres, o a donde haga falta, y así poner fin a esa larguísima pausa temporal y espacial de un amor que empezó en la adolescencia de ambos.
Arrowby se persuade de que también Hartley desea eso y no le importa que en ese momento ella sea incapaz de verlo. Arrowby será paciente. Pero vencerá y así resucitará un pasado que no existe. Esta es la fantasía que alimenta El mar, el mar
.
Pero cuando una persona ególatra como Charles Arrowby intenta salvar a otra persona, en realidad busca salvarse a sí misma. Hartley es un puro medio para revivir el pasado y la juventud del propio Charles, que termina secuestrando a Hartley y encerrándola en una habitación con llave hasta que entre literalmente en razón y abandone a un esposo que en alguna ocasión había incluso llegado a pegarle. La fantasía que Charles crea para salvarse de su senectud, en un intento desesperado y destinado al abismo, es tan cruel como su realidad, porque su realidad, mezquina, cínica y autorreferencial, envenena su capacidad de imaginación.
El mar, el mar
es una esmeralda que nos revela la doble naturaleza
de la imaginación: la que se convierte en fantasía y delirio (como la de Arrowby) y la que se convierte en arte (como la de Murdoch).
LO ARTIFICIAL
El mar, el mar
–y en general la obra novelística de Murdoch– es una tragedia mecida por Shakespeare, algo que Murdoch no tiene ningún problema en reconocer por boca del narrador Arrowby:
El teatro tiene que crear un momento presente, artificial y cautivador y encarcelar al espectador en él. El teatro imita la profunda verdad según la cual somos seres duraderos que, sin embargo, solo podemos existir en el presente. [...] Así, la vida es cómica, pero, aunque pueda ser terrible, no es trágica: la tragedia pertenece a lo engañoso del escenario. Evidentemente, la mayor parte del teatro es pura decadencia efímera; y solo las obras de los grandes poetas pueden leerse como algo más que notas del director. Digo «grandes poetas», pero supongo que de hecho me refiero a Shakespeare.
Aunque Murdoch –o Arrowby– se refiera al teatro, lo cierto es que lo que dice se aplica a las artes narrativas en general (lo que no quita que sea el teatro el que menos se preocupa por disimular, por así decir, su puesta en escena artificial).
El mar, el mar
crea un mundo artificial, y no solo porque no narra hechos reales, sino porque el desarrollo de la historia es, en sí mismo, artificioso, adulterado, inverosímil. En
El mar, el mar
las coincidencias son múltiples: el azar de que el pueblo en el que Charles decide retirarse sea el pueblo donde vive Hartley, su primer amor, y, a la vez, que ese pueblo se encuentre en la región en que Clement, su difunto segundo amor (y tal vez el amor, contra lo que el propio Charles cree, de su vida), creció; o lo poco creíble que resulta que el primo de Charles, el enigmático y místico James, sepa quién es el esposo de Hartley, Ben, porque este último protagonizó un extraño y atroz episodio como soldado en la Segunda Guerra Mundial del que James tuvo conocimiento de primera mano en su condición de mando militar. Hay también otras coincidencias menos relevantes y algunos episodios en la trama tan bellos como improbables. Todos estos accidentes hacen que la trama sea desbocadamente artificiosa. Pero no importa. O, mejor dicho, sí importa, y mucho. Murdoch no busca que la novela imite la vida en su capa más visible, sino en su capa más profunda, de ahí el comentario de Arrowby: la vida puede ser terrible, pero no trágica, porque las tragedias únicamente ocurren en la ficción.
1
Esta artificiosidad revela la naturaleza última de
El mar, el mar:
no es
tanto una sucesión de hechos que conforman una narración como una telaraña de episodios morales.
Con ello no quiero dar a entender que Murdoch se despreocupara de la trama (o incluso que no fuera una buena narradora). Por más tendencia que sus personajes tengan a la digresión filosófica o al pensamiento literario, es una gran novelista, una narradora excelsa. Digamos, para ser más precisos, que Murdoch acorrala los hechos de la historia para que las mentes, aunque también los hígados, de los personajes brillen o palidezcan. Murdoch arma la trama para que, como un submarino constreñido a buscar la superficie por una fuga de agua, afloren en alta mar las lagunas morales de sus personajes. Esto permite a Murdoch mostrar que hay determinados ángulos de la moral a los que no se accede experimentándolos, sino imaginándolos.
Más tarde volveré sobre la conexión entre imaginación y moral en Murdoch, pero ahora me interesa remarcar la conexión con Shakespeare.
En una frase de una entrevista a Murdoch que cité hace unas páginas, ella dice que «one piece of imagination leads to another»
, y uno tiene la impresión de que hay bastante arbitrariedad en esos brincos de la imaginación de Murdoch, como también la había en la imaginación de Shakespeare. Esa arbitrariedad contribuye, como afirmé hace un rato, a hacer más artificial aún El mar, el mar
, como también hacía más artificial las tragedias shakespearianas. Su enrevesado universo es el resultado de un montón de espasmos azarosos, y ello hace que lo que Murdoch nos está contando se parezca más a la vida del universo
y, simultáneamente, menos a nuestra
vida. Se parece cada vez más a la vida del universo porque, como me dijo mi amigo Elías Okón Gurvich, el universo se va expandiendo sin que tengamos ningún control sobre él, sin que podamos poner coto a la arbitrariedad con la que se mueven las fuerzas de la física. El mar, el mar
, como las tragedias shakespearianas, imita la vida del universo porque nada desvela el misterio de qué causa qué: ¿qué motiva en el fondo, más allá de lo que él alega, a Yago en Otelo
? ¿De dónde proviene la crueldad de Charles Arrowby con los que lo quieren y lo admiran? ¿Qué sentido tienen las coincidencias anteriormente mencionadas? ¿Qué explica que, ahogado en sus fracasos personales, Charles Arrowby sea una persona detestable pero no un resentido? Lo artificial es fruto del arbitrio, por eso las tragedias imitan como nada más lo hace la vida del universo.
Pero, a la vez, las tragedias no imitan nuestra
vida porque buscan representar otras
vidas. Es la alteridad lo que está en juego en las tragedias y lo que también cultivan otros artistas himenópteros como Nabokov o Cave. Y es esa voluntad de explorar la alteridad donde la imaginación y la moral conectan.
En el estupendo volumen
La salvación por las palabras
,
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que recoge algunos artículos filosóficos de Murdoch, hay una defensa de las virtudes de la tragedia justamente en la dirección de la alteridad. Tras argumentar contra Kant y Tolstói –a mi juicio de manera certera–, Murdoch afirma: «El arte y la moral son [...] una y la misma cosa. Su esencia es la misma.» Y transcribo a continuación un pasaje en que indaga en qué consistiría esa esencia:
La esencia de ambos es el amor. El amor es la percepción de lo individual. El amor es caer en la cuenta, no sin dificultad, de que algo ajeno a uno mismo es real. El amor, y también el arte y la moral, es el descubrimiento de la realidad. Lo que nos sorprende y nos lleva a caer en la cuenta de nuestro destino suprasensible no es, como Kant se imaginaba, la indeterminación formal de la naturaleza, sino lo inefable de su particularidad; y lo más particular e individual de todas las cosas naturales es la mente humana. Ese es, de paso, el motivo de que la tragedia sea el arte más elevado: porque es el que tiene que ver sobremanera con lo más individual. He aquí el recto sentido de ese regocijo de la libertad que atañe al arte y que tiene en la moral su equivalente, aunque sea más raro hallarlo aquí. Es la percepción de algo más, algo particular, de su existencia fuera de nosotros.
Antes de seguir adelante, quiero señalar que, en este contexto, hay que entender «individual» en contraposición al kantiano «universal», no a «colectivo» o «grupal». También Tolstói señala –y en esto parece coincidir con Kant– que todo arte grande es arte universal, arte que todo el mundo es capaz de entender. Murdoch, con mucha elegancia, rechaza el criterio universalista y cree que el arte se apoya en lo individual: hay un arte grande que no todo el mundo puede comprender. Esta afirmación no tiene nada de elitista. Murdoch, si no me equivoco, se refiere a aquellas ocasiones en que en una obra hay un salto cultural que puede llegar a convertirse en un obstáculo, a veces insalvable, a la hora de comprenderla; pienso, por ejemplo, en el significado del fandango del son jarocho para mí o en el martinete (el más épico de los palos del flamenco) para, yo qué sé, un australiano. Esto no tiene por qué ocurrir necesariamente, y el vacío cultural puede ser salvado por algún mágico vericueto, como por ejemplo ocurre con la extraña conexión que tiene Van Morrison, alguien nacido en Belfast en los años cuarenta, con el blues y la música negra del sur de Estados Unidos. Pero ese salto cultural sí puede ser una de las ocasiones en que el arte grande no tiene por qué ser universalmente comprendido.
Otra de esas ocasiones puede darse aunque no medie un salto cultural. Yo estoy lejos de estar seguro de comprender todas las tragedias de Shakespeare, muchos textos de Beckett, y estoy seguro de no haber entendido nada de los Canti
de Pound o de la mitad (siendo optimista) de los poemas de Eugenio Montale. Con arreglo al
criterio tolstoiano, mi sola falta de comprensión expulsaría a todos ellos del reino del arte grande. Y esto no parece una idea muy interesante: si no valgo como ejemplo de nada, tampoco valgo como contraejemplo de algo.
LOS PELIGROS DE LO ARTIFICIAL
Crear mundos artificiales puede tener una cara negativa. Murdoch distingue, enemistándolas, «fantasía» e «imaginación»:
La fantasía, la enemiga del arte, es la enemiga de la verdadera imaginación; y el amor es un ejercicio de la imaginación.
Murdoch parece creer que hay una imaginación que es espuria, a la que denomina «fantasía». Y luego está la verdadera imaginación, a la que ella llama, simplemente, «imaginación». Tanto la fantasía como la imaginación crean mundos artificiales, la diferencia radica, a ojos de Murdoch, en que solo la imaginación crea mundos artificiales artísticos, porque, como el amor, imaginar es descubrir al otro. Para Murdoch, «realidad» y «alteridad» parecen términos casi intercambiables.
La fantasía, en cambio, no busca descubrir al otro, sino preconcebirlo, construirlo para nuestros propósitos e intereses: «Se nos puede pasar por alto el individuo [el otro particular] porque estemos encerrados a cal y canto en un mundo de fantasía que nos hemos fabricado nosotros mismos y al que intentamos llevar cosas de afuera, sin comprender del todo su realidad e independencia, por lo que pasan a ser nuestros propios y soñados objetos.» El mundo artificial en que habita Lolita es una fantasía de Humbert; el mundo artificial en que habita Humbert es fruto de la imaginación de Nabokov. El mundo artificial en que habitan los clientes del O’Malley’s, acribillados en «O’Malley’s Bar», es una fantasía del homicida del cual nunca llegamos a saber el nombre; el mundo artificial en que habita ese homicida es el producto de la imaginación de Nick Cave. La generosidad que tiene Nabokov hacia Humbert o la que tiene Cave hacia el homicida del O’Malley’s al imaginarlos es aquello de lo que carecen Humbert y el homicida en relación con sus víctimas; para Humbert y para el homicida del O’Malley’s Bar, las víctimas no son nada más que objetos funcionales para su fantasía.
Antes de regresar a El mar, el mar
, quiero matizar algo que afirmé en un capítulo anterior. Dije que Nabokov hacía más interesantes a sus personajes porque les concedía la posibilidad de la imaginación. Esto los convertía en personajes cóncavos, vívidos, con cierta libertad y vida propia. Ha llegado el momento de matizar esta idea
sirviéndome de la distinción de Iris Murdoch entre fantasía e imaginación. Humbert haría, por así decir, un mal uso de la imaginación o, si lo prefieren, explotaría la imaginación espuria; él no imaginaría, él fantasearía. Una prueba irrefutable –es un decir: ¡esto es un ensayo!– es que él niega a Lolita lo que Nabokov le concede a él: la imaginación. Una marca del amor, para usar la expresión de Murdoch, es el descubrimiento de la alteridad. Pero Humbert construye un mundo artificial enclaustrando en él a Lolita, esto es, llevando como diría Murdoch «cosas de afuera, sin comprender del todo su realidad e independencia, por lo que pasan a ser nuestros propios y soñados objetos». En el mundo artificial de Humbert, Lolita no es un personaje cóncavo o vívido, un personaje con cierta libertad y vida propia, y no lo es porque ese viudo europeo de raza blanca no otorga la capacidad de la imaginación a su nínfula.
Por todo ello, Lolita
es y no es una historia de amor. Lolita
es la historia del amor que expresa Nabokov al imaginarse a Humbert. Y, al mismo tiempo, Lolita
no es una historia de amor, sino de cruel abuso, el que muestra Humbert al convertir a Lolita en un mero peón en su calamitosa fantasía.
Pero si hay una obra de arte, de entre las que he venido manoseando aquí, donde se manifiesta de forma explícita la diferencia entre «fantasía» e «imaginación», esa obra es El mar, el mar
(1978). Y digo «de forma explícita» porque los personajes de Murdoch tienden, como ya mencioné, a la digresión, a la mirada introspectiva, desdoblándose así (un poco a la manera de la novela filosófica o de ideas) en narrador y metanarrador que va comentando la historia y, con ello, va convirtiéndose en parte de la historia. Los personajes, al menos los principales, van llevando a cabo acciones y, simultáneamente, escudriñándolas psicológica y filosóficamente. Así, en una conversación con Lizzie, una amiga (y pretendiente), Charles sostiene:
–Ella [Hartley] volverá conmigo, tiene que venir. Siempre ha estado conmigo y está empezando a entenderlo. Tengo una sensación muy extraña de que haberme retirado, haber venido aquí, fue una especie de renuncia al mundo, hecha por ella. Hace mucho tiempo que le consagré el significado de mi vida, le entregué mi vida y ella la sigue teniendo. Incluso si no sabe que la tiene, la tiene.
–Lo mismo que incluso si es fea es hermosa y que incluso si no te ama, te ama...
–Pero es que es así...
–Charles, o todo esto es muy sutil y muy noble, o tú estás loco.
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El primer pasaje del diálogo citado aquí contiene dos de los rasgos más comunes de la fantasía. Aparentemente todo encaja: los hechos de una vida, o por lo menos de un acto de la vida, por fin cobran un
significado unívoco, cristalino («Siempre ha estado conmigo», «fue una especie de renuncia al mundo, hecha por ella», «ella la sigue teniendo [mi vida]»). Y, además, las personas que forman parte de esa fantasía –y que normalmente se muestran reacias a formar parte de la traducción a la realidad de esa fantasía– se equivocan, no consiguen identificar lo que de veras quieren porque tienen deseos equivocados («está empezando a entenderlo», «incluso si no sabe que la tiene, la tiene [la vida de Charles]»).
En otro diálogo con su primo James, este sugiere que Hartley puede ser, para Charles, como el fantasma de Helena de Troya para los héroes de Troya. A lo cual –tercer rasgo de la fantasía– Charles responde ofendido negando que por su cabeza esté circulando una fantasía:
–¿Te parece que yo estoy luchando por un fantasma de Helena?
–Sí.
–Para mí, ella es real. Más real que tú. ¿Cómo puedes insultar a una desdichada que sufre diciendo que es un fantasma?
–Yo no digo que ella sea un fantasma. Es real, como lo son las criaturas humanas, pero la realidad que tiene está en otra parte. No coincide con la imagen de tu sueño. Tú no fuiste capaz de transformarla. Debes admitir que lo intentaste y fracasaste (p. 517).
Por supuesto, Hartley, la Hartley que habita en la mente de Charles, es un fantasma.
Quien en cambio no es un fantasma, a pesar de que, por su propia naturaleza de personaje artístico es inmune a ser transformado en realidad, es Charles. Charles habita en la imaginación de Murdoch y en la de los lectores de El mar, el mar
. Murdoch profesa por el cruel protagonista de su novela el amor que él es incapaz de profesar por Hartley. Esta es la diferencia entre imaginación y fantasía condensada en un mismo libro y deliciosamente amontonada en las mismas palabras: por ejemplo, cuando Charles pregunta «¿Te parece que yo estoy luchando por un fantasma de Helena?», esta frase simboliza tanto la fantasía de Charles (porque Hartley sí
es como el fantasma de Helena) como la imaginación de Murdoch (porque la abyecta y urgente fantasía de Charles es la miel de un espasmo de Murdoch). Esta promiscuidad entre narración y metanarración, entre fantasía e imaginación, converge en una idea: Iris Murdoch podía imaginarse siendo otro, incluso un «otro» impío, abusador y fantasioso, un «otro» que, sin ser especialmente sañudo o estar desprovisto de sensibilidad, puede torturar a quien él considera su amor.
Iris Murdoch era capaz de amar a quien era incapaz de amar. Al igual que las Murder Ballads
de Nick Cave, o la Lolita
de Nabokov, El mar, el mar
es y al mismo tiempo no es una historia de amor.
IRIS MURDOCH CONTRA LO ARMÓNICO
Nada de lo anterior debería hacernos pensar que siempre es posible, o incluso fácil, distinguir entre fantasía e imaginación. Quizá no es posible saber con seguridad qué debe ser interpretado de forma literal y qué de forma figurada y, con ello, a lo mejor nunca es posible saber con garantías si el mundo artificial que nuestra mente genera es un exabrupto fantasioso o una muestra de amor imaginativo. Quizá estamos fatalmente indefensos ante la espuria miel de un espasmo, quizá no hay escudo que nos proteja de nuestras propias fantasías.
Esa doble naturaleza de lo artificial se ve reflejada en la disyuntiva con la que Lizzie busca explicarse, en el pasaje anteriormente citado, el comportamiento y los pensamientos de Charles: o está siendo sutil y noble, o se está comportando como un loco. La imaginación es sutil y noble. La fantasía es una forma de enajenación. Como dije páginas atrás, lo opuesto a la realidad no es la imaginación sino la fantasía, el delirio, la psicosis, la paranoia.
Pero, de nuevo, ¿cómo sabemos que el artefacto mental que se alza ante nosotros, si somos lectores, o el que crece dentro de nosotros, si somos escritores o cotidianos creadores de mundos artificiales, es un delirio y no la miel de un espasmo? Diferenciar entre irrealidad e imaginación puede ser un tormento del que tal vez no se salga indemne y seguramente no hay respuestas taxativas al respecto. Pero hay algo que nos puede hacer sospechar que estamos construyendo en nuestra cabeza una calamidad. Cuando en una representación mental todo encaja demasiado bien, cuando todo se ordena sin apenas ruido, cuando todo cobra un significado sin aristas y se desliza con placidez por el tobogán al final del cual están los brazos de Irene, la diosa griega portadora de paz y armonía, tal vez llegó el momento de mirar con desconfianza a ese mundo que nos estamos representando. La creación artificial armónica y perfecta es sospechosa. Ante esa sospecha, conviene tratar y maltratar a ese mundo como una fantasía.
Deberíamos autorizarnos otra sospecha similar cuando ese mundo que creamos nos da la razón. Es decir, cuando tras construir y viajar por ese artefacto mental nos sintamos cargados de razones hay motivos para estar alerta. Las fantasías siempre nos dan la razón. No hay ninguna fantasía que nos haga dudar o que impugne lo que deseamos. La fantasía nos entrega bien envuelto el regalo envenenado de la convicción. Recuérdese el pecio de Ferlosio:
Es un error pensar que hacen falta muy malos sentimientos para aceptar o perpetrar los hechos más sañudos; basta el convencimiento de tener razón. Aún más, acaso nunca el sentimiento haya sabido ser tan inhumano como puede llegar a serlo la convicción.
En la medida en que las fantasías nos cargan de razón y que estar cargado de razón es suficiente, sin que medie el concurso de sentimientos muy malos, para llevar a cabo los actos más sañudos, tiene sentido constatar que a la calamidad suele precederle la fantasía. Charles Arrowby no alberga muy malos sentimientos. Es algo cínico, más bien egoísta, pero está lejos de encarnar una maldad siniestra o tenebrosa. De hecho, alberga cierta sensibilidad y apertura de mente. Y, sin embargo, su fantasía lo empuja al convencimiento de que tiene razón, de que Hartley está deseando, tras más de cuarenta años, proseguir con su historia de amor. Y de ahí, de ese convencimiento, de esa fantasía, pasa a la calamidad, a la reclusión de Hartley hasta que ella –como dice el propio Charlesentre en razón, y todo encaje, todo cobre sentido, todo sea armónico.
Y nada parece calcar mejor la armonía que la ausencia de alteridad, ningún mundo aparenta ser tan perfecto como aquel que solo yo habito. Materializar la fantasía es eliminar al otro o, en el caso de Arrowby, aniquilar la voluntad y la autonomía del otro, Hartley, lo que en realidad es tanto como borrarlo.
La imaginación, en cambio, involucra una libertad trágica. En palabras de Murdoch, «es trágica porque no hay armonía prefabricada, y los otros son, hasta un extremo que nunca deja de sorprendernos, distintos a nosotros». La imaginación desordena, porque el encuentro con el otro produce roces, incomodidad, tensión, conflicto. La imaginación hace saltar por los aires la alucinógena perfección de la soledad. Imaginar es provocar que el «yo» haga implosión. Por eso mismo la imaginación es noble y sutil, porque es generosa y compasiva con el otro, con lo diferente, con lo opuesto. La fantasía es armónica y perfecta, la imaginación es conflictiva e imperfecta.
Sirviéndome de una bella idea filosófica de Elizabeth Anscombe,
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la diferencia entre imaginación y fantasía vendría a consistir en que en el caso de la primera buscamos que nuestras representaciones mentales encajen con el mundo, mientras que en la segunda buscamos que el mundo encaje con nuestras representaciones mentales. La imaginación buscaría conocer –con transfiguraciones y circunvalaciones– el mundo, y la fantasía nos empujaría a alterar el mundo para que este pase a ser tal y como nosotros nos lo representamos. La imaginación sería entonces una manera de descubrir el mundo, de descubrir –como dice Murdoch– al otro. En la fantasía, en cambio, solo nos importaría el mundo –el otro– en la medida en que este llegue a ser tal y como en nuestra mente nos gustaría que fuera. En la fantasía hay desinterés por cómo es el mundo y lo único que reina es un yo inmenso, abarcador, insoportable, imperial. En la imaginación el yo está disminuido
porque su anhelo es rozar al otro.
Charles Arrowby, por vía del poder persuasivo de las palabras de su primo James, termina comprendiendo en parte la atrofia de su imaginación. Primero, dirige una carta a Ben, el esposo de Hartley, en la que le dice: «Me encontré en un estado de delirio y les causé, a usted y a su esposa, muchas angustias inútiles, algo que lamento. Mi motivación no fue la de la maldad, sino los dictámenes de un antiguo afecto romántico que, ahora lo veo claramente, no tiene nada que ver con lo que ahora hay.» En el momento de escribir esa carta, Charles está insatisfecho y todavía se resiste a abandonar su fantasía, todavía se rebela contra la posibilidad de no tener razón. Pero asoma ya la conciencia de que no había maldad en su comportamiento, solo –¡solo!– fantasía.
Y es hacia el final de la novela cuando Charles entiende algo más acerca de cuán espuria fue su capacidad de imaginar: «¡Qué fantasioso
no he sido yo mismo! Era yo [y no Hartley, a la que había acusado de fantasiosa] el soñador, el mago» (p. 728).
Y lo que aprende Charles cuando abandona su fantasía es de una belleza disonante. Entiende que por un par de momentos, fugaces en la novela y rápidamente ahogados por las circunstancias y por el terror, Hartley, al reconocer a Charles vagando por las calles de su pueblo, se imaginó
cómo podía ser Charles. Hartley se interesó, miedosa, cauta, pero al fin y al cabo se interesó por una brevísima fracción de tiempo, por otro: Charles. En ese tiempo en que Hartley se imaginó a Charles, lo amó; del mismo modo, en el tiempo que dura la novela, que Murdoch ama a Charles.
Por una minúscula segregación del tiempo, Hartley y Charles habrían podido salvarse mutuamente. El fracaso se debe a múltiples razones. Entre ellas, y no es de las más obvias, figura la calamidad que Charles lleva a cabo. Pero no importa demasiado. Las historias de amor que fracasan no dejan de ser historias de amor. Tal vez la serenidad con la que uno convive con ellas es el único tipo de armonía, distinta a la prefabricada, a la que podemos aspirar.