6. PERIODISMO E IMAGINACIÓN
Se pone desesperado con la imaginación.
HORACIO en Hamlet , I, IV
Carlotta Cosials: «¿Cuántos años tienes?» Cecilio G: «Veintitrés.»
Carlotta Cosials: «Ah, vale. Eso explica muchas cosas.»
Cecilio G: «Sí, que tengo veintitrés.»
Fragmento de la entrevista de
CECILIO G a CARLOTTA COSIALS (2018)
EL CASO RICO
Los hechos, si fa no fa , fueron los siguientes. El 11 de enero de 2011, el filólogo Francisco Rico publicó una tribuna de opinión en el diario El País titulada «Teoría y realidad de la ley contra el fumador». Se trataba de una crítica dirigida a la llamada ley antitabaco promulgada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que Rico calificaba como «un golpe bajo a la libertad, una muestra de estolidez y una vileza». Y, a continuación, desgranaba los argumentos que trataban de impugnar las medidas legislativas que, a juicio de Rico, eran demasiado restrictivas para los fumadores.
Al final de su tribuna, había un brevísimo post scriptum :
P. S. En mi vida he fumado un solo cigarrillo.
Francisco Rico es un académico de la lengua conocido y reconocido. Y, además, es un fumador empedernido, algo que no todo el mundo sabe –yo, sin ir más lejos, no tenía ni idea– pero que, dada su condición de figura pública y la existencia de múltiples entrevistas en que se destaca lo mucho que fuma, es un rasgo imposible de ocultar. Diría más: me parece imposible que Rico pensara que pudiera ocultar su condición de fumador, con lo cual el caso contiene, solo con esta circunstancia, una lección fecunda: quien no dice la verdad no necesariamente pretende esconder algo. Sea como sea, el post scriptum no describía la condición de no fumador de quien lo había escrito porque Rico es una chimenea.
Y se armó un pequeño escándalo.
Algunos lectores se quejaron y la entonces defensora del lector del diario, Milagros Pérez Oliva, abordó la cuestión: 1
[E]n la crispada controversia que suele acompañar las medidas antitabaco, puede entenderse como un refuerzo argumental el hecho de que quien opina esté libre de conflicto de interés, es decir, que no tenga vínculos con la industria tabaquera o que no sea fumador. La condición de «no fumador» daría mayor legitimidad al profesor Rico en su defensa de la libertad de los fumadores. En este sentido interpretaron los lectores la frase final, y en ese sentido la interpreto yo también.
Pérez Oliva pregunta a Rico por el asunto. Y reproduce la respuesta de Rico:
Amén de darle al conjunto una nota de color, el post scriptum quiere decir varias de las cosas que literalmente dice, y sobre todo otra no literal, pero obvia: que «je est un autre» (Rimbaud), la escritura no es la autobiografía y «la verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero» (A. Machado). El P. S. me ha producido la triste satisfacción de comprobar lo que yo diagnosticaba: que la ley es una escuela de malsines. Porque casi todos los que se pronuncian contra mi artículo lo hacen buscando hurgar en mi vida y costumbres, espiando a mis amigos y buscando antecedentes incriminatorios. En mis argumentos apenas se entra.
La respuesta de Rico es algo críptica. La interpreto en el siguiente sentido: lo que Rico afirma es que quien escribe el artículo no es el Rico en sentido biológico, sino uno distinto, otro Rico, uno imaginado. De ahí que pueda permitirse la licencia literaria contenida en el P. S.
Esto, para Pérez Oliva, plantea problemas:
Pero si este nuevo género narrativo presenta problemas en la literatura, su aplicación en periodismo puede tener efectos catastróficos. Un artículo de opinión no es una pieza literaria con elementos de ficción, y menos un texto tan político como el del profesor Rico. De modo que lo que en principio parecía un simple error o un problema de expresión, se ha convertido en algo más importante: un asunto de verdad o mentira. Porque al final, lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad. Si el autor de un artículo de opinión puede permitirse faltar a la verdad haciéndose pasar por lo que no es y utilizar esa ficción-mentira como argumento de autoridad, ¿qué crédito podemos dar a la verdad que pretende defender?
No obstante, Rico no da ningún argumento de autoridad contra la ley antitabaco porque Rico no es ninguna autoridad: ¡es solo un no fumador! Los no fumadores, qua no fumadores, no son ninguna autoridad respecto de los efectos nocivos del tabaco (o respecto de las medidas legislativas a adoptar).
Pero ¿y si en realidad se tratara de un tipo de autoridad distinta? ¿Y si la autoridad a la que hace referencia Pérez Oliva fuera una autoridad moral ? Entiendo –y no creo que esté por decir nada singularmente exótico– que alguien es una autoridad moral o bien porque tiene una trayectoria intachable y ejemplar a un nivel relevante en la esfera pública o bien porque toma la bandera de un ideal moral que asumimos –aunque sea ahora únicamente por hipótesis– como un ideal justo. Es decir, una autoridad moral es alguien que es un ejemplo a seguir o alguien que milita y hace proselitismo de un elevado ideal moral.
Hay que tener una visión muy puritana de la vida para pensar en un no fumador como un ejemplo a seguir en un sentido moral. Martin Luther King, por aludir a un caso real, sería un caso paradigmático de un ejemplo moral a seguir. Decir que un no fumador es un ejemplo a seguir como en algún sentido lo era MLK es trivializar una idea valiosa como la de la autoridad moral.
Y en lo que se refiere a ganar crédito como autoridad moral por sostener y difundir el ideal moral es algo que depende de las razones que se dan. Es decir, depende, en el caso Rico, de los argumentos que preceden al P. S. Así que no termino de ver cómo un no fumador podría ser una autoridad moral .
Y esos argumentos son, sencillamente, de ciudadano leído y propios de alguien que ha razonado un poquito sobre el asunto. Un argumento de autoridad respecto de lo que se planteaba en esa ley lo podía dar un oncólogo o un jurista que se hubiera dedicado profesionalmente al derecho sanitario, por poner un par de ejemplos de autoridades que tienen que ver con la materia sobre la que, al fin y al cabo, trataba la tribuna.
Sea como sea, y aquí me voy acercando al punto que más me interesa, a la pretensión artística o rimbaudiana con la que Rico intenta justificarse, Pérez Oliva responde:
Si el profesor Rico quería hacer un ejercicio literario, debería haberse publicado en otra sección y no en la de Opinión [...]. Conviene no mezclar literatura y periodismo.
La conclusión de Pérez Oliva es rotunda: el matrimonio entre literatura y periodismo es inconveniente. Además de rotunda, su conclusión recoge una queja que se remonta al pensamiento clásico: del mismo modo que Platón quería expulsar a los poetas de la República, Pérez Oliva quiere sacar a la literatura del reino de las páginas de opinión. Aun suponiendo que del P. S. de Rico no se pudiera salvar nada y que fuera solo una gamberrada sofista, es un poco solemne la conclusión que Pérez Oliva extrae a partir de ese episodio más bien anecdótico.
Sea como sea, la conclusión de Pérez Oliva apunta a algo que, como afirmé, le ocurría a Platón con los artistas y con el arte: no se los quiere en los lugares serios como la polis o como las tribunas de opinión de los diarios (que son, de algún modo, y para decirlo con pedantería, el ágora seria de la polis). Los artistas tienen que ir a hacer sus cosas a otras secciones, como cultura y entretenimiento u otras secciones no serias, porque la literatura no es periodismo, el periodismo es algo serio, algo que tiene que ver con la verdad, al menos con la verdad factual. Y a los artistas la verdad factual no les importa mucho, como demostró Rico en esa ocasión y como demuestran día sí día también, en general, los artistas. Los artistas deberían ser expulsados de los centros de la vida política para que hagan sus cosas artísticas en los márgenes de la ciudad o en la periferia del periódico.
Este sentir platónico se ha exacerbado estos últimos años, por lo menos en España, con la aparición de una nueva generación de científicos sociales en las páginas de opinión de los periódicos. En buena medida, estos nuevos intelectuales suelen simpatizar con la medida platónica de expulsar del reino de las tribunas de opinión a los escritores. Aquí las razones contra los artistas no son solo de desconfianza, como en el caso de Platón. Su petición de expulsión tiene que ver también con la reivindicación de una posición gnoseológica privilegiada: los científicos sociales serían expertos, tendrían el conocimiento político en forma de datos numéricos, así como de formación académica especializada. Los literatos, en cambio, carecerían de los conocimientos, cometerían errores graves de diagnóstico y afirmarían cosas sin evidencia empírica que las respalde: es arriesgado tenerlos cerca de los lugares serios. Así las cosas, a algunos de esos nuevos intelectuales, convencidos como están de poseer el conocimiento sobre política a título excluyente, también les parece que las tribunas de opinión no deben tener nada que ver con el arte.
Yo pienso distinto. Creo que las tribunas de opinión escritas por literatos u otros artistas (aunque en realidad no veo por qué debería restringirse a los oficios artísticos), cuando son buenas e incisivas en su propio género, señalan puntos que rara vez se tienen en cuenta.
A veces, en esos artículos se falta a la verdad factual. Sin embargo, faltar a la verdad factual puede ser entendido de dos maneras distintas: como una mentira o como una ficción. Forjar ficciones puede servir para disparar nuestra imaginación y ampliar nuestros universos mentales; crear mentiras, no. Una de las obligaciones de alguien que escribe una tribuna de opinión en un diario es obligarnos a imaginar otros puntos de vista. ¿Por qué debería entonces renunciar a la ficción quien escribe la tribuna? No tengo ninguna duda de que debe renunciar a la mentira, pero, insisto, ¿por qué debería renunciar a la ficción?
Si en la tribuna de opinión, contra el instinto platónico, sí tienen cabida ciertas licencias artísticas, como algunas ficciones, ¿fue lo de Rico algo más que una trampa retórica? ¿Tiene algún valor cognitivo su «je est un autre» ? ¿Dispara en algún sentido su P. S. nuestra imaginación? ¿Hay, en definitiva, lugar para los artistas en el reino de las tribunas de opinión?
La marejada levantada por el artículo de Rico incluyó a los del «sí» y a los del «no». Entre los entusiastas del «sí», se encontraba el escritor Javier Cercas, que salió en defensa de Rico invocando la idea de que la imaginación se requería para indagar en una verdad no estrictamente factual: 2
Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es «imaginativa». La ciencia no es una mera acumulación de datos, sino una interpretación de los datos; del mismo modo, el periodismo no es una mera acumulación de hechos sino una interpretación de los hechos [...]. Flaubert sostenía que hay más verdad en una escena de Shakespeare que en todo Michelet; se refería a la verdad literaria, no a la histórica, a la verdad moral, no a la factual.
Y remataba diciendo que un periódico está obligado a contar la verdad factual, pero también esa otra verdad: una verdad irónica y emancipada de la tiranía de lo literal.
Naturalmente, esta tribuna no finiquitó la polémica. Al contrario. Pérez Oliva, por ejemplo, sintetizó su escepticismo en los siguientes y elocuentes términos: 3
¿Cuánta imaginación considera Cercas que es admisible en una información? Para interpretar la realidad se necesita imaginación. Pero a la hora de escribir, el periodista debe atenerse, antes que nada, a los hechos.
Más tarde volveré sobre las posibilidades cognitivas derivadas de la presencia de los artistas en el centro de la polis. Me interesa ahora centrarme en las críticas a Rico (y a Cercas). Y entre los más notables entusiastas del platónico «no» a los artistas imaginativos en las páginas de opinión se encontraba el periodista Arcadi Espada, quien ya había mantenido en el pasado una polémica con Cercas acerca de este tipo de cuestiones. Espada publicó una tribuna en el diario El Mundo , naturalmente en la sección de opinión, en la que afirmaba que Javier Cercas había sido detenido días antes en una operación contra una red de prostitución en Arganzuela. 4 Cercas negó públicamente el cargo y Espada admitió, de forma inmediata, que su afirmación era una falsedad deliberada, una lección para demostrar, con un caso práctico, el daño que puede hacer no atenerse a la verdad factual. 5
Hay que señalar la existencia de una asimetría decisiva entre la columna de Espada y la de Rico. Imaginemos por un momento que de la columna de Rico sacamos el P. S. y que de la columna de Espada sacamos la afirmación de que Cercas fue arrestado en el lupanar y, una vez hecho esto, imaginemos también que ambas columnas son negativos fotográficos que vamos a positivar. El revelado nos ofrecería una fotografía negra en el caso de la columna de Espada, porque la luz no habría podido iluminar nada: sin la presencia de Cercas en el lupanar, o, mejor dicho, sin la afirmación en el texto de la presencia de Cercas en el lupanar, su columna se queda en nada, no tiene interés porque no tiene ningún contorno de luz, no refleja ni reproduce nada. El único contenido relevante y no meramente retórico de su columna era la supuesta presencia de Cercas en el prostíbulo.
En el caso de Rico, en cambio, el revelado ofrecería un contraste de transparencias y de tonalidades porque su tribuna –los argumentos (más bien discretos, pero argumentos) de ciudadano leído contra la ley antitabaco aportados antes del P. S.– sobrevive con independencia de haber faltado a la verdad factual respecto de su condición de fumador. El contraejemplo que proporciona Espada tiene más de disanalogía que de analogía, y su lección se quedaría en algo similar a intentar demostrar que para arreglar un pinchazo en la rueda de una bicicleta hay que cambiar el manillar.
Días más tarde, en una entrada en su blog, 6 Espada afirmaba: «Tiene poca importancia que [Cercas] aún no comprenda que el pitillo de Rico no afectaba a la validez de sus argumentos, sino a su capacidad de convicción, como sucede con cualquier argumento de autoridad.» No, el P. S. de Rico no afectaba a su capacidad de convicción porque esta hubiese sido la misma aunque hubiera confesado ser un fumador empedernido o aunque nunca hubiésemos sabido si quien escribía ese texto era fumador o no. La capacidad de convicción en un argumento de autoridad acerca de cómo lidiar en el espacio público con el tabaco descansaría en que quien defiende la posición tenga unas credenciales que no provienen de tener o no tener el vicio del tabaco, sino, justamente, de ser una autoridad en la materia en la cual está defendiendo una posición (y no sería una autoridad moral porque considerar que un no fumador es un ejemplo a seguir es, como aduje unas páginas atrás, desnaturalizar, por puritana, la idea misma de autoridad moral).
La pillería de Rico no estriba, en definitiva, en hacerle creer al lector que él no es fumador, sino en que sabe que la gente piensa que un no fumador tiene más autoridad que un fumador. Si no creyéramos (erróneamente) que un no fumador tiene más autoridad que un fumador a la hora de hablar sobre medidas antitabaco, que Rico fuera fumador sería irrelevante, debería pasar desapercibido. Y justamente esto es lo que ocurre en el caso Rico: un no fumador, qua no fumador, tiene la misma autoridad intelectual que un fumador, qua fumador, para hablar sobre una modificación de la ley antitabaco. Esto es: ninguna.
Uno siempre podría alegar que el lector medio no estará atento a estas sutilezas y que, para evitar que caiga en errores, mejor, sencillamente, no faltar a la verdad. Pero entonces la metadiscusión sobre este caso –la discusión que tienen los comentaristas de la tribuna de Rico– debería haber hecho también hincapié en la instrucción del lector señalando no solo que Rico había faltado a la verdad factual, sino diciendo que tal falta era, en todo caso, parasitaria de otra, a saber, el error de pensar que un fumador tiene más autoridad que un no fumador. O, dicho de otro modo, si en efecto Rico hubiese sido no fumador, la metadiscusión tendría que haber dado cuenta de que un argumento de autoridad solo lo podría haber proporcionado quien, con independencia de si fumara o no, hubiese firmado por ejemplo como oncólogo o neumólogo.
Tal vez el núcleo de la polémica del caso Rico no versa acerca de los hechos ni de la verdad factual, ni tampoco sobre la verdad irónica. A lo mejor lo esencial de esa discusión quedó en la penumbra del intercambio de dardos entre unos y otros. Quizá la cuestión fundamental que sobrevuela el caso Rico sea a fin de cuentas quiénes deben tener voz en el centro de la polis.
EL CASO D’AGATA
Los hechos, si fa no fa , son los siguientes. En 2003, la revista Harper’s pide al ensayista John D’Agata que escriba un texto acerca del suicidio de un adolescente en Las Vegas. D’Agata lo escribe y lo manda, pero Harper’s rechaza publicarlo por no haber superado el proceso de fact-checking, es decir, el proceso de verificación de las descripciones factuales del ensayo.
D’Agata termina publicando en 2010 el ensayo en otra revista, Believer , tras superar, ahora sí, un farragoso proceso de verificación de los hechos que termina extendiéndose siete años. La correspondencia entre D’Agata y Jim Fingal, el verificador de Believer , se publica como un extraño, estupendo y algo delirante libro, The Lifespan of a Fact , en 2012. 7
D’Agata fue sincero ante el editor de la revista y ante el verificador desde el principio: «Me he tomado algunas libertades en el ensayo, pero ninguna de ellas es dañina» (p. 15). D’Agata entregó al editor todas las notas que había tomado y toda la investigación que había realizado, de manera que –al menos para la revista– resultaba transparente dónde se había tomado esas libertades. El ensayo de D’Agata indaga en el suicidio de Levi Presley, un adolescente que se lanzó desde lo alto de un hotel en Las Vegas, como excusa para hacer un retrato literario de esa misma ciudad. La imagen que busca construir D’Agata es, creo, la de una ciudad muy iluminada por las luces de neón pero nada luminosa. Para ello, redondea algunos hechos, modifica algunos datos y altera algunas circunstancias con el propósito de capturar la atmósfera de Las Vegas.
Para D’Agata, un ensayo es, en su más profundo significado, un experimento: ensayar no es otra cosa que intentar algo. «What Happens There», que es como se tituló cuando fue finalmente publicado en Believer , es un ensayo experimental. Como tal, D’Agata considera que la figura del verificador está fuera de lugar y así se lo hace saber al principio de la correspondencia.
Fingal se encuentra de inmediato con las primeras afirmaciones falsas. Acude al editor de la revista con las inconsistencias entre papel y realidad y le pregunta qué debe hacer. El editor le responde que vaya adelante con el proceso de verificación y que ya lidiarán al final con las discrepancias. Fingal procede. Y lo que sigue es un delirio de meticulosidad en el que Fingal verifica todas y cada una de las frases de D’Agata sin un mínimo sentido de la relevancia. Pondré algunos ejemplos derivados de su ausencia de filtro. Si D’Agata afirma «sabemos que cuando Levi Presley saltó desde la torre del Hotel Stratosphere a las 6:01:43 p.m. –yendo a dar con el suelo a las 6:01:52 p.m...», Fingal reprocha que, según el informe del forense, la caída de Presley duró solo ocho segundos y no nueve. Fingal pide explicaciones a D’Agata y este último responde que se trata solo de un segundo y que «necesitaba que cayera durante nueve segundos y no en ocho para hacer que otras partes posteriores del ensayo tuvieran sentido» (p. 19).
Otro ejemplo. D’Agata se refiere al padre de Levi Presley como Levi Senior. Fingal objeta: «Técnicamente, el nombre del padre de Levi es “Levi III”, ya que en el informe del forense Levi es llamado “Levi IV”» (p. 23).
Y un último ejemplo. D’Agata afirma: «En las Vegas, más personas mueren por suicidio que en accidentes de coche, de sida, de neumonía, de cirrosis o de diabetes. Estadísticamente hablando, lo único que es más probable que te mate en Las Vegas son enfermedades del corazón, los ictus y unos pocos tipos de cáncer.» El verificador Fingal impugna esto último diciendo, por un lado, que es ambiguo (porque «tipos de cáncer» puede referirse a «diferentes formas biológicas, o a formas relacionadas de cáncer encontradas en diferentes partes del cuerpo») y, por otro lado, que solo dos tipos de cáncer son más mortíferos que el suicidio (p. 30). Es más o menos a partir de este momento de la correspondencia cuando D’Agata empieza a sentirse irritado y manifiesta su disconformidad con el extensivo proceso de verificación de hechos.
Las objeciones de D’Agata ante las discrepancias señaladas por Fingal pueden agruparse en tres categorías: de relevancia, estéticas y de fondo. Las objeciones de relevancia se basan en que las modificaciones factuales no son esenciales. Al contrario, son inofensivas: lo esencial, arguye D’Agata, está siempre ahí, a la vista del lector. Las objeciones estéticas se centran en que las modificaciones de los datos son necesarias para el ritmo o alguna otra cuestión estilística de la narración del ensayo. Estos dos tipos de objeción conciernen básicamente a algunos detalles, pero la parte más interesante del desacuerdo entre D’Agata y Fingal es más bien de fondo.
D’Agata no es periodista y su texto no es un artículo periodístico, por lo que, como premisa, no se le deberían aplicar las reglas del periodismo a sus textos. Él no pretende informar y el lector debería buscar información en otro lugar; su escritura es la del ensayo artístico. No le preocupa no tener credibilidad porque no es un cargo público presentándose a unas elecciones: su voz como ensayista no depende de su credibilidad factual. No puede ser riguroso con la realidad si ello significa renunciar al poder narrativo y simbólico que confieren las metáforas; él quiere ser exacto con la literatura y a veces eso exige no serlo con la verdad factual; él le reza al dios de las palabras, no al de los hechos.
Con esta constelación de razones a cuestas, busca trascender la etiqueta de literatura de no ficción:
Estoy cansado de que los que cultivan este género [la literatura de no ficción] estén aterrorizados por un público lector no sofisticado que tiene miedo de aventurarse accidentalmente en un terreno al que no se le pueden poner notas a pie de página y que no puede ser verificado por diecisiete fuentes diferentes. Mi trabajo no es re-crear un mundo que ya existe, sosteniendo un espejo para la experiencia del lector con la esperanza de que sea verdadero. Si un espejo fuera un medio suficiente para manejar la experiencia humana, dudo de que nuestra especie hubiese inventado la literatura (p. 22).
Poco a poco, el verificador, que había iniciado la correspondencia con una prosa limpia y temperada como la del código civil, ignorando las soflamas de D’Agata acerca del género ensayístico, se va enfrascando en la discusión de fondo. A veces incluso parece darle la razón a D’Agata:
Desafortunadamente no soy yo quien decide qué hechos son estúpidos: tengo que verificarlos todos. Aunque admito que me ahorraría mucho tiempo con este ensayo si se me permitiera hacer la distinción [entre hechos estúpidos y no estúpidos] (p. 23).
Confieso que sentí cierto alivio y a la vez tristeza al leer que el propio Fingal se daba cuenta de la miserable manera en que le estaban haciendo perder el tiempo (le pagaban por ello, faltaría más, pero el hecho de que te paguen por perder el tiempo no significa que no estés perdiendo el tiempo, solo significa que te pagan por perderlo).
En otras ocasiones, Fingal expresa su desconcierto ante el enfoque de D’Agata con sarcasmo:
De acuerdo, ahora sí lo entiendo. Las reglas son: no hay reglas, siempre y cuando te quede bonito (p. 53).
Pero es al disputar genuinamente la idea del ensayo experimental de D’Agata cuando Fingal –cuyo trabajo como fact-checker era temporal y que, en el momento de la publicación del libro, ya había pasado a dedicarse a diseñar software– tiene sus mejores y más analíticos momentos. Por ejemplo, cuando D’Agata hace algunas afirmaciones acerca de los orígenes del taekwondo y Fingal pone en duda la plausibilidad de acuerdo con las fuentes que maneja, el escritor le dice:
Se llama arte, idiota.
A lo que el verificador responde:
Esa es tu excusa para todo.
He aquí, tras tomar en consideración las razones con las que D’Agata pretende justificar sus elecciones, el ejemplo más fino de la posición de Fingal:
Estoy diciendo, sin embargo, que existe «La Verdad» y que luego hay «verdades» localizadas, y que existen «hechos blandos» y «hechos duros», y que no estoy seguro de por qué haces ver que todo es lo mismo, que todos los hechos son igualmente arbitrarios, porque no lo son (p. 109).
De todos modos, el auténtico protagonista de The Lifespan of a Fact es y siempre fue D’Agata:
Pero yo no soy un político, Jim. Ni tampoco un periodista. Tampoco soy el amigo del lector o su papá o un terapeuta o un cura o un profesor de yoga, ni nadie de quien quepa esperar una relación de confianza. Solo porque hay algunas partes de nuestra cultura en las que exigimos honestidad y esperamos intenciones confiables no quiere decir que sea apropiado para nosotros esperar tal cosa de cada experiencia que vivimos en el mundo (p. 111).
D’Agata recuerda que nadie pide a poetas o a novelistas que sean confiables. Se trata de géneros que todo el mundo considera literarios, arte en sentido pleno, y a quienes los cultivan no les pedimos que no manipulen las verdades factuales. Pero los autores de la llamada «no ficción» han luchado durante mucho tiempo por ganarse su estatus literario o artístico y la razón es que a ellos sí se les ha exigido ser fieles a las verdades factuales. D’Agata cree que es una exigencia injustificada, de ahí que rechace la calificación de «no ficción» y adopte la etiqueta «ensayo». Al fin y al cabo, concluye, «¿qué tipo de escritura no tiene como combustible la imaginación?» (p. 108). Si la imaginación es imprescindible en cualquier tipo de escritura, y el ensayo no es un mero reporte de datos porque busca decir algo que no es reducible a una acumulación estadística o numérica, ¿por qué no debería gozar de las mismas libertades que la poesía o la novela? ¿Por qué el ensayista debería ser confiable ?
Yo no creo que el ensayo sea arte en sentido pleno, como tampoco lo es la tribuna de opinión de un diario. Los magazines y los diarios son ese tipo de lugares que funcionan como símbolos de una vieja paradoja liberal: las restricciones a la libertad nos hacen más libres. Quien escribe en un magazín o en la tribuna de opinión no es libre para escribir cualquier cosa que se imagine. Pero el ensayo y la tribuna de opinión no se mueven tampoco dentro del escaso espacio que deja libre la camisa de fuerza de la verdad factual. El ensayo y la tribuna de opinión son casi arte.
Hay algo extraño en el proyecto de D’Agata. Él busca capturar literariamente la atmósfera de Las Vegas. Para ello usa metáforas, descripciones embellecidas, parábolas y juegos de símbolos. La pregunta es: ¿por qué, entonces, añadir –y manipular– estadísticas y datos acerca de la altura del hotel Stratosphere, de las causas de muerte en Las Vegas, de la gente que abandona la ciudad cada año? ¿Para qué acudir al informe del forense? ¿Qué sentido tiene reportar el manual de los voluntarios del teléfono de emergencia al que acuden los suicidas en potencia en busca de ayuda? Es como si D’Agata no pudiera desprenderse en ningún momento de la sombra omnisciente de la verdad factual, como si le pesara dejarse guiar del todo por la imaginación y no terminara de creerse su reivindicación del ensayo como campo «no confiable» en cuanto a cuestiones factuales.
Tal vez se trata de una cuestión de tradiciones. En la tradición ensayística europea y latinoamericana –las que me quedan más cerca– no solo no se suele acudir a datos, sino que es incluso posible que se considere que las estadísticas estorban cuando de lo que se trata es de que la literatura cace con palabras el ethos de una ciudad. Tal vez en la tradición estadounidense se cayó tan profundo en la fascinación por lo numérico-empírico que ni siquiera alguien como D’Agata se atreve a desembarazarse del todo de las estadísticas para explorar las tensiones morales, emocionales y psicológicas que atraviesan Las Vegas y, por extensión, Estados Unidos. En la tradición ensayística europea y latinoamericana, para penetrar en el clima moral y social de un lugar clave para entender muchas cosas de una cultura tal vez no se acudiría a las estadísticas y, en este sentido, no habría necesidad de hacer el experimento de manipularlas.
Aunque su ensayo también podría ser entendido como arte conceptual, es decir, como una impugnación radical de la tradición ensayística estadounidense. Escribir ensayo consistiría entonces en manipular de manera sistemática las decenas de datos y hechos objetivos que peregrinan por los textos ensayísticos. Se trataría, entonces sí, de un proyecto verdaderamente experimental. El ensayo de D’Agata sería entonces idóneo para ser exhibido en un museo de arte contemporáneo como una pieza rompedora con una frase desafiante en luces de neón lasvegasiano que rezara más o menos así: «¿Qué ocurre cuando se miente para decir la verdad?»
No obstante, creo que el propósito de D’Agata no es tan iconoclasta. Mi impresión es que D’Agata pretende hacer o imitar el ensayo literario europeo o latinoamericano, pero no consigue ahuyentar del todo los fantasmas –el respaldo en datos y estadísticas, la fascinación, en suma, por los números– de la tradición en la que se formó.
Sea como sea, The Lifespan of a Fact es, en sí mismo, una obra de casi arte que ayuda a comprender unas cuantas cosas. La correspondencia que aparece en el libro –la correspondencia que es el libro– entre Fingal y D’Agata está modificada, reescrita y editada, a los efectos de que el lector pueda seguir un hilo narrativo y de esta forma pueda aprender algo. Haberse limitado a volcar la comunicación epistolar entre los dos en un libro, es decir, haber reportado la evidencia empírica que se tenía del caso D’Agata, hubiese resultado cognitivamente opaco e idiota. The Lifespan of a Fact es en sí mismo el producto de la imaginación literaria, la sedimentación de un pedacito complejo de realidad. Sin ese ejercicio literario, su impacto cognitivo hubiese sido muy probablemente inexistente. La publicación, difusión y debate en torno a The Lifespan of a Fact es una prueba de la bondad de lo que en parte predica D’Agata. Se trata de una modesta pero clara victoria de su defensa del género ensayístico.
ÁNGELES EXTERMINADORES DEL CASI ARTE
Las caricaturas que suelen aparecer en magazines y diarios (habitualmente en las secciones de opinión, por cierto) deforman, exageran, ironizan, comparan. Resumiendo: faltan a la verdad factual imaginando versiones hiperbólicas de personas (o personajes) o situaciones reales. No nos informamos a partir de las caricaturas, no esperamos de ellas un conocimiento factual o empírico del mundo. Las caricaturas no describen el mundo pero lo condensan: forjan mundos ficticios –menos microscópicos de lo que aparentan– que nos dicen cosas acerca de la realidad que la mera descripción de los hechos no puede decir.
Pero las caricaturas –las buenas caricaturas– no mienten.
Al igual que las caricaturas, las tribunas de opinión y los ensayos literarios son casi arte. Quienes temen la ficción, o, mejor dicho, quienes temen que los lectores sean incapaces de distinguir entre mentira y ficción, son los ángeles exterminadores del casi arte. Parecen creer que como ellos únicamente son capaces de leer las tribunas de opinión o el ensayo en clave literal, entonces todos los lectores adolecen de lo que tal vez no es nada más que una incapacidad manifiesta para la imaginación.
Sin embargo, un lector instruido en los recursos literarios y con una mínima capacidad de imaginación suele ser capaz de distinguir entre mentira y ficción en magazines y diarios.
Daniel Gascón publicó en 2018 y 2019 una serie de crónicas tituladas «Un hipster en la España vacía». 8 En ellas, Gascón narraba cómo un hipster recorría, ridículamente fascinado a la vez que compungido, los lugares más despoblados de España. Se trataba de crónicas imaginadas, naturalmente. ¿Podía un lector con la imaginación más o menos entrenada adivinarlo? No solo creo que la respuesta es «sí», sino que ese lector un poco instruido era capaz de entender, además, la ironía que había detrás de la súbita e inflamada preocupación de algunas personas de las clases medias urbanas por la España interior. Gascón buscaba capturar esa «preocupación» y no podía hacerlo aportando datos acerca de la despoblación de la España rural, o datos acerca de cómo la ocupación hotelera en esos parajes ha aumentado como consecuencia de las visitas de urbanitas que quieren ver de primera mano ese paisaje de desolación digno –esta es la fantasía de los urbanitas– de una película de Wim Wenders. Tampoco podía hacerlo reportando cómo han aumentado los artículos y libros publicados que se lamentan del erial por el que se desguaza la vida social de las tierras de Castilla o Aragón. Gascón necesitaba algo distinto a la acumulación de datos para condensar esa preocupación. Gascón necesitaba la imaginación literaria. Gascón necesitaba una pequeña sátira ficticia.
¿Podía haber algún lector que tomara literalmente lo que se decía en «Un hipster en la España vacía»? ¿Podía haber algún lector que creyera que esas crónicas eran mentira y no ficción? Es posible que hubiera más de uno. Pero ante el fenómeno del lector incapaz de distinguir entre mentira y ficción la solución de los ángeles exterminadores del casi arte es propia de bárbaros: en lugar de intentar dotar a ese lector de herramientas para leer con imaginación e ironía, es decir, en lugar de instruirlos, optan por simplificar la escritura de las tribunas de opinión y de los ensayos en revistas. Los ángeles exterminadores del casi arte creen que en lugar de elevar el nivel del lector hay que rebajar el nivel de la escritura.
Preferir lectores más simples, lectores que solo respondan a la verdad factual y a la interpretación literal de los textos, es preferir ciudadanos más dóciles y débiles ante las tropelías del poder. Un ciudadano al que desde las tribunas de opinión y desde el ensayo no se le estimula nunca la capacidad de imaginar o la habilidad para desgranar metáforas, alegorías, ironías u otras técnicas literarias, es un ciudadano que puede tener todos los datos verdaderos, conocer toda la verdad factual que son capaces de proporcionar las ciencias empíricas, y ser un fanático ignorante de tomo y lomo.
En la cultura periodística estadounidense contemporánea la aversión a los recursos literarios fue y es tal que dotó de un prestigio inusitado a las descripciones de hechos, a los datos, a las estadísticas. Así, en los lugares «serios» de comentario político se despreció la literatura y el periodismo (no creo que sea una casualidad que en los grandes medios de comunicación estadounidenses, como se quejó Philip Roth alguna vez, apenas haya escritores escribiendo op-ed ; a lo sumo, tienen algún blog en su web, es decir, los ponen a habitar lo que consideran un barrio de la periferia de la polis). A mi juicio, y aquí desciendo sin disimulo por el tobogán de lo especulativo, es la combinación del prestigio de los datos y el lenguaje factual, junto con el desprecio por formas literarias o periodísticas de escritura, lo que se encuentra en la genealogía de las fake news y la posverdad (que no dejan de ser mentiras expandidas a una velocidad y con un alcance en su difusión nunca antes vistos). Y si todo el énfasis a la hora de mover a los ciudadanos estaba puesto en los hechos, entonces había que ofrecer hechos alternativos. El ciudadano estaba tan desentrenado en la imaginación que, una vez impuesta una supuesta verdad factual –es decir, una mentira–, ya se tenía la clave para movilizarlo en la dirección deseada.
La respuesta de las personas de bien y preocupadas por la verdad ha consistido en intentar desacreditar esas mentiras con su contracara más obvia. Contra la mentira factual, la verdad factual. De ahí la descomunal importancia adquirida por el fact-checker o verificador en la cultura tribunística y ensayística estadounidenses.
Sin embargo, esta es una manera casi unidimensional de concebir la política, como si esta consistiera exclusivamente en hechos y verdades factuales. En esa respuesta a la barbarie de las fake news , todo sigue girando solo o básicamente en torno a los hechos. Y la carencia de entrenamiento de los ciudadanos con la escritura y las lecturas imaginativas o literarias sigue vigente.
Pero del mismo modo que un racista no deja de serlo a pesar de que la ciencia haya demostrado que no hay razas en el sentido en que el racista afirma que las hay, un fanático no deja de serlo porque queden demostradas las mentiras sobre las que su discurso se apoya.
No pretendo insinuar que no haya que luchar contra la mentira haciendo emerger la verdad factual. Hay que hacerlo. Lo que insinúo es que no es suficiente, ni siquiera, tal vez, es fundamental. En la batalla contra el fanatismo hace falta la imaginación artística o periodística. Pero el arte no puede hacer ese trabajo en una isla prevista para su propio regocijo onanista, o sea, en los márgenes de la polis. Cuando los hechos verdaderos –con perdón por la redundancia– no son suficientes para combatir esperpentos como el de Donald Trump, tal vez sea necesario que el arte penetre en lugares como las tribunas de opinión o en los ensayos o, en general, en los lugares de comentario político «serios».
Regresemos ahora brevemente al caso Rico. Incluso aunque sentenciáramos que el «je est un autre» del P. S. de su artículo no llega a la categoría de ficción y se queda en mentira –algo que yo en principio rechazaría–, el caso Rico debería ser interpretado como una llamada de atención sobre la importancia de la imaginación en las tribunas de opinión. Y es que es difícil que un lector aprenda a distinguir entre mentira y ficción, es decir, se convierta en un ciudadano crítico, si una de las autoridades intelectuales determinante en tribunas y ensayos es la del verificador de hechos. Combatir la mentira es combatir el fanatismo. Y a la mentira se la combate con la verdad pero también con la imaginación. La función del verificador no es la de distinguir entre mentira e imaginación, así que para combatir las fake news el verificador no debe abandonar el escenario, pero sí, tal vez, el centro del escenario.
Pretender que a partir de la absorción de los hechos uno se forma la capacidad crítica es una manera burocrática de pensar (o, lo que es lo mismo, de no pensar). Quizá no se trata de que «una vez que conozco los hechos, me puedo formar un juicio crítico sobre el mundo», sino de que «es porque estoy entrenado en el pensamiento crítico por lo que ahora estoy en condiciones de conocer los hechos, y es porque desarrollé la capacidad de imaginar por lo que ahora puedo discernir la ficción de la mentira».
Los diarios, revistas y magazines deberían ampliar la capacidad de interpretación y pensamiento de los lectores y no deberían ser solo expendedores de hechos (o, para ser exactos, de descripciones de hechos). Sin embargo, los ángeles exterminadores del casi arte parecen haber terminado abrazando la idea según la cual los periódicos y magazines deberían restringir la complejidad de la escritura periodística a la de la mínima capacidad de imaginación e interpretación de la supuesta mayoría de los lectores. Con esta fórmula –que ningún ángel exterminador usa de manera explícita, claro–, se viene a decir que esa mínima capacidad que supuestamente tiene la mayoría de los lectores es la de la comprensión de enunciados factuales y la de la interpretación literal. De nuevo: ante la disyuntiva de hacer un ciudadano más complejo e instruido o promover una escritura más simple, los ángeles exterminadores eligen el último cuerno.
Más de veinte siglos después, Platón obtendría su victoria: los artistas quedarían desplazados a los lugares de ocio, en la periferia de la polis.
TRAIGO DATOS, DATITOS, DATOS DE TO-DOS-LOS-CO-LOOOOOO-RES
Otra variante de la obsesión por los hechos como indispensable y casi único elemento vertebrador del comentario político y el ensayo es la reciente exigencia por «opinar» con datos y números. En realidad, todo forma parte de un desiderátum metodológico consistente en no hacer comentarios u observaciones sobre materia política o social sin tener evidencia empírica que la respalde. Los nuevos intelectuales se distinguirían de los viejos porque mientras los primeros sí tendrían en su haber «pruebas», es decir, números, los últimos únicamente tendrían palabras e imaginación. El paradigma del nuevo modelo intelectual sería aquel que habla con los números en la mano. Las palabras y la imaginación serían resplandecientes artefactos del pasado.
Exagero. Pero solo un poco.
En realidad hay dos actitudes distintas en esa obsesión por los datos. La primera es una caricatura del empirismo en la que caen algunos nuevos intelectuales. La segunda es una posición más razonable y merece ser atendida.
La primera actitud consistiría en otorgar la categoría de conocimiento solo a aquellas afirmaciones que vengan acompañadas de datos empíricos con expresión numérica. No habría conocimiento en política digno de tal nombre sin diagnósticos empíricamente informados. Así, personas inteligentes que tengan ideas políticas agudas, tal vez experiencia política (no expresada o no reducible a datos), o que piensen en profundidad y de forma coherente los problemas políticos, personas, en fin, entrenadas en el sensible arte de razonar e imaginar, no tendrían conocimiento en materia política. Lo suyo sería palabrería hueca que debería terminar en las páginas de cultura o en algún otro barrio periférico.
Nótese, sin embargo, que cabe una versión cualitativamente distinta de la relación entre datos numéricos y conocimiento. Esta versión alternativa rezaría como sigue: el comentario político que contradiga lo que dicen los datos empíricos no es digno de ser etiquetado como conocimiento. Esta relectura, más generosa, abre la puerta a la posibilidad de que haya conocimiento en el comentario político que no vaya acompañado de datos empíricos (menos aún empírico-numéricos). Lo relevante sería entonces que el comentario político no cayera en la mentira factual. Esta interpretación alternativa de la relación entre datos y conocimiento en política no haría necesaria la expulsión de la literatura del centro de la polis, porque lo que es contradictorio con la realidad empírica es la alucinación, no la imaginación literaria. Lo que quedaría fuera serían las fantasías y las mentiras.
Digo todo esto suponiendo algo que, en realidad, no hay razón para suponer, a saber, que los datos empíricos recogidos por las ciencias sociales nos dan certeza acerca de la realidad política, es decir, que los datos son una representación completa y fidedigna de lo que está ahí fuera. Pero la realidad política es demasiado compleja como para ser capturada por los datos empíricos con los que trabajan las ciencias sociales.
Además, soy escéptico respecto de la posibilidad de que algún día las ciencias sociales lleguen a un punto tal de desarrollo y sofisticación que la realidad política pueda ser reducida a datos fruto de investigaciones empíricas. En principio, creo que el problema no consiste solo en que esas ciencias sociales, en esta versión empirista, estén en una etapa embrionaria. Me inclino por pensar que, incluso cuando abandonen esa etapa embrionaria y puedan decirnos muchas más cosas acerca de la realidad política, siempre serán necesarias las disciplinas humanísticas (la literatura, el periodismo, etcétera) para entender mejor la política. La razón es la siguiente: muchos de los nuevos intelectuales parecen operar bajo el paradigma de que el conocimiento en materia de política cae dentro de lo que Bernard Williams llamó «el saber absoluto del mundo». La idea, explicada aquí de manera muy resumida, es que las ciencias naturales nos pueden dar una representación del mundo como es en sí mismo, sin interferencias humanas, es decir, la realidad es la que es con independencia de las preferencias, creencias u otros estados mentales de quienes hacen ciencia o, simplemente, de los observadores del mundo. Y no habría por qué pensar que el conocimiento que nos proporcionan las ciencias sociales, parecen sostener algunos de los nuevos intelectuales, no constituye también saber absoluto del mundo (político). O al menos así parece desprenderse de la manera en que hablan los científicos sociales cuando defienden su participación en el ágora «seria».
El problema es que no creo que pueda haber un saber absoluto en materia de ciencia política o de sociología política. La existencia del objeto de estudio de las ciencias naturales no depende de las prácticas humanas; la existencia del objeto de estudio de las ciencias sociales, sí, y de hecho, y para ser más precisos, el objeto de estudio de las ciencias sociales son las prácticas mismas. No se puede tener un saber absoluto de aquello para cuya explicación necesitamos, en un momento u otro, los conceptos de nuestra cultura y nuestra historia, algo que no ocurre –o al menos esta es la hipótesis que estoy asumiendo aquí– con los fenómenos naturales. Habría una discontinuidad entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, pero no se trataría de una discontinuidad metodológica (no veo por qué no deberían extenderse los métodos empiristas de las ciencias naturales), sino de una discontinuidad en cuanto al estatus del saber obtenido: las ciencias sociales no podrán obtener un saber absoluto acerca de la práctica humana de turno porque al menos una parte de ella solo puede ser comprendida a través de aquellos que conforman esa práctica y son capaces de representarla culturalmente. Así, el saber en materia de política requeriría la intervención tanto de las ciencias sociales como de las disciplinas humanísticas. Es posible –y seguramente necesario– profundizar más en esta línea de argumentación. Pero lo que me interesa recalcar es solo que por más que se desarrollen las ciencias sociales, intuyo que la comprensión de las prácticas humanas siempre tendrá, de forma inherente, un componente humanístico y no cientificista.
Bernard Williams decía que «aunque la filosofía es peor que las ciencias naturales en algunas cosas, como el descubrimiento de la naturaleza de las galaxias [...], es mejor que estas en otras cosas, por ejemplo, para darle sentido a lo que tratamos de hacer en nuestras actividades intelectuales». 9 En buena medida comparto, cambiando un poco los términos clave, que aunque la imaginación literaria es peor que las ciencias sociales en algunas cosas, es mejor en otras; las ciencias sociales son mejores que la imaginación literaria a la hora de descubrir que las disparidades en el ingreso económico varían según el código postal, por ejemplo, pero la imaginación literaria es mejor a la hora de dar sentido a por qué, en una determinada comunidad, se acepta una distribución del poder político y económico y no otra. Las ciencias sociales y las disciplinas humanísticas que no ponen énfasis en la investigación empírica deben trabajar a la par, de forma complementaria, y no creyendo, las unas respecto de la otras, que deberían quedar fuera del juego.
Otra cosa a tener en cuenta es que los modelos de razonamiento idealizados con los que trabaja la caricatura del empirismo no tienen por qué ser atribuibles a las personas en las que esos datos están basados. Esta suerte de hipertrofia racionalista es algo en lo que caen a menudo los nuevos intelectuales.
Pongo un ejemplo de cómo operaría un científico social de este tipo. Los datos de trasvases de voto en las últimas elecciones generales en España (noviembre de 2019) mostrarían que el votante de Vox, el partido nacionalista español de ultraderecha que experimentó un gran crecimiento en esas elecciones, habría descubierto que siempre y cuando cambie su voto entre las diversas opciones de partidos españoles de derechas, tal basculación de voto no tendría costes en términos de diputados para el bloque de la derecha en su conjunto. Por lo tanto, se atribuye al votante de Vox la siguiente inferencia: puedo votar a Vox, el más radical de los partidos de derecha, porque he hecho el cálculo y no hay pérdida global de diputados de derecha. Para este tipo de científico social, el proceso de toma de decisiones del votante de Vox en noviembre de 2019 obedecería a un modelo racional que tiene en cuenta unas cuantas variables de cálculo (algunas de ellas bastante finas) acerca de la repartición de escaños. Su explicación acerca de por qué se vota a la ultraderecha, y no a los otros partidos de derecha más moderados, no pondría énfasis en que ese voto es el producto del fanatismo del momento o de la matraca nacionalista propiciada por algunos medios, que es lo que harían los viejos intelectuales, sino de un cálculo propio de la teoría de juegos. Pero atribuir al votante de Vox ese mecanismo racional de toma de decisiones –aunque fuera de forma inconsciente– sí sería tener imaginación literaria. Y de la mala.
Por último, es posible que no haya nada más dañino en esa obsesión por los números y los datos que los prejuicios y estereotipos que a veces aquellos fijan en las mentes. Con la extraña perspicacia que lo caracteriza, el cantante Cecilio G apuntaba a ello cuando decía –en el fragmento de una entrevista reproducida al inicio de este capítulo y en la que él, a pesar de las apariencias, era el entrevistador– que el hecho de que él tuviera veintitrés años explicaba... que tenía veintitrés años. Los datos imprimen como nada más tiene el poder de hacerlo los prejuicios en las mentes, son refranes aritméticos. En el caso de los veintitrés años, el de la inmadurez.
En realidad, los prejuicios de este tipo no dejan de ser una fantasía en el sentido murdochiano. Y su relación con los datos es promiscua, porque a veces el prejuicio nace del dato y otras veces el dato es la confirmación del prejuicio. El problema para esta ráfaga de pseudoempirismo radica, en todo caso, en que la negación de la fantasía es la imaginación, no más datos.
Es posible que esta actitud obsesiva hacia los datos en el contexto del ágora de la polis sea una nueva versión del pseudocientificismo, la caricatura del noble proyecto del neoempirismo o del naturalismo epistemológico de Quine. 10 En esa nueva reencarnación pseudocientificista, tus números son tu pasaporte para los lugares serios, porque los números son serios, mientras que tu capacidad para pensar e imaginar produce malos chistes. En última instancia, los nuevos intelectuales manifiestan, para usar unas palabras de Iris Murdoch en un contexto de discusión cercano, «un ansia exacerbada de precisión a la hora de producir sentido. Un ansia como esta tiene por fuerza que ser hasta cierto punto hostil con las palabras». 11 La contraseña para acceder al centro de la polis, para así poder hablar en su ágora, sería: «Traigo datos, datitos, datos de to-dos-los-co-loooooo-res.» Y como los literatos y los artistas no traen datos, quedan fuera del recinto amurallado donde se discute la vida civil y política. Aunque no solo ellos. También los sindicalistas, los trabajadores, los comerciantes, los desocupados, los inmigrantes, o, en general, las personas de a pie, como no portadores de datos que son, tendrían prohibida la participación en los lugares «serios» de comentario político. Si alguna vez alguien pensó que el debate político era una genuina discusión pública que todos debíamos tener entre todos, debe saber que el ideal ha cambiado: el debate político sería en el fondo una discusión privada entre algunos ángeles exterminadores que únicamente por exigencias del guión tendría lugar en público.
La gran ironía es que esa discusión no se puede tener con números, claro. Las palabras son inevitables. Por eso, como dice de nuevo Iris Murdoch, «no debemos caer en la tentación de dejarle el usufructo de la lucidez y la exactitud del lenguaje al científico». 12
Sin embargo, hay otra versión de la lamentatio de los nuevos intelectuales más razonable y atendible que no demanda expulsar a los artistas de las páginas de opinión ni, en general, a todo comentarista a-numérico del ágora de la polis. Hubo y hay literatos que aprovechan los espacios de opinión de los diarios, o en general las tribunas que se les proporcionan, de manera infame. Para ellos, las tribunas son meros altavoces de pullas personales, vertederos donde arrojan sus manías, filtran sus opiniones más envilecidas y sectarias, tergiversan hechos, malinterpretan episodios de forma deliberada y en algunas ocasiones –escasas– juegan algún papel importante en crear el caldo de cultivo que engendra desastres. Y sí, mienten.
Pero abrazar la medida platónica de la expulsión a partir de esos literatos es caer en la metonimia. Hay buenas columnas de opinión, incisivas, iluminadoras, escritas por literatos (entendida la categoría en un sentido amplio). El problema es en realidad –y aquí el esquema de Wilde sí parece operativo– distinguir entre buena y mala literatura. Pero si fuéramos más o menos capaces de llevar a cabo esa criba, ¿por qué deberíamos expulsar la buena literatura del ágora de la polis? ¿O por qué deberíamos pensar que no hay en la buena literatura contenidos cognitivos en materia política, o, mejor dicho, por qué no deberíamos pensar que precisamente en virtud de que hay contenidos cognitivos se trata de buena literatura?
Los nuevos intelectuales no soltarían tan rápido el hueso. Todavía podrían decir que los literatos que se dedican a hacer comentario político decente cometen errores de bulto, ya que intentan hacer algo «para lo que no están preparados», como dijo Víctor Lapuente, 13 uno de los nuevos intelectuales más conocidos en España. Lapuente afirma, con queja incluida, que los literatos se inclinan más por hacer análisis políticos que por «representar en carne y hueso los grandes conflictos morales que luego rumiaremos todos». Este es un ejemplo aural de la pretendida exclusividad epistemológica de la que gozarían estos nuevos intelectuales, porque la implicación de su comentario es cristalina: los análisis políticos, a diferencia de los grandes conflictos morales, no los rumiaremos todos, solo los politólogos. ¿De veras puede creer un científico social que el poder explicativo y predictivo de su «ciencia» es homologable al de un físico hasta el punto de pretender arrogarse en exclusiva el derecho a hacer análisis políticos? Si realmente lo cree, me parece que está en el fondo traicionando el propio ideal empirista que jura suscribir: la evidencia empírica respecto de la modesta capacidad explicativa y predictiva de los científicos sociales más bien debería insuflarles algo de humildad epistémica.
Por lo demás, ¿no es algo extraño, como sugiere Lapuente, que quien es capaz de representar en carne y hueso los grandes conflictos morales sea poco menos que un inútil total para el análisis político? ¿Tan escasa o directamente inexistente conexión habría entre la política y la moral como para que quienes por hipótesis brillen en lo segundo sean unos negados para lo primero? ¿No hay en Guerra y paz contenido cognitivo moral a la par que político? ¿No hay en Hamlet o en Macbeth tanto conocimiento moral como conocimiento político?
El nuevo intelectual no quedaría impresionado por nada de lo que he dicho, supongo. Todo esto le parecería probablemente verborrea ad hominem , él apelaría a criterios objetivos, cuantificables, y con la bonhomia propia de quienes creen que el pensamiento se puede capturar sin pérdida de significado con la teoría y con los datos, concluiría con sorna: «¿Pero en qué universidad obtuvo Shakespeare su Ph.D. para poder hablar de política en los lugares serios?» No se trata solo de que sea un chiste hiriente de malo, es que pretende darnos a entender que lo que más convendría a los editores de diarios y de magazines es apartar a los Shakespeares y poner a los Lapuentes de turno, que sí tienen Ph.D. Y datos.
Lapuente, por otra parte, tiene razón en que los literatos y los artistas meten la pata. Pero cuando veo u oigo que se cuece en los diarios esa dinámica venenosa, tan propia de la academia, de convertir un error (muchas veces ni siquiera un error central) en un reject taxativo y en un desprecio intelectual definitivo que en el fondo esconde una soberbia irracional, procuro recordar una frase de Bernard Williams que para mí es como una brújula: «We all have to do more things than we can rightly do, if we are to do anything at all.» ¿Cometía errores Ferlosio en sus artículos? Desde luego. ¿Los cometía Karl Kraus? ¿Y Haro Tecglen o Vázquez Montalbán? ¿Y Hannah Arendt en el New Yorker ? ¿E Isaiah Berlin en la New York Review of Books ? ¿Y Martha Nussbaum o Roger Scruton? Unos cuantos, seguramente. Pero de vez en cuando –en sus casos, bastante a menudo–, ofrecían un ángulo de una cuestión política inexplorado, nos hacían ver algún asunto que permanecía oculto para las ciencias sociales noempiristas, aportaban ideas que eran invisibles desde el trampolín de los datos, escudriñaban el lenguaje político, jurídico o social y eran capaces de adivinar en sus ranuras algunas vilezas del poder. ¿De veras queremos eliminar la posibilidad de que sigan surgiendo y llegando a un gran público esas ideas? Los buenos artículos de opinión no dejan de serlo por los errores que cometan quienes los escriben, sean o no literatos; lo son a pesar de esos errores.
Se pagará un precio altísimo en la dimensión deliberativa social y en la práctica si se expulsa a los artistas a la periferia «no seria» del ágora de la polis (el Estados Unidos que culmina con la elección de Trump, con todas las singularidades y matices que se quiera, debería servirnos para hacernos una composición de lugar).
Eso sí, una vez despachados los artistas, las páginas de opinión de los diarios estarían al fin copadas por la «ciencia», no por la opinión . Habría llegado el progreso, el conocimiento duro, el futuro, los contenidos cognitivos. ¡Abajo la palabrería! Llegados a este punto, tal vez no estaría de más recordar cómo algunos físicos denominan lo que hacen los nuevos intelectuales: palabrería. Así que entiéndanse estas páginas también como una defensa de la presencia de politólogos y sociólogos cuantificativistas en los lugares serios de discusión de la polis. Solo que no deberían ser los únicos habitantes.