7. «L’AÜRT»
I després li vàrem besar l’anus al diable . 1
IRENE SOLÀ
UN TECHO SEVERO DEL MUNDO
Una tormenta que tiene voz y voluntad y mata con un rayo a Domènec, un campesino poeta. Una tormenta que se divierte granizando sobre tomates y cráneos. Una tormenta que es el techo severo del mundo. Irene Solà comienza Canto jo i la muntanya balla (2019) imaginándose que es una tormenta pícara y letal que decide caer a plomo sobre un lugar del Pirineo catalán.
La de Irene Solà es una imaginación desbordada que, más adelante, adopta el punto de vista de un corzo, de una seta, de unas brujas o de las mujeres de agua, figura mitológica catalana. Solà acude con la imaginación a la naturaleza o, más precisamente, a la montaña. Pero al contrario de otras huidas literarias de la ciudad, en su caso no hay una sacralización de lo natural. Solà hace bailar la montaña eludiendo la melodía del sueño bucólico. Los Pirineos no son armónicos, mucho menos aún puros. Hay algo intrínsecamente violento en el ciclo de la existencia de lo natural y de los mitos humanos asociados a lo natural. Solà parece concebir la vida natural a la manera en que Joan Sales concebía la vida humana: como el viaje de un moribundo. Y así, en la tercera parte hay una suerte de poema en prosa, titulado «L’aürt» (palabra catalana que significa golpe o choque brusco), que combina dibujos y unos textos brevísimos en los que Solà describe la violenta formación geológica de unas montañas –¿los Pirineos?que terminarán hundiéndose en el mar para que surjan nuevas montañas. Solà describe de este modo un terremoto que nunca acaba porque nunca comienza:
Haurà començat el moviment una altra vegada. El desastre. El següent principi. L’enèsim final. I vosaltres us morireu. Perquè res dura gaire estona. I el nom dels vostres fills no el recorda ningú . 2
Es en una fracción infinitesimal de ese perpetuo temblor en el que Solà se imagina las historias entrecruzadas de Canto jo i la muntanya balla . Los personajes de la novela están inmersos en unas narraciones que son enajenados viajes moribundos. Tiran del hilo de algunas leyendas de la persecución de brujas en la Cataluña del medievo, de sus besos con Belcebú y de otros mitos locales. Lo que impresiona de la narración de Solà es que sus historias no son la mera transcripción de esas historias orales pero tampoco son su adaptación novelística. La vía de Solà trasciende esta bifurcación. Solà imagina una forma de narrar que preserva la centralidad absoluta que tiene, en la tradición oral, la historia que se está contando –acudiendo pocas veces a los recursos novelísticos de la digresión o la confesión–, pero, a la vez, esa forma de narrar adquiere la decantación moral propia de la novela imaginativa.
Y en ninguna de las historias es tan palmaria esa tensión moral como en la del accidente de caza narrado en Canto jo i la muntanya balla . Como dijo la propia Solà en una entrevista, «quan hi ha un accident de caça és una de les poques vegades que al nostre país es mata algú amb arma, però que a més qui mata i qui mor s’estimen. Sempre vas a caçar amb els teus amics o amb els teus familiars» . 3 Es en la caza donde aflora la imaginación espuria de la que hablaba Iris Murdoch, y es en los accidentes de caza donde encontramos la versión más trágica de esas fantasías. En la caza las percepciones –digamos– directas de la realidad, como las que nos permiten detectar el ruido en algunos arbustos o ver un flash con el rabillo del ojo, se complementan con la imaginación. El cazador se imagina que en esos arbustos que se mueven puede haber una liebre, o que esa minúscula imagen borrosa que se escurre por uno de los ángulos de su campo de visión es la de un animal. El cazador rara vez identifica una diana sin la contribución de la imaginación. Es esta última la que le permite dar un significado completo, terminado, a aquello que la vista, el oído o el olfato solo le sugieren. Sin la imaginación, la realidad es incompleta para el cazador.
También para todos los demás, claro. Pero la diferencia estriba en que, por las razones evocadas por Iris Murdoch, la imaginación con la que el cazador termina de dar forma y significado a la realidad es una forma espuria de imaginación. El cazador se imagina que ve presas porque, en su condición de cazador, necesita ver presas. Cierto, no dispara a todo lo que se mueve. Pero todo su dispositivo mental tiene la estructura de una fantasía: concibe el mundo animal, o porciones de él, como algo susceptible –o, en el caso de algún cazador, incluso merecedor– de alojar una bala. El mundo artificial que construye es un mundo hecho a medida. De ahí que, con el dedo en el gatillo y camuflado de figurante natural, necesite representarse el mundo como un campo o un bosque lleno de liebres.
El padre que acierta el tiro pero yerra el objetivo al matar a su propio hijo es presa de la más cruel de las fantasías: en su mente necesita que su hijo sea un animal con el que hacer blanco. El cazador que lleva a su hijo de caza se convierte simultáneamente en la amenaza y en quien dispara. Si la caza recreativa o criptorrecreativa ya es de por sí infame, el accidente de caza es el ejemplo más cruel de cómo las fantasías pueden acarrear consecuencias reales.
Solà, en cambio, es la negación de la caza y el repudio de la fantasía porque se imagina en el lugar de las brujas. Estas figuras condensan todos los atributos misóginos: fornican con Belcebú, son retorcidas, arpías y feas. Y Solà se las imagina justamente así: fornicadoras, retorcidas, arpías y feas. Y así, imaginando el mito desde la perspectiva de las brujas, es cuando tiene lugar su desmitificación. Las brujas no son brujas. Solo son seres complejos, imperfectos y, lo más importante, imperfeccionistas.
UN CHANEQUE DE ROSTRO ARRUGADO
Unos niños hallan un cadáver en un canal de riego en algún lugar violentado por la sordidez, la miseria y el desamparo de los tiranos locales. El cuerpo es de la Bruja, una mujer que regenta un local donde se hacen «brujerías» y otros menesteres marginales. Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor, es un falso noir que narra las historias entrecruzadas de los personajes que pueblan esa zona desperdigada donde los niños encuentran el cadáver de la Bruja. Melchor, al igual que Solà, también convoca algunos mitos locales, en su caso mexicanos –como un fugaz chaneque–, para hablar de la realidad construyendo una circunvalación con el mármol de la imaginación.
A modo de advertencia y seguramente también de homenaje, Melchor abre la novela con una cita de Jorge Ibargüengoitia con la que este, a su vez, abría Las muertas (1977). La cita reza como sigue:
Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios.
Melchor se inspira en algunas crónicas escritas por Yolanda Ordaz y Gabriel Huge –periodistas asesinados en Veracruz durante el periodo del sátrapa Javier Duarte como gobernador– para dar vida no solo a unos personajes imaginarios, sino para tejer un mundo entero completamente artificial. Y algo que contribuye de forma decisiva a la artificialidad de esos mundos es el tipo de escritura elegido para imaginarlos: Melchor no introduce ningún punto y aparte en toda la novela y solo de vez en cuando utiliza puntos seguidos. Temporada de huracanes es un torrente de frases subordinadas y millones de comas y de puntos y comas. Melchor hipertrofia así algunos rasgos formales de la escritura para imaginar mundos materiales atronadores y asimismo hipertrofiados. También se imagina puntuando.
Se trata, insisto, de una escritura artificiosa. Pero verdadera. Como dos afluentes que convergen en un río, forma y contenido habitan la misma dimensión en la novela de Melchor. Esa escritura huracanada es idónea para crear la atmósfera agobiante en que los personajes quedan a merced de una combinación de fuerzas que no gobiernan. Sin esa artificialidad, difícilmente se habría podido reproducir la sensación de claustrofobia de los personajes. Pero, sobre todo, esa escritura huracanada es imprescindible para entender por qué esos acontecimientos son verdaderos. No habría sido posible imitar el avasallamiento al que de hecho se ven sometidas algunas personas en algunos lugares sin acudir a esa manera tan artificiosa de escribir. Las crónicas o reportajes periodísticos no pueden reproducir esa experiencia porque la manera en que están escritos, o al menos su puntuación, está domesticada con el fin de convertirse en «informaciones». Se necesita la ficción y una escritura cuya puntuación sea asfixiante para imitar la experiencia enajenada de adolescentes devorados por la miseria, de brujas perseguidas y humilladas, de abusos de diferente tipo y de mujeres jovencísimas para las cuales abortar puede ser tan o más degradante que el propio abuso. Temporada de huracanes muestra que a veces la única manera que tenemos de acceder a lo real es a través de lo artificial. No hay estudio sociológico, reportaje periodístico o documental capaz de transmitir lo espeluznantes que son algunos fragmentos de la realidad como lo hace la ficción. La «información» es necesaria, pero si uno se nutre únicamente de información se corre el peligro de anestesiar la imaginación.
Melchor imita porciones de realidad pero, en la novela, no juzga de manera perfeccionista. Traza un escenario social, emocional y psicológico que constriñe a los personajes. Pero no los absuelve. Lo que resulta impresionante de la narración de Melchor es la sutileza con la que sugiere que, a pesar de vivir sometidos por un huracán, sus personajes conservan, con diferente intensidad según de qué personaje se trate, agencia. Lo artificial está puesto también aquí, como en el caso de Canto jo i la muntanya balla , al servicio de la complejidad: hay un entorno social corrompedor y casi (casi) determinista, pero al mismo tiempo hay acciones de las que solo las personas que las llevan a cabo son responsables. Lo que expresa el libro es que esta complejidad moral se da incluso en situaciones tan extremas como las de las historias de Temporada de huracanes , y que la confusión, cuando se da en tesituras de asimetrías de poder descomunales, puede producir daños irreparables.
«NO» ES «NO», PERO ¿«SÍ» ES «SÍ»?
Entre las historias entrelazadas que configuran Temporada de huracanes , brilla por el asco que provoca la del abuso por parte de un padrastro, de nombre Pepe, de Norma, una adolescente que finalmente queda embarazada. Fernanda Melchor usa en toda la novela un narrador omnisciente, pero en la narración de ese abuso el narrador o narradora solo está interesado en el punto de vista de Norma. Y es desde esa perspectiva como Melchor dibuja cuán compleja y confusa puede llegar a ser la psicología de la persona violentada:
Mámame la verga, decía; mámame los huevos, mámale duro, chiquita, con ganas, así, hasta dentro, no te hagas la que te da asco si bien que te gusta, aunque no era cierto, aunque a Norma no le gustara en lo absoluto, pero él lo decía de todas maneras y ella nunca lo había sacado del error. Porque la verdad era que al principio sí le había gustado; la verdad era que al principio ella incluso había llegado a pensar que Pepe era guapo, y hasta le dio gusto cuando su madre lo llevó a la casa para que viviera con ellos, para que fuera el padrastro de Norma y sus hermanos. 4
He aquí otro largo pasaje –en el que la puntuación deformada contribuye de forma decisiva a la asfixia de la situación– en el que se expresa la confusión y contradicciones de la adolescente Norma:
Y la verdad es que para ese entonces Norma ya le había permitido mucho a su padrastro, demasiado, y lo peor de todo es que encima tenía ganas de permitirle aún más, permitirle que le hiciera lo que él tanto quería, eso que siempre le estaba murmurando en la oreja, las cosas que los chamacos de la escuela escribían y dibujaban en las paredes de los baños, cosas que los viejos en la calle le susurraban al paso y que ella quería que le hicieran, Pepe o los chamacos o los viejos o quien fuera, la verdad: todo con tal de no pensar y de no sentir ese doloroso vacío que de unos meses a la fecha la hacía llorar en silencio contra la almohada, de madrugada, antes de que el despertador de su madre sonara (p. 126).
No sabemos nunca qué piensa Pepe, no sabemos de qué modo se siente atraído por Norma. En Temporada de huracanes no hay ningún personaje que intente la fantasía racionalizadora mediante la cual el abusador busca justificar o excusar su abuso. Melchor ignora el punto de vista de Pepe. De él solo sabemos que abusa de su poder y de la confusión de Norma.
Lo interesante es cómo Melchor imagina y delinea justamente esa confusión. La conclusión –inestable y frágil, cómo no– del ejercicio imaginativo que hace Melchor, o, mejor dicho, la conclusión del encuentro apodíctico de mi lectura y su escritura, es que es más fácil saber cuándo hay ausencia de consentimiento que cuándo hay consentimiento.
¿Qué es la ausencia de consentimiento al sexo? Un «no», claro. A veces se dice que en algunos contextos, como los que se dan en determinados juegos eróticos, hay una suerte de acuerdo según el cual los «noes» no expresan ausencia de consentimiento. Por definición, se dice, no habría ausencia de consentimiento en el seno de esos juegos. Dicho así, sin embargo, es falso. Lo que ocurre en esos contextos no es que no haya ausencia de consentimiento, sino que la ausencia de consentimiento no se expresa mediante un «no». La ausencia de consentimiento se comunica mediante lo que a veces se denomina una palabra de seguridad (safe word) . Esa palabra de seguridad cumple el rol que siempre cumple el «no» fuera de esos contextos. Así que incluso en esos juegos hay formas de decir «no» y así transmitir la ausencia de consentimiento. La ausencia de consentimiento es siempre clara, ya sea mediante un «no» o la palabra elegida como sustituta del «no», y cualquier otra interpretación es fruto de una conveniente y calamitosa fantasía en el sentido murdochiano.
¿Pero es un «sí» equivalente al consentimiento? En los pasajes aquí citados de Temporada de huracanes , parece haber varios «síes» de Norma a Pepe. ¿Pero a qué está exactamente diciendo Norma que «sí»? ¿A la compañía de Pepe? ¿A su cariño? ¿A follar? ¿A aprobar de forma explícita pero confusamente cariñosa que Pepe sea su padrastro?
¿Y a qué puede creer Pepe que Norma está diciendo que «sí»? ¿A follar todos los días? ¿A jugar con él? ¿Y si Norma estuviese consintiendo a algo distinto de lo que Pepe está asumiendo? ¿Y si Norma estuviese consintiendo a follar pero sin entender muy bien qué significa «follar»? ¿Tiene un «sí» de alguien cuya agencia está en construcción el mismo valor en todo contexto?
Temporada de huracanes sugiere que puede haber ocasiones en que los «síes» estén mezclados con «noes», con dudas, con deseos, con descubrimientos de vida, con aprendizajes sórdidos, con entornos opresivos, con terceros induciendo de forma interesada esos «síes» y avergonzando de forma mezquina los «noes». Ante tal confusión y ante el desconocimiento de si obrar con arreglo a la interpretación literal del «sí» acarreará daños irreparables, la única opción prudente es interpretar que un «sí» no tiene por qué ser un «sí».
También en Lolita hay unos cuantos «síes» por parte de Lolita que están mezclados con varios «noes». Pero como Nabokov únicamente tiene en cuenta el punto de vista de Humbert, y como no nos fiamos de las descripciones de Humbert porque sabemos que están destinadas a apuntalar su enfermiza fantasía, cuál es el grado de confusión en el que naufraga Lolita resulta opaco para el lector. En Temporada de huracanes , en cambio, la confusión de Norma es transparente para el lector porque, como dije, el abuso está relatado por un narrador omnisciente que ignora el punto de vista de Pepe y tiene en cuenta el de Norma. Imaginarse el punto de vista de la persona que sufre abusos es posiblemente imprescindible para entender que un «sí» no tiene por qué ser siempre un «sí». Sin cultivar la miel de ese espasmo, sería un milagro entender que un «sí» no merece siempre una interpretación literal. Y los milagros ocurren, pero siguen siendo milagros. Y nadie quiere depender de los milagros.
UN DILEMA EUTIFRONIANO
Sharp Objects , una miniserie emitida en 2018, empieza de modo parecido a una película o serie típicamente noir : un detective torturado llega a un pueblo, más bien sórdido, con el objetivo de resolver algún crimen, normalmente un homicidio, o una serie de homicidios. Esta es también la premisa de Sharp Objects . Con una particularidad o, mejor dicho, dos: el personaje principal no es un detective, sino un periodista de investigación y, sobre todo, el personaje principal no es un hombre, sino una mujer, interpretada por una pletórica Amy Adams.
Si traigo a colación Sharp Objects es porque me parece una expresión cultural sintomática de un cambio significativo. No solo es una mujer la protagonista de la serie, sino que su personaje se comporta como habitualmente lo haría el detective hombre en el imaginario clásico del noir en el que, como mencioné, se apoya la premisa de la serie. Amy Adams es mordaz, está atormentada por su pasado y también alcoholizada, es promiscua, solitaria y lidia –bastante bien, o al menos no peor de lo que lo hace el arquetipo masculino que está alterando– con el hecho de ser una apestada social.
No solo en el cine o en las series se está dando este tipo de cambios. También en la literatura –al menos la hispanohablante y la catalanohablante– está ocurriendo algo interesante que tiene que ver con una manera de escapar a una paradoja que, como se verá, es análoga a la alteración de género en la premisa inicial de Sharp Objects .
A las mujeres se les supone una sensibilidad literaria confesional o introspectiva. Mientras que los hombres serían los que supuestamente se habrían ocupado en el pasado de la literatura imaginativa en exclusiva. Las mujeres que escribían se dedicaban, si acaso, a la escritura de diarios. O así dice, a grandes rasgos, la convención. No tengo nada que decir, por cierto, acerca de cuál es la genealogía de esa convención, de hecho no estoy ni siquiera discutiendo que tenga alguna genealogía y no sea mera invención. Lo que me interesa, aquí, es que independientemente de si tiene algún fundamento histórico o no, forma parte de la convención la pretensión de que la literatura confesional no solía traspasar los salones de las casas (o palacios), era de consumo privado o, a veces, incluso clandestino. Dicho de otro modo: lo que estoy por criticar –la convención o cliché– se sostendrá incluso aunque esa convención tenga algún fundamento histórico, precisamente porque la historia no da ni quita validez a las reglas paridas por esa convención.
Por lo demás, al decir que la convención consiste en que la literatura introspectiva era privada y femenina mientras que la literatura imaginativa era pública y masculina, estoy usando brocha gorda para pintar el lienzo, lo sé. Con pincel el lienzo sería tal vez más delicado, pero el significado general de lo representado en él sería el mismo. Este cuadro es, por decirlo de algún modo, consecuencia de un universo social y mental más abarcador: los hombres se han dedicado históricamente a «las cosas importantes» y hasta hace poco la escritura introspectiva y confesional no era importante en la esfera pública literaria. La (mal) denominada escritura femenina quedaba destinada al ámbito privado, mientras que la escritura imaginativa formaba parte de la arena pública. La continuidad con el imaginario social tradicional no era demasiado sutil: los hombres se ocupaban de la res publica y de hacer dinero, mientras que las mujeres tenían como tarea principal las labores de la casa, entre las cuales figuraba –de forma opcional, a diferencia de otras tareas que para ellas tenían naturaleza obligatoria– la escritura introspectiva.
Pero cuando la escritura introspectiva cobra relevancia y prestigio en el reino de lo público, con las diversas formas de autoficción, autobiografía, dietarios o diarios, desplazando o por lo menos disputando el lugar central de la literatura imaginativa en la plaza pública, la distribución de tareas se ve parcialmente alterada. La escritura confesional, para la cual estarían teóricamente más y mejor dotadas las mujeres, dado que son «más cercanas a las emociones» y «más sensibles» –así reza el cliché–, sería explotada también, o sobre todo, por los hombres. Y creo que no me precipito si afirmo, desde un punto de vista estrictamente descriptivo o causal, que es en buena parte debido a que los hombres se empiezan a ocupar de la exploración de las propias emociones, por decirlo de manera burda e inexacta, por lo que esa literatura introspectiva escapa de los salones de las casas para pasar a la escena pública. Y tampoco creo ser muy temerario al afirmar –siempre, insisto, desde una perspectiva descriptiva o causal– que es en buena parte debido a que los hombres se estrenan en la escritura confesional por lo que esta última adquiere, para humillación de las mujeres, cierto prestigio y entidad literaria. Aunque no está de más notar que lo que en realidad se traslada a la esfera pública no es la escritura introspectiva, sino la escritura introspectiva de hombres. Y este hecho –en concurso con otros, culturales, políticos y sociales, que no mencionaré aquí– poco a poco y aun con bastante timidez arrastra a la escritura introspectiva escrita por mujeres al dominio público.
La secuencia habría entonces funcionado más o menos así: primero se construye la idea según la cual las mujeres estarían dotadas de manera casi exclusiva para la introspección y la confesión. Al mismo tiempo, se relegan las formas de literatura que lidian con la introspección y la confesión a lo privado, a la casa, el espacio natural y a la vez social «propio» de las mujeres. Y, por último, cuando se saca de «la intimidad» esa escritura, lo hacen –con algunas excepciones– los hombres. Esta es la siniestra paradoja: la «escritura femenina» la acabarían «dignificando» los hombres; de este modo, la supuesta escritura femenina es una cuestión privada hasta que empieza a ser practicada por los hombres y entonces pasa a ser pública.
Hay al menos dos maneras de deshacer esta siniestra paradoja. Una primera posibilidad es que las escritoras intenten ocupar el espacio público desde la (mal) llamada literatura femenina. Una opción alternativa es huir por el momento de esa etiqueta, que responde a un cliché misógino, e invadir el tipo de literatura que los hombres se habían autoatribuido: la literatura imaginativa. Esta última es, a mi juicio, la vía elegida por Irene Solà o Fernanda Melchor en las novelas exploradas en secciones anteriores. No hay introspección en ellas. No hay confesión. No son novelas que la mente misógina hubiese esperado que una mujer escribiera. Con ello no digo nada acerca de la calidad de la literatura confesional escrita por mujeres, tampoco de la imaginativa. Parto de que las buenas novelas son buenas novelas con independencia de otras consideraciones. Aquí me refiero a un punto distinto, no ortogonal con el de la calidad: la literatura confesional es el tipo de literatura que la arquitectura mental erguida con arreglo al cliché misógino espera que las mujeres escriban. Canto jo i la muntanya balla y Temporada de huracanes , en cambio, son una bofetada inesperada para el sistema social y mental misógino.
La senda por la que circulan Solà y Melchor es, en lo que importa, análoga a la elegida para alterar la premisa inicial de Sharp Objects . Los creadores de la serie no se imaginan a Amy Adams como una mujer que responde al conjunto de clichés misóginos. De haberlo hecho, habrían modificado el contenido del arquetipo clásico y misógino de periodista/detective. Lo que hacen es algo distinto: cambian el género del arquetipo. Se trata de una opción más imaginativa y arriesgada porque en vez de disputar el cliché desde el lugar que los hombres han atribuido de forma unilateral a las mujeres, lo hace ocupando el lugar que los hombres se habían autoatribuido. Solà y Melchor, o, mejor dicho, sus libros, vendrían a ser como el personaje de Amy Adams: impugnarían el cliché no desde el lugar al que los hombres las habían relegado –la escritura confesional–, sino invadiendo el lugar que los hombres se habían arrogado –la literatura imaginativa.
Con todo esto no pretendo insinuar que las mujeres que escriben literatura imaginativa escriben «como hombres». Hacer una afirmación semejante sería aceptar, de manera involuntaria, el marco conceptual heredado del cliché machista. Despojados de ese marco, me parece que lo que tiene más sentido es decir que la mujer que escribe literatura imaginativa no escribe como un hombre sino que, simplemente, escribe literatura imaginativa; y, por la misma razón, el hombre que escribe literatura confesional no escribe como una mujer sino que, simplemente, escribe literatura confesional. En principio la idea de que hay una literatura esencialmente femenina o una literatura esencialmente masculina suena algo arbitraria. Puedo equivocarme, desde luego, y puede que exista una literatura esencialmente femenina. Pero soy escéptico al respecto, en buena parte porque soy escéptico acerca de que, cuando se trata de asuntos humanos, haya cosas genuinamente esenciales. Sea cual sea la respuesta a la cuestión de si existe o no una esencia literaria femenina, no quita que las mujeres que escriben literatura imaginativa contribuyen a la feliz destrucción de ese cliché desde el lugar en que los hombres habíamos estado unilateral, cómoda y privilegiadamente instalados.
En El funeral de Lolita (2018), Luna Miguel elige también la vía imaginativa. A diferencia de Solà o Melchor, Miguel se imagina un escenario urbano de clase media. Pero al igual que Solà o Melchor su novela también se imbrica en la mitología, aunque –como el propio título de la novela sugiere– se trata de una mitología urbana reciente: Lolita. La novela narra la historia de una chica de unos treinta años, Helena, que acude al funeral de su antiguo profesor de literatura en la secundaria, Roberto, con quien mantuvo una relación que Helena describe a veces como una relación de amor y otras de abuso.
Hay una razón por la que El funeral de Lolita me parece particularmente interesante como superación de la siniestra paradoja que mencioné unas líneas más arriba. Pero, antes de llegar a ella, quiero señalar algunas virtudes imaginativas de la novela de Miguel.
A diferencia de la novela de Nabokov, pero al igual que Temporada de huracanes, El funeral de Lolita contempla solo el punto de vista de Lolita/Helena e ignora el de Humbert Humbert/Roberto. Si una novela no fuera más que la mirilla de una puerta, la de Nabokov nos colocaría en el lado desde el cual ve el monstruo, mientras que la de Luna Miguel nos colocaría en el lado desde el cual vemos cómo el monstruo se retuerce. No obstante, al igual que en la novela de Nabokov, la Lolita de El funeral de Lolita tampoco es una «lolita».
Otro punto capital de El funeral de Lolita es que Miguel combina la voz de la Helena de treinta años con la Helena de quince años y, a ratos, es esta última la que parece más madura, más lúcida. Esto podría parecer contraintuitivo. Habitualmente pensamos que la madurez está correlacionada con la edad: la Helena de treinta años debería ser más madura que la de quince. Esto es lo que nos dice nuestra intuición. Se podría incluso concluir que se trata de un fallo en la novela de Miguel.
Yo hago una lectura distinta. El abuso –que incluye una violación en el caso de Roberto– puede congelar o incluso hacer retroceder el proceso de madurez de una persona hasta el punto de que la confusión de una treintañera parezca ser mayor que la de una quinceañera. No hay error por parte de Miguel. Se apoya en una historia artificial para comprender que lo contraintuitivo puede dejar de serlo si nos embarcamos en el ejercicio imaginativo de escribir y leer.
Pero lo más inteligente de El funeral de Lolita reside, a mi juicio, en la aguda manera en que Miguel deshace la paradoja que mencioné unas líneas más arriba. Luna Miguel se imagina el diario confesional de la Helena adolescente. Si las mujeres, según el mencionado cliché, se ocupaban de la escritura íntima mientras que los hombres se ocupaban de la escritura imaginativa, Miguel hace colapsar esta división de tareas imaginando un diario íntimo. Se huye así de la mente misógina desde un flanco inesperado: imaginando la literatura confesional. De este modo, se ocupa el lugar que se habían autoatribuido los hombres pero para imaginar el lugar que ellos habían atribuido a las mujeres. Es una aguda vuelta de tuerca.
Por lo demás, no creo que sea una coincidencia que algunos de los momentos más potentes de la novela se encuentren en ese estupendo diario imaginado. He aquí algunas entradas fulgurantes:
El asco apoyado en Cernuda:
«Mano de viejo mancha el cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.»
Mis manos están manchadas.
Mi cuello está manchado.
Tus labios son tan finos como tus dientes que pinchan.
Tu barba raspándome.
Tu barba crujiente (p. 128).
La confusión:
¿Y si resulta que es lo miserable lo que me excita? ¿Y si resulta que estoy hecha para odiar y amar siempre a la vez y al mismo tiempo? (p. 127).
La conversación con la sombra de Nabokov:
¿Tienes miedo de los cazadores de mariposas? (p. 128).
Los ecos de una madurez y lucidez congeladas y a punto de interrumpirse:
¿Por qué os gusta tanto imaginaros que nosotras aprendemos de vuestra decrepitud? (p. 130).
La claridad de la ausencia de consentimiento:
Te dije que no y lo hiciste.
Te dije que no y lo hiciste.
Te dije que no y lo hiciste (p. 137).
La literatura como nave para transportar el deseo y también como condena:
No leo para estudiar. Leía para impresionar a un hombre. Y ahora esos libros me han fastidiado la vida (p. 139).
Y, en medio de todo, una reformulación decisiva del llamado dilema de Eutifrón:
¿Amo porque leo o amo simplemente porque amo? (p. 119).
En el diario imaginado por Miguel, el dilema eutifroniano se refiere al hecho de que Roberto es el profesor de literatura de Helena y esta última no sabe si ama a Roberto porque este es la encarnación de la literatura o si, con independencia de la literatura, ama a Roberto porque el amor es una fuerza autónoma. Es una bella y cruel transfiguración del dilema propuesto por Sócrates a Eutifrón en el diálogo platónico homónimo, en el que el primero le pregunta al segundo si cree que lo que es santo es amado por los dioses porque es santo o si, alternativamente, es santo porque es amado por los dioses. Algunos consideran que ese dilema se puede disolver o evaporar. Si este fuera el caso, el dilema eutifroniano sería en realidad un falso dilema. Otros, en cambio, consideran que no puede disolverse: el dilema de Eutifrón es un dilema genuino.
Sea como sea, el dilema eutifroniano que propone Miguel trasciende la trama de la novela y puede ser entendido de manera universal y con una resonancia murdochiana: ¿amamos porque imaginamos o amamos simplemente porque amamos? Es este dilema, con todas sus reescrituras, con todos sus disfraces y con todas sus evasiones y titubeos, el que late en el corazón mismo de la literatura, en especial de la literatura imaginativa. La literatura es ese inevitable dilema eutifroniano. Por ello, preguntarse si se puede disolver o evaporar ese dilema es tan fútil como preguntarse si se puede disolver o evaporar la literatura.