8. LOS DÍAS DE LA SEMANA DEL JARDÍN
Confesso que mai
he aconseguit
mirar-me el món
sense fer-ho
CURIEL JORDANA
DOMINGO: NORIA
No sé si fue mi añorado y malogrado maestro Paco Fernández Buey quien hizo el gran hallazgo de interpretar la historia de las ideas como una noria. Yo, en todo caso, descubrí por él que la historia de las ideas, más que a una línea de tiempo que se autoconsume como una vela y que va dejando las ideas fundidas en un pasado cada vez más remoto, se parece a una rueda que gira de forma perpetua. Con una u otra forma, todo termina reapareciendo en tierra firme o temblorosa, y no lo hace atraído por la fuerza de la gravedad, sino por la fuerza centrífuga que hace girar la noria. No hay principio ni final. Solo –¡pero qué «solo», amigas y amigos!– un bucle fecundo y eterno.
Ideas viejas vuelven y las nuevas se van y, un tiempo después, se invierten esos adjetivos o se intercambian esos verbos. La decencia desaparece un día del mapa y deja de interesar. Al cabo de un tiempo, la decencia vuelve a estar en boca de todos. Las generalizaciones lo gobiernan todo durante un tiempo y luego son criticadas porque llevan al desgobierno y al abuso. Un año la justicia es irrenunciable y al siguiente no es prioritaria. Marx es vilipendiado por medio siglo y en el medio siglo sucesivo El capital
vuelve a ser tomado en serio. La religión, o al menos lo espiritual, es fundamental para una generación y para la siguiente es la más refinada expresión de todas las opresiones. En los años de bonanza el bienestar es hijo de la socialdemocracia y en los años malos la socialdemocracia es la madre de la miseria. Algo vuelve y todo se va y todo vuelve y algo se va. «Disidencia» significa algo en una década y otra cosa distinta décadas después. El derecho es una idea para proteger a los más débiles y, tiempo después, se considera un arma de los más poderosos. La racionalidad es liberadora en una época y aprisionadora en otra. Spinoza nos da luz y calor durante un siglo y
luego sumergimos a Spinoza en un lago helado. La violencia es admisible algunos años pero otros no, y algunos no y otros sí.
Ayer creíamos en la ciencia porque éramos escépticos y hoy no creemos en la ciencia porque somos escépticos. Ayer creíamos en las fronteras, hoy no tanto, mañana volveremos a creer en ellas y pasado mañana descreeremos de regreso. Hoy decimos sí al whataboutismo, mañana diremos meh, pasado el whataboutismo nos parecerá un engendro y el día sucesivo volveremos al meh o al sí o nos quedaremos con el engendro, ya veremos. Hoy pensamos que la única manera de ser coherentes es repetir siempre un discurso, mañana pensaremos que se puede ser coherente sin repetir el discurso y, con ello, asumiremos que la incoherencia es un riesgo que hay que aceptar, pero esto durará lo que dure antes de volver a repetirnos.
La historia de las ideas es un bucle que será tan eterno como lo sea la especie humana.
Con todo esto no pretendo sugerir que las ideas de mañana serán idénticas a las de ayer. No es esa mi intención. Lo que digo es que son las mismas, no que se expresen de forma idéntica. Mismidad no es identidad. El corazón de las ideas es indestructible, aunque los huesos, los tejidos y la piel que lo protegen hayan cambiado. Ser pluralista moral en el siglo XIX
no es idéntico a ser pluralista a finales del siglo XX
, pero el núcleo, el órgano que bombea la sangre y mantiene con vida la idea del pluralismo, es el mismo. Cuando digo que la historia de las ideas es una noria no digo que las ideas reaparezcan idénticas. Lo que quiero decir es que, tras la carcasa del lenguaje, el vocabulario y el contexto –los huesos, los tejidos y la piel–, anida la misma descarga eléctrica que da lugar al latido de la idea. La única forma en que podría hablarse de identidad es si las ideas, además de tener el mismo corazón, estuvieran recubiertas con idénticos huesos, tejido y piel. Pero eso sería tanto como decir que la noria quedó trabada en algún punto y que la fuerza centrífuga que la hacía girar claudicó. No, las ideas de la noria se expresan con formas distintas cada vez que aterrizan porque el mundo ha cambiado y con él la carcasa de la idea. Por eso las ideas no son idénticas aunque son las mismas.
Tampoco pretendo sugerir que la historia de las ideas se dé primero como tragedia y luego como farsa. En esa frase marxiana la historia hace referencia, creo, a los hechos, a los acontecimientos, a los episodios. Yo me refiero en cambio a las ideas. Y las ideas no son por sí mismas trágicas ni farsantes aunque se suelan utilizar para contribuir a provocar episodios trágicos y a engendrar farsas. Seguro que hay ideas calamitosas, pero cuando la noria las hace aterrizar, no pasan a ser ideas farsantes, ni viceversa. Cuando tocan suelo, las ideas infames conservan su estatus infame y las ideas
nobles conservan su estatus noble. Cambia el mundo y cambia la carcasa de las ideas, pero su corazón es el mismo.
La imaginación era una idea noble ayer, y cuando la noria la traiga de vuelta a la tierra, lo seguirá siendo. Las virtudes imperfectas capturaban mejor la complejidad moral de los humanos ayer, y mañana, o pasado mañana, o cuando sea que la noria haga descender la cabina con las virtudes imperfectas, alborotadas tras un periodo rozando las estrellas, seguirán capturando mejor esa complejidad que sus contrapartes perfectas. Gravitaremos sobre las mismas ideas, padeceremos las mismas tormentas y amainaremos viendo los mismos colores. Nada que se nos escurra entre los dedos será remoto ni esquivo, nada que sea impalpable será original. Todo nos resultará familiar. Pero nada será idéntico. Los huesos crujirán, se astillarán y se desintegrarán. Y de su polvo surgirán nuevos huesos que cubrirán, solícitos, el mismo corazón inmutable.
LUNES: BARBARIE
Han surgido complicaciones. Vieron a la mujer bajo el puente, cerca de la orilla. El agua le llegaba a las pantorrillas. Incorporó con cierta lentitud la criatura a la dócil pero inclemente corriente del río. Y la dejó ir. La mujer giró sobre sí misma e intentó regresar a la balsa, que oscilaba, no del todo varada, muy cerca de la orilla. Se dio entonces cuenta de que la vetusta balsa que la había llevado a esa altura del río, bajo el puente, se estaba sumergiendo: tenía una fuga, maldito gorgojo. Dejó ir la balsa río abajo. Ahora tendría que remontar el río, a la búsqueda de una nueva balsa. Remontó río arriba, resiguiendo la orilla izquierda de ese caudal de agua cuyo nacimiento era un misterio. Estaba tan agotada que a ratos avanzaba como lo hacen los cuadrúpedos. Y los momentos de descanso los dedicaba a pensar que dominaba el argot de su comunidad, que la suya era, al fin y al cabo, una casa respetable y que nada malo podía sucederle. Sería perfectamente capaz de explicar a todos por qué había escrito que había dejado a su criatura a merced de la corriente. Pero se equivocó. Surgieron complicaciones. La comunidad a la que pertenecía, siempre ávida de honrar la obligación de non liquet
, y de hacerlo mediante exabruptos, impugnó sus palabras escritas y decretó su culpabilidad. Lo que tenía forma de confesión, gritaba de forma solapada la muchedumbre, era una confesión; lo que imitaba la realidad, berreaban las hienas, no solo era realidad (algo con lo cual ella estaba conforme), sino que describía la realidad (algo con lo que ella estaba disconforme); lo que apestaba a hechos, gemían los que alguna vez había considerado como los suyos, no podía ser sino hechos. El amorfo tribunal trocaba lo literario en literal y la turba
acechaba a la mujer. Ella únicamente se había atrevido a imaginar qué podía hacer con las consecuencias indeseadas del amor en un lugar en que el amor era opcional pero sus consecuencias indeseadas no lo eran. Ella no había confesado nada, pero lo había escrito. ¡Lo escribiste, lo escribiste!, le reprochaban. Sus palabras resultaron no ser palabras, sino pruebas que la mandaban al infierno. En realidad no conocía tan bien el argot de la comunidad y su casa podía ser respetable, pero ella no. La incivilización de lo literal se imponía a la civilización de lo literario como el color negro colma las nubes en el instante antes de la tormenta. No había balsa, no había gorgojo, no había río, no había criatura, no había vientre, no había corriente. Solo había la miel que unía un mundo con otro que ya nunca iba a existir. Un espasmo. Una mujer himenóptera y una criatura que nunca había sido engendrada aunque sí imaginada. Ahora ya no buscaba la nueva balsa río arriba. Ya no podía. Solo cantaba «Down by the Water» mientras la turba la destruía a golpes.
MARTES: INFIEL
Tras un larguísimo viaje desde México, llegué a Tel Aviv. El hijo menor de los Adler, de nombre Yonatan, vendría a recogerme en coche y me llevaría hasta el kibutz a pasar el día. No era mi intención visitar en ese viaje ningún kibutz, me parecía algo trasnochado hacer eso en 2016 y un poco fuera de lugar dado el infame estado de la región y en particular el de los territorios ocupados. Pero mi amigo Elías Okón Gurvich insistió en que debía conocer a los Adler, una encantadora familia de judíos mexicanos –de origen austriaco– que emigraron a Israel a principios de los setenta movidos por el sueño socialista. Me pudo la vanidad de hacer algo trasnochado y la confianza en el instinto de Okón Gurvich.
Yonatan Adler me recogió en la plaza Isaac Rabin –donde había conseguido, siempre a través de Okón Gurvich, a quien tanto debo, que me prestaran un apartamento– en un viejo Renault Clio. Yonatan era caricaturista, simpático, teníamos más o menos la misma edad y chapurreaba cuatro palabras de español que sus padres le habían enseñado. Llegamos a Ga’ash, el kibutz donde se habían instalado sus padres casi cincuenta años atrás y en el que seguían viviendo. La madre era una señora alta, de nombre Natalia, que no podía dejar la plática por un segundo y que me encargó, como si el futuro del mundo dependiera de ello, que llevara a los Okón Gurvich, allá en Tecamachalco, tres o cuatro cajas de halba. Su esposo era chaparro, algo mayor, bordeando los ochenta, y menos dicharachero. Se llamaba Lázaro y había sido oftalmólogo, al parecer uno prestigioso.
Yonatan me propuso ir a la playa, que estaba apenas a cien
metros, y luego comer con sus padres. Bajamos por una duna idílica hasta la orilla. Yonatan se fumó un porro gigantesco en la arena y me ofreció unas caladas. Yo decliné: si hubiera sido de cualquier otra cosa, habría accedido, pero el hachís y la marihuana son las únicas drogas incivilizadas. Yonatan se quedó dormido y yo me bañé en el Mediterráneo como si bañarse en su ribera sur fuese como volverse a bañar por primera vez en él, como si todas las veces que me había bañado en Vilanova i la Geltrú lo hubiese hecho en un mar distinto, en un océano diferente, en un mundo remoto.
Cuando salí del agua, Yonatan me contó su experiencia en el ejército, cómo silban las balas que te pasan cerca, cómo aprendes a observar y a ser observado, cómo el otro es cada vez más otro porque nunca tiene cara. Y la vida de la gente sin cara no te importa.
Subimos la duna y regresamos con sus padres, que ya tenían la comida lista. El español de Natalia y Lázaro no había perdido nada de acento mexicano, tampoco –me contó Yonatan entre risas– su hebreo. Me cosieron a preguntas sobre la Ciudad de México. Barrios, calles, gente. Querían saber, supongo, si podían seguir diciendo que conocían la Ciudad de México, o sea, querían saber si aún eran chilangos. No era nostalgia, era algo más sobrio: la memoria en marcha.
Okón Gurvich tenía razón: eran encantadores. Me contaron la historia de Ga’ash, el kibutz donde vivían. Era un lugar bonito, cuidado, austero. Normalmente los kibutz, a estas alturas de la historia, estaban degradados, dejados, venidos a menos. Los que se sostenían en pie no eran muchos y su estrella era a todas luces declinante. Lo que yo me preguntaba, cuando me hablaban del estado general de los kibutz en 2016, era qué hacía que en esos lugares el sueño del socialismo pereciera mucho más lentamente que en otros lugares del mundo. Un misterio, aunque dudo que se trate de uno insondable.
Ga’ash era un kibutz peculiar: funcionaba
. Pero la razón por la que funcionaba es de una ironía tan cruel que desarmaba toda vigilia. Colindante con Ga’ash, está Herzliya, a la que algunos llaman la Silicon Valley del Mediterráneo, una ciudad donde se ha instalado una industria tecnológica puntera. Herzliya fue creciendo y necesitaba más terreno para acoger oficinas y viviendas de ingenieros, computólogos, programadores y demás demiurgos. Así que les hicieron una oferta para comprar unas parcelas en su terreno. Con la contrapartida económica podrían mantener con buena salud el kibutz. Accedieron. Era, claro, una contradicción palmaria, pero al fin y al cabo el kibutz seguía existiendo, ¿no?
Platicamos sobre el misil nuclear de Irán, sobre el bárbaro Netanyahu y la salvaje derecha israelí, sobre cómo languidecía el movimiento pacifista con el que ellos simpatizaban, sobre comida
mexicana, sobre los orígenes austriacos de los Adler, sobre lo desagradable que se había vuelto pasear por la religiosa Jerusalén. Lázaro era un tipo muy agudo, se declaraba ateo y contaba chistes de médicos, de rabinos, de mexicanos. Era un seductor.
Y entonces ocurrió algo extraordinario. Cuando habíamos terminado de comer, llegó el hijo mayor de los Adler acompañado de su esposa. Se llamaban Isaac y Romina. Y eran ultraortodoxos. Romina, hija de judíos marroquíes emigrados a Israel también en los setenta, no podía ser tocada ni rozada por nadie durante no sé cuántas horas del día. E Isaac, que había recibido una educación laica que más tarde repudiaría, era de una inquietante severidad en la mirada y en los gestos. El matrimonio se trataba con la familia Adler con cariño, pero el ambiente era mucho más serio y solemne. Tomamos un café y Natalia y Lázaro se ofrecieron a llevarme de vuelta a Tel Aviv. Me despedí de Yonatan y de los demás.
Justo en aquel momento, alguien desde México llamó al móvil de Natalia. Quien fuera que la estaba llamando le contó que la semana siguiente Etgar Keret, un estupendo escritor israelí, iba a estar en la Ciudad de México presentando no sé qué libro. Colgó el teléfono y nos metimos en el coche. Al volante, Natalia; de copiloto, Lázaro; y yo, en el asiento de atrás de un Cinquecento o de algún coche igual de minúsculo e incómodo que un Cinquecento.
No sé si fui intrépido o temerario, pero no pude resistirme a preguntarle a Lázaro cómo se sentía con el hecho de que su hijo se hubiera vuelto un fanático religioso (aunque no creo que yo usara estas palabras). Nos veíamos y nos mirábamos a través del retrovisor. Lázaro me preguntó si sabía dónde vivía él en 1953. En México, ¿no?, respondí preguntando yo (una costumbre, por cierto, muy chilanga, la de responder preguntando). Él asintió. Y añadió: «¿Y sabes qué hice yo durante unas cuantas semanas seguidas de 1953 en México?» Él vio mi reflejo en el retrovisor haciendo que no con la cabeza. Lázaro debió de pensar que yo era idiota, porque su pregunta, naturalmente, era retórica. Al fin volvió a hablar. «Yo tenía quince años en 1953 y lloré, lloré y lloré durante semanas y semanas porque Stalin acababa de morir. Ahora todo aquello me parece una estupidez», remató. Entonces hizo una pausa y rió. Y yo entendí que había puesto en marcha la imaginación para intentar ver el mundo desde los ojos de su hijo. Finalmente, dijo: «Así que de mi hijo pienso lo mismo que él piensa de mí: ¡es un infiel!»
MIÉRCOLES: ARITMÉTICA
La fórmula aritmética la enunció Ferlosio con ocasión de un séxtuple homicidio ocurrido en Burgos en 1996: «Cuanto más sañudamente se infama al homicida, más se honra a las víctimas.»
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No hay, naturalmente, ninguna aritmética involucrada aquí, y eso es lo que Ferlosio, con su conocida aversión a la simplificación, denunciaba. Se trata solo de una forma primitiva y falaz de lidiar con el odio, una fantasía más para consolarnos con urgencia. La fórmula puede adoptar múltiples variantes: a mayor indignación pública contra X, más del lado de la víctima de X creemos estar; cuanto más escupimos al violentador, más solidaridad pensamos estar mostrando hacia la persona violentada; cuanto más apaleamos o pateamos al victimario, más cerca pretendemos estar de reparar el daño causado a la víctima.
¿Qué explica esta retorsión? ¿Qué da pie a creer que esa fórmula aritmética es algo más, o por lo menos algo diferente, que una burda forma de venganza simbólica? ¿Qué nos hace creer que cuanto más odio sumamos contra el victimario, más solidaridad sumamos respecto de la víctima? ¿Qué hace que se confundan tan milimétricamente la justicia y la venganza?
He aquí mi candidata: la empatía. Debe de haber pocas cosas que se hayan invocado con tanta buena fe y con resultados tan nefastos en nuestros días como la empatía. Y con ello me refiero a la idea de ponerse en el lugar de la persona agredida en el sentido propugnado por Walt Whitman en «Leaves of Grass»:
I do not ask the wounded person how he feels I myself become the wounded person
.
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Es comprensible, explicable y hasta cierto punto excusable –o por lo menos lo es en determinadas circunstanciasque la persona violentada sienta la necesidad de vengarse (lo cual no quiere decir que sea comprensible, explicable y mucho menos aún excusable que lleve a cabo la venganza). Los problemas vienen con el waltwhitmaneo: no es posible convertirse en la persona violentada porque no es posible sentirse como ella.
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La razón es, creo, obvia: no tenemos su experiencia, no somos ella. Esta laguna, por más que haya experiencias afines, es insalvable. La empatía, en este sentido –que es el que normalmente se invoca: sentir lo que el otro siente–, no es posible. Y ahí es donde se produce la falsa fórmula aritmética: no puedo sentirme como la víctima, pero sí puedo desear lo mismo que desea la víctima: la venganza. Todo ello es entendido como la contracara de la falsa fórmula aritmética: mostrar la más mínima piedad con el victimario sería injuriar a la víctima. Cuanto más odio regurgitamos hacia el victimario, más creemos sentir lo que siente la víctima y más convencidos estamos de honrarla. Como el waltwhitmaneo es imposible, nos inventamos algo que creemos que se le parece: la acumulación de odio como equivalente de la
acumulación de simpatía hacia la víctima.
En la ya mencionada Sharp Objects
, avanzada ya la serie, la gran Amy Adams acude a una fiesta en casa de unas amigas de la adolescencia. El tema de conversación es, naturalmente, los homicidios de chicas sucedidos en su pueblo. En un momento determinado, una de ellas, inteligente y muy envilecida, le dice a Amy Adams que no puede sentir lo que ellas sienten, su miedo, su pavor, porque Adams no tiene hijas. La perversidad de las palabras de la amiga es palmaria: le reprocha que carezca de empatía precisamente porque sabe que Adams no puede
empatizar con ellas. Pretende, de manera deliberada, herir a Adams haciéndole caer en una trampa sentimentaloide y sofista. Lo que desconoce es que Adams no quedará herida porque, bueno, Adams es Adams, el personaje genial de la serie, la gran heroína, y sabe que un reproche por algo que no existe, como el waltwhitmaneo, es absurdo, y porque también sabe que el sucedáneo de la empatía –la fórmula aritmética– es una impostura. Adams desprecia con disimulo y elegancia el comentario de su antigua amiga y se mantiene impertérrita. ¡Viva Amy Adams!
Nada de esto quita que la amiga de Adams conozca a la perfección el paisaje moralizante de sus días: nada tiene más prestigio moral que el waltwhitmaneo y, en consecuencia, no hay ninguna falta moral más grave que la de la ausencia de waltwhitmaneo. Poco le importa, ahogada en su propio cinismo, que faltar al deber de empatía no pueda constituir una falta moral porque sabemos, al menos desde tiempos ilustrados, que «debe implica puede». Lo que ella busca es hacer daño, administrar el odio de los demás a su antojo, consumirse y hacer que los demás se consuman en su espiral de venganza sentimental.
Se ha repetido hasta la saciedad –una característica, la de la saciedad, ya casi indistinguible de la repetición: si algo no se repite hasta la saciedad es como si no se hubiese repetido– que el arte narrativo e imaginativo promueve la empatía. El novelista, el cineasta o el letrista tendrían la misión de hacer que nos sintiéramos como se siente algún «otro». Una buena novela sobre la infausta peripecia de los refugiados sirios que atraviesan el Mediterráneo, o perecen en él, o sobre una adolescente tratando de abortar en Veracruz, tendría que hacerme reaccionar –así dice ese lugar común– diciendo algo así como: «puedo sentir el dolor de ese hombre en medio del Mediterráneo» o «puedo sentir la humillación de esa mujer tratando de interrumpir su embarazo».
Pues oiga, no, qué quiere que le diga: no siento ese dolor ni siento esa humillación porque no puedo, porque mi experiencia no es la de un refugiado o la de una adolescente embarazada y no habrá obra de arte que cambie mi condición. Y por más que intente ponerme en su
piel, por más que me esfuerce, fracasaré una y otra vez, porque soy lo que soy. Me puedo solidarizar de múltiples maneras, puedo ayudar en alguna medida, puedo sentir compasión y tristeza. Pero fracasaré en sentir lo que siente ese refugiado o esa adolescente, como fracasará Amy Adams en Sharp Objects
si intenta sentir el tipo e intensidad de miedo que sufre su envilecida amiga porque esta última sí tiene hijas. Algunos condicionantes son desgraciadamente insuperables, diga lo que diga Walt Whitman. Y creer lo contrario puede servir para tranquilizar nuestra conciencia, pero no marcará ninguna diferencia práctica, algo en lo que abundaré un poco más adelante.
No pretendo impugnar con nada de esto que el arte narrativo emocione. Las lágrimas que a uno le provoca una obra de arte no son fingidas. La fantasía mencionada en el párrafo anterior no consistiría en llorar, o en emocionarse. Todo eso puede ser genuino y valioso. Y me cuesta ver por qué estaría mal que una obra de arte provocara lágrimas (por mi parte, confieso que las lágrimas derramadas como reacción a una obra de arte no narrativa me parecen más emotivas y que las provocadas por las obras de arte narrativas me parece que están inducidas, por lo general, de manera más sentimentaloide, más –por así decir– tramposa, pero esta es una discusión para otra ocasión). Lo único que estoy impugnando aquí es la suposición de que el arte narrativo nos pueda hacer llorar las lágrimas de los demás o que las emociones provocadas por una novela o una película sean una señal de la verdad del waltwhitmaneo. Emocionarse con una novela en la que al personaje X le sucede algo malo no quiere decir que uno se haya puesto en la piel de la persona a la que el personaje X representa. Puede que sintamos pena, tristeza, nostalgia, odio, ira, melancolía, pero se tratará de mi pena, mi tristeza, mi nostalgia, mi ira, mi melancolía, no la de otro, aunque esté provocada por otro, uno imaginado. Que las emociones sean genuinas no quiere decir que se haya dado con la llave que abre el candado de la empatía.
Por lo demás, sería muy estúpido por mi parte ignorar que muchas veces el waltwhitmaneo es una manera de dar calor y expresar solidaridad, tal vez la única. Si el propósito del waltwhitmaneo es este, no tengo nada que decir, solo faltaría. Pero mi impresión es que al waltwhitmaneo se le suponen virtudes que van más allá de esta manera verbal de apoyar a alguien. Entre esas supuestas virtudes, está la idea de que el arte narrativo nos hace sentir como el otro y, con independencia de que esto tenga sentido, parece que es suficiente para movernos a tomar acciones. Al fin y al cabo, ¿qué importa que el waltwhitmaneo no sea posible si creer en él nos mueve a hacer cosas correctas? ¿Cuándo fue la inexistencia de Dios una razón suficiente para no creer en él? Bueno, sí, alguna vez, pero ja m’enteneu
. Si la novela sobre el refugiado sirio nos hace creer que podemos sentir su sufrimiento y eso nos mueve a tomar acciones al respecto, ¿qué importa que en verdad no exista el candado de la empatía?
Según el psicólogo Paul Bloom, la empatía –es decir, la fe en el waltwhitmaneo– refleja nuestros sesgos morales
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(solo que me parece que «sesgo» tiene una connotación negativa que es impropio usar en el ejemplo de la predisposición a ayudar a los refugiados). La empatía, según Bloom y contrariamente a una de las virtudes que le suponemos, no ampliaría nuestros universos morales; la aspiración al waltwhitmaneo funcionaría, en todo caso, para ayudar a aquellos que
ya
figuran en nuestro universo moral. Y, en este sentido, la empatía haría más herméticos nuestros universos morales. Es debido a que nuestro paisaje moral es el que es por lo que creemos estar sintiendo el dolor de algunas personas pero no el de otras. Así que más bien parece que quienes estaban dispuestos a tomar acciones de algún tipo respecto de la situación de los refugiados lo estaban antes de creer que podían sentir el sufrimiento de los refugiados novela mediante; y los que no, no.
Las cosas se ponen aún peor. El modelo de arte empático, como dice Namwali Serpell, escritora zambiana afincada en Estados Unidos,
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terminaría por apuntalar el
statu quo
:
El modelo de arte empático fácilmente puede derivar hacia el deleite del sufrimiento por parte de aquellos que viven libres de sufrimiento. Es una puerta de entrada para que los blancos se puedan sentir salvadores, con su familiar mezcla de propaganda, pornografía y paternalismo. Es un paliativo emocional que nos distrae de las verdaderas injusticias, en la pantalla o en la página, por no hablar de nuestras vidas reales. Y ha impuesto a los lectores y a los espectadores la idea de que pueden y deben usar el arte para habitar al otro, especialmente al marginalizado.
Quizá aún peor, ha impuesto en aquellos que hacen arte, especialmente a los marginalizados, la idea de que pueden y deben construir vehículos creativos para la empatía. Esta dinámica grotesca produce obras de arte aburridas e indulgentes. Y de hecho perpetúa y asume un desequilibrio en el mundo: están aquellos que sufren, y aquellos que no y que tienen tiempo libre para ser convencidos –a través de novelas y películas que producen empatía– de que los que sufren sí importan.
El arte empático –al menos cuando busca «conectar» con la marginación y la exclusión sociales– sería una forma perversa de caridad porque terminaría consolando no a los que realmente sufren, sino a aquellos que sienten pena por los que realmente sufren. La dinámica, como dice Serpell, es grotesca. La única opción que les quedaría a los excluidos y a las minorías sería la de conseguir que se haga arte narrativo en que den pena para conmover a los que
no están excluidos. El arte empático, en el sentido que repudia Serpell –que no es otro, en el fondo, que el del waltwhitmaneo–, derivaría en favolette
: arte moral que carece de interés moral, arte didáctico del que no se saca ninguna lección, solo lágrimas que lavan los pecados de los más privilegiados. El arte empático sería un artilugio producido por el hombre blanco privilegiado para poder seguir siendo el hombre blanco privilegiado, solo que ahora lo sería, además, sin cargo de conciencia.
Pero hay una alternativa. El arte narrativo imaginativo, lo que yo llamé arte himenóptero. El arte narrativo no puede forzarnos a sentir lo que sienten los demás, pero sí puede forzarnos a imaginarnos otros puntos de vista. El arte imaginativo, como el arte empático, también apela a los otros, pero no para generar las emociones más primitivas, como la más inconsolable de las penas o el odio más visceral, sino emociones más complejas, emociones que no bloquean la capacidad de conocimiento o de pensamiento (a diferencia de las que se expresan a través de las vísceras). Ampliar los universos morales –que es lo que al fin y al cabo se demanda cuando se exige empatía– pasa por representarse otras visiones del mundo, y esto último suele quedar bloqueado cuando caemos en las emociones más primitivas. No hay pensamiento moral sin emociones complejas, pero rara vez hay pensamiento moral si las emociones más viscerales lo permean todo.
Yo concibo la imaginación como esa mezcla entre pensamiento moral y emociones complejas. Para Serpell, recogiendo el testigo de Hannah Arendt, la imaginación en el arte vendría a ser una forma de hacer política, de ampliar el conocimiento de lo político.
JUEVES: POLÍTICO
Una fiesta a principios de los años ochenta en algún apartamento madrileño espacioso lleno de jóvenes de entre veinte y treinta años. El volumen de la música nos impide saber qué dicen exactamente. Poco a poco, la fiesta va degenerando. La gente está ebria, drogada. Hacia el final, un poco como ocurre en las escenas clave de El discreto encanto de la burguesía
, el sonido de las palabras (y después todo sonido) va desapareciendo. Al mismo tiempo, las imágenes que tenemos de las personas empiezan a ser perforadas por manchas negras circulares que se sobreponen sobre los contornos humanos definidos. Al final, solo quedan imágenes de edificios madrileños sin encanto alguno. Se trata de El futuro
(2013), de Luis López Carrasco, un mediometraje de cine experimental que captura, de manera figurativa, la atmósfera de la Transición española a la democracia.
El futuro
describe –aunque lo hace ignorando las formas más practicadas de narración cinematográfica– la deriva de un país que
entra en la liga de las democracias liberales: al principio, imágenes poderosas de una fiesta sin palabras o en la que las palabras no importan demasiado y, al final, una fiesta también sin música y las imágenes horadadas por manchas de un vacío oscuro que acaba siendo el gris propio de los edificios urbanos. Es decir, la noche queda inaugurada con muchas esperanzas, ganas de divertirse, y poco a poco se va imponiendo el silencio y lo oscuro termina permeando las imágenes.
Sin embargo, la degradación no es tanta porque las expectativas del inicio eran irreales. En el fondo no hay declive porque la fiesta fue siempre una fiesta algo desalmada: las democracias liberales son intrínsecamente asépticas. El futuro
muestra, por vía figurada e imaginada, la sutil tensión política de toda democracia liberal: exageradamente festiva en su momento inaugural, hiperbólicamente oscura en su madurez, intrínsecamente aséptica en su conjunto.
Según Víctor Lenore, sin embargo,
El futuro
es únicamente «un
tour de force
técnico y estético, la puesta en escena de una fiesta»,
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que se inscribiría en «una tendencia [de las películas que él llama películas
hipsters
] muy marcada al ensimismamiento: autorreflexivas, autorreferenciales, autorales...».
El futuro
formaría parte de una manera de hacer cine que rehuiría del cine de masas, o del tipo de cine político o de denuncia que hace, por ejemplo, el documentalista Michael Moore. Para Lenore,
El futuro
no sería nada más que cine hecho por
hipsters
para
hipsters
críticos con el cine de Moore y «más pendientes de encontrar una excusa para poder olvidarse de las cintas sociales y volver a los paraísos onírico-preciosistas de Spike Jonze, Kim Ki-duk o Sofia Coppola». Lenore ve en
El futuro
una pulsión política en la superficie –que se explicaría por el momento de politización que supuso el movimiento de los indignados en España en 2011, es decir, tendría un barniz político que obedecería, siempre según Lenore, a
estar a la moda
– pero apolítica en el fondo.
En los circuitos más comerciales de cine existe cierto tipo de cine de denuncia, como el de Michael Moore. Se trata, en términos políticos, de un tipo de cine inofensivo: no consigue mostrar ninguna tensión política, es maniqueo, fariseo y simplista. Y, con independencia de su contenido, su impacto tiende a ser, a medio y largo plazo, irrelevante. Es cierto que llega a mucha más gente y que enciende los ánimos. A mí Fahrenheit 9/11
(2004), sin ir más lejos, me crispó e irritó, y por un tiempo insignificante y olvidable hizo que odiara con el hígado a Bush. Pero de eso no queda nada: ni crispación, ni irritación, ni odio hepático a Bush. Y sobre todo no dejó como poso una cultura política antibelicista más robusta. Los cambios que causó fueron efímeros y superficiales. Pero no se le vaya a uno
ocurrir criticar el cine de Moore por efectista, superficial y engañoso, no vaya a ser que lo tilden de hipster
, gafapasta, moderno, etcétera.
Parece que para Lenore la politización de la cultura consiste en que, ante la bifurcación de hacer más simplista el arte o de hacer más complejo y crítico al público, hay que optar por el primer cuerno del dilema. Hay de fondo, en esta manera de pensar, una idea antiintelectualista según la cual favorecer la cultura popular es abogar por un arte simplista y hacer arte simplista es contribuir a la cultura popular. Para esta suerte de antiintelectualismo, la complejidad o la sofisticación no serían nada más que esnobs y clasistas muestras de ensimismamiento.
No obstante, este tipo de crítica acaba derivando en una especie de intelectualismo antiintelectualista, el más detestable engendro esnob: adopta las actitudes más elitistas para defender los contenidos de la (supuesta) cultura popular. Lenore denuncia a los hipsters
porque estos tratan a quienes consumen cultura popular como a borregos. Pero él termina diciendo a los hipsters
que también son una banda de borregos. El mismo desprecio elitista y aristocrático que los hipsters
sienten por la cultura popular es el que él siente por los hipsters
. Lenore, el überhipster.
En un momento de su libro, hacia el final, haciendo un acto de contrición, se abre y dice: «Hacernos hipsters
tiene que ver con la satisfacción de sentirnos más inteligentes.» Así que hacerse überhipster
tiene que ver con la necesidad de creerse más inteligente que aquellos que tienen la necesidad de creerse más inteligentes. Sus lectores ocasionales agradecemos de buena fe esta precisa, implícita e inteligente confesión de imbecilidad.
Pero si dejamos a un lado al überhipster
, lo cierto es que no todo problema social o político puede ser simplificado porque ello implicaría tratarlo de manera superficial. La complejidad demanda ser abordada con complejidad –lo cual no está reñido con la claridad, aunque sí con la confusión– y, a la vez, ser abordada con complejidad demanda que el público esté entrenado en esa complejidad.
El futuro
es un caso extremo desde el punto de vista formal, pero el tipo de cine político –independientemente de cuál sea la etiqueta que usemos para referirnos a él– al que apunta está lejos de entender que la denuncia o la militancia política tienen que ver con el maniqueísmo o el moralismo de las virtudes perfectas. Y, de hecho, hubo un tiempo en que el cine político que no era propaganda como el de Moore no era exhibido en los márgenes de la polis, es decir, en los festivales de cine experimental. La obra del italiano Elio Petri, sin ir más lejos, era cine político, militante, que llegaba a muchísima gente en Italia, no tenía nada de marginal. Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto
(1970) o La classe operaia va in paradiso
(1971) examinaban la naturaleza y el fetiche del poder o las opresiones mentales de la clase trabajadora, pero no tenían ninguna moralina simplista, no eran propaganda. Eran películas complejas porque trataban cuestiones complejas. No era, por lo demás, cine «de modernos», sino un tipo de cine que contribuía en alguna medida a crear una cultura política, es decir, un instrumento que permitía al espectador hilar un pensamiento político con el que lidiar, de forma diacrónica, con la realidad política. El cine de Michael Moore, en cambio, trata de forma atomizada y sincrónica la política: intenta retratar un problema muy concreto en un momento muy determinado.
Un rasgo habitual del intelectualismo antiintelectualista es creer que la realidad política se reduce a la actualidad política. Todo lo que sea levantar el vuelo por abstracción es considerado esnob, innecesario, hipster
, ensimismado, moderno, etcétera. No obstante, sin abstracción ni intelectualización –llámesela como uno quiera, pero la reflexión política involucra siempre al intelecto– solo hay episodios atomizados y discontinuidad del pensamiento político. Es decir, actualidad política y hostilidad hacia la creación de una cultura política.
La mejor manera de protegerse que tienen las personas más vulnerables contra las tropelías del poder no es con un arte que trata de forma simplista problemas complejos, sino mediante la instrucción a través de formas de arte más complejas, formas de arte que tomen al espectador como un agente capaz de formarse juicios abstractos y autónomos, que lo obliguen a imaginar y no como un mero depósito de lágrimas o de consignas (que no dejan de ser llantos sin lágrimas).
Ser antiintelectualista no es estar a favor de la cultura popular, sino a favor de que los que tienen menos instrumentos intelectuales para lidiar con la inmundicia de este mundo sigan teniendo menos instrumentos. Ser antiintelectualista es perpetuar el lugar que ocupan las minorías, las clases subalternas y los desheredados de la historia por el miedo a ser tildados de esnobs.
También aquí opera la noria de las ideas. Y parece haber aterrizado la idea de que solo las favolette
morales, como lo son, a fin de cuentas, Fahrenheit 9/11
o Bowling for Columbine
, son cine político. Pero también esto pasará. Y llegará de nuevo el día en que el arte político no será maniqueo ni farisaico, sino que sugerirá tensiones, neutralizando y a la vez fortaleciendo puntos de vista, jugando a ser acusación y defensa a la vez y negándose a ser juez y parte.
Cuando la noria traiga de vuelta las virtudes imperfectas, redescubriremos que el arte político es hecho por militantes políticos, desde luego, pero también descubriremos que si ese arte político se convierte en favolette
, deja de serlo.
VIERNES: BELCEBÚ
No nos salvan quienes tienen ideales, sino quienes tienen imaginación.
SÁBADO: SALMO
Al carajo (
I)
A la mierda las novelas que hacen girar el mundo y las medias verdades. Al carajo las jorobas morales, las mujeres huracanadas, la mirilla por la que las nínfulas observan cómo el monstruo se retuerce y todos los tiempos y todas las arritmias y todos los mundos y todos los espasmos que no sean el presente. Que se joda el gatillo de la pistola del que tira el búho de Minerva y a la mierda no ver las cosas como son. Que se hunda tu cristal translúcido y que la ironía quede en el olvido. Que perezca tu voz de falsete y también tu manía de mirar el mundo en cuatro dimensiones. Que no quede nada de tus artificios. A la mierda el Quijote
. A la mierda los gigantes.
Que solo queden los molinos.
Al carajo (y II)
Que nadie recuerde tus confesiones, tu sinceridad y tu in vino veritas
. Al carajo mostrarse tal y como uno es y la transparencia y las almas desnudas y expuestas. Que se jodan las cosas como son y las verdades como puños y los baños de realidad y tus hechos tozudos. A la mierda la originalidad y –¡oh, dios mío, me dan sarpullidos solo de escribirlo!– la autenticidad. Que desciendan a los infiernos las lecturas literales y que las acompañen tu fact-checker
y mis hechos alternativos. Al carajo Cervantes. Al carajo los molinos.
Que solo queden los gigantes.