6

 

 

A la mañana siguiente, llegó otra vez el señor Frank Churchill. Venía con la señora Weston, con la cual y con Highbury parecía simpatizar muy cordialmente. Había estado sentado con ella, resultó, muy amigablemente en casa, hasta la hora en que ella solía hacer ejercicio; y al elegir por dónde pasearían, inmediatamente pensaron en Highbury. «No dudaba él de que había paseos muy agradables en cualquier dirección, pero, si se le dejaba, siempre elegiría el mismo. Highbury, ese aireado, alegre Highbury, de tan feliz aspecto, sería su constante atracción.» Highbury, para la señora Weston, significaba Hartfield, y confiaba en que para él tenía la misma significación. Allá fueron derechos.

Emma apenas los esperaba: pues el señor Weston, que había estado allí medio minuto, para oír decir que su hijo era muy guapo, no sabía nada de sus planes, así que fue para ella una agradable sorpresa observarles de camino hacia la casa, del brazo. Ella deseaba verle otra vez, y especialmente verle en compañía de la señora Weston, pues su opinión sobre él dependía de cómo se comportara con la señora Weston. Si fallaba en eso, nada podría excusarle. Pero al verlos juntos, quedó absolutamente satisfecha. No era meramente con palabras o con cumplidos hiperbólicos como atendía a su obligación: nada podía ser más propio ni agradable que todas sus maneras con ella; nada podía denotar más agradablemente su deseo de considerarla como una amiga y ganarse su afecto. Y hubo bastante tiempo para que Emma formara un juicio razonable, ya que su visita ocupó todo el resto de la mañana. Los tres pasearon por ahí juntos una hora o dos, primero en torno a los arbustos de Hartfield, y luego en Highbury. Él estaba encantado con todo; admiró Hartfield suficientemente para los oídos del señor Woodhouse; y cuando se decidió seguir más allá, confesó su deseo de conocer el pueblo entero y encontró materia de alabanza e interés mucho más a menudo de lo que podía haber supuesto Emma.

Algunos de sus temas de curiosidad expresaban sentimientos muy amables. Les rogó que le mostraran la casa donde su padre había vivido tanto tiempo, y que había sido el hogar del padre de su padre; y al recordar que aún vivía una anciana que había sido su nodriza, caminó en busca de su casita desde un extremo a otro de la calle; y aunque en algunos puntos de búsqueda o de observación no había mérito positivo, en conjunto mostraron una buena voluntad hacia Highbury en general, que debía de ser muy semejante a un mérito para aquellos con quienes estaba.

Emma observó y decidió que, con unos sentimientos como los que ahora mostraba, no se podía suponer equitativamente que hubiera permanecido siempre ausente por su voluntad; que no había representado un papel ni hecho una farsa de declaraciones insinceras, y que el señor Knightley no le había hecho justicia, ciertamente.

Su primera pausa fue en la Crown Inn, un establecimiento de poca monta, aunque el principal de su índole, donde se tenían siempre un par de parejas de caballos de posta, más por la conveniencia de los de allí que por ningún servicio en la carretera; y sus compañeras no esperaban que les detuviera allí nada de interés, pero al pasar contaron la historia de la gran habitación visiblemente añadida: se había construido hacía muchos años para salón de baile, y mientras el vecindario había estado de ánimo especialmente bullicioso y bailarín, se había usado como tal; pero aquellos brillantes días habían pasado hace mucho, y ahora el más elevado propósito para que se usaba era para acomodar un club de whist establecido entre los caballeros y semicaballeros del lugar. Inmediatamente él se sintió interesado. Esa condición de salón de baile le atrajo, y, en vez de pasar adelante, se detuvo varios minutos ante las dos ventanas de guillotina de arriba, que estaban abiertas, para mirar el interior, contemplar sus posibilidades y lamentar que hubiera cesado su propósito original. No veía ningún defecto en el salón ni aceptaba ninguno de los que ellas le sugerían. No, era bastante largo, suficientemente ancho, suficientemente presentable. Contendría el número más adecuado para la comodidad. Deberían tener bailes allí por lo menos cada quince días, durante el invierno. ¿Por qué no había revivido la señorita Woodhouse los buenos tiempos viejos del salón? ¡Ella era capaz de todo en Highbury! Se mencionaron la falta de familias apropiadas en el lugar y la convicción de que nadie más que los del lugar y sus alrededores inmediatos podrían sentirse tentados a asistir, pero él no quedó convencido. No podía persuadirse de que tantas casas de buen aspecto como veía alrededor no pudieran proporcionar suficientes asistentes para tal reunión; y aun cuando se dieron detalles y se describieron las familias, él siguió reacio a admitir que la impropiedad de tal mezcla fuera importante, ni que hubiera la menor dificultad para que cada cual regresara a su lugar adecuado a la mañana siguiente. Argüía como joven muy aficionado a bailar; y Emma se quedó sorprendida de que el carácter de los Weston prevaleciera tanto sobre las costumbres de los Churchill. Parecía tener toda la vida y el ánimo, los sentimientos animosos y las inclinaciones sociables de su padre, sin nada del orgullo ni la reserva de Enscombe. Orgullo, ciertamente, quizá no había bastante; su indiferencia ante una confusión de clases rayaba demasiado en falta de elegancia de espíritu. Sin embargo, él no podía juzgar sobre esos males que le parecían tan poca cosa. Era solo una efusión de un ánimo vivaz.

Al fin se le convenció para que siguiera andando, desde delante de la Crown, y al llegar casi frente a la casa donde vivían las Bates, Emma recordó la visita proyectada el día antes, y le preguntó si la había hecho.

—Sí, ¡ah, sí! —contestó él—, precisamente iba a decirlo. Una visita con mucho éxito: vi a las tres damas, y me sentí muy agradecido por la insinuación que me hicieron ustedes para prepararme. Si la tía charlatana me hubiera caído por sorpresa, me habría muerto. Así, solo me sentí traicionado en cuanto a hacer una visita excesiva. Diez minutos habrían sido todo lo necesario, quizá lo más que era apropiado; y le había dicho a mi padre que estaría en casa sin duda antes que él, pero no hubo modo de escapar, no hubo pausa, y, para mi gran asombro, cuando mi padre (no encontrándome en ninguna parte) por fin se reunió allí conmigo, encontré que llevaba cerca de tres cuartos de hora sentado con ellas. La buena señora no me había dado hasta entonces posibilidad de escapar.

—¿Y qué aspecto le parece a usted que tiene la señorita Fairfax?

—Malo, muy malo: mejor dicho, si se puede admitir que una señorita tenga nunca mal aspecto. Pero esa expresión no es apenas admisible, ¿no es verdad, señora Weston? Las damas nunca pueden tener mala cara. Y, en serio, la señorita Fairfax es tan pálida por naturaleza que casi siempre da la impresión de mala salud. Una falta de color muy deplorable.

Emma no quiso estar de acuerdo con eso, y empezó una cálida defensa del color de la señorita Fairfax. «Cierto que nunca era muy brillante, pero ella no admitiría que tuviera un colorido enfermizo en general; y había en su piel una suavidad y una delicadeza que daba una peculiar elegancia al carácter de su rostro.» Él escuchó con toda la deferencia debida; reconoció que había oído decir lo mismo a muchos, pero, con todo, debía confesar que para él nada podía compensar el hermoso fulgor de la salud. Cuando los rasgos eran medianos, una bonita tez daba belleza a todos ellos; y cuando eran buenos, el efecto era… afortunadamente no necesitaba intentar describir cuál era el efecto.

—Bueno —dijo Emma—, no cabe discutir sobre gustos. Por lo menos, usted la admira, excepto su tez.

Él sacudió la cabeza y rió:

—No puedo separar a la señorita Fairfax y su tez.

—¿La vio usted muchas veces en Weymouth? ¿Estaban a menudo en la misma sociedad?

En ese momento se acercaban a la tienda de Ford y él exclamó apresuradamente:

—¡Ah! Esta debe de ser esa misma tienda que todo el mundo visita todos los días de su vida, según me informa mi padre. Él mismo viene a Highbury, según dice, seis días de cada siete, y siempre tiene que hacer algo en Ford. Si no les es incómodo, por favor, entremos, para que yo demuestre que pertenezco al lugar y soy un verdadero ciudadano de Highbury. Tengo que comprar algo en la tienda de Ford. Será como si sacara así mi patente. Supongo que venden guantes.

—¡Ah, sí! Guantes y toda clase de cosas. Admiro su patriotismo. Le adorarán en Highbury. Era usted muy popular antes de venir, por ser el hijo del señor Weston, pero gástese media guinea en Ford, y su popularidad se basará en sus propias virtudes.

Entraron, y mientras los lisos y bien atados paquetes de «Castores de Hombres» y «Curtido de York» bajaban y eran exhibidos en el mostrador, dijo:

—Pero me excuso, señorita Woodhouse; usted me decía algo, usted me decía algo en el mismo momento de mi estallido de amor patriae. No me deje perderlo. Le aseguro que ni el mayor aumento de fama pública me compensaría de la pérdida de ninguna felicidad en la vida privada.

—Simplemente preguntaba si había usted conocido mucho a la señorita Fairfax y a su gente en Weymouth.

—Ahora que entiendo su pregunta, debo declarar que no es nada justa. Siempre es derecho de la dama decidir sobre el grado del conocimiento. La señorita Fairfaix debe de haber dado ya su informe. Yo no me voy a comprometer reclamando más de lo que ella quiera conceder.

—¡Palabra! Contesta usted tan discretamente como podría hacerlo ella misma. Pero los informes de ella sobre todas las cosas dejan tanto que suponer, y es tan reservada, tan poco dispuesta a dar la menor información sobre nadie, que realmente pienso que usted puede decir lo que le parezca sobre su conocimiento con ella.

—¿De veras? Entonces diré la verdad, y es lo que mejor me va. La encontré frecuentemente en Weymouth. Había conocido a los Campbell un poco en la ciudad, y en Weymouth estábamos mucho en el mismo grupo. El coronel Campbell es un hombre muy agradable, y la señora Campbell una mujer bondadosa y de gran corazón. Me gustan todos ellos.

—Usted conoce la situación de la señorita Fairfax en la vida, deduzco; lo que está destinada a ser.

—Sí —con cierta vacilación—, creo que sí.

—Se mete en temas delicados, Emma —dijo la señora Weston sonriendo—, recuerde que estoy aquí. El señor Frank Churchill apenas sabe qué decir cuando habla de la situación de la señorita Fairfax en la vida. Me voy a alejar un poco.

—Cierto que me olvido de pensar en ella —dijo Emma—, en cuanto que haya sido otra cosa que mi amiga y mi queridísima amiga.

Él puso una expresión que indicaba a las claras que comprendía y honraba tal sentimiento.

Una vez comprados los guantes y salidos de la tienda, dijo Frank Churchill:

—¿Han oído tocar alguna vez a la señorita de que hablábamos?

—¡Que si la hemos oído! —repitió Emma—. Se olvida de cuánto pertenece a Highbury. La he oído año tras año de nuestras vidas desde que empezamos las dos. Toca de un modo encantador.

—¿De veras? Necesitaba la opinión de alguien que pudiera realmente juzgar. Me parecía que tocaba bien, esto es, con bastante gusto, pero yo no entiendo nada de esas cosas. Me gusta enormemente la música, pero no tengo la menor habilidad ni derecho a juzgar las interpretaciones de nadie. Me he acostumbrado a oír que la admiraban; y recuerdo una prueba de que se pensaba que tocaba bien; un hombre, un hombre muy aficionado a la música, y enamorado de otra mujer, comprometido con ella, a punto de casarse, no pedía sin embargo nunca a esa otra mujer que se sentara al instrumento si podía sentarse en su lugar esa señorita en cuestión. Eso, en un hombre de talento musical reconocido, me pareció que era una buena prueba.

—¡Prueba, claro! —dijo Emma, muy divertida—. El señor Dixon es muy aficionado a la música, ¿no? Sabremos de todos ellos, en media hora, por usted, más de lo que nos habría concedido la señorita Fairfax en medio año.

—Sí, el señor Dixon y la señorita Campbell eran las personas, y yo lo consideré una prueba muy sólida.

—Claro… muy sólida era; para decir la verdad, mucho más sólida que agradable, al menos para mí, si yo hubiera sido la señorita Campbell. Yo no podría excusar que un hombre sintiera más la música que el amor, que tuviera más oído que ojos, y una sensibilidad más aguda para los sonidos bellos que para mis sentimientos. ¿Cómo parecía que le sentaba a la señorita Campbell?

—Era su amiga íntima, ya sabe.

—¡Mal consuelo! —dijo Emma, riendo—. A una le parecería mejor ver preferida a una desconocida que a la amiga íntima de una (con una desconocida podría no repetirse), pero ¡el dolor de tener una íntima amiga siempre a mano para hacerlo todo mejor que una misma! ¡Pobre señora Dixon! Bueno, me alegro de que se haya ido a establecer en Irlanda.

—Tiene usted razón. No era muy halagador para la señorita Campbell, pero realmente no parecía sentirlo.

—Tanto mejor, o tanto peor; no sé cuál de las dos cosas. Pero, ya sea dulzura o sea estupidez en ella, o tal vez falta de sentimientos, había una persona, creo, que debía haberlo sentido, la propia señorita Fairfax. Ella debía sentir esa impropia y peligrosa distinción.

—En cuanto a eso… yo no…

—¡Ah! No se imagine que espero de usted, ni de nadie, un informe sobre los sentimientos de la señorita Fairfax. Ningún ser humano los conoce, me parece, sino ella misma. Pero si seguía tocando cada vez que se lo pedía el señor Dixon, uno puede suponer lo que se le antoje.

—Parecía haber un entendimiento tan perfectamente bueno entre todos ellos —empezó él, bastante deprisa, pero refrenándose, añadió—: Sin embargo, para mí es imposible decir en qué términos estaban realmente… cómo podía ser todo entre bastidores. Solo puedo decir que exteriormente todo iba en armonía. Pero usted, que ha conocido a la señorita Fairfax desde niña, debe ser mejor juez que yo de su carácter, y de cómo es probable que se conduzca en situaciones críticas.

—La conozco desde niña, sin duda; hemos sido niñas y mujeres juntas; y es natural suponer que fuéramos íntimas, que nos viéramos de cerca cada vez que ella visitaba a su gente. Pero nunca ha sido así. No sé bien cómo ha pasado; un poco, quizá, por una perversidad por mi parte que se inclinaba a tomar a mal a una chica tan idolatrada y celebrada como ha sido ella siempre, por su tía y su abuela, y toda su gente. Y además, su reserva… nunca pude unirme a alguien tan completamente reservado.

—Es una cualidad que repele mucho, efectivamente —dijo él—. A menudo muy cómoda, sin duda, pero nunca agradable. Hay seguridad en la reserva, pero no atracción. No se puede amar a una persona reservada.

—No, mientras no cesa la reserva hacia uno mismo; entonces la atracción puede ser mayor. Pero yo habría de tener mucha necesidad de una amiga o una acompañante agradable, más de la que he tenido hasta ahora, para tomarme la molestia de vencer la reserva de nadie a fin de obtenerla. La intimidad entre yo y la señorita Fairfax está fuera de cuestión. No tengo razón para pensar mal de ella, en absoluto, salvo que esa extrema y perpetua cautela de palabras y maneras, ese miedo a dar ninguna idea clara sobre nadie, tiende a sugerir sospechas de que haya algo que esconder.

Él estuvo perfectamente de acuerdo con ella, y después de pasear juntos tan largamente y pensar de modo tan parecido, Emma sintió que ya se conocían tanto que apenas podía creer que ese fuera solo su segundo encuentro. Él no era exactamente lo que ella había esperado, menos hombre de mundo en algunas de sus ideas, menos niño mimado de la suerte y por tanto mejor de lo que había esperado. Sus ideas parecían más moderadas; sus sentimientos, más cálidos. Le impresionó especialmente su manera de considerar la casa del señor Elton, que, lo mismo que la iglesia, fue a mirar, sin estar de acuerdo con ellas en encontrarle muchas faltas. No, no podía considerarla una mala casa; no una casa tal que hubiera que compadecer a quien la tenía. Si iba a ser compartida con la mujer que amaba, no podía pensar que a ningún hombre se le compadeciera por tener esa casa. Debía de haber en ella amplio espacio para toda verdadera comodidad. Había que ser tonto para desear más.

La señora Weston se rió y dijo que no sabía de qué hablaba. Acostumbrado él mismo a una casa grande y sin pensar jamás en cuántas ventajas y comodidades resultaban de su tamaño, no podía juzgar las privaciones que inevitablemente acompañaban a una casa pequeña. Pero Emma, en su propia mente, decidió que él sí que sabía de qué hablaba, y que mostraba una muy amable inclinación a establecerse pronto en la vida, y a casarse, por motivos muy dignos. Quizá no se daba cuenta de los ataques a la paz doméstica ocasionados por no tener un cuarto para el ama de llaves, o una mala bodega para el mayordomo, pero sin duda sentía perfectamente que Enscombe no le podía hacer feliz, y que dondequiera que sintiera afecto, de buena gana renunciaría a mucha riqueza con tal de que se le concediera establecerse tempranamente.