«Harriet, la pobre Harriet!» Esas eran las palabras; en ellas estaban las ideas atormentadoras de que no podía librarse Emma, y que constituían la verdadera desgracia del asunto para ella. Frank Churchill se había portado muy mal con ella —muy mal en diversos sentidos—, pero lo que la enojaba de ese modo con él no era tanto la conducta de él cuanto la de ella misma. Era el conflicto en que la había metido a causa de Harriet lo que daba peor color a su ofensa. ¡Pobre Harriet! ¡Ser víctima por segunda vez de sus malentendidos y sus ilusiones! El señor Knightley había hablado proféticamente cuando dijo una vez: «Emma, no ha sido usted buena amiga para Harriet Smith». Temía no haberle hecho más que malos servicios. Es verdad que en este caso no tenía que acusarse, como en el anterior, de ser la única autora original de la desgracia; de haber sugerido unos sentimientos que de otro modo no habrían entrado jamás en la imaginación de Harriet; pues Harriet había confesado su admiración y preferencia por Frank Churchill antes que ella le hubiera insinuado nada sobre el tema, pero se sentía completamente culpable de haber estimulado lo que podía haber reprimido. Podía haber prevenido la aceptación y el aumento de tales sentimientos. Su influencia habría sido suficiente. Y ahora se daba mucha cuenta de que debía haberlo evitado. Comprendía que había puesto en peligro la felicidad de su amiga por motivos muy insuficientes. El sentido común le habría mandado decir a Harriet que no debía permitirse pensar en él, y que había quinientas probabilidades contra una de que a él jamás le importara ella. «Pero me temo —añadió—, que tengo poco que ver con el sentido común.»
Estaba muy irritada consigo misma. Si no hubiera podido estar irritada también con Frank Churchill, habría sido terrible. En cuanto a Jane Fairfax, al menos podía aliviar su ánimo de cualquier solicitud presente por ella. Harriet ya era suficiente preocupación; ella ya no necesitaba sentirse infeliz por Jane, cuyos problemas y cuya mala salud, por tener, naturalmente el mismo origen, debían de estar igualmente en vía de curación. Sus días de insignificancia y de sufrimiento habían terminado. Pronto estaría bien, y feliz, y próspera. Emma podía ahora comprender por qué se habían rechazado sus atenciones. Ese descubrimiento dejaba en claro muchas cuestiones menores. Sin duda había sido por celos. A los ojos de Jane, ella había sido una rival, y muy bien cabía rechazar todo lo que ella ofreciera como ayuda o consideración. Salir a tomar el aire en el coche de Hartfield habría sido la tortura en el potro, y una arrow-root de la despensa de Hartfield tenía que ser veneno. Lo comprendía todo, y en la medida en que su ánimo podía liberarse de la injusticia y el egoísmo de los sentimientos de irritación, reconocía que Jane Fairfax nunca tendría una elevación o una felicidad que estuviera por encima de sus méritos. ¡Pero la pobre Harriet era una acusación tan abrumadora! Quedaba poca comprensión de sobra para nadie más. Emma temía terriblemente que esta segunda decepción fuera más grave que la primera. Considerando los títulos muy superiores de la persona, debería serlo; y juzgando por su efecto evidentemente superior sobre el ánimo de Harriet, al producir reserva y dominio de sí misma, lo sería. Sin embargo, debía comunicarle la dolorosa verdad, y cuanto antes. El señor Weston, entre sus palabras de despedida, le había rogado el secreto. «Por ahora, todo el asunto iba a quedar completamente en secreto. El señor Churchill había insistido en ello, como signo de respeto a la esposa que acababa de perder, y todo el mundo reconocía que eso no era más que el decoro debido.» Emma lo había prometido, pero sin embargo había que exceptuar a Harriet. Era su deber superior.
A pesar de su humillación, no podía dejar de parecerle casi ridículo tener que cumplir con Harriet el mismo deber molesto y delicado que la señora Weston acababa de cumplir con ella. La información que se le había dado tan angustiadamente, ahora iba a darla a otra persona con la misma angustia. Su corazón latió fuerte al oír los pasos y la voz de Harriet; igual le había pasado, suponía, a la señora Weston cuando ella se acercaba a Randalls. ¡Ojalá el asunto revelado pudiera tener igual semejanza! Pero de eso, por desgracia, no podía haber ocasión.
—¡Bueno, señorita Woodhouse! —exclamó Harriet, entrando afanosamente en el cuarto—, ¿no es esta la noticia más extraña que ha habido nunca?
—¿Qué noticia quieres decir? —contestó Emma, incapaz de adivinar, por el aire o la voz, si Harriet podría haber recibido alguna insinuación.
—Sobre Jane Fairfax. ¿Ha oído jamás cosa tan rara? ¡Ah! No tiene que tener miedo de confesármelo, porque me lo ha dicho el mismo señor Weston. Le acabo de encontrar. Me dijo que iba a ser un gran secreto, así que no pensara en decírselo a nadie más que a usted, pero dijo que usted lo sabía.
—¿Qué te dijo el señor Weston? —dijo Emma, aún perpleja.
—¡Ah! Me lo ha contado todo, que Jane Fairfax y el señor Frank Churchill se van a casar, y que habían estado todo el tiempo comprometidos en secreto. ¡Qué raro!
Era muy raro, en efecto; la conducta de Harriet era tan rara que Emma no sabía cómo entenderla. Su carácter parecía absolutamente cambiado. Parecía decidida a no mostrar agitación, ni decepción, ni interés especial por la revelación. Emma la miró, incapaz de hablar.
—¿Tuvo usted idea —exclamó Harriet— de que él estuviera enamorado de ella? Usted quizá sí. Usted —enrojeciendo al hablar—, que puede ver dentro del corazón de cualquiera, pero nadie más.
—Palabra —dijo Emma—, empiezo a dudar de tener semejante talento. ¿Puedes preguntarme en serio, Harriet, si le imaginaba comprometido con otra mujer en el mismo momento en que, tácitamente si no de modo abierto, te animaba a seguir tus sentimientos? Nunca tuve la más leve sospecha, hasta hace una hora, de que el señor Frank Churchill tuviera la menor consideración hacia Jane Fairfax. Puedes estar muy segura de que si hubiera sido así, te habría avisado.
—¡A mí! —exclamó Harriet, enrojeciendo y asombrada—. ¿Por qué me iba a avisar a mí? ¡No pensará que me importa el señor Frank Churchill!
—Me alegro de oírte hablar con tal firmeza sobre el asunto —contestó Emma, sonriendo—, pero no pretenderás negar que hubo un tiempo, y no muy lejano tampoco, en que me diste motivos para entender que te importaba.
—¡Él! Nunca, nunca. Querida señorita Woodhouse, ¿cómo pudo usted malentenderme de ese modo? —volviéndose confusa.
—¡Harriet! —exclamó Emma, después de una pausa—. ¿Qué quieres decir? ¡Válgame Dios! ¿Qué quieres decir? ¡Malentenderte! ¿Tengo que suponer entonces…?
No pudo decir una palabra más. Había perdido la voz, y se sentó, esperando con gran terror a que respondiera Harriet.
Harriet, que estaba de pie a cierta distancia y con la cara vuelta, no dijo nada, de momento, y cuando habló, fue con una voz casi tan agitada como la de Emma.
—No creí posible —empezó— que usted me malentendiera. Sé que acordamos no nombrarle nunca, pero, considerando qué infinitamente superior es a todos los demás, no podría haber pensado que supusiera que me refería a otra persona. ¡El señor Frank Churchill, nada menos! No sé quién le iba a mirar en compañía del otro. Espero tener mejor gusto que para pensar en el señor Frank Churchill, que no es nadie a su lado. ¡Y que usted estuviera tan equivocada, es sorprendente! Estoy segura de que, salvo por creer que usted aprobaba enteramente y quería estimularme en mi inclinación, al principio habría considerado una presunción demasiado grande atreverme a pensar en él. Al principio, si no me hubiera dicho que cosas más sorprendentes habían pasado; que había habido matrimonios de mayor desigualdad (esas fueron sus palabras), no me hubiera atrevido a ceder a… no me habría parecido posible… Pero si usted, que le conoce de siempre…
—¡Harriet! —exclamó Emma, dominándose con decisión—. Vamos a entendernos ahora sin posibilidad de más errores. ¿Hablas de… el señor Knightley?
—Claro que hablo. Nunca pude pensar en nadie más… y creí que lo sabía. Cuando hablamos de él, estaba tan claro como cabía.
—Nada de eso —replicó Emma, con forzada calma—, pues todo lo que me dijiste entonces me pareció que se refería a otra persona. Casi podría afirmar que nombraste al señor Frank Churchill. Estoy segura de que se hablaba del gran favor que te había hecho el señor Frank Churchill al protegerte de los gitanos.
—¡Ah, señorita Woodhouse, cómo se olvida!
—Querida Harriet, recuerdo perfectamente el sentido de lo que dije en esa ocasión. Te dije que no me sorprendía tu afecto; que, considerando el favor que te había hecho, era muy natural… y tú estuviste de acuerdo, expresándote de modo muy cálido en cuanto a ese favor, e incluso hablando de tus sensaciones cuando viste que venía a salvarte. Tengo muy viva en la memoria la impresión.
—¡Ah, vaya! —exclamó Harriet—, ahora recuerdo a qué se refiere, pero yo pensaba entonces en algo muy diferente. No eran los gitanos, no era el señor Frank Churchill en lo que pensaba. ¡No! —con cierta exaltación—. Pensaba en una situación mucho más preciosa; el señor Knightley me vino a invitar a bailar cuando el señor Elton no quiso ser mi pareja, no habiendo otra posible pareja en el salón. Esa fue la acción bondadosa, esa fue la noble benevolencia y generosidad, ese fue el favor que me hizo empezar a comprender qué superior era él a cualquier otro ser de este mundo.
—¡Válgame Dios! —gritó Emma—, este error ha sido muy desafortunado, verdaderamente lamentable. ¿Qué se puede hacer?
—Entonces, usted no me habría animado si me hubiera entendido. Por lo menos, no puedo estar peor de lo que habría estado si el otro hubiera sido la persona… y ahora… sí que es posible…
Se detuvo unos momentos. Emma no podía hablar.
—No me extraña, señorita Woodhouse —continuó—, que usted encuentre una gran diferencia entre los dos, en cuanto a mí o en cuanto a cualquiera. Debe pensar que el uno está quinientos millones de veces más por encima de mí que el otro. Pero espero, señorita Woodhouse, que suponiendo… que si… por extraño que parezca… Pero ya sabe, fueron sus propias palabras, que cosas más sorprendentes habían pasado, matrimonios de mayor desigualdad que entre el señor Frank Churchill y yo, así que parece que una cosa incluso como esta puede haber ocurrido ya… y si yo tuviera la felicidad, por encima de todo lo expresable, de… si el señor Knightley realmente… si a él no le importara la desigualdad, espero, querida señorita Woodhouse, que no se pondría en contra y trataría de ponerme dificultades en el camino. Pero estoy segura de que es usted demasiado buena para eso.
Harriet estaba parada al lado de una ventana. Emma se volvió a mirarla con consternación y dijo apresuradamente:
—¿Tienes alguna idea de que el señor Knightley corresponda a tu afecto?
—Sí —contestó Harriet, con modestia pero sin miedo—, tengo que decir que sí.
Emma apartó los ojos al instante, y se quedó sentada, meditando, en actitud inmóvil, durante unos minutos. Unos pocos minutos le bastaron para darle a conocer su propio corazón. Una mente como la suya, una vez abierta a la sospecha, avanzaba rápidamente. Tocó, admitió, reconoció toda la verdad. ¿Por qué el que Harriet se enamorara del señor Knightley era mucho peor que el que se enamorara de Frank Churchill? ¿Por qué ese mal aumentaba tan terriblemente por el hecho de que Harriet tuviera alguna esperanza de ser correspondida? ¡La atravesó, con la velocidad de una flecha, la conciencia de que el señor Knightley no tenía que casarse con nadie sino con ella misma!
Su propia conducta, igual que su corazón, quedó visible ante ella en esos pocos minutos. Lo vio todo con una claridad que nunca había tenido la suerte de recibir. ¡Qué impropiamente había actuado con Harriet! ¡Qué desconsiderada, qué poco delicada, qué irrazonable, qué carente de sentimientos había sido su conducta! ¡Qué ceguera, qué locura la habían arrastrado! Eso la impresionó con terrible fuerza, y estuvo dispuesta a calificarlo con los peores nombres del mundo. Sin embargo, un poco de respeto a sí misma, a pesar de todas esas faltas; cierta preocupación por su propia apariencia; y un fuerte sentido de justicia hacia Harriet (no hacía falta compasión para una muchacha que se creía amada por el señor Knightley; pero la justicia requería que no se la hiciera desgraciada ahora con ninguna frialdad) dieron a Emma la resolución de seguir quieta y soportándolo todo con calma, incluso con aparente benevolencia. Por su propio interés, incluso, convenía hacer averiguaciones en cuanto a todo el alcance de las esperanzas de Harriet; y Harriet no había hecho nada para perder esa consideración y ese interés formados y mantenidos tan voluntariamente; ni para merecer ser hecha de menos por la persona cuyos consejos nunca la habían guiado bien. Saliendo de sus reflexiones, pues, y dominando su emoción, se volvió otra vez a Harriet, y, en tono más invitante, renovó la conversación; pues, en cuanto al tema con que había empezado, la sorprendente historia de Jane Fairfax, estaba hundido y perdido. Ninguna de ellas pensaba sino en el señor Knightley y en ellas mismas.
Harriet, que se había quedado parada en un ensueño nada infeliz, sin embargo, se alegró de ser llamada a salir de él por los modales ahora animadores de tal juez y tal amiga como la señorita Woodhouse, y no necesitó más que su invitación para dar la historia de sus esperanzas con gran deleite, aunque temblando. El temblor de Emma al preguntar y al escuchar estaba mejor oculto que el de Harriet, pero no era menor. Su voz no dejaba de ser firme; pero su ánimo estaba tan perturbado como debía estarlo ante tal acontecimiento, tal irrupción de un mal amenazador, tal confusión de emociones repentinas y desconcertantes. Escuchó los detalles de Harriet con mucho sufrimiento interior, pero con mucha paciencia exterior. No se podía esperar que fueran metódicos, ni bien ordenados ni bien contados, pero contenían, una vez separados de toda la debilidad y las repeticiones del relato, un sentido que le hundía el corazón, especialmente con los detalles corroboradores que su propia memoria aportaba a favor de la muy mejorada opinión del señor Knightley sobre Harriet.
Harriet se había dado cuenta de una diferencia en la actitud de él desde aquellos dos bailes decisivos. Emma sabía que, en aquella ocasión, él la había encontrado muy por encima de lo que esperaba. Desde aquella noche, o por lo menos desde el momento en que la señorita Woodhouse la estimuló a pensar en él, Harriet había empezado a darse cuenta de que él hablaba con ella mucho más de lo que acostumbraba, y de que tenía incluso una actitud diferente ante ella, una actitud de bondad y dulzura. Recientemente había empezado a notarlo cada vez más. Cuando todos habían paseado juntos, él había venido muchas veces a pasear a su lado, hablando muy deliciosamente. Parecía querer conocerla. Emma sabía que había sido así. Muchas veces había observado el cambio, casi del mismo modo. Harriet repitió expresiones de aprobación y alabanza por parte de él, y Emma pensó que estaban en el mayor acuerdo con lo que ella sabía de su opinión sobre Harriet. Él la alababa por no tener artificio ni afectación, por tener sentimientos sencillos, sinceros, generosos. Sabía que él veía esas buenas cualidades en Harriet; él se había extendido en ellas hablando con Emma más de una vez. Mucho de lo que vivía en la memoria de Harriet, muchos pequeños detalles de la atención que ella había recibido de él, una mirada, unas palabras, el pasar de una silla a otra, un cumplido implicado, una preferencia deducida, Emma no lo había advertido por no sospecharlo. Situaciones que podían hincharse hasta un relato de media hora y que contenían pruebas multiplicadas para ella que las había visto, habían pasado sin advertir hasta ahora que las oía; pero los dos últimos hechos indicados, los dos de mayor promesa para Harriet, no carecían de cierto testimonio por parte de la misma Emma. La primera fue que él caminó con ella, separados de los demás, por el paseo de grava de Donwell, donde llevaban algún tiempo paseando cuando llegó Emma, y él había hecho un esfuerzo (según ella estaba convencida) para apartarla de los demás y llevarla consigo; y al principio había hablado con ella de un modo más particular que nunca, ¡un modo realmente particular! (Harriet no lo podía recordar sin enrojecer.) Parecía casi preguntarle si su afecto estaba comprometido. Pero tan pronto como pareció que ella (la señorita Woodhouse) probablemente se uniría a ellos, cambió de tema y empezó a hablar de agricultura. La segunda era que él se sentó a hablar con ella casi media hora, hasta que Emma volvió de su visita, la última mañana que estuvo en Hartfield; aunque, al llegar, había empezado por decir que no podía quedarse ni cinco minutos; y el haberle dicho, en su conversación, que aunque tenía que ir a Londres, iba muy contra su inclinación el dejar su casa, lo cual era mucho más (según le pareció a Emma) de lo que le había confesado a ella. Ese mayor grado de confianza con Harriet, señalado por tal detalle, le infligió mucho dolor.
En cuanto a la primera de esas dos circunstancias, después de reflexionar un poco, se atrevió a la siguiente pregunta: «¿Quizá no sería así? ¿No es posible que, al preguntar, según creías, por el estado de tu afecto, no estuviera aludiendo al señor Martin; que estuviera pensando en los intereses del señor Martin?». Pero Harriet rechazó la sugerencia con mucho ánimo.
—¡El señor Martin! ¡No, por supuesto! No hubo ninguna insinuación sobre el señor Martin. Espero entender ahora mejor que para cuidarme del señor Martin, ni de que se me sospeche de ello.
Cuando Harriet terminó su testimonio, apeló a su querida señorita Woodhouse para que dijera si tenía razones para la esperanza.
—Nunca me habría atrevido a pensar en ello al principio —dijo—, sino por usted. Usted me dijo que le observara cuidadosamente y que su comportamiento me sirviera de regla para el mío, y eso he hecho. Pero ahora me parece sentir que quizá le merezca, y que si me elige, no será una cosa tan sorprendente.
Los amargos sentimientos producidos por estas palabras, sus muchos amargos sentimientos, hicieron necesario el mayor esfuerzo por parte de Emma para permitirle decir en respuesta:
—Harriet, yo solo me atrevo a afirmar que el señor Knightley es, en todo el mundo, el hombre que menos exageraría intencionadamente en dar a una mujer una idea de sus sentimientos por ella mejor de lo que fuera verdad.
Harriet pareció dispuesta a adorar a su amiga por una sentencia tan satisfactoria, y Emma solo fue salvada de arrebatos de ternura, que en ese momento habrían sido una terrible penitencia, por el ruido de los pasos de su padre. Atravesaba el vestíbulo. Harriet estaba demasiado agitada para recibirle. «No podía dominarse… el señor Woodhouse se alarmaría… más valía que se fuera.» Con el más pronto asentimiento de su amiga, pues, se marchó por otra puerta, y, en el momento en que se fue, Emma dejó escapar espontáneamente sus sentimientos en:
—¡Oh, Dios! ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!
El resto del día y la noche siguiente no le bastaron apenas para sus reflexiones. Estaba trastornada, bajo la confusión de todo lo que se le había venido encima en las últimas horas. Cada momento le había traído una nueva sorpresa; y todas esas sorpresas habían sido motivo de humillación para ella. ¡Cómo entenderlo todo! ¡Cómo entender los engaños que había estado ejerciendo en sí misma y bajo los cuales había vivido! ¡Qué errores, qué ceguera de su corazón y su cabeza! Se sentó inmóvil, anduvo dando vueltas, probó su cuarto, probó el vivero; en todas partes, en todas las posturas, se daba cuenta de que había actuado con mucha debilidad; que se había dejado desviar por otros en un grado humillante; que se había desviado a sí misma en un grado aún más humillante; que era desgraciada, y que probablemente encontraría que ese día era solo el comienzo de la desgracia.
Entender, entender del todo su propio corazón fue su primer intento. A eso se dedicaron todos los momentos libres que le dejaron las cosas a que su padre tenía derecho, y todos los momentos de involuntaria ausencia de mente.
¿Cuánto tiempo hacía que el señor Knightley le era tan querido como todos sus sentimientos declaraban ahora que era? ¿Cuándo había empezado tal influencia, la influencia de él? ¿Cuándo había conseguido él ese lugar en sus afectos que Frank Churchill había ocupado una vez por un breve período? Miraba atrás; comparaba a los dos; los comparaba tal como siempre habían estado en su estimación, desde el momento en que conoció al segundo; y tal como debería haberles comparado ella, si —¡ah!—, si, por una dichosa felicidad, se le hubiera ocurrido establecer la comparación. Vio que nunca había habido un momento en que no considerara al señor Knightley infinitamente superior, ni en que su estimación por él no hubiera sido infinitamente más preciosa. Vio que al convencerse a sí misma, al actuar en sentido contrario, había estado enteramente bajo un engaño, totalmente ignorante de su propio corazón, y, en una palabra, que Frank Churchill no le había interesado nunca en absoluto.
Esa fue la conclusión de la primera serie de reflexiones. Ese fue el conocimiento de sí misma, en la primera cuestión a averiguar, a que llegó; y sin tardar mucho en llegar. Estaba tristemente indignada; avergonzada de todas sus sensaciones excepto la única que le fue revelada: su afecto por el señor Knightley. Todo lo demás de su ánimo le era repugnante.
Con insufrible vanidad se había creído en el secreto de los sentimientos de los demás; con imperdonable arrogancia se había propuesto arreglar el destino de todos. Se había demostrado que estaba equivocada en todo; y no había hecho nada, pues había hecho daño. Había acarreado daños a Harriet, a sí misma, y, temía también mucho, al señor Knightley. Si tuviera lugar ese enlace tan desigual, sobre ella debía caer el reproche de haberle dado comienzo; pues tenía que creer que el afecto de él estaba producido solo por darse cuenta del de Harriet; y, aunque no fuera ese el caso, él nunca habría conocido a Harriet en absoluto sino por la locura de ella.
¡El señor Knightley y Harriet Smith! Era una unión como para superar a todo prodigio de esa especie. La unión de Frank Churchill y Jane Fairfax se volvía corriente, gastada, pasada, en comparación con esa, sin ofrecer disparidad, sin ofrecer nada que decir ni pensar. ¡El señor Knightley y Harriet Smith! ¡Tal elevación por parte de ella! ¡Tal descenso por parte de él! Era horrible para Emma pensar cómo debía eso de hundirle a él en la opinión general, prever las sonrisas, las muecas burlonas, el regocijo que eso sugeriría a costa de él; la humillación y el desprecio de su hermano, los mil inconvenientes para él mismo. ¿Podía ser eso? No; era imposible. Y sin embargo estaba lejos, muy lejos de ser imposible. ¿Era un hecho nuevo que un hombre de capacidades de primera clase resultara cautivado por una fuerza muy inferior? ¿Era nuevo que alguien, quizá demasiado ocupado para buscar, fuera presa de una muchacha que le buscara? ¿Era nuevo en el mundo que hubiera cualquier cosa desigual, inconsistente, incongruente; ni que el hado y las circunstancias (como causas segundas) dirigieran el hado humano?
¡Oh, ojalá nunca hubiera hecho adelantar a Harriet! ¡Ojalá la hubiera dejado donde debía, y donde él le había dicho que debía dejarla! ¡Ojalá no le hubiera impedido, con una locura que ninguna lengua podía expresar, que se casara con el joven sin tacha que la habría hecho feliz y respetable en la forma de vida a que ella debía pertenecer! Todo hubiera estado a salvo; no habría ocurrido nada.
¡Cómo podía Harriet haber tenido jamás la presunción de elevar sus pensamientos al señor Knightley! ¡Cómo se podía haber imaginado ser la elegida de tal hombre mientras no estuviera de hecho segura de ello! Pero Harriet era menos humilde, tenía menos escrúpulos que antes. Parecía notar menos su inferioridad, tanto de mente como de situación. Se había dado más cuenta de que el señor Elton descendería al casarse con ella, que ahora con el señor Knightley. ¡Ay! ¿No era eso también su propia obra? ¿Quién se había molestado en darle a Harriet ideas de ser consecuente consigo misma sino ella? ¿Quién sino ella misma le había enseñado que debía elevarse si era posible? Si Harriet, de ser humilde, había pasado a ser vanidosa, eso era también obra suya.