—No sé cuál será su opinión, señora Weston —dijo el señor Knightley—, sobre esa gran intimidad entre Emma y Harriet Smith, pero creo que es cosa mala.
—¡Cosa mala! ¿De veras cree que es cosa mala? ¿Y por qué?
—Creo que ninguna de ellas le hará bien a la otra.
—¡Me sorprende usted! Emma tiene que hacer bien a Harriet, y Harriet se puede decir que hará bien a Emma proporcionándole un nuevo objeto de interés. Vengo viendo su intimidad con el mayor placer. ¡De qué modo tan diferente opinamos! ¡No creer que se vayan a hacer ningún bien la una a la otra! Seguro que eso va a ser el principio de una de nuestras discusiones sobre Emma, señor Knightley.
—Quizá crea usted que he venido adrede para discutir con usted, sabiendo que Weston está fuera, y que usted debe seguir combatiendo su propio combate.
—El señor Weston sin duda me apoyaría, si estuviera aquí, pues piensa exactamente como yo sobre el tema. Hablábamos de eso ayer mismo, estando de acuerdo en qué suerte era para Emma que hubiera una chica así en Highbury para relacionarse con ella. Señor Knightley, no le admiro a usted como juez imparcial en este caso. Usted está tan acostumbrado a vivir solo, que no conoce el valor de la compañía; y quizá ningún hombre puede ser buen juez sobre el bienestar que siente una mujer en la compañía de otra de su sexo, después de estar acostumbrada a eso toda la vida. Puedo imaginarme sus objeciones contra Harriet Smith. No es la joven superior que debería ser la amiga de Emma. Pero, por otra parte, como Emma quiere verla más informada, será un estímulo para que ella misma lea más. Leerán juntas. Tiene intención de eso, lo sé.
—Emma tiene intención de leer más desde que tenía doce años. He visto muchas listas de libros que ha hecho en diferentes ocasiones, que tenía intención de leer de cabo a rabo; y muy buenas listas que eran, muy bien elegidas, y muy bien arregladas, a veces por orden alfabético, a veces por alguna otra regla. La lista que hizo cuando tenía solo catorce años, me acuerdo de que pensé que hablaba tanto en favor de su buen juicio, que la guardé algún tiempo; y estoy seguro de que ahora puede haber hecho una lista muy buena. Pero yo he dejado de esperar ninguna línea de lectura constante en Emma. Nunca se someterá a nada que requiera trabajo y paciencia, y sujetar la fantasía al entendimiento. En lo que la señorita Taylor no fue capaz de estimular, puedo afirmar con seguridad que Harriet Smith no hará nada. Usted nunca pudo convencerla de que leyera ni la mitad de lo que usted deseaba. Ya sabe que no.
—Puedo decir —contestó la señora Weston, sonriendo— que lo pensaba así entonces, pero desde que nos hemos separado, nunca puedo recordar que Emma dejara de hacer nada que yo deseara.
—No se puede desear refrescar una memoria tal como esa —dijo el señor Knightley, emocionado, y por unos momentos no dijo más—. Pero yo —añadió—, que no tengo tal magia echada sobre mis ojos, debo seguir viendo, oyendo y recordando. Emma está echada a perder con ser la más lista de la familia. A sus diez años, tenía la desgracia de ser capaz de contestar preguntas que desconcertaban a su hermana, con diecisiete. Siempre era rápida y segura: Isabella, lenta y desconfiada. Y desde que tuvo doce años, Emma ha sido señora de la casa y de todos ustedes. En su madre perdió a la única persona capaz de hacerle frente. Heredó los talentos de su madre, y debió de estarle muy sujeta.
—Habría lamentado, señor Knightley, depender de su recomendación si hubiera dejado la familia del señor Woodhouse para buscar otra posición; no creo que usted hubiera dicho a nadie unas buenas palabras en mi favor. Estoy segura de que siempre me consideró inadecuada para el puesto que tenía.
—Sí —dijo él, sonriendo—. Usted está mejor situada aquí; muy adecuada para esposa, pero en absoluto para institutriz. Pero usted se estuvo preparando para ser una excelente esposa en todo el tiempo que pasó en Hartfield. Quizá no dio usted a Emma una educación tan completa como su capacidad parecía prometer, pero estuvo recibiendo una educación muy buena de ella, en el punto, muy matrimonial, de someter su voluntad y hacer lo que se le pedía; y si Weston me hubiera pedido que le recomendara una esposa, ciertamente habría nombrado a la señorita Taylor.
—Gracias. Hay muy poco mérito en ser una buena esposa para un hombre como el señor Weston.
—Bueno, para confesar la verdad, me temo que usted está más bien desperdiciada, y que, con toda su disposición para sufrir, no habrá nada que sufrir. No hemos de desesperar, sin embargo. A lo mejor Weston se pone de mal humor con la corrupción de la comodidad, o su hijo le aflige.
—Espero que no sea eso. No es probable. No, señor Knightley, no prediga conflictos por ese lado.
—No, ciertamente. Solo indico posibilidades. No pretendo tener el genio de Emma para predecir y adivinar. Espero de todo corazón que el joven sea un Weston en méritos y un Churchill en fortuna. Pero Harriet Smith… no he terminado con Harriet Smith, ni a medias. La creo la peor clase de compañía que podía tener Emma. No sabe nada, y piensa que Emma lo sabe todo. Es una aduladora en todo lo que hace, y lo peor es que sin intención. Su ignorancia es adulación continua. ¿Cómo puede imaginar Emma que tiene algo que aprender ella misma, si Harriet muestra tan deliciosa inferioridad? En cuanto a Harriet, me atrevo a decir que no puede ganar tampoco nada con esta relación. Hartfield no hará más que ponerla fuera de lugar, por presunción, con todos los demás sitios a que pertenece. Se hará solo lo suficientemente refinada como para estar incómoda con aquellos entre los cuales estaría en su casa por nacimiento y circunstancias. Estoy muy equivocado si las doctrinas de Emma dan ninguna fuerza de espíritu, o tienden en absoluto a hacer que una chica se adapte racionalmente a las vicisitudes de su situación en la vida. Solo dan un poco de barniz.
—O yo me fío más que usted del buen juicio de Emma, o estoy más interesada en su bienestar presente; porque no puedo lamentar esa relación. ¡Qué buena cara tenía anoche!
—¡Ah! ¿Prefiere usted hablar de su persona que de su ánimo, de veras? Muy bien, no voy a negar que Emma sea bonita.
—¡Bonita!, diga más bien bella. ¿Puede usted imaginar algo más cerca de la belleza perfecta que Emma, en conjunto: cara y figura?
—No sé lo que podría imaginar, pero confieso que rara vez he visto una cara o una figura más agradable para mí que la suya. Pero yo soy un viejo amigo con parcialidad.
—¡Qué ojos! Los verdaderos ojos de avellana ¡y tan brillantes! Unos rasgos regulares, una expresión abierta, con un color, ¡ah!, qué florecimiento de buena salud, y qué bonita altura y tamaño; una figura tan firme y derecha. Hay salud, no solo en su florecimiento, sino en su aire, en su cabeza, en su mirada. Se oye a veces decir que una niña es «la imagen de la salud»; ahora, Emma me da la idea de ser la completa imagen de la salud adulta. Es la delicia misma. ¿No es verdad, señor Knightley?
—No puedo encontrar un defecto en su persona —contestó él—. La considero tal como usted la describe. Me encanta mirarla, y añadiré este elogio, que no la considero vanidosa en cuanto a su persona. Considerando qué linda es, parece estar poco ocupada con eso; su vanidad va por otro lado. Señora Weston, por mucho que diga no me hará cambiar de opinión en cuanto a mi disgusto ante su intimidad con Harriet Smith, ni mi temor de que se perjudiquen mutuamente.
—Y yo, señor Knightley, estoy igual de firme en mi confianza de que no se perjudicarán. Con todos los defectillos de Emma, es una excelente criatura. ¿Dónde vamos a ver una hija mejor, o una hermana más cariñosa, o una amiga más verdadera? No, no; tiene cualidades de que se puede una fiar; nunca la llevará a una por mal camino; no cometerá ningún error duradero; por una vez que se equivoque, Emma tiene razón cien veces.
—Muy bien, no la voy a molestar más. Emma será un ángel, y yo conservaré mi mal humor hasta que las Navidades traigan a John y a Isabella. John quiere a Emma con un afecto razonable, y por consiguiente nada ciego, e Isabella siempre piensa como él, salvo cuando él no se asusta bastante por los chicos. Estoy seguro de tener sus opiniones de mi parte.
—Sé que todos ustedes la quieren demasiado para ser injustos ni duros, pero perdóneme, señor Knightley, si me tomo la libertad (ya sabe que considero tener algo del privilegio de lenguaje que quizá tuvo la madre de Emma), la libertad de sugerir que no puede resultar nada bueno del hecho de que la intimidad con Harriet Smith se convierta en tema de mucha discusión entre ustedes. Perdone, por favor, pero aun suponiendo que pueda producirse algún pequeño inconveniente con esa intimidad, no se puede esperar que Emma, que no tiene que responder ante nadie sino ante su padre, que aprueba por completo esa amistad, tenga que terminarla, mientras sea para ella un motivo de placer. He tenido tantos años a mi cargo el dar consejo, que no le puede sorprender, señor Knightley, este pequeño resto de mi cargo.
—Nada de eso —exclamó él—, se lo agradezco mucho. Es un consejo muy bueno, y tendrá mejor destino que el que ha encontrado muchas veces su consejo, pues lo tendré en cuenta.
—La señora de John Knightley se alarma fácilmente, y podría sentirse infeliz por su hermana.
—Esté tranquila —dijo él—, no levantaré ningún clamor. Me guardaré para mí mi mal humor. Tengo un sincero interés por Emma. Isabella ya no parece mi hermana; nunca ha producido un interés mayor; quizá apenas tan grande. Hay algo de ansiedad, de curiosidad en lo que uno siente por Emma. ¡No sé qué va a ser de ella!
—Yo tampoco lo sé —dijo la señora Weston amablemente—, lo pienso mucho.
—Siempre asegura que no se va a casar nunca, lo cual, naturalmente, no significa absolutamente nada. Pero no tengo idea de que haya visto hasta ahora un hombre que le importara. No sería una mala cosa para ella enamorarse mucho de alguien apropiado. Me gustaría ver a Emma enamorada y con dudas en cuanto a ser correspondida; le sentaría bien. Pero no hay nadie por aquí con quien relacionarla, y ella sale muy rara vez de casa.
—En efecto, parece haber lo menos que puede haber para tentarla a romper esa resolución, por ahora —dijo la señora Weston—, y mientras esté tan feliz en Hartfield, no puedo desearle que forme ninguna relación que produzca tales dificultades, teniendo en cuenta al pobre señor Woodhouse. No le recomiendo el matrimonio por ahora a Emma, aunque no quiero decir con eso nada contra el estado matrimonial, se lo aseguro.
Parte de su intención era ocultar algunas ideas predilectas suyas y del señor Weston sobre el tema, en lo posible. Había deseos en Randalls en cuanto al destino de Emma, pero no era deseable que se sospecharan, y la tranquila transición que hizo poco después el señor Knightley a «¿Qué piensa Weston del tiempo; vamos a tener lluvia?», la convenció de que él no tenía nada más que decir o conjeturar sobre Hartfield.