Hace más de dos siglos, un barco inglés con tripulación pirata recaló en las costas de la actual Región de Coquimbo. Aún no existía la República de Chile cuando se inició la historia de los Edwards en este territorio.
En la fragata Blackhouse venía George Edwards Brown, quien según el especialista en genealogía Maurice Pilleux1, era hijo de un carpintero inglés. Los registros citados por el mismo autor indican que el primer Edwards que llegó a Chile nació en Londres, la capital de Inglaterra, el 27 de noviembre de 1779. Se iniciaba por aquel entonces la Revolución Francesa y habían transcurrido sólo tres años desde la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Al momento de cruzar el océano Atlántico, George Edwards bordeaba los 25 años de edad. Aunque versiones de sus descendientes indican que habría sido médico o «físico»—como llamaban también a esos facultativos —otras fuentes señalan que el joven se desempeñaba como «practicante» y algunas le atribuyen el oficio de «barbero». Tampoco son exactos los datos sobre la fecha precisa en que George desembarcó en tierra chilena: unos dicen que eso fue en 1803 y otros hablan de 1804. Meses más o menos, coincidió su llegada con el principio del nuevo siglo y los últimos años de la época colonial en el continente americano.
«Casi es un hecho que la fragata se dedicaba al contrabando de mercaderías por las costas del Pacífico, cuestión nada rara en un momento en que España monopolizaba el comercio con sus colonias», sostiene el escritor Roberto Merino en un artículo publicado en la revista Capital, en vísperas del centenario de El Mercurio 2. Por este motivo —agrega—, uno de los descendientes de George, el escritor Joaquín Edwards Bello, produjo incomodidad familiar al afirmar en una de sus crónicas que Edwards Brown «había sido corsario».
Cuando los desmentidos le salieron al paso —-recuerda Merino—, Edwards Bello replicó: «Para nuestro criterio esta historia del primer Edwards nos halaga y enorgullece. El haber sido corsario en el siglo de oro de la marina británica nos acaricia agradablemente el corazón: nos parece el más gallardo, romántico y heroico de los oficios de la época. ¡Cómo se hubieran encantado Joseph Conrad, Paul Morand y Jack London si pudieran contar el mismo origen! Naturalmente, un siútico santiaguino vanidoso de falsas historias de heráldica no podría entender ciertas maneras de apreciar las tradiciones».
Desde otro punto de vista, el escritor uruguayo Eduardo Galeano, en su libro Patas arriba, la escuela del mundo al revés 3, alude a la piratería de ese tiempo y la compara con el libremercadismo actual: «Por todas partes se escuchan himnos de alabanza al mercado libre, fuente de prosperidad. La libertad de comercio se vende como nueva, pero tiene una larga historia (…) Hace tres o cuatro siglos, Inglaterra, Holanda y Francia ejercían la piratería, en nombre de la libertad de comercio, mediante los buenos oficios de sir Francis Drake, Henry Morgan, Piet Hein, François Nololois y otros neoliberales de la época». Claro que para Galeano, en las ideas neoliberales, como en las prácticas de los piratas, están las fuentes de las innumerables injusticias del mundo actual y, en especial, las que sufren los pueblos latinoamericanos.
Médico, practicante, barbero, pirata o corsario, George Edwards fue acogido por Diego Ossandón y Castro, próspero hombre de la zona, en su hacienda Peñuelas. Y el recién llegado se casó el 27 de mayo de 1807 con la hija de don Diego, Isabel Ossandón e Iribarren.
El inglés desertó de la fragata Blackhouse, cambió su nombre por Jorge, el apellido de su madre por Pardo —patronímico de alcurnia en aquel entonces en España y Perú—, y su religión anglicana por la católica.
Otra versión sobre los cambios de nombre entregada por el periodista Hernán Millas Correa en su libro La Sagrada Familia 4 indica que «el doctor Jorge» hizo un «gesto de aproximación a su nueva patria: al darse cuenta que ‘brown’ se traducía al español como ‘pardo, castaño, café, moreno’, resolvió escoger el apellido Pardo. Tal vez como gesto de nacionalización», dice Millas, con su característico humor semiserio, que lo hizo famoso con sus crónicas y columnas en diarios y revistas durante el siglo XX5. Del apellido Edwards —comenta— no encontró su equivalente. «Pero a sus descendientes posiblemente les pareció de medio pelo el Pardo y volvieron al Brown».
En poco tiempo —relata Merino—, Edwards «ganó prestigio como médico» de La Serena. Pero sostiene que quien desempeñaba antes esa función promovió un libelo tendiente a negarle la residencia. Se le acusó de «poner en peligro la vida de un sacerdote de San Juan de Dios» y de «que había hecho más dinero en tres meses que él en un año». Un fiscal santiaguino ordenó que el inglés fuera enviado a la capital para después mandarlo a Valparaíso y de ahí a El Callao, el puerto del sur peruano. La disposición no se cumplió —señala Merino—, pero Edwards abandonó al poco tiempo la medicina para dedicarse a los negocios.
Hoy, cuando Chile se apronta a conmemorar el Bicentenario como República independiente, pocas personas podrían jactarse de tener tanta influencia en el transcurrir del país como su descendiente Agustín Edwards Eastman, el actual emperador de la dinastía mercurial que —sin saberlo— fundó el tripulante de la nave pirata con la criolla Isabel Ossandón.
El matrimonio de Jorge Edwards con Isabel Ossandón, dueña de una importante dote, tuvo ocho hijos. Todos nacieron en La Serena: Joaquín, Teresa, Juan Bautista, Santiago, Carmen, José Agustín de Dios, José María y Jacoba, quienes dieron origen a las diferentes ramas de la familia Edwards Ossandón. Tras enviudar, el inmigrante inglés volvió a casarse, pero esta vez sin descendencia.
En La Serena, Jorge Edwards Brown se convirtió en prestamista o «habilitador» —una especie de financista— de los pequeños mineros de la zona. Al mismo tiempo, cuentan, se comprometió con la lucha por la independencia y Bernardo O’Higgins le concedió en 1818 la ciudadanía chilena sin renunciar a la británica, relata Roberto Merino6.
«Como los ingleses en aquellos años no veían con buenos ojos a los españoles —su héroe el almirante Nelson había muerto combatiendo a las flotas francesas y españolas—, Edwards hizo suya la causa de la Independencia», explica Hernán Millas.
Una historia oficial de la familia publicada por Ediciones Especiales de El Mercurio7 consigna que posteriormente Jorge Edwards fue diputado por Huasco, presidente de la Asamblea Provincial de Coquimbo en 1825, diputado por Andacollo y por Vallenar en 1834, «aunque no concurrió a la Cámara». Y señala que también «desempeñó la Intendencia de Coquimbo entre 1838 y 1841».
Como muchos de sus contemporáneos, «el doctor Edwards incursionó en la minería. Habilitó diversos yacimientos de cobre, pero tuvo muy mala fortuna. Tanta, que en 1848, al momento de su muerte, su hijo Agustín debió hacerse cargo de las deudas que su padre había contraído», dice El Mercurio sobre el antepasado de su fundador.
El sexto hijo —cuarto varón— del inmigrante inglés y la heredera chilena nació en La Serena el 2 de junio de 1815 y fue bautizado como José Agustín de Dios. Desde muy joven se dedicó a los negocios mineros y logró revertir la rueda de la fortuna de manera espectacular. Tenía 23 años cuando murió su padre, y no sólo pagó el lastre financiero que le dejó, sino que llegó a ser uno de los hombres más ricos de Chile y el iniciador de la saga económico-comunicacional que sobrevive en gloria y majestad hasta el presente.
Muy pronto esta rama de los Edwards se convirtió en una de las dinastías más poderosas del país. El nombre de Agustín y los bienes de la familia se fueron transmitiendo de generación en generación.
«Aunque de niño nunca fue demasiado estudioso —pasó apenas por la escuela primaria—, tenía gran capacidad con los números y una memoria privilegiada», dice la versión oficial de Ediciones Especiales de El Mercurio8 sobre José Agustín de Dios.
Según Hernán Millas, «la gracia fue que la riqueza la creó sin la receta tradicional, la de los estudios que pudieran reemplazar a una buena dote»9.
A los quince años, José Agustín de Dios abandonó el hogar para irse a Freirina, 250 kilómetros al norte de La Serena, donde comenzó a trabajar con la firma Walker Hermanos, comerciantes en plata y cobre. «Allí aprendió los secretos del oficio y se contactó con los mineros de la zona», describe El Mercurio.
«Él sólo quería contactarse con los mineros, pues se daba cuenta de que había un derrotero sin explotar: surtirlos de mercaderías, las que éstos le pagaban en minerales, los que después vendía a fundidores y exportadores», sostiene Millas.
Cuando se descubrió el mineral de plata de Chañarcillo, al sur de Copiapó, en 1832, «inmediatamente Edwards, quien en ese momento tenía diecisiete años, se instaló en esa ciudad», donde fue proveedor y «habilitador», señala El Mercurio. Eso significa que «prestaba dinero a los mineros con la garantía de sus equipos de trabajo, y recibía metales como pago».
Según el diario de los Edwards, «José Agustín era tan correcto en sus labores e inspiraba tanta confianza, que muchos le entregaron sus depósitos en cuentas corrientes, dinero y otros bienes que, a su vez, él prestaba a tasas superiores». Y concluye que «personalmente, Edwards estaba desarrollando las tareas propias de un banco».
En suma: a los 30 años, Agustín I ya tenía un considerable capital.
«Estamos hablando del inventario de bienes de uno de los hombres más ricos de nuestra historia», afirma el historiador Ricardo Nazer Ahumada, profesor de la Universidad Católica de Chile, en un ilustrativo ensayo que analiza la fortuna que José Agustín Edwards Ossandón10 dejó en su testamento.
El iniciador de la saga de los Agustines y de la fortuna de los Edwards, murió el 2 de enero de 1878 en su Quinta Los Sauces, en Limache, a los 63 años.
Ratifica Nazer que José Agustín de Dios era uno de los principales «habilitadores» del mundo minero. El autor cita a Agustín Ross Edwards ex senador y ensayista, sobrino y cuñado de José Agustín Edwards, quien, además, participó en sus negocios11. Al principio estas transacciones consistían sólo en víveres y después en azogue —así se llamaba antiguamente el mercurio—, hierro, acero, pólvora, trigo, ropa, aguardientes, vino y tabaco.
Como el transporte del mineral a lomo de mula era costosísimo, «sólo las minas que producían metales de alta ley podían ser trabajadas», indica Ross. Y señala que el espíritu mercantil de Agustín Edwards Ossandón «lo habilitaba para adquirir las mercaderías en buenas condiciones y los mineros las reembolsaban en los metales o ejes, principalmente de cobre, pero también de plata que producían las minas. Él revendía estos metales, los beneficiaba o exportaba al principio por el puerto de Huasco, a las fundiciones de la costa, o al extranjero, cuando sus operaciones tomaron cuerpo».
El «habilitador» —relata Ross— obtenía provecho sobre el dinero que entregaba al año. «También sacaba ventaja en el precio de las mercaderías que proporcionaba al minero para su consumo; y, asimismo, obtenía ventaja en la compra de los metales que producían las minas, pues los recibía en pago sobre la base de tarifas de precios convenientes que dejaban provecho al revenderlos o beneficiarlos».
Mediante esas operaciones —indica Ricardo Nazer—, «Agustín Edwards fue aumentando su capital en forma permanente y sostenida, transformándose en uno de los principales ‘habilitadores’ del emergente Norte Chico». Al comienzo residía en Vallenar y ocasionalmente iba a Freirina, donde su padre tenía una casa, y al puerto de Huasco, para embarcar los metales.
Edwards Ossandón trasladó su centro de operaciones a Copiapó, capital del mundo minero hacia 1837. En poco más de una década «dominó completamente el comercio» de la ciudad —dice Nazer— y se transformó en uno de los hombres más ricos del país.
El año 1851 fue muy especial para José Agustín de Dios: se inauguró el ferrocarril entre Copiapó y el puerto de Caldera, que permitía sacar el mineral desde Chañarcillo. Era el primero en Chile y el tercero de América Latina. La iniciativa del estadounidense Guillermo Wheelwright fue impulsada con entusiasmo por Edwards, uno de sus financistas. Con la construcción del ferrocarril y el establecimiento de fundiciones y oficinas de compraventa y de aprovisionamiento en toda la zona, sus ganancias se multiplicaron.
Pero hubo otro acontecimiento en el plano familiar, de máxima importancia para la naciente dinastía Edwards. José Agustín se casó ese año con su sobrina directa, Juana Ross Edwards, hija de su hermana Carmen. Él tenía 36 años y ella sólo 21. La pareja se instaló en Valparaíso.
En la ciudad puerto, doña Juana fue conocida por su austeridad y mostró una especial dedicación a labores de beneficencia hacia los más pobres, creando numerosos orfelinatos, escuelas y asilos. El escritor Roberto Merino cuenta que durante la Guerra del Pacífico ella estableció hospitales de sangre, y en la Revolución del 91 atendía a los heridos del bando revolucionario12.
En un espacio de dos ambientes, Agustín Edwards Ossandón instaló en 1846 en Valparaíso la entidad precursora del Banco Edwards, la Sociedad A. Edwards y Compañía. Y en 1853 constituyó la primera aseguradora del país: la Compañía Chilena de Seguros, base de otro de los históricos negocios del clan.
En 1866 formó la Compañía de Salitres de Antofagasta, en sociedad con José Santos Ossa, y el 1 de enero de 1867 fundó el Banco Agustín Edwards y Compañía. Pese a esa intensa actividad mercantil, Agustín II no dejó de lado sus operaciones como «habilitador» en el norte.
Ambos negocios —señala Ricardo Nazer— constituyeron la base de su fortuna, que durante la década de 1860 tuvo un crecimiento espectacular. En ese tiempo compró numerosas propiedades en el plano de Valparaíso, además de adquirir bonos de la deuda externa chilena.
Al comenzar la década de 1870, sostiene Nazer, «Agustín Edwards Ossandón era el primer capitalista de Chile». Y agrega que una prueba de lo anterior fue «su especulación de cobre de 18711872, cuando debido a la baja del mineral en Europa decidió parar sus exportaciones y comprar toda la producción nacional posible manteniéndola en los puertos, apostando a un alza del precio».
La apuesta tuvo resultado y Edwards obtuvo una cuantiosa ganancia.
Participó también en la industria salitrera, a través de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, de la que era el principal accionista. Simultáneamente, dedicó tiempo a la actividad política: fue diputado y luego senador por Valparaíso entre 1876 y 1879.
Ricardo Nazer concluye que Agustín Edwards Ossandón, por la evidencia presentada tras el estudio de su testamento, «podría ser catalogado como el hombre más rico de nuestra historia republicana».
Para responder a la pregunta sobre el alcance que tendría la fortuna de Edwards Ossandón en el Chile actual, Nazer recurrió a una comparación con el Producto Interno Bruto (PIB) de la época. Así pudo establecer que su fortuna era equivalente al 4,7 por ciento del PIB nacional de 1880. «Por lo tanto, si calculamos el 4,7 por ciento del PIB de 1999, tendríamos una aproximación bastante real de la fortuna en la actualidad», señala. El resultado sería 3.242 millones de dólares, según el historiador.
Argumenta Nazer que, de acuerdo a la revista Forbes, en 1999 los poseedores de las mayores fortunas chilenas eran Anacleto Angelini, con mil seiscientos millones de dólares, y Andrónico Luksic, con mil quinientos millones, «en uno de los períodos de mayor crecimiento económico y desigual distribución del ingreso de nuestra historia».
José Agustín de Dios Edwards Ossandón acumuló, a lo largo de su vida, más del doble de la fortuna de esos connotados empresarios que encabezaron grupos económicos contemporáneos. Tenían en común haber partido de cero.
«En la ciudad de Valparaíso, capital de la provincia de este nombre, en la República de Chile, yo Agustín Edwards, natural de La Serena, capital de la provincia de Coquimbo, avecindado en Valparaíso, hijo legítimo de don Jorge Edwards y de doña Isabel Ossandón, ya finados, de cincuenta y dos años, y cristiano católico, apostólico romano, encontrándome en buen estado de salud y en pleno uso de mis facultades intelectuales, procedo a otorgar mi testamento en las cláusulas siguientes...»
Así parte el testamento de Agustín II, que el historiador Nazer consigna completo en su ensayo histórico.
Como buen caballero católico temeroso de Dios y dispuesto a comprar el cielo con sus ganancias terrenales, su primera disposición establece: «Ordeno se paguen seis pesos por mandas forzosas». Instruyó Edwards también a sus albaceas para que «manden decir mil misas por el descanso de mi alma». Más adelante señala que cuando contrajo matrimonio su capital alcanzaba a un millón de pesos «y que todo el demás caudal que hoy poseo son gananciales partibles con mi esposa. Declaro que ésta nada aportó al matrimonio, ni he recibido hasta el día cantidad alguna por su cuenta».
La riqueza proporcionada por sus operaciones bancarias y mineras permitió a Agustín Edwards contar con capitales suficientes para invertir en todos los sectores de la economía. La mayor parte de las acciones que figuran en su testamento, corresponde a empresas fundadas por él, en las cuales tenía una posición mayoritaria y ocupaba puestos en el directorio. Dice Nazer: «Es el caso de las compañías ferrocarrileras de Copiapó, Chañaral y Coquimbo, todas relacionadas con el negocio minero; la Compañía Chilena de Seguros, de la que era socio fundador; y la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, última gran compañía fundada por Agustín Edwards Ossandón. En este sentido, más que una inversión financiera, se trata de una inversión en empresas relacionadas con la minería y la banca, sectores donde tenía origen su fortuna».
Agrega Nazer que eran significativos los capitales que tenía fuera del país, en bonos norteamericanos e ingleses. «Sus inversiones en bonos y títulos nacionales, como señalaba Agustín Ross, estaban concentrados en los de las empresas ferrocarrileras y la deuda externa de Chile; asimismo, en bonos emitidos por las municipalidades, especialmente la de Valparaíso», anota.
Al momento de su muerte, Edwards contaba con 42 propiedades en el plano de Valparaíso, en ese entonces capital comercial y financiera del país. Éstas «eran puestas en arriendo, permitiendo al banquero obtener una importante renta», dice Nazer. Es posible, según el historiador, que muchas de ellas derivaran de hipotecas cobradas por Edwards. Eran inversiones de bajo riesgo y alta rentabilidad: «Entre 1850 y 1880, la ciudad tuvo un importante crecimiento demográfico y urbano, con una alta inversión en infraestructura, que convirtió al puerto en uno de los más hermosos del Pacífico, valorizando sobremanera los terrenos y edificios localizados en el plano, precisamente donde estaban los inmuebles de Agustín».
En el documento, el propio testador reconoce la propiedad de más de doce fundos adquiridos entre 1861 y 1880. Los predios estaban repartidos entre Illapel, Quillota, Limache y Rancagua. Y es posible que varios de ellos tuvieran el mismo origen de las otras propiedades: que sus antiguos dueños los hubieran entregado, agobiados por las deudas contraídas con Edwards.
Tras dejar una serie de legados para sus familiares, especialmente para sus hermanas, cuñadas y sobrinas, ratificó como herederos universales a sus hijos Agustín, Arturo y Gustavo Edwards Ross. Y como curadores y albaceas nombró a su mujer Juana Ross —quien vivió hasta los 83 años y sobrevivió a todos sus hijos— y a su hermano Joaquín Edwards Ossandón.
En su punzante Carta abierta a Agustín Edwards —al actual—, el escritor Armando Uribe Arce —abogado, ex diplomático, académico de la Lengua y Premio Nacional de Literatura 2004— define así al personaje en cuestión: «Agustín Edwards Ossandón empresarial y prestamista, gran exportador minero a mediados de aquel siglo. Se le calificó de usurero y efectivamente prestaba a un alto interés contra hipotecas y prendas, adquiriendo así desde relojes de pie y camas matrimoniales, hasta muy ricas y productivas pertenencias mineras, principalmente de cobre. Estas actividades fueron las semillas del Banco de Agustín Edwards»13.
Según Uribe, su esposa doña Juana Ross «matriarca en Valparaíso, financista y algo más en la revolución del Congreso contra el Presidente Balmaceda en 1891», es un personaje «que merecería novela como su hermano don Agustín Ross». Y comenta de ella: «Hizo el papel de benefactora muy cristiana. Tanto, que su tataranieto, Edwards Eastman, llegó a querer beatificarla —a través de eulogías en su diario— a raíz de la canonización de Santa Teresita de Los Andes (Fernández Solar), pariente próxima de Malú del Río Fernández, su consorte. Los balmacedistas que todavía quedan, pensarían distinto».
Fue Agustín Edwards Ross, el mayor de los hijos de Agustín Edwards Ossandón y de doña Juana, quien entró de lleno en el mundo de las empresas periodísticas. Había nacido en Valparaíso y tenía 26 años en 1878, cuando murió su padre.
Un año después, en 1879, decidió comprar el diario «comercial, político y literario», que había aparecido en septiembre de 1827: El Mercurio de Valparaíso.
El periódico había pasado ya por varias peripecias y distintas manos, desde su fundación. En sus primeros tiempos, sólo circulaba dos veces por semana: los miércoles y sábados. Conseguir papel, imprentas y trabajadores experimentados que realizaran los complejos procesos de impresión «en caliente», con prensas y linotipias, no era fácil, y transcurrieron dos años antes de que El Mercurio fuera realmente diario.
El alma de la publicación era su creador, el joven político liberal Pedro Félix Vicuña, quien con los mismos socios —los tipógrafos Tomás Well e Ignacio Silva— había fundado en 1826 el Telégrafo Mercantil y Político, el primer periódico de Valparaíso, que alcanzó a vivir poco más de un año.
Vicuña fue elegido diputado por La Serena para el período 19311934, pero no pudo ejercer, porque se lo impidió la mayoría conservadora que dominaba la Cámara. «Consecuente con el propósito de lanzarse a la vida pública, se trasladó a Santiago, donde fundó El Censor y luego La Ley y la Justicia», consigna su reseña biográfica publicada por la Biblioteca del Congreso Nacional.14
El Mercurio, entretanto, fue adquirido por el librero español José Santos Tornero Montero, quien a su vez lo vendió al parlamentario y hacendado conservador José Rafael Larraín Mozó, uno de los fundadores de la Sociedad Nacional de Agricultura; estuvo en sus manos hasta que lo compró Agustín Edwards Ross en 1879.
«Edwards intuyó que para ejercer una gran influencia había que mezclar los intereses económicos con los políticos y la prensa era un factor decisivo. Debutaban los poderes fácticos», comenta el periodista Hernán Millas.
Al morir Agustín Edwards Ross, en 1897, legó el diario a sus hijos y dejó a su primogénito la expresa recomendación de que nunca saliera de la familia.
Agustín Edwards Mac-Clure, el hijo mayor de Agustín Edwards Ross y de María Luisa Mac-Clure Ossandón, se hizo cargo de una de las mayores fortunas de su tiempo cuando sólo tenía dieciocho años. Había estudiado en los Sagrados Corazones de Valparaíso y en San Ignacio. Se dedicó —como su padre— a los negocios financieros y mineros, e hizo crecer rápidamente la empresa periodística familiar. Los ejes de su patrimonio lo constituían el Banco Edwards y Compañía fundado por su abuelo, Agustín Edwards Ossandón, las sociedades mineras en el norte y la Compañía de Seguros la Chilena Consolidada.
Edwards Mac-Clure decidió publicar El Mercurio en Santiago como vespertino en junio de 1900, y dos años después lo transformó en matutino. Ese mismo año dio vida a Las Últimas Noticias, que se publicaba a media mañana; y en 1906 fundó El Mercurio de Antofagasta, el más antiguo de los numerosos diarios del norte creados por los Edwards.
En un ensayo sobre Agustín Edwards Mac-Clure, basado en su epistolario15, los profesores del Instituto de Historia de la Universidad Católica Patricio Bermedo y Eduardo Arriagada Cardini, afirman: «Al consultar los principales textos sobre la historia de la prensa chilena se constata que la fundación de El Mercurio de Santiago el 1 de junio de 1900, es considerada, sin excepción, como el gran hito modernizador tanto de la práctica profesional del periodismo como de la empresa periodística chilena».
Los citados autores, sin embargo, difieren de esa interpretación, porque recuerdan que El Ferrocarril, El Sur de Concepción y el propio Mercurio de Valparaíso —tras su adquisición por parte de Agustín Edwards Ossandón—, eran incipientes empresas periodísticas y no sólo exponentes de esas antiguas publicaciones políticas «románticas».
El periodista y profesor del Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI), de la Universidad de Chile, Eduardo Santa Cruz, reconoce el papel jugado por El Ferrocarril, pero destaca el nacimiento de El Mercurio como ese «hito» que, según él, implicó un cambio radical en lo que denomina el «mercado» de la prensa de aquella época: «Si El Ferrocarril había sido en muchos aspectos el introductor de la prensa liberal moderna, El Mercurio llegaría a constituirse en su modelo y paradigma, en lo periodístico, lo comercial y en su instalación como agente cultural»16.
A su vez, Bermedo y Arriagada comentan: «Dentro de la multiplicidad de intereses desarrollados por Edwards Mac-Clure —entre los que se contaban participaciones mayoritarias en empresas como la Sociedad Industrial Atacama, la Minera Emma Luisa, la Compañía Chilena de Seguros, el Ferrocarril de Coquimbo y el de Copiapó, la Compañía Sudamericana de Vapores y la Compañía de Salitre de Antofagasta—, con seguridad el que mejor describe sus aptitudes empresariales sea el relacionado con la industria editorial».
El arquitecto Miguel Laborde, integrante del consejo asesor de El Mercurio y asiduo articulista del matutino y de algunos de sus suplementos, señala que pensar «en Chile por encima de todo» era la consigna de Agustín III. Liberal como su padre, llegó a la Cámara de Diputados, donde «demostró tal claridad de ideas y creatividad en propuestas, que a los 24 años fue elegido vicepresidente de la institución», indica en un artículo en la revista Capital 17.
Un año después —continúa Laborde— el gobierno lo nombró ministro de Relaciones Exteriores, Culto y Colonización, cuando apenas tenía la edad reglamentaria: «Como siempre parecía saber qué hacer, presidió una Comisión del Centenario de 1910 (…) Impulsó los edificios del Centenario como el Bellas Artes o la Estación Mapocho, pero después aportó también algunos propios como el Portal Edwards y uno moderno en plena calle Ahumada esquina de Moneda», describe Laborde.
Con todo, los primeros años de El Mercurio fueron difíciles. En una carta de su puño y letra, citada por Patricio Bermedo y Eduardo Arriagada, Agustín Edwards Mac-Clure escribía a uno de sus colaboradores, Luis Alberto Cariola, en 1901: «Yo nunca me hice la ilusión ni Ud. tampoco de que nuestro diario en Santiago iba a ser un niño que iba a nacer con dientes, barbas y hablando de la inmortalidad del alma. Siempre creí y creyó Ud. que como todos los niños necesitaría tener más años y desarrollarse para producir utilidad. Las cifras que usted apunta no me asustan. Al contrario: considero el resultado de El Mercurio un gran resultado financiero comparado con el que da cualquier negocio, aún más lucrativo cuando sólo lleva meses de existencia».
La pista se le puso más complicada en 1902, con la aparición de El Diario Ilustrado, de línea conservadora en lo político, pero innovadora en su presentación; como su nombre lo dice, fue el primer periódico que incluyó fotografías.
«Sus temores por la competencia de los diarios son muy justos. El Diario Ilustrado (...) es muy bien mirado por la gente, está bien dirigido y aumenta su tiraje con casi igual rapidez con que lo aumentó El Mercurio en sus primeros tiempos», respondía Edwards Mac-Clure en otra carta a uno de sus colaboradores.
Según Bermedo y Arriagada, «es posible afirmar que El Mercurio recién logró posicionar su propuesta periodística y empresarial hacia el segundo semestre de 1904 y que para ello, su fundador debió sostener una ardua competencia, especialmente con periódicos como El Ferrocarril, El Diario Ilustrado o el vespertino La Tarde». Y agregan: «Para darle un renovado impulso a su proyecto hizo suyas las principales tendencias que estaban modelando un nuevo tipo de periódico en Estados Unidos y en Europa; que concibió a El Mercurio desde una lógica empresarial, donde la generación de utilidades en un plazo razonable, la inversión en nuevas tecnologías y la aplicación de estrategias eficientes de ventas y distribución jugaban un rol determinante».
Anotan los historiadores que Agustín Edwards Mac-Clure, además de sus conocimientos y aptitudes administrativas, «tenía una visión muy completa del ejercicio periodístico; y que introdujo la concepción de que el producto que El Mercurio vendía era ‘información’ y, en consecuencia, contrató periodistas profesionales, a tiempo completo, con capacidad de reportear las noticias, que fueran políticamente independientes y que estuvieran dispuestos a respetar una línea editorial tranquila, criteriosa, desapasionada y comprometida con el orden».
Desde comienzos del siglo, Agustín III incursionó también en el campo de las revistas orientadas a diferentes tipos de público: en 1905 publicó la revista magazine Zig-Zag, «completo álbum social, en cuyas páginas todas las novias ‘bien’ debían aparecer», según Hernán Millas.
El profesor del ICEI de la Universidad de Chile, Carlos Ossandón, sostiene que con Zig-Zag Agustín Edwards «inauguró una forma de autopromoción que apostaba abierta o planificadamente a la creación de un producto comercial»; a su juicio, ése es «uno de los factores importantes que le permitió contar con un público lector disímil que trascendió el ámbito de la elite»18. Y señala: «Se cuenta que no sólo las chiquillas de Zig-Zag se transformaron en un cierto parámetro para medir la belleza, sino también sus cuadros y pinturas, que eran recortados y enmarcados en los hogares de muchos lectores».
Explica Ossandón que Zig-Zag y otras revistas fundadas por Edwards inauguraron el magazine en Chile —la palabra viene del francés magasin, que significa ‘almacén’— y menciona: «La plebeya Corre y Vuela, en 1908; la galante y artística Selecta, en 1909; la Pacífico Magazine, en 1913, entre las más importantes».
Además, Agustín Edwards Mac-Clure creó la legendaria revista infantil El Peneca, en 1909, que acompañó a sucesivas generaciones de niños durante el siglo XX.
La fundación de diarios continuó en 1931, cuando Las Últimas Noticias (LUN) tuvo una hija: La Segunda de las Últimas Noticias, cuyo nombre después quedó sólo en La Segunda, con circulación en Santiago.
«Fiel seguidor y admirador de ese nuevo tipo de periodismo de calidad que se comenzaba a imponer en Estados Unidos y Europa, lo aplicó como criterio básico al momento de trazar el perfil profesional que debían tener los periodistas de El Mercurio de Santiago», señalan los historiadores de la Universidad Católica.
Según Patricio Bermedo y Eduardo Arriagada, los continuos viajes de Agustín Edwards Mac-Clure le permitieron conocer lo que ocurría en Estados Unidos, donde el New York Times marcaba una tendencia. En esa línea, «una primera medida que tomó fue nombrar en el cargo de ‘administrador’ (una suerte de subdirector con funciones gerenciales) al joven de 24 años y talentoso periodista Joaquín Díaz Garcés». Indican que Edwards «lo conocía desde su época en el colegio San Ignacio y compartían una sincera amistad. Su formación como periodista la había adquirido en un exitoso y popular diario de Santiago, llamado El Chileno».
Hernán Millas coincide en la importancia que tuvo para El Mercurio la contratación de Díaz Garcés: «El primer acierto de Agustín Edwards Mac-Clure fue designar como director del diario a Joaquín Díaz Garcés, que hizo célebre el seudónimo Ángel Pino (…) Gran periodista, buen cuentista, destacó por su fino humor». Y luego recuerda que también llevó a la redacción a otro condiscípulo: Carlos Silva Vildósola.
Pero, como dice Millas, Agustín Edwards Mac-Clure, además de «convertirse en un hombre que revolucionó el periodismo, extendía su imperio económico y también alcanzaba gran figuración pública».
Tras un exitoso desempeño como ministro de Relaciones Exteriores, mientras al mismo tiempo impulsaba el crecimiento de su empresa periodística y estaba encima de lo que se publicaba en su diario, estuvo muy cerca de llegar a la Presidencia de la República. Pero sus intentos se frustraron en medio de rivalidades políticas. Destacó posteriormente en delicadas misiones internacionales, aunque en la política interna tuvo fuertes adversarios. Tanto, que durante la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo fue desterrado y vivió un tiempo en Europa.
Armando Uribe define a Agustín Edwards Mac-Clure como «hombre público y publicista notorio y notable». Para el autor de la Carta abierta a Agustín Edwards «puede argumentarse que éste ha sido el ejemplar superior entre los Agustines»19.
Con el objetivo de dar más fuerza a su proyecto periodístico, Edwards Mac-Clure compró la antigua casona de la familia Larraín Zañartu en la calle Compañía, en pleno centro de Santiago, para establecer sus oficinas. Era un paso audaz en un tiempo en que los demás periódicos funcionaban en modestas sedes. Aparte de su elegante apariencia, la mansión quedaba a pocas cuadras de La Moneda y a pasos del Congreso Nacional. Una posición estratégica para un medio que quería ser gravitante en la vida del país.
Los investigadores Bermedo y Arriagada demuestran en su ensayo que Edwards estaba preocupado hasta en los más mínimos detalles de la instalación del diario en la casona Larraín.
En respuesta a «sus muy precisas instrucciones sobre el alhajamiento del edificio», su estrecho colaborador Joaquín Díaz Garcés le informaba en una de las cartas: «Le remito el presupuesto de Muzard que, como usted ve, asciende a 21.284 pesos. El marroquí rojo hay que encargarlo por cable y para que usted elija le mando las muestras. Le acompaño en cubierta separada un pedazo de madera de fresno con su tono natural, susceptible de otros matices. La propone Muzard para los muebles de asiento por ser más compacta que la encina. Esta quedaría solamente para los muebles en que la madera se luce, porque la encina tiene más vetas». Díaz Garcés le adjuntaba en esa oportunidad un detalle con los muebles que incluiría el hall principal: «Dos sofás grandes estilo inglés; un mesón de contabilidad con sus rejas de bronce; un escritorio alto grande; cuatro sillas giratorias de escritorio; dos sillas bajas; seis de madera tallada, estilo antiguo; seis mesas bajas como para fumar; dos columnas altas para poner estatuas o plantas; dos sillones cómodos estilo inglés».
Consignan Bermedo y Arriagada una anécdota relatada por Carlos Silva Vildósola, quien se encontró con Galvarino Gallardo, director de El Ferrocarril, en esos días de mudanza de El Mercurio a su elegante casa de calle Compañía. Mientras Gallardo observaba desde la puerta el imponente recibo, con muebles de cuero rojo «más parecido al hall de un hotel de lujo que a una oficina de diario», le comentó sarcásticamente a Silva Vildósola: «Está muy bonito esto, mi amigo; yo vendré al remate porque hay algunos mueblecitos que me gustan mucho».
«La profecía no se cumplió», concluyen los historiadores. «Por el contrario, fue El Ferrocarril el que debió cerrar sus puertas en 1912, tras una lenta decadencia». No pudo resistir la competencia de El Mercurio, que se instaló como el diario institucional que quería ser.
En la casona de Compañía con Morandé se desarrolló el imperio periodístico hasta trasladarse, nueve décadas después, a su actual edificio de avenida Santa María, cerca de Lo Curro, en los faldeos del cerro Manquehue. Picotas, palas y máquinas de demoliciones botaron la construcción, pero se mantuvo, extraña y aislada, como salvada apenas, su característica fachada inspirada en el estilo neoclásico europeo, esperando ser parte de algún proyecto aún no realizado por un banco de la plaza.
Desde comienzos del siglo XX, buena parte del acontecer del país se ha escrito en las páginas de El Mercurio. Y, más que eso, mucho de esa historia se ha tejido antes de que sucediera. La trama del poder que explica los acontecimientos ocurridos en Chile ha pasado por las legendarias oficinas de las sucesivas direcciones mercuriales: Compañía y Santa María.
Agustín Edwards Mac-Clure se casó con Olga Budge, con quien sólo tuvo un hijo que nació pocos meses antes de terminar el siglo XIX, el 1 de agosto de 1899. Como ya era tradicional, lo llamaron también Agustín. Y fue el heredero de su padre cuando Edwards Mac-Clure murió a los 63 años en 1941. Aunque hay versiones que dicen que a este Agustín IV le interesaba más la música que los diarios, en su «período» creó la Editora Lord Cochrane, que llegó a ser la mayor de América Latina.
En la versión de Ediciones Especiales de la empresa mercurial se lee: «También Agustín Edwards Budge tuvo una participación decisiva durante el segundo gobierno de Carlos Ibáñez, para intentar corregir la política económica y detener la inflación que bordeaba el 80 por ciento».
Esa «participación» habría consistido en ejercer su influencia a través de editoriales y columnas para que el segundo gobierno de Carlos Ibáñez contratara la asesoría técnica de la misión norteamericana Klein-Sacks, «que logró frenar momentáneamente el aumento de los precios». Aunque señala que las políticas de fondo sugeridas por la misión no se aplicaron totalmente —racionalización de la administración pública, fin de los subsidios y libertad de precios—, «constituyen una primera aproximación hacia el camino de modernización de Chile».
Esa influencia del «decano» es abordada por la historiadora Sofía Correa Sutil en su libro Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo XX 20: «Cuando llegaron a Chile los economistas de Klein-Sacks, coincidían los planteamientos de la Cámara Central de Comercio, la Sociedad de Fomento Fabril, la Sociedad Nacional de Agricultura, la Confederación de la Producción y del Comercio, los partidos Conservador y Liberal, y el diario El Mercurio, en torno a la necesidad de implantar una nueva política económica».
Sofía Correa alude a los editoriales que formaron parte de la campaña para contratar a la firma norteamericana: «El Mercurio diagnosticó que el país estaba en crisis desde 1939, cuando el Frente Popular había llegado al gobierno, pues desde entonces se había comenzado a aplicar una política socializante que veinte años más tarde mostraba sólo fracasos».
El diario olvidaba ex profeso la participación que en esa política habían tenido figuras clave de la derecha y del empresariado, tales como Arturo Matte Larraín y Jorge Alessandri Rodríguez, comenta Sofía Correa. Y añade: «El Mercurio aseguró que el origen de los problemas radicaba en el intento que desde el Frente Popular habrían hecho los diversos gobiernos por mejorar el estándar de vida de la población en forma artificial, es decir, al margen del aumento de la producción».
Recuerda la historiadora que, para salir del oscuro panorama que pintaba a través de sus editoriales, El Mercurio propuso en esa época «la realización de una ‘nueva política económica’ basada en la necesidad de capitalizar para aumentar la producción». Y en un discurso que siguió predicando después, señalaba que «la intervención estatal debía ser reemplazada por las leyes del mercado y el Estado debía limitarse a dar orientaciones generales y a hacer intervenciones reproductivas, tales como obras públicas».
Según El Mercurio, «el Estado debía auspiciar una economía libre, pues sólo así se podía crear riqueza en beneficio de todos».
Agustín Edwards Budge falleció en 1957, cuando todavía no cumplía los 57 años. Pero las ideas mercuriales pregonadas por sus antecesores no murieron con él. Por el contrario, cada día se hicieron más explícitas e insistentes, hasta que con el golpe militar de 1973 y los Chicago boys pudieron tomar forma en la vida cotidiana de los chilenos.
Del matrimonio de Agustín Edwards Budge con Isabel Eastman Beéche nacieron cuatro hijos: Agustín, Sonia, Roberto y Marisol.
Al mayor —el quinto de los Agustines— lo apodaron ‘Dunny’. Nació en París, la capital de Francia, en 1927, y como sus antecesores recibió una esmerada educación. Sus estudios primarios los realizó en el Heatherdown School de Inglaterra. En Chile estuvo en el Grange School, y después siguió Estudios Públicos e Internacionales en la Universidad de Princeton, Nueva Jersey, en Estados Unidos. Más tarde, tuvo una estadía de aprendizaje en el Time de Londres. Eso le permitió desde joven desplegar contactos y conocer técnicas para desempeñarse en sus medios. En Chile, Agustín Edwards V partió como subgerente de La Segunda y de Las Últimas Noticias.
Armando Uribe cuenta una anécdota del niño Agustín con su abuela Olga Budge. Ella solía irlo a buscar al colegio en su gran automóvil negro y subían por Apoquindo, «sentados muy derechos el niño y la abuela en el asiento de atrás, mientras el chauffer al manubrio manejaba lentamente a través del camino pavimentado al comienzo y luego de tierra apisonada (…) se bajaban a caminar un poco la señora y el niño. La tarde caía rápidamente. Viajaban de vuelta con más rapidez aún la señora y el nieto. ‘Eres demasiado sensible. Te imaginas cosas. No te gusta ver sufrir a nadie. Hasta los gatos te dan pena y a veces susto. Eres demasiado sensible. Desde tu edad en adelante debes acostumbrarte a ser más firme. ¡Acuérdate que te llamas Agustín Edwards! Tienes que ser duro. Tienes que aprender a mandar’. El niño estaba con los dientes apretados y con los ojos chicos», relata Uribe.
Su padre, Agustín Edwards Budge, murió en 1957 y el hijo mayor, Agustín Edwards Eastman, asumió la conducción del grupo y del diario. Tenía 24 años y pasó a ser uno de los hombres más poderosos de Chile.
Más de diez años menor, el joven Ricardo Lagos Escobar tenía sólo 23 en 1961 cuando publicó un libro que lo hizo famoso: La concentración del poder económico, la primera obra escrita en el país sobre un tema que empezaba a inquietar. Era su tesis para licenciarse en Ciencias Jurídicas y Sociales en la Universidad de Chile. Cuatro décadas después, fue elegido Presidente de la República21 y gobernó entre 2000 y 2006.
Lagos analizaba en su libro los grupos económicos que giraban en torno a los bancos y sostenía que «para anular siquiera en parte la irritante desproporción que existe en la distribución del ingreso nacional debe desaparecer la enorme concentración económica actual».
En esa investigación, Ricardo Lagos situó al «grupo Banco Edwards» en el tercer lugar22 de importancia, detrás de los grupos Banco Sudamericano —que incluía al subgrupo Alessandri-Matte y al formado en torno a la Cooperativa Vitalicia—, y el que se aglutinaba alrededor del Banco de Chile de aquella época23.
Definía Lagos al conglomerado del Banco Edwards como «un grupo absolutamente homogéneo» —a diferencia de los anteriores—, que controlaba un gran número de sociedades. Además del Banco Edwards y de la Empresa el Mercurio, eran de su propiedad la Compañía Cervecerías Unidas (CCU), la Carbonífera de Lirquén, la Compañía de Rentas La Porteña y la Compañía de Seguros La Chilena Consolidada.
Tenía también influencia significativa, según el ex Presidente, en otras empresas como Cristalerías de Chile, la Compañía Industrial, la Compañía Chilena de Electricidad Industrial, Farmo Química del Pacífico, Carbonífera y de Fundiciones de Schwager, Compañía Distribuidora Nacional, Compañía de Refinería de Azúcar de Viña del Mar (CRAV), Compañía de Acero del Pacífico (CAP), Grace y Compañía, Compañía de Navegación Interoceánica, Compañía de Consumidores de Gas y Manufacturas Sumar.
En total, Lagos contaba 61 sociedades controladas por Agustín Edwards Eastman o en las que influía, lo «que significa el 20,8 por ciento de los capitales sociales del país».
Según el ex Mandatario, los personeros del grupo Edwards siempre eran los mismos, relacionados por lazos familiares, y controlaban sociedades muy importantes. Destacaba también otra característica: su antigüedad.
El directorio de la Empresa El Mercurio muestra a fines de los cincuenta el estrecho círculo familiar que caracteriza la gestión directiva de los Edwards. Lo integraban Agustín Edwards Eastman, su presidente; su madre, María Isabel Eastman de Edwards; su hermano, Roberto Edwards Eastman; Carlos Eastman Beéche, hermano de Isabel Eastman; y el yerno —y cuñado de Agustín y Roberto— Santiago Lyon Giralt, casado con Marisol Edwards Eastman. No aparecía Sonia, la hermana «díscola», a quien la escritora Mónica Echeverría dedicó su «novela de facto» Cara y sello de una dinastía 24, publicada en 2005.
Agustín V había logrado mantener la fortuna heredada. Su presencia se proyectaba en medios de comunicación, desde donde influía decisivamente en la opinión pública, las finanzas, la banca, el comercio y la política. Su característico estilo de pretendida «objetividad» era la herramienta para ser considerado el diario institucional que dictaba el pensamiento de los dirigentes y dirigidos; más aun, les decía qué hacer, especialmente en materias políticas y económicas.
Ricardo Lagos en su libro se refería especialmente a los efectos de la concentración «en los medios de expresión (diarios, radios, revistas, cine). Ellos están dominados por los diversos grupos, en la misma forma que los demás sectores de la economía. Por su intermedio ejercen poderosa influencia sobre la opinión pública, la cual lee, escucha y ve, sólo lo que ellos desean o toleran».
Y luego anotaba: «De los diez diarios que circulan en Santiago, tres (El Mercurio, Las Últimas Noticias y La Segunda) pertenecen al grupo Banco Edwards; uno (El Diario Ilustrado) depende de la Iglesia y está vinculado al subgrupo Alessandri-Matte; otro (La Tercera de la Hora) está dentro de la órbita de los grupos Banco Español de Chile y Banco Nacional del Trabajo; de los cinco restantes, uno pertenece al gobierno y es intérprete de sus ideas (La Nación). En suma, los cinco más importantes diarios de la capital están controlados por los grupos económicos. Son también los que tienen más difusión en provincias».
Más de quince años después, otro libro sobre concentración económica también provocó impacto. En plena dictadura, el sociólogo Fernando Dahse, profesor del Instituto de Sociología de la Universidad Católica, publicó en 1979 El mapa de la extrema riqueza. Los grupos económicos y el proceso de concentración de capitales25. En él afirmaba: «El grupo económico de Agustín Edwards Eastman fue hasta fines de la década del 60 el más grande de Chile. (…) Según diversos analistas, es quien mejor ha sabido utilizar su poder económico para lograr fines políticos en defensa de sus intereses. (…) A través de los medios de comunicación de masas ha ejercido una fuerte presión sobre los gobiernos, terminando —no siempre— por influir en sus decisiones tanto económicas como políticas».
En 1970, Edwards participaba en alrededor de cuarenta sociedades, de las cuales controlaba 26, de acuerdo al Mapa de la extrema riqueza de Fernando Dahse. Era dueño en un ciento por ciento de la Compañía Mobiliaria e Inmobiliaria Tierra Amarilla; de la Compañía de Seguros La Chilena Consolidada; de la Empresa El Mercurio S.A.P.; de la Editorial Lord Cochrane; y de un 95 por ciento de la Compañía Agrochilena. Tenía el control del 80 por ciento del Banco Edwards; 75 por ciento de la Compañía de Seguros La Lautaro, y 25 por ciento en otras aseguradoras, como Provincias del Norte, La Victoria y Alma Mater26.
Pero no todos estaban de acuerdo con este poder fáctico que ejercía —y ejerce— El Mercurio. Su línea editorial provocaba más disgusto en la misma medida en que asumía un rol político adverso a los cambios demandados por la sociedad desde sus diferentes sectores. Hacia fines de los sesenta, con Agustín Edwards Eastman como presidente de la empresa y René Silva Espejo como director del diario, la pista se les fue complicando.
El famoso lienzo desplegado en 1967 en el frontis de la Universidad Católica, en plena «toma» del plantel, que decía «Chileno: El Mercurio miente», fue un dardo que hizo historia en aquellos años de reformas estudiantiles, de profundos cambios sociales y de utopías muy distintas a los planteamientos del «decano» de la prensa chilena. Su oposición tenaz a la reforma universitaria y a todos los cambios que se gestaban en esa década fue la causa de esa leyenda, seguramente la peor publicidad que ha tenido El Mercurio en su historia.
La acción de los jóvenes universitarios encabezados por el presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC), Miguel Ángel Solar, marcó a una generación. Las palabras de ese lienzo quedaron en el recuerdo, y reaparecen cuando alguna controversia envuelve al legendario periódico. Casi como lema, muchos las repiten hasta hoy.
Según Armando Uribe, los estudiantes en esa oportunidad «quebraron en cierto modo un tabú público. (…) Lo habíamos sabido en privado, lo alegaban a veces los izquierdistas, los caballeros antiguos con memoria (a los que no les «meten el dedo en la boca») y ciertos periódicos de izquierda de tiraje menor. Mi mujer se lo hizo deletrear a nuestros hijos».
Recuerda Uribe que el enojo del diario, «el de su director René Silva Espejo (antes nazi criollo) y el de Agustín Edwards Eastman fue descomunal y expresivo. Los alumnos ‘gremialistas’ de la misma universidad, preparando alianzas de derecha (que superarían con su protofascismo), no compartían el letrero».
Y agrega algo más: «Me atrevo a plantear que desde 1968 se fue estructurando intelectualmente, con El Mercurio y otras publicaciones como eje, el grupo reaccionario que propiciaría el golpe de Estado y formaría parte civil de la dictadura militar, y continúa siendo hegemónico desde 1990 al 2001 ¿y en adelante?».
Entretanto, los mismos que critican sus contenidos siguen leyendo el diario de Edwards cotidianamente. Y lo que dice El Mercurio tiene una fuerza de realidad que no poseen otros medios de comunicación escrita en el país, aunque últimamente La Tercera ha desplegado una intensa campaña para lograr una influencia similar.
Lo paradójico es que para muchos de los jóvenes de ayer, convertidos en políticos o empresarios de hoy, aparecer en una entrevista de El Mercurio o en la tradicional sección de Vida Social —que ha pasado a ser un conjunto de páginas destinadas al marketing, la publicidad y las relaciones empresariales— puede ser más valioso que un galardón. Y todavía algunos se frustran si el matutino no les publica una carta al director.
El embajador de Eduardo Frei Montalva en Washington, Domingo Santa María Santa Cruz, se quedó seis meses más en Estados Unidos representando al gobierno de Chile después de terminado el mandato de Frei, por petición del nuevo Presidente Salvador Allende. Cuando en marzo de 1971 Santa María se fue a despedir oficialmente del ex Presidente norteamericano Richard Nixon, el gobernante le dio un solo «recado» para el Jefe de Estado chileno: «Dígale a Allende que no toquen a El Mercurio».
El 19 de septiembre de 2000 se conocieron públicamente los documentos «desclasificados» de la Agencia de Información de los Estados Unidos (CIA) que señalan que antes de que Salvador Allende asumiera la Presidencia, esa corporación envió al diario El Mercurio apoyo financiero para evitar que llegara a La Moneda, y después, para combatir al gobierno de la Unidad Popular. Hasta ese momento sólo los seguidores de estos temas conocían el Informe Church del Senado de Estados Unidos que vinculaba a funcionarios de esa casa periodística con oscuros manejos de platas de la CIA, en la víspera de la elección presidencial de 1970. El público chileno no se había informado de sus contenidos y, para la gran mayoría, hasta ese momento esas versiones eran sólo rumores.
Pero treinta años después los hechos eran indesmentibles. A través de diferentes medios —canales de televisión, radio e internet—, la información generada en Washington logró penetrar los tupidos velos que suelen cubrir en Chile los temas espinudos. En un primer instante, El Mercurio guardó silencio. Después «la estrategia mercurial» se desplegó a su manera: el diario informó sobre los contactos de la CIA con el jefe de la DINA, el encarcelado general (R) en retiro Manuel Contreras Sepúlveda, y sobre la labor desarrollada en Chile por la agencia norteamericana antes y durante el régimen de Salvador Allende. A la vez, sacó de nuevo a la luz contactos de los agentes soviéticos y el KGB (Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti o Comité para la Seguridad del Estado)27 con partidos de la izquierda chilena, y apoyos de la CIA a diferentes grupos en Chile pre y post Pinochet.
La tarea de trinchera en la «cobertura» de este caso le correspondió a La Segunda, que abundó en informaciones y opiniones a través de crónicas, despachos desde Washington, editoriales y artículos de connotadas figuras. El vespertino dedicó cientos de líneas a la acción de la CIA, sin detenerse en la circunstancia de que su dueño había sido uno de los destinatarios de los fondos y un importante artífice del apoyo estadounidense a las fuerzas opositoras a Allende. Por vía editorial llegó incluso a pedir que el gobierno del entonces Presidente Ricardo Lagos protestara por la intromisión de la CIA en la vida política de Chile.
La artillería verbal de La Segunda, y en menor tono esta vez la del propio El Mercurio, apuntó a entregar muchos antecedentes, adoptando la receta de saturar de informaciones para distraer la atención sobre el asunto de fondo. Los diarios mercuriales argumentaron —además— que los contenidos de los «desclasificados» no eran novedosos. Lo que en cierto modo era verdad, aunque aportaron detalles hasta ese momento inéditos.
Una tarde de septiembre de 2000 —sólo cuatro días antes de que en Washington se informara de la desclasificación de los documentos de la CIA—, en la Biblioteca Nacional de Santiago la periodista Mónica González presentó su libro La conjura, los mil y un días del golpe 28. En sus páginas se encuentran algunos significativos pasajes que vinculan a Agustín Edwards con el gobierno republicano de Richard Nixon y con las acciones tendientes a cambiar el curso de la historia chilena.
En ese libro aparece entrevistado el ex Presidente Patricio Aylwin, quien alude a la sublevación del regimiento Tacna bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva: «Recuerdo haber estado presidiendo la Asamblea de Naciones Unidas en 1969, cuando me llamó el embajador de Chile en Washington, Domingo Santa María, y me dijo que tenía datos sobre la sublevación. Viajé de Nueva York a Washington y fui a comer a casa de Santa María. Terminando de comer llegó Agustín Edwards con Charles Meyer, Secretario de Estado para América Latina del Gobierno de Richard Nixon. La conversación, que fue muy dura, se prolongó desde las 11 de la noche hasta cerca de las tres de la madrugada. Por primera vez comprendí que el gobierno de Estados Unidos y particularmente el embajador en Chile, Edward Korry, nos tenía muy mala y que estaba en franca concomitancia con la derecha chilena. Era noviembre de 1969 y allí supe que en ese momento Agustín Edwards estaba en Washington en algo así como pidiendo ayuda para el general Viaux».
En ese libro, Mónica González recoge párrafos de las Memorias del ex secretario de Estado de Estados Unidos, Henry Kissinger29, quien explica que Richard Nixon se decidió a actuar personalmente frente a la situación chilena, después de una reunión sostenida con Agustín Edwards, «editor de El Mercurio, el periódico chileno más respetado, y quien había venido a Washington a advertir las consecuencias de una asunción de Allende».
Anota la periodista otra situación que ha sido mencionada en diversos libros de autores estadounidenses y chilenos. El 15 de septiembre, en la Sala Oval de la Casa Blanca, Nixon le ordenó al director de la CIA, Richard Helms: «No hay que dejar ninguna piedra sin mover para obstruir la elección de Allende».
En posteriores artículos de prensa se ha vuelto a hablar del tema aludiendo a las indagaciones del juez Juan Guzmán Tapia en torno al secretario de Estado de Estados Unidos, Henry Kissinger, por la ejecución del periodista norteamericano Charles Horman, «quien poco antes habría tenido acceso a la información respecto de la intervención de la CIA en 1973 en Chile», señaló el desaparecido diario El Metropolitano, en julio de 200130.
Recordaba asimismo ese diario que Kissinger atribuía a Nixon la orden de fomentar el golpe en Chile antes de que Allende asumiera la Presidencia. Según el ex director de la CIA, Richard Helms, la reunión en la Sala Oval de la Casa Blanca «fue presionada por (…) el millonario chileno Agustín Edwards, propietario del diario El Mercurio».
Otros autores han abordado después este asunto, como el norteamericano Peter Kornbluh, quien en su libro Los Estados Unidos y el derrocamiento de Allende. Una historia desclasificada31, señala: «Hubo un individuo en particular que, no siendo un funcionario estadounidense, desempeñó un papel crucial en los esfuerzos por conseguir que Richard Nixon fijara su atención en la idea de impulsar un golpe militar. Esa persona fue el acaudalado zar de la prensa chilena, Agustín Edwards, quien había intentado influir sobre la política estadounidense desde mucho antes de la elección de Allende».
A continuación, indica que «apenas unos días después del estrecho triunfo del candidato socialista Salvador Allende, Edwards comenzó a hacer lobby con los oficiales estadounidenses en Santiago, con el fin de que iniciaran una acción militar».
Según Kornbluh, Edwards le pidió al jefe de la oficina de la CIA en Santiago, Henry Hecksher, que fijara una reunión secreta con el embajador Edward Korry en casa de uno de sus empleados: «Edwards dijo que quería hacerme sólo una pregunta, recuerda Korry: ‘¿Hará algo Estados Unidos, directa o indirectamente?’. En ese momento, Korry estaba impulsando la ‘fórmula Alessandri’, un plan para que el Congreso chileno ratificara a Jorge Alessandri en lugar de Allende, después de lo cual renunciaría. En seguida, se efectuarían nuevas elecciones y el Presidente saliente Eduardo Frei se presentaría y ganaría. ‘Mi respuesta es no’, le dijo Korry a Edwards».
De acuerdo al libro de Kornbluh, después de esa reunión, Agustín Edwards «voló raudo a Estados Unidos, donde se autoexilió y comenzó a ejercer toda la influencia que le fue posible sobre sus amigos y funcionarios cercanos a Nixon». Agrega que «en Washington se hospedó en casa de Donald Kendall, gerente de la Pepsi-Cola, y uno de los amigos más íntimos del Presidente y su colaborador más importante durante la campaña. Edwards le manifestó opiniones respecto de Allende y la necesidad de una intervención estadounidense», sostiene Kornbluh, quien se refiere a la reunión de Kendall con Nixon el 14 de septiembre de 1970. Y ratifica que «de inmediato Nixon ordenó a su asesor de seguridad nacional, Henry Kissinger, reunirse con Agustín Edwards».
La mañana del 15 de septiembre, Kissinger y el fiscal general John Mitchell «desayunaron con Edwards, quien les informó acerca de la amenaza que significaba Allende para sus intereses económicos, así como para otros intereses comerciales afines a Estados Unidos», concluye.
La periodista chilena Patricia Verdugo, en su libro Allende, cómo la Casa Blanca provocó su muerte 32, publicado cuando se conmemoraban treinta años del golpe, se refiere también a los acontecimientos del 14 y 15 de septiembre de 1970, y al rol de Agustín Edwards en el derrocamiento del ex Presidente.
A pesar de los esfuerzos por evitar que llegara a La Moneda, el 24 de octubre de 1970, el Congreso Pleno, con la votación de la Unidad Popular y de la Democracia Cristiana, ratificó lo expresado por la ciudadanía y eligió Presidente de la República a Salvador Allende. El resultado fue de 153 votos contra 37 para Jorge Alessandri. El día antes había muerto asesinado el comandante en jefe del Ejército René Schneider Cherau.
El crimen perpetrado por un grupo de ultraderecha que encabezó el general de Ejército en retiro Roberto Viaux Marambio fue parte de la operación Track II, que contó con el apoyo de la CIA, como se supo después.
El Presidente Eduardo Frei Montalva nombró en reemplazo de Schneider al general Carlos Prats González33, y Salvador Allende juró como Presidente de la República el 4 de noviembre de 1970.
El asesinato de Schneider produjo un mayoritario repudio de la ciudadanía. Sin embargo, la CIA, El Mercurio y sus amigos en Chile siguieron tejiendo los hilos de la trama que desembocó en el golpe militar.
Agustín Edwards Eastman decidió fijar su residencia en Estados Unidos, donde tenía lazos desde tiempos de estudiante que se incrementaron con sus posteriores conexiones políticas y de negocios. Gracias a su cercanía con Don Kendall, el fundador de la Pepsi-Cola, Edwards llegó a ser, entre 1970 y 1973, uno de los vicepresidentes de esa compañía en el mundo.
Tras la partida de Agustín Edwards a Estados Unidos, la empresa El Mercurio quedó bajo la batuta del ingeniero Fernando Léniz Cerda, quien se desempeñaba como gerente general desde mediados de los sesenta, y asumió como presidente del directorio a fines de 1970. Tres años después fue el primer ministro de Economía civil de la dictadura.
Como presidente de Editorial Lord Cochrane, la otra gran empresa editorial del grupo, Edwards designó al ex marino Hernán Cubillos Sallato —padre de la actual diputada de la UDI Marcela Cubillos—, quien posteriormente fue ministro de Relaciones Exteriores de Pinochet.
Y como director de El Mercurio, Edwards dejó a René Silva Espejo, secundado por Arturo Fontaine Aldunate, quien después le sucedió.
Armando Uribe —quien a fines de los sesenta era el segundo de la Embajada de Chile en Washington— sostiene que Agustín Edwards Eastman habría sido un «asset» de la CIA. Explica que asset «no es un agente ni funcionario del servicio de inteligencia. Mucho menos es remunerado regularmente. Se trata de un contacto superior de la Agencia, disponible para ella y consciente de sus vínculos especiales con ella. (…) En numerosos libros y documentos de casos pasados, se revela que assets han sido presidentes de sus países, jefes de gobierno y Estado, y algunas grandes personalidades»34.
El Mercurio sobrevivió y siguió manteniendo contacto con sus amigos estadounidenses durante los tres años de la Unidad Popular. Según el Informe Church, la CIA gastó por esos años «un millón y medio de dólares en apoyar a El Mercurio, el principal diario del país y el canal más importante para la propaganda en contra de Allende»35.
Indica Peter Kornbluh que después de que su propietario Agustín Edwards se fue a Washington en septiembre de 1970 «para hacer lobby ante Nixon, la CIA usó a El Mercurio como un medio de difusión clave para las masivas campañas que formaron parte del Track I y del Track II».
Los informes desclasificados por el gobierno estadounidense confirmaron los aportes de la Agencia de Inteligencia al diario de Agustín Edwards. Un memorando de la CIA a Kissinger, fechado el 9 de septiembre de 1971, indica que el Comité «considerará una solicitud (tachado) para El Mercurio… para apoyo en total de un millón de dólares». Explica «que (tachado) el diario al menos requiere eso para sobrevivir en el próximo año o dos».
Entre las alternativas planteadas por la CIA aparece en los documentos la de «permitir que El Mercurio quiebre y preparar el máximo esfuerzo propagandístico en torno al tema de la libertad de expresión». Al final, descartaron esa posibilidad, al parecer, por temor a que el gobierno de Salvador Allende detectara la maniobra y la pudiera demostrar, y optaron por «proporcionar financiamiento extensivo».
La CIA se refiere nuevamente a la solicitud de otorgar nuevos fondos adicionales a El Mercurio en otro memorando dirigido también a Kissinger, el 11 de abril de 1972. El favor fue concedido, porque para la Agencia era clave el rol de El Mercurio en la oposición a Allende, según consta en los documentos desclasificados.
En el subcapítulo «Proyecto El Mercurio», Peter Kornbluh indica en su libro: «Según sus propios archivos, para la CIA la operación encubierta que desempeñó ‘un papel significativo’ en provocar el golpe fue el financiamiento clandestino del ‘proyecto El Mercurio’. Durante la década de los sesenta, la CIA destinó fondos al más importante periódico chileno, el derechista El Mercurio, colocando reporteros y editores en sus nóminas de pagos, redactando artículos y columnas para su publicación y proporcionando fondos adicionales para otros gastos operativos».
El Informe Church ya había establecido que la CIA gastó más de un millón y medio de dólares de esa época en apoyar a El Mercurio. Las remesas llegaron en 1971 y 1972. «Para entender el impacto de estos dólares subversivos, hay que aclarar que cada uno valía más de 200 veces en el mercado negro respecto del precio oficial. Es decir, una sola entrega de cien mil dólares equivalía a inyectar 20 millones en el complot», recordaba Patricia Verdugo en su libro.
Para ser más exactos —precisaba—, «el Comité 40 aprobó un pago de 700 mil dólares el 9 de septiembre de 1971. Y otro por 965 mil que, en dinero de la época, era una fortuna. Si lo multiplicamos por 200, precio del dólar en el mercado negro, llegamos a 333 millones de dólares».
Se ha podido concluir también que la CIA utilizaba a la transnacional ITT (International Telephone and Telegraph Corporation), que operaba en Chile la Compañía de Teléfonos, como enlace para entregar las remesas de dólares a El Mercurio. Consigna Patricia Verdugo: «Un documento desclasificado da cuenta de lo hablado entre el agente Jonathan Hanke y el ejecutivo de la ITT, Hal Hendrix. Fecha: 15 de mayo de 1972. Hendrix le aseguró a la CIA que los depósitos, por cien mil dólares cada uno, se estaban haciendo puntualmente. ‘Él me dijo que el dinero para el grupo Edwards pasaba por una cuenta en Suiza’, informó el agente Hanke a sus superiores».
Semanas después de que se conoció la noticia oficial de la desclasificación de los archivos de la CIA en Santiago, Televisión Nacional de Chile difundió un programa Informe Especial en que abordó el tema. La reacción del imperio Edwards no se hizo esperar. Se asegura que el propio Agustín Edwards llamó a dos de los miembros del Consejo de TVN, Bernardo Matte y Luis Cordero, para pedirles que tomaran medidas ante la situación.
La batahola que se generó llevó al director ejecutivo René Cortázar36 a pedir la renuncia al director de prensa de la estación, el periodista Jaime Moreno Laval. La resistencia de Moreno, quien apeló al directorio de TVN, motivó finalmente la renuncia del propio Cortázar. Lo reemplazó Pablo Piñera Echenique. El episodio derivó en la más delicada crisis de conducción que ha afrontado el Canal Nacional en su nueva era de medio público, después de establecerse el estatuto que la rige. Jaime Moreno se mantuvo en el cargo, pero su suerte estaba echada. Un año después tuvo que renunciar.
La trilogía integrada por Edwards y dos de sus hombres de mayor confianza, Hernán Cubillos y Roberto Kelly, fue clave en los años setenta para hilar varios de los episodios que condujeron al golpe militar y, posteriormente, para diseñar lo que sería el modelo económico y asegurar su aplicación.
Cubillos, Edwards y Kelly integraron un grupo especial de amigos que se reunía desde 1968: la Cofradía Náutica del Pacífico Austral. Roberto Kelly era oficial de la Armada retirado y había sido discípulo del padre de Hernán Cubillos, el contraalmirante Hernán Cubillos Leiva; pero abandonó la Marina en 1967 y se dedicó a administrar un moderno criadero de aves de Agustín Edwards en San Bernardo, en el sector sur de Santiago.
Simultáneamente, Kelly tenía amistad con sus compañeros de armas que llegarían a ser influyentes almirantes, como cuenta el ex director de El Mercurio, Arturo Fontaine Aldunate en su libro Los economistas y el Presidente Pinochet 37.
Fontaine señala que Roberto Kelly «con Agustín Edwards y Hernán Cubillos crean en agosto de 1968 la Cofradía Náutica del Pacífico Austral, para el cultivo de los deportes náuticos. La corporación funciona con una rotativa de comidas en casa de los socios, suculentas, bien conversadas y regadas».
Entre otros oficiales, participaban en la Cofradía José Toribio Merino, Patricio Carvajal y Arturo Troncoso, «más unos pocos civiles, cuyo número se irá ampliando con el tiempo. El deporte común es motivo de afinidad y largas conversaciones. Por unanimidad eligen como primer comodoro a Agustín Edwards. Cuando éste se ausenta del país, nombran comodoro al almirante José Toribio Merino», indica el ex director de El Mercurio.
Cuenta Fontaine que a través de Roberto Kelly los oficiales demandaron un programa económico. A pedido de la Marina, nació entonces el famoso «Ladrillo», el documento que dio las líneas de la política económica para el nuevo régimen. En su confección participaron, entre otros, Sergio de Castro, Sergio Undurraga, Emilio Sanfuentes, Pablo Baraona, Manuel Cruzat Infante, José Luis Zabala y Álvaro Bardón.
Hernán Cubillos dijo, años después en una entrevista en la revista Qué Pasa 38, que «la evolución hacia los temas políticos» en la Cofradía fue «un proceso natural a medida que se agravaba la situación del país». Y añadió: «De ese club fue naciendo una relación que nos permitió ir pasando información a las Fuerzas Armadas e ir recibiendo nosotros sus inquietudes. Más que nada, yo me dediqué a conversar con la Marina. El que tenía muchos contactos con el Ejército y la Fuerza Aérea era el entonces director de El Mercurio, René Silva Espejo. Él jugó un papel importante en la coordinación del golpe».
Una muestra de la influencia de Agustín Edwards en el nuevo gobierno surgido del golpe fue la constitución del gabinete, que pareció hecho a su medida: el ingeniero Fernando Léniz pasó de la presidencia de la empresa El Mercurio al Ministerio de Economía. A su vez, tuvo como principal asesor, desde el primer momento, a Sergio de Castro, quien sucedió a Léniz en Economía, y en 1975 llegó a ser ministro de Hacienda. A su vez, Roberto Kelly, pese a ser un oficial retirado, fue nombrado ministro de Odeplan, la Oficina de Planificación Nacional, antecesora del actual Mideplan.
El almirante Merino, comodoro de la Cofradía Náutica, fue comandante en jefe de la Armada y miembro de la junta de gobierno. El almirante Patricio Carvajal fue el primer ministro de Relaciones Exteriores del gobierno militar, y el almirante Arturo Troncoso, el primero de Educación.
La formación de Agustín Edwards Eastman, sus convicciones económicas y políticas, y el rol que jugó para la generación del golpe, son elementos suficientes para explicar por qué, después de septiembre de 1973, el diario El Mercurio y toda su cadena cerró filas con la junta de gobierno. La dictadura encabezada por Augusto Pinochet era su propio gobierno al que había contribuido a promover para que pusiera orden en el país tras los turbulentos, y para él amenazantes, mil días de la Unidad Popular.
De vuelta de su autoexilio en Estados Unidos, Edwards se entusiasmó con la aplicación del modelo neoliberal y entró en la dinámica de adquirir empresas, en particular, en el ámbito financiero. En la primera ronda privatizadora compró el Banco de Constitución, al que le cambió el nombre para resucitar el Banco de A. Edwards, ya que el antiguo fue intervenido bajo el gobierno de la Unidad Popular y pasó a ser el Banco Comercial de Curicó.
No obstante, como consigna el sociólogo Fernando Dahse en su Mapa de la extrema riqueza, se observaron algunos cambios en su patrimonio industrial. «Pareciera que no es de su interés controlar empresas industriales —señalaba en 1979—, ya que en estos últimos años ha traspasado al grupo Vial algunas que controlaba en el pasado, entre las cuales cabe mencionar la Compañía Industrial, sus filiales, y Hucke. En compensación aumentó su participación en CCU y Ladeco, que vendió al grupo Cruzat Larraín en 33 millones de dólares en septiembre de este año».
En 1979 vendió a ese grupo importantes paquetes de acciones en esas compañías, así como en Watt’s y Cachantún39. Según Dahse, el conglomerado de Edwards estaba ligado estrechamente en ese entonces a Cruzat-Larraín y a José Said Saffie: «Con el primero en sociedades de inversiones, y con el segundo en el Banco del Trabajo y en sus sociedades inmobiliarias de responsabilidad limitada».
Edwards figuraba con el ciento por ciento de las sociedades de inversión que llevaban sus apellidos: Eastman y Compañía Limitada, y Edwards y Compañía Limitada; tenía también el ciento por ciento de Inversiones Trauco Limitada, Inversiones Cahuelmó, e Inversiones Chaitén Limitada; además, mantenía el control total sobre Inversiones Mobiliarias e Inmobiliarias Tierra Amarilla. Controlaba un 74 por ciento de la Compañía de Seguros La Chilena Consolidada y un 92 por ciento de La Universal, y participación significativa en otras seis compañías de seguros. En el campo industrial controlaba el ciento por ciento de la Sociedad de Servicios de Reparación y Fabricación de Calzado, la Sociedad Deshidratadora de Hortalizas Colina, y Agrobosques San Isidro.
En el negocio de las finanzas se sumaba la Financiera Andes y participaba, además, con un 20 por ciento en el Banco del Trabajo. Y en 1980, como se dijo, el grupo adquirió el Banco de Constitución; y al empezar el sistema de Administradoras de Fondos de Pensiones, en 1981, Edwards creó la AFP El Libertador.
En 1979, Edwards había decidido iniciar la modernización de la empresa periodística El Mercurio S.A.P., que editaba El Mercurio, Las Últimas Noticias y La Segunda. Se introdujeron los primeros sistemas computacionales de fotocomposición de textos, los que rápidamente se generalizaron.
Integraban también el conglomerado periodístico la Sociedad Chilena de Publicaciones y Comercio S.A. —propietaria de El Mercurio y La Estrella de Valparaíso—, y la Empresa El Norte Sociedad Periodística, que en ese momento publicaba El Mercurio de Antofagasta, La Estrella del Norte, El Mercurio de Atacama, La Estrella de Iquique y La Prensa de Tocopilla. A ellos se sumaba la Editorial Lord Cochrane. Y en 1981 formó la empresa del cable Intercom.
A tono con esos tiempos, El Mercurio acentuó su carácter conservador y cerró los ojos durante largos años a todo lo que significara violación a los derechos humanos. Los desaparecidos eran «supuestos»; los asesinados por la espalda, «muertos en enfrentamientos»; y las torturas no existían o, a lo más, eran «excesos».
En noviembre de 2008 se estrenó una película que El Mercurio se ha visto en la obligación de publicar en su cartelera cinematográfica: El Diario de Agustín, del director de cine Ignacio Agüero, producida por el periodista y ex gerente de revista Apsi, Fernando Villagrán. El documental muestra en forma elocuente cómo abordó el diario de los Edwards algunos de los casos más dramáticos de violaciones a los derechos humanos. Exhibe situaciones como la de los 119 desaparecidos; el asesinato de Marta Gómez, cuyo cadáver apareció en la playa de Los Molles; y el asesinato de Carmelo Soria, que reflejan parte de lo ocurrido en aquellos años. Basada en las memorias de un grupo de egresados de Periodismo de la Universidad de Chile, que se dedicaron durante más de un año a investigar cinco casos, la película alude en forma directa al rol jugado por El Mercurio en esos años.
Los resultados de la investigación se volcaron también en un libro con el mismo nombre de la película que registra el trabajo escrito de los periodistas, publicado en mayo de 2009 por el Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile40. Sus páginas dan cuenta en detalle de la estrategia utilizada por «el decano» para mostrar una realidad distorsionada. «Don Agustín no da entrevistas», explicó su secretaria a la periodista Claudia Lagos, académica del ICEI y coordinadora de ese trabajo, cuando lo llamó para solicitar una conversación.
«Libro de campaña contra El Mercurio», tituló el matutino en su edición del 19 de mayo, en una especial «crónica» en la que dio cuenta del lanzamiento del volumen del Instituto de la Comunicación e Imagen, efectuado el día anterior en el Salón de Honor de la Casa Central, en una ceremonia presidida por el prorrector Jorge Las Heras41.
El aludido diario rompió abruptamente el silencio que había mantenido sobre el documental galardonado en abril con el Premio Altazor. Según el enojado «decano», el libro es la «expresión escrita de la campaña contra El Mercurio, que el año pasado tomó forma por medio del documental de cine de Ignacio Agüero».
Para otra película —o para más de una— daría el persistente respaldo de El Mercurio al modelo de los Chicago boys, a los «cinturones apretados», a las políticas de shock de Fernando Léniz y Jorge Cauas en un principio, y al incondicional apoyo a los sucesivos jefes del equipo económico para imponer el modelo económico neoliberal en Chile.
Desde las páginas editoriales de El Mercurio, se fue diseñando, escribiendo y defendiendo la política de privatizaciones de empresas públicas y desregulaciones, desde los primeros tiempos del régimen militar; las reformas en las reglas del juego laboral de fines de los setenta; la reforma de la previsión y la instauración de salud privada de comienzos de los ochenta; la legislación universitaria y los cambios en la política educacional; la liberación del tratamiento a las inversiones mineras, que se fue anticipando y consolidando al compás de insistentes editoriales.
La coherencia en su línea editorial fue lo que hizo fuerte a El Mercurio ante su rival La Tercera, que también apoyaba firmemente a Pinochet, pero daba cabida en sus páginas de opinión a algunos críticos de la política económica.
En las columnas y consejos editoriales del «Diario de Agustín» han participado, desde hace décadas, ex ministros y asesores de Pinochet como Sergio de Castro, Álvaro Bardón, Carlos Montero Marx, Carlos Cáceres, Joaquín Lavín, Hernán Felipe Errázuriz, o los actuales senadores Hernán Larraín y Jovino Novoa.
Con el firme respaldo de El Mercurio, la derecha económica logró constituir nuevos grupos para dar soporte al modelo. Y de la mano de El Mercurio la derecha política pudo salir del letargo anterior al golpe. Sin el diario de los Edwards, probablemente la UDI no habría llegado a ser el partido que es hoy. Y si no hubieran tenido un medio como El Mercurio a su disposición, los Chicago boys de ayer, o los nuevos grupos económicos surgidos al amparo de Pinochet, lo habrían tenido que crear.
El diario destinó cientos de editoriales para explicar, apoyar y defender el modelo económico que se empezó a imponer en Chile desde mediados de los setenta. Diseñó —y sigue diseñando— campañas comunicacionales orientadas a captar adhesión a los postulados que sustenta. Y en eso ha continuado en los años de democracia. Firme en sus creencias y sus postulados. Sin tregua. Haciendo política y negocios en todos los sentidos de ambas palabras.