CAPÍTULO II

DEUDAS, REGALOS Y «PERMUTAS»

El año 1981 prometía ser el primero de una nueva era para Augusto Pinochet Ugarte. El capitán general del Ejército —como él mismo se había ungido— se aprontaba a trasladar la sede del gobierno al Palacio de La Moneda, restaurado finalmente tras el bombardeo de 1973. El dictador entró en gloria y majestad con el título de «Presidente de la República», y con su Constitución en la mano, aprobada en septiembre de 1980 en un «plebiscito» efectuado sin las mínimas garantías para los votantes.

Fue ese año 81 el elegido por sus asesores civiles para estrenar la reforma previsional que dio vida a las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP); el que debutaron las instituciones de salud privada, más conocidas como isapres. El mismo año en que Pinochet inició la municipalización de la educación y dictó sin debate previo la mayor parte de los decretos conocidos como «Ley General de Universidades», que permitirían la creación de entidades privadas facultadas para ofrecer —y vender— educación superior. Fue cuando la Universidad de Chile perdió el Pedagógico y le cercenaron sus sedes regionales. Y cuando el gobierno dispuso la transformación de los colegios profesionales en asociaciones gremiales, sin tuición sobre la ética profesional, ni afiliación obligatoria de sus miembros1.

Economistas y abogados que rodeaban al dictador movían diestramente sus hilos para asegurar la perpetuidad del modelo implantado en ese año «fundacional». Y los grupos fortalecidos en aquel período competían, como en el juego de Metrópoli, por el número de empresas que controlaban en los diferentes ámbitos de la vida nacional. Para eso creaban nuevas sociedades que ponían en práctica las llamadas «modernizaciones». Formaron sus propias AFP e isapres, y ya planeaban salir a la luz con proyectos universitarios cuando vino la debacle que los obligó a detenerse.

Aunque estos conglomerados mantenían deudas multimillonarias con el exterior y algunas voces advertían el peligro, pocos se imaginaron que se desataría una crisis de tal magnitud, que haría rodar por los suelos a aquellos gigantes financieros que acumulaban empresas como quien colecciona llaveros.

En el invierno de 1981, la quiebra de la Empresa de Azúcar de Viña del Mar (CRAV) provocó un fuerte remezón en el castillo de naipes que se había levantado. El «efecto dominó» llegó a las puertas de quienes parecían intocables. En 1982, la inestabilidad cundió. Bancos y financieras empezaron a mostrar carteras imposibles de cobrar, y los aportes que durante meses hizo el Estado se tornaron estériles.

El modelo económico neoliberal aplicado era sometido a duras críticas, incluso entre los partidarios del régimen. Algunos altos oficiales del Ejército y de la Aviación intentaban manifestar su preocupación a Pinochet, quien no parecía escucharlos. El ministro de Hacienda Sergio de Castro —el gurú de los Chicago boys—, era blanco de dardos cada vez más frecuentes en el ambiente militar y empresarial. El tipo de cambio fijo en 39 pesos parecía insostenible. Las versiones sobre una inminente alza del dólar eran rumor de todos los días, mientras las quiebras y despidos no tenían freno. La tasa de desocupación se empinaba sobre el 20 por ciento de la fuerza laboral, sin considerar a quienes se enrolaron en los nuevos instrumentos de emergencia que entregaban un subsidio a los desocupados: el Programa de Empleo Mínimo (PEM) y el Programa para Jefes de Hogar (POJH).

FACTOR COMÚN DEL «DUOPOLIO»

Los dos conglomerados periodísticos más importantes, la empresa El Mercurio y el Consorcio Periodístico de Chile, Copesa, propietario del diario La Tercera, tenían al menos dos cosas en común: ambos eran partidarios del gobierno de Pinochet y habían contraído importantes deudas para modernizar sus instalaciones en tiempos de la plata dulce y el endeudamiento fácil. La era de la computación se había iniciado y las empresas tenían que invertir en nuevas tecnologías.

Después de septiembre de 1973, ambos conglomerados pudieron seguir existiendo sin ser acosados por la censura —los uniformados permanecieron sólo unas pocas semanas en sus redacciones—, porque Pinochet y su gente sabían que no la necesitaban. Agustín Edwards Eastman era un aliado incondicional: fue un partidario entusiasta del golpe, quien contribuyó a hacerlo posible con sus actividades en Estados Unidos, y defendió el modelo económico desde mucho antes de que éste fuera siquiera un esbozo de proyecto.

Algunas de las máximas figuras del equipo económico civil que gobernó con Pinochet, como los ex ministros Fernando Léniz y Sergio de Castro, y el ex presidente del Banco Central Álvaro Bardón2, eran parte del círculo de confianza de Edwards. Tanto De Castro como Bardón manifestaban sus puntos de vista a través de las páginas de El Mercurio; y antes de 1973 integraron activamente el grupo que elaboró el denominado «El Ladrillo», con las líneas básicas del programa económico del gobierno militar.

Los dueños de La Tercera, los hermanos Agustín y Germán Picó Cañas, militantes del sector derechista del antiguo Partido Radical, aunque partidarios del golpe, no eran tan entusiastas del diseño económico neoliberal. Como gerente general de Malán, la sociedad de papel accionista principal de Copesa, figuraba entonces el presidente del Partido Democracia Radical, Jaime Tormo.

Los Picó Cañas tenían, además, amistades y socios en los grupos nacionalistas, conocidos también como «duros»; daban frecuente tribuna en su diario a personajes que habían sido importantes promotores del golpe, pero que con el correr de los meses empezaron a plantear críticas a la política económica y hablaban a través de sus columnas de opinión del denominado «costo social» que ésta implicaba. Uno de sus exponentes era el abogado Pablo Rodríguez Grez3, fundador en 1970 del movimiento ultraderechista Patria y Libertad.

Esas voces disonantes con el «modelo» solían ser escuchadas en ambientes uniformados. La Tercera tenía llegada a sectores medios desde antes del golpe. Sin embargo, no le disputaba a El Mercurio su lugar de diario «institucional» de los sectores más poderosos. No había en ese entonces punto de comparación respecto de su influencia. La expresión «lo leí en el diario», sólo se refería al «decano», como se ha conocido desde hace décadas al matutino de los Edwards. La Tercera ni siquiera era leída por la elite política y económica. Los Picó Cañas tampoco aspiraban a eso, a diferencia de su principal dueño de hoy, Álvaro Saieh.

UN REGALO DESAPROVECHADO

Agustín Edwards Eastman —el quinto de los Agustines— presidía la empresa El Mercurio Sociedad Anónima Periodística, y en 1982 asumió personalmente la dirección del diario de Santiago. Había regresado a Chile en 1974, tras su autoexilio en Estados Unidos, que comenzó en 1970 y se prolongó durante todo el gobierno de Salvador Allende.

A principios de la década de los ochenta, Agustín Edwards —quien figuraba como «periodista» en el Diccionario Biográfico de Chile4 en su edición 1980-1982—, era uno de los hombres más ricos del país.

Grupos como los ex «Pirañas», constituido por Manuel Cruzat y, Fernando Larraín Peña y Javier Vial Castillo, lo habían superado en patrimonio y en número de empresas bajo su control. Y Eleodoro Matte había consolidado su poder, con epicentro en la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, más conocida como «La Papelera». Agustín Edwards pertenecía a ese selecto club: junto a su familia era dueño de una de las cinco mayores fortunas del país, aunque, igual que Cruzat-Larraín y Vial, estaba también entre los más endeudados.

En 1972, el Banco Edwards había sido estatizado, pero en 1980 Agustín V compró el Banco de Constitución y lo volvió a llamar Banco de A. Edwards; en esa época controlaba —además— la Compañía de Seguros La Chilena Consolidada, y una serie de sociedades de inversiones inmobiliarias, agrícolas y mineras5. Había creado además una AFP, entusiasmado con la reforma que encabezó el ex ministro del Trabajo y Previsión Social, José Piñera Echenique. La llamó El Libertador.

Sus óptimas relaciones con el gobierno militar le permitieron, asimismo, obtener en ese tiempo la concesión indefinida de la «carretera» virtual por donde transitaría la televisión por cable, lo que le aseguraba el monopolio exclusivo de ese soporte comunicacional en Chile. Creó así Intercom, que perteneció legalmente a dos empresas de Edwards: La Chilena Consolidada, con un 80 por ciento de las acciones, y El Mercurio Sociedad Anónima Periodística, dueña del otro 20 por ciento. Tuvo la oportunidad de hacer un gran negocio, como su abuelo con El Mercurio de Santiago. Pero Agustín V no logró —o no pudo— aprovechar el regalo de Pinochet. Y con el correr de los años, el cable se le escapó de las manos.

EN SANTA MARÍA DE MANQUEHUE

En los ochenta, Agustín Edwards acostumbraba recibir a invitados especiales a almorzar en su nuevo edificio de Santa María, en medio de amplios y cuidados jardines, a los pies del cerro Manquehue.

Era amigo de altos militares y marinos. Entre otros oficiales con los que mantenía contacto, destacaban el ex director de la Central Nacional de Informaciones (CNI), Humberto Gordon, el general (R) Sergio Badiola y el general de Aviación (R) Enrique Montero Marx, abogado, ex subsecretario y ex ministro del Interior de Pinochet, asesor jurídico de Edwards desde ese tiempo. Otro uniformado muy próximo a él era su primo hermano, Maurice Poisson Eastman, quien desde que se retiró de la Marina fue nombrado vicepresidente de la empresa El Mercurio S.A.P., y tenía oficina en el segundo piso de las instalaciones de Lo Curro. Poisson —quien falleció en 2006— llegaba todos los días en su elegante Mercedes Benz rojo.

El complejo de comunicaciones de Edwards era lejos el conglomerado periodístico más importante del país en esos años. A través de sus sociedades, manejaba sus diarios tradicionales El Mercurio de Santiago, Las Últimas Noticias y La Segunda; y El Mercurio y La Estrella de Valparaíso, que había nacido en 1921.

Era fuerte también en las regiones del norte, donde sus antepasados partieron haciendo fortuna en torno a las minas y el comercio6. Desde principios del siglo XX conservaban el histórico Mercurio de Antofagasta, al que se empezaron a sumar más «Estrellas» a partir de 1966, cuando el grupo dio vida a La Estrella de Iquique y a La Estrella del Norte —de Antofagasta—, orientadas a un público más popular que el de los serios Mercurios.

Después del golpe, en 1976, nació La Estrella de Arica. Y el 2 de mayo de 1989 se agregó La Estrella del Loa, de Calama.

En el sur, los nombres son otros y su propiedad más reciente. A comienzos de los ochenta, Agustín Edwards adquirió la infraestructura de la antigua Sociedad Periodística del Sur, Sopesur, dueña y señora hasta ese momento de la prensa en esos territorios. En la misma negociación, el grupo compró el Austral de Temuco, y los nuevos Austral de Valdivia, Austral de Osorno y Austral de Puerto Montt, que aparecieron en noviembre de 1982. A partir de estos diarios, el grupo Edwards configuró la Sociedad Periodística Araucanía S.A., la que posteriormente ha sido ampliada con otras adquisiciones.

El conglomerado también era y continúa siendo dueño de Publicaciones y Editorial Lo Castillo, que edita una serie de revistas, entre otras, la publicitaria Dato Avisos, que desde sus comienzos se ha repartido gratuitamente en comunas de altos ingresos de Santiago, y luego se extendió a otras zonas de la Región Metropolitana.

LAS DESAPARECIDAS VOCES REBELDES

Pese a los intentos del gobierno militar por aplacar cualquier indicio de crítica, los periodistas que mantuvieron sus valores democráticos y su compromiso profesional fueron haciendo oír sus voces y sus palabras en el duro escenario dictatorial.

En un tiempo durante el cual la política estaba proscrita, las universidades intervenidas y las organizaciones sociales desmanteladas, esos grupos de periodistas aglutinados en las llamadas «revistas opositoras» trataron de mostrar los hechos que El Mercurio, La Tercera y los canales de TV ocultaban, y dar tribuna a los intelectuales y políticos marginados del debate público.

En semiclandestinas reuniones, algunos profesionales de esos medios se juntaron para forjar el Círculo de Periodistas de la Academia de Humanismo Cristiano, y luego orientaron sus pasos a la recuperación del Colegio de Periodistas. Ésa fue —pese a los límites que impuso el gobierno a estas entidades— una instancia que estuvo en la primera línea de la defensa de la libertad de expresión y la recuperación de la democracia.

A mediados de los setenta, las ondas de las radios Balmaceda y Chilena se escuchaban casi como un rito en esos primeros años de dictadura.

En la prensa escrita durante ese tiempo el fuerte estuvo en las revistas. Poco después del golpe, Ercilla, el más antiguo semanario chileno, empezó a formular críticas, hasta que fue comprado por el grupo Cruzat-Larraín, como una forma de acallarla.

La revista Hoy, fundada por Emilio Filippi y el equipo que junto con él renunció a Ercilla, apareció en los kioscos en junio de 1977. Se logró generar una publicación semanal de gran acogida, bajo el lema «la verdad sin compromisos». Hoy abrió espacios para informar e interpretar lo que ocurría en diferentes ámbitos; avanzó en la crítica al modelo económico, y en la incipiente discusión política y cultural en esa época de «apagón».

Poco después surgió Análisis, bajo la dirección del periodista Juan Pablo Cárdenas, al alero de la Academia de Humanismo Cristiano. Al comienzo era una revista de opinión mensual, que dio cabida a los académicos erradicados de las universidades; desde fines de los setenta acentuó su línea periodística y en los ochenta llegó a ser un semanario. Con su lenguaje directo, sus fuertes editoriales y sus reportajes a fondo, marcó una senda comprometida abiertamente con la defensa de los derechos humanos, la movilización social y la búsqueda de unidad entre los opositores para terminar con la dictadura.

Apsi partió como un boletín de información internacional y logró también convertirse en una interesante revista de actualidad, de buen estilo y sentido del humor; ponía un especial acento irónico, a través de escritos y caricaturas sobre el oscuro acontecer de aquellos tiempos. Y Cauce —la de más corta vida— nació en 1983, cuando las demás llevaban ya unos años en la cancha. Logró impactar con sus denuncias sobre las casas de Pinochet y otros escándalos del régimen.

Se sumaban a las revistas algunas publicaciones de la Iglesia Católica, que fueron firmes defensoras de los derechos humanos y laborales conculcados, como el Boletín de la Vicaria de la Solidaridad, y la revista jesuita Mensaje, que resistió durante todo el período dictatorial, fiel a los principios de su fundador, Alberto Hurtado Cruchaga, el primer santo chileno.

Hubo también algunas revistas culturales, como La Bicicleta y Pluma y Pincel, cada cual en lo suyo, en esa batería de publicaciones que jugaron un papel destacado en la oposición a Pinochet.

Las clausuras, cierres, requisiciones de ejemplares y las más insólitas prohibiciones —como aquella que en 1984 proscribió las fotografías y dibujos—, fueron castigos utilizados en muchas oportunidades. Pero los periodistas de las revistas levantaban cabeza y con redoblada energía se movilizaban para romper las mordazas. En ciertas ocasiones, el gobierno incluso dictaminó el estado de sitio para silenciar esas voces que, porfiadas, insistían en decir lo que estaba censurado. La represión se tradujo en amenazas constantes, desfiles por los tribunales ante los «requerimientos judiciales», cárcel para algunos, y hasta la muerte, como ocurrió con el editor internacional de Análisis y dirigente del Colegio de Periodistas, José Carrasco Tapia, asesinado en septiembre de 1986.

Dos diarios opositores se agregaron a las revistas. En 1984 apareció El Fortín Mapocho, impulsado por el ex senador Jorge Lavandero, quien compró la marca a un grupo de comerciantes de la Vega Central, en un momento en que no había permiso para la circulación de nuevos medios. Orientado a un público amplio, destacaba en los kioscos con sus provocativos titulares y la caricatura de «Margarita», una suerte de Mafalda chilena, dibujada por Gus —Gustavo Donoso—, que expresaba lo que pocos se atrevían a decir.

En 1987 apareció La Época, fundada por Emilio Filippi, bajo el modelo de El País de España y con la mira de disputar público de la elite a El Mercurio. Su calidad periodística y una interesante circulación no fueron suficientes para lograr los necesarios avisos publicitarios; los problemas financieros la aquejaron desde el primer año. A pesar de eso, logró sobrevivir hasta que murió cercada por el duopolio, en 1998.

Uno de los hechos que más extraña a especialistas extranjeros que visitan el país para estudiar lo ocurrido en el Chile post Pinochet es constatar que nada de eso queda. Que todos, absolutamente todos esos medios, desaparecieron. Y que los pocos esfuerzos por levantar otros nuevos, se frustraron.

Más insólito les resulta comprobar que los dos poderosos conglomerados de hoy, El Mercurio y Copesa —los mismos que con su sola presencia parecen aplastar a cualquiera que intente incursionar en este «mercado»—, estuvieron quebrados hace poco más de 25 años. Y que si no hubiera sido por el fuerte apoyo del Estado, el mismo que sus editorialistas tanto repudian, no habrían salido del «hoyo» en que cayeron como consecuencia de sus inversiones, sus gastos y sus deudas.

No obstante, sin recordar ni reconocer los buenos oficios y los muchos millones que se movieron para salvar su situación en los ochenta, un editorial de El Mercurio del 30 de agosto de 1998 alude directamente al cierre del diario La Época, y señala: «Tampoco corresponde que el Estado desplegara recursos para asegurar su funcionamiento, tal como lo requirieron sectores políticos y de profesionales de la información, pues ello habría derivado inevitablemente en desaconsejables intervencionismos oficialistas».

LOS LUJOS DE DON AGUSTÍN

Con sus casi dos metros de estatura y unos 120 kilos de peso, la entonces robusta figura de Agustín Edwards circulaba en el Chile de hace tres décadas con escolta permanente. Sus guardias corrían para estar en forma por el parque Américo Vespucio. A fines de los ochenta, un chofer lo conducía por Santiago en alguno de sus tres automóviles: un Mercedes azul marino, otro de color café y un Renault 18 Turbo.

De buen vivir, preocupado hasta de los detalles de su vestimenta, adquirida durante sus numerosos viajes en tiendas caras de Estados Unidos y Europa, era y es famoso entre sus cercanos por su colección de zapatos. Su compulsión por lujosas compras provocó fuertes dolores de cabeza a sus asesores financieros más directos, cuando las elevadas deudas y las muchas cuentas empezaron a provocar señales de preocupación.

Pese a las dificultades que afrontaba su empresa periodística, fue difícil para Agustín Edwards disminuir su lujoso tren de vida. Aunque le resultó duro, tras la crisis de 1982 tuvo que entregar su casa de Lo Curro a los bancos acreedores. El comprador fue Carlos Cardoen, quien había hecho fortuna como vendedor de armamentos.

Edwards se quedó entonces con una vivienda vecina más pequeña, en el elegante barrio donde en los ochenta Augusto Pinochet también se edificó una lujosa mansión, que al final de su gobierno se transformó en el Club Militar. Años después, cuando los vientos nuevamente soplaron a su favor, el dueño de El Mercurio recuperó la casona de la Vía Amarilla.

Tenía también Agustín Edwards una propiedad veraniega en el balneario de Reñaca, donde disfrutaba de su jardín botánico. En ella dedicaba especial atención a sus colecciones de bonsái y a las plantas en miniatura que le apasionan.

Amante de la naturaleza, los yates y los caballos, en Chile también era —y es— dueño del fundo La Compañía en Graneros, y de un predio con una casa en la isla Illeifa, en las laderas del lago Ranco, donde conserva diferentes especies de animales y grandes variedades de árboles y arbustos.

Mantenía, asimismo, dos propiedades en Estados Unidos: un departamento en Nueva York, al que viajaba constantemente y donde lo atendía personal chileno; y una mansión en Connecticut, en la cual vivió su autoexilio durante el gobierno de la Unidad Popular.

LA DEUDA QUE SE DISPARÓ

Las Últimas Noticias fue el primer diario que llegó a la nueva sede de Santa María de Manquehue, donde se levantaba el amplio y moderno edificio, en un terreno de unas veinte hectáreas. En 1983 le tocó el turno de trasladarse a La Segunda y a El Mercurio.

La empresa había dado un gran salto tecnológico. Convirtió totalmente el sistema de impresión. Incorporó la informática en todos sus procesos. En Lo Curro partían con todo nuevo, como en los inicios. La tecnología tenía ahora la palabra.

Todo eso fue posible gracias a los préstamos contraídos dentro y fuera del país por Agustín Edwards Eastman. Pero de la noche a la mañana se encontró con que su deuda se había disparado: ascendía a cien millones de dólares de la época.

El 13 de enero de 1983 fue para Edwards, como para muchos de los grandes señores de la actividad financiera chilena, una jornada que terminó mal. Y el día siguiente empezó peor. Esa noche el biministro de Hacienda y Economía Rolf Lüders anunció en cadena de radio y televisión lo que ya parecía inevitable: el dólar no seguiría más en 39 pesos. No podía continuar, porque estaba afectando seriamente a la economía del país, aunque el propio Pinochet había asegurado días antes que no habría devaluación.

Las alzas del precio de la divisa continuaron y las deudas se multiplicaban. Las «bicicletas» financieras quedaron sin energía, mientras los bancos se ponían más exigentes con los créditos para evitar su propia caída. Los castillos de naipe se desmoronaban. Los fondos mutuos que guardaban los ahorros de pequeños y medianos inversionistas no podían responder. El colapso había llegado.

Pero El Mercurio es El Mercurio y el Estado salió en su socorro. Lo hizo en sucesivas oportunidades. Augusto Pinochet no podía dejar caer a Agustín Edwards. Era mucho lo que le debía. Tampoco lo consideraban oportuno los civiles que lo rodeaban.

Aunque los Chicago boys pasaron a un aparente segundo plano, tomaron posiciones estratégicas en la retaguardia. Hernán Büchi ofició de superintendente de bancos y el economista Juan Carlos Méndez encabezó las negociaciones con el Banco Central. Sergio de Castro, quien había perdido su puesto pero no sus contactos, se convirtió en el principal asesor de su amigo Agustín Edwards, quien logró renegociar unos años después su abultada deuda con el Banco del Estado y otros doce bancos nacionales y extranjeros.

El periodista Manuel Salazar7 señalaba en un artículo en la revista Punto Final, en marzo de 2009: «Durante 1982 y 1983, en el período de recesión más fuerte que había experimentado el país desde 1930, quebraron 1.293 empresas y varios grupos económicos fueron intervenidos. La empresa El Mercurio, en cambio, mientras sus diarios clamaban por transparencia en la información económica, escondía sus estados financieros y conseguía el apoyo decisivo del gobierno militar para seguir operando, mediante créditos por 53 millones de dólares entregados por el Banco del Estado. También logró que el eje del grupo, el Banco Edwards, no fuese tocado por las intervenciones, pese a que todas sus cuentas así lo recomendaban».

Recuerda Salazar en ese reportaje que Jovino Novoa, el actual presidente del Senado, tras abandonar la Subsecretaría General de Gobierno, el 1 de junio de 1982, se instaló en el diario El Mercurio como editor general de informaciones, «dependiendo sólo de Agustín Edwards, quien había asumido la dirección del diario tras despedir abruptamente a Arturo Fontaine».

En los meses siguientes —agrega Salazar—, Edwards y Novoa «concentraron en el periódico a un grupo de ex colaboradores de la dictadura que les ayudarían a sanear las cuentas de la empresa, transformar al grupo de industrial a financiero y regir los destinos políticos y económicos del país en estrecha relación con el general Pinochet y sus asesores».

Jovino Novoa estuvo en El Mercurio hasta 1985, cuando se incorporó al estudio de abogados que tiene con Roberto Guerrero del Río, el ex rector de la Universidad Finis Terrae; Carlos Olivos Marchant y el ex ministro de Pinochet Hernán Felipe Errázuriz Correa, otro de los colaboradores de Pinochet muy cercano a Agustín Edwards desde esos años.

«A fines de 1983, con el visto bueno de Novoa se hizo una razzia de periodistas en todos los diarios de la empresa. Cerca de un centenar de profesionales fue despedido por la sola sospecha de tener algún grado de disidencia con la dictadura», anota Manuel Salazar.

ESTACIONAMIENTO EXCLUSIVO

La importancia que tenía para Edwards la opinión del ex ministro de Hacienda Sergio de Castro se ve reflejada en una anécdota comentada entre los empleados de El Mercurio. En su imponente edificio de Santa María, la empresa tenía dos playas de estacionamientos. En la de mayor tamaño había lugar para unos quinientos automóviles. Allí se estacionaban los empleados, incluidos los jefes de las áreas administrativa, técnica, comercial y periodística.

Había una segunda playa de uso exclusivo para los gerentes, directores de los diarios y miembros del consejo, con la excepción de Agustín Edwards Eastman, quien detenía uno de sus Mercedes último modelo en un apartado contiguo a la mampara de cristales de la entrada del edificio. Ese estacionamiento lo vigilaban las 24 horas del día guardias de seguridad de El Mercurio, que eran ex miembros del Ejército y de Carabineros, dirigidos por un capitán de corbeta en retiro y antiguo oficial de Inteligencia de la Armada. En ese espacio fuertemente vigilado, el único que se estacionaba, además de Edwards, era Sergio de Castro. De ese lugar estaban excluidos hasta el vicepresidente de la empresa, Maurice Poisson, y los hijos de Edwards. Ni siquiera Malú del Río, su señora, podía dejar su auto ahí.

Se calcula que en 1984 el endeudamiento de Edwards alcanzaba a 27 mil millones de pesos de esa época, equivalentes a unos cien millones de dólares. Otras fuentes hablan de cinco millones de unidades de fomento8, lo que traducido a moneda actual ascendería a cerca de 105 mil millones de pesos y se elevaría a 180 millones de dólares9.

En 1985, el principal acreedor de Agustín Edwards era el Banco del Estado, que concentraba un 60 por ciento de las deudas del grupo.

TRATO PRIVILEGIADO

Con el objeto de rebajar esa cuantiosa deuda, Edwards entregó en 1987 al Banco del Estado un porcentaje de las acciones de la empresa El Mercurio S.A.P. La «cesión de acciones» —como se denomina esa operación— implicó que el banco nombrara a uno de los cinco directores de la compañía. Los otros cuatro siguieron siendo designados por la familia Edwards, que se reservó el derecho a la primera opción frente a una eventual venta de las acciones de la entidad bancaria. Gracias a esta fórmula, El Mercurio S.A.P. pudo disminuir automáticamente su deuda con el banco estatal en un millón de UF. Edwards debió traspasar, asimismo, a los bancos acreedores una parte de los terrenos de Santa María y su casa en Lo Curro.

Pero Agustín Edwards logró un trato muy favorable al reducir la deuda a cuatro millones de UF y renegociarla a quince años. Pagaría un 4,5 por ciento de interés anual en los años iniciales, y una tasa ascendente con una fluctuación máxima de 7,5 por ciento en los siguientes. Ese interés sobre el capital adeudado era poco para esos años, más aun al dejar estipulado ese tope máximo del 7,5 por ciento, si las tasas de interés se disparaban. En la misma época, los deudores hipotecarios pagaban tasas de un 8 por ciento anual.

Además, Edwards y su empresa periodística obtuvieron otros beneficios, como una opción para rematar deudas. Eso significaba que si las operaciones de la empresa arrojaban utilidades —como de hecho ocurrió en los tres años posteriores a ese convenio—, el Mercurio S.A.P. podía negociar directamente con los acreedores más pequeños y «comprarles la deuda» a un valor inferior al real.

Gracias a una política restrictiva de remuneraciones y a una fuerte captación de publicidad —en gran medida de empresas y servicios estatales—, El Mercurio logró disminuir la deuda y hacia 1989 dejó de tener «patrimonio negativo»10.

Sin embargo, a pesar de todos los «buenos oficios», la mayor parte de la deuda seguía siendo con el Banco del Estado. Posteriormente, el grupo traspasó a instituciones financieras privadas la mitad de esos créditos, y en noviembre de 1989, en vísperas de la elección presidencial en la que triunfó Patricio Aylwin sobre el ex ministro de Hacienda Hernán Büchi, el Banco del Estado era acreedor de sólo un 30 por ciento de la deuda total de El Mercurio.

EL CANELO Y SUS «HIJAS»

El canelo es un árbol de la flora autóctona chilena, uno de los símbolos sagrados para el pueblo mapuche. «El Canelo» se llama también la sociedad de inversiones que creó Agustín Edwards Eastman para ordenar sus deterioradas finanzas y las relaciones de su conglomerado. Hasta nuestros días, Comercial El Canelo y sus «hijas» con similar nomenclatura constituyen el núcleo del holding del magnate ya recuperado de sus complicados problemas de los ochenta.

Esta sociedad de papel fue formada el 1 de septiembre de 1986, con el objeto de resolver la situación de El Mercurio Sociedad Anónima Periodística con el sistema financiero11. La sociedad El Canelo pasó a ser dueña del 92 por ciento de esa empresa, de un 60 por ciento de la Compañía de Seguros Generales La Chilena Consolidada y de un 96 por ciento de la Compañía de Seguros de Vida La Chilena Consolidada. Participaba, además, como accionista en otras firmas, y se pusieron a su nombre algunos bienes raíces que le generaban arriendos. Su flujo de ingresos dependía fundamentalmente del pago de dividendos de El Mercurio y de las compañías de seguros.

El Canelo absorbió activos y pasivos de Inversiones Tierra Amarilla, que era hasta ese momento una de las sociedades clave de Edwards, y tenía deudas por 627 mil unidades de fomento con el Banco del Estado. Eso permitió al grupo —entre otras cosas— aprovechar la «pérdida tributaria» de Tierra Amarilla. La nueva sociedad compró, asimismo, activos de El Mercurio S.A.P. y bienes raíces, y le pagó «novando» —es decir, repactando con nuevas condiciones—. Los bienes de la empresa se constituyeron en garantía de los créditos que se renegociaron a dieciocho años plazo.

CONEXIÓN NEOYORQUINA

Los arreglos traspasaron las fronteras y alcanzaron a las sociedades de Edwards con financistas norteamericanos. Una escritura del 18 de diciembre de 1987 da cuenta de una operación en que Wertheim Shroder & Co Incorporated, «sociedad colectiva con domicilio en Nueva York, Park Avenue Nº 200; la Compañía Inmobiliaria y Comercial El Canelo, con domicilio en Compañía 1068, subida 376; don Agustín Edwards Eastman, periodista, con domicilio en avenida Santa María 5542 y Comercial Canelo S.A. con domicilio en Compañía 1068 subida 376, modificaron la sociedad Edwards, Wertheim, Servicios Financieros Sociedad Limitada»12, que había sido constituida en Santiago en 1981.

En el documento, las partes dejan constancia de que el socio Wertheim and Company cambió su razón social por Wertheim, Schoeder and Co. Incorporated; y la Compañía de Inversiones Mobiliarias e Inmobiliarias Tierra Amarilla hizo lo mismo y se convirtió en Compañía Inmobiliaria y Comercial El Canelo S.A.13.

A la vez, la Inmobiliaria y Comercial El Canelo S.A. transfirió sus acciones —que representaban el 48 por ciento de esa sociedad— a Comercial Canelo S.A. Tras esas modificaciones, la firma norteamericana quedó con la mitad del capital —equivalente a 250 mil dólares en ese momento— y otro tanto permaneció en manos del grupo chileno de Agustín Edwards: sus acciones representaban 249.950 dólares a nombre de Comercial El Canelo y cincuenta dólares figuraban a título personal de Edwards Eastman.

LAS DEUDAS DE MALÁN

La situación financiera de Copesa no era mejor. El Consorcio Periodístico de Chile editaba los diarios La Tercera y La Cuarta —este último había nacido en 1984— y afrontaba elevadas deudas que obligaron a sus dueños a negociar con los bancos acreedores en agosto de 1987. Al convenio de reprogramación y pago comparecieron Malán Inversiones S.A., la sociedad de inversiones, accionista principal de Copesa, representada por Gonzalo Picó Domínguez, y Copesa, representada por su hermano Germán. Ambos son hijos de Germán Picó Cañas.

Por el lado de los principales acreedores bancarios estuvieron el economista Andrés Passicot Callier, entonces presidente del Banco del Estado14; Héctor Valdés Ruiz, por el Banco de Santiago; y Alvaro Saieh Bendeck, quien en ese momento era el gerente general del Banco Osorno15. Asimismo, concurrió Cristián Eyzaguirre, representante de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (CMPC), la empresa insignia del grupo Matte, y la sociedad Jaras Hermanos y Compañía Limitada.

La junta de acreedores estableció que las deudas de Malán —excluidas las que se capitalizarían a favor del Banco del Estado—, en ese momento ascendían a 1.861.037 unidades de fomento. Y el propio Banco del Estado era el principal acreedor de esa suma, ya que los compromisos por ese concepto llegaban a 922 mil UF.

Además de esas deudas sometidas al Convenio de Reprogramación, se estipuló que «Malán adeudaba al Banco del Estado 1.137.742 UF, calculadas al 7 de junio de 1986», según consigna la escritura16. Éste fue el origen de la «capitalización» que dejó al Banco del Estado como dueño del 70 por ciento de la propiedad de Malán, la principal «dueña» de Copesa. La suma «se cancelará mediante la capitalización en acciones de Malán, que efectuará dicho Banco por un monto igual al valor que a la fecha de la suscripción y pago de las correspondientes acciones tengan los créditos».

El documento señala: «En todo caso, se conviene que en virtud de esa capitalización el Banco del Estado de Chile será dueño de al menos el 70 por ciento de las acciones de Malán».

Así, una vez que se realizó la «capitalización», el Banco del Estado quedó en una doble calidad de dueño y acreedor principal del conglomerado constituido por Malán y Copesa.

La escritura del convenio precisó también que los ingresos de Malán eran «básicamente los créditos que tiene en contra de Copesa», por 491.328 UF; el precio que obtuviera por venta de inmuebles, y «los dividendos que Copesa pueda en el futuro repartirle» en su carácter de propietaria del 79 por ciento de las acciones del consorcio periodístico.

En esa fecha, Malán era propietaria de las instalaciones de Copesa en Vicuña Mackenna. Una de las cláusulas del Convenio estableció que éstas fueran traspasadas a Copesa, «para el mejor cumplimiento de este convenio por parte de los deudores y a fin de asegurar su capacidad de pago». El plazo para esa venta que incluyó «maquinarias, instalaciones y otros muebles», así como «los bienes raíces necesarios para su funcionamiento», fue el 30 de junio de 1988.

Entre los créditos que abarcó el convenio de reprogramación estuvieron deudas personales de Germán Picó Cañas con el Banco del Estado por 62.700 UF, y las contraídas por Malán en 1981, en calidad de aval y deudor solidario de Inmobiliaria Marbella Limitada y de Viviendas Económicas Marbella Limitada, por un monto de dos millones y medio de dólares de entonces. Para emprender la urbanización de ese loteo, el grupo se endeudó en 1981 y lo afectó la subida del dólar.

El Convenio tendría una duración de trece años y las fechas de pago, tras la reprogramación, se prorrogarían hasta 1998. Se creó una «comisión de bancos» presidida por el del Estado para supervisar el cumplimiento de los acuerdos.

Como resultado, la entidad estatal perdió unos cuatro mil millones de pesos de entonces, además de la obligada capitalización de deudas.

Después de esas operaciones, que evitaron la quiebra de Malán y Copesa, La Tercera y La Cuarta adquirieron una calidad especial: un 70 por ciento de ellas pertenecía al Estado y, además, éste seguía siendo su principal acreedor.

EL «VEEDOR»

En las oficinas de la avenida Vicuña Mackenna se instaló una suerte de interventor denominado «veedor». En un primer período desempeñó ese rol el ingeniero comercial Fernando Malatesta, mientras la pauta informativa y los editoriales eran dirigidos desde la Secretaría General de Gobierno.

Malatesta era asesor del presidente del Banco del Estado, Andrés Passicot, y luego continuó con Álvaro Bardón. Además, desde que estuvo en La Tercera, desarrolló una activa gestión paralela. Al final de la dictadura, adquirió a bajo precio la agencia informativa Orbe, que estaba en manos del Estado: se la adjudicó en alrededor de seis millones de pesos de entonces, lo que no alcanzaba a sumar dos mil UF. En moneda de hoy, sería del orden de los cuarenta millones de pesos.

Orbe era la única agencia de noticias nacional y, en ese momento, sólo ella tenía un servicio completo a través del país, ya que la cobertura de la estadounidense UPI (United Press Internacional) era más reducida. Asimismo, frente a la deteriorada situación en que estaba el periodismo regional, la presencia de Orbe era importante.

Cuando dejó de ser el «veedor», Malatesta siguió teniendo influencia en Copesa. Editaba también un periódico en la región de O’Higgins llamado Rancagua Comercial, que se repartía junto con La Tercera, todos los lunes, y publicaba varios suplementos, entre ellos, Ondas y Rutas. Para su producción utilizaba el edificio, el sistema computacional y el apoyo administrativo de Copesa.

MOVIMIENTOS DE ÚLTIMA HORA

Tras el triunfo del «No» en el Plebiscito del 5 de octubre de 1988, se precipitó un cambio de gabinete de Pinochet, acompañado de una serie de movimientos que se transformaron en decretos y acciones de última hora para amarrar el sistema construido por los Chicago boys junto al dictador.

La privatización de empresas públicas que no se habían alcanzado a traspasar desde el Estado fue uno de los objetivos que concentró las energías de los boys de Chicago en ese último año. Y en la medida en que las encuestas indicaban que las posibilidades del candidato de la Concertación de Partidos por la Democracia, Patricio Aylwin, eran altas, y que el ex ministro Hernán Büchi sería derrotado, la acción privatizadora se tornó frenética, mientras buscaban dejar reglas del juego que aseguraran los menores cambios para el día en que no estuvieran en La Moneda ni en Teatinos 120.

Una de las entidades que se vio estremecida por esos movimientos de última hora fue el Banco del Estado de Chile, que contaba entre sus deudores a la mayor parte de bancos y empresas de papel de los grupos económicos, que unos años antes rodaron por los suelos y que en 1989 permanecían en «el área rara» —como se denominó a esa obligada «propiedad» del Estado— o en «proceso de liquidación».

Para comprender las razones que tenían los Chicago boys para impulsar la privatización del Banco del Estado no hay que remitirse sólo a las razones ideológicas propias de su visión neoliberal. Fuertes intereses y encumbrados deudores estaban en la lista de los que veían con temor un cambio de régimen político, que ya parecía inevitable.

El Banco tenía tres tipos de crédito: de consumo, habitacionales y comerciales. Estos últimos eran los más significativos, al concentrar más del 80 por ciento del total. Y, más todavía, sólo 37 deudores reunían el 67 por ciento de la «cartera comercial». Entre ellos figuraban dos grandes bancos en liquidación —el Banco Hipotecario de Fomento (BHC) y el Banco Unido de Fomento (BUF)—, además del Banco de A. Edwards, Comercial Canelo S.A., del mismo grupo, el Banco Osorno y la sociedad Malán.

En un documento interno del Banco del Estado sobre los principales deudores según tramos, al 26 de octubre de 1989 figuran el Banco Osorno —controlado por el grupo Saieh Abumohor— y Comercial Canelo S.A., de Agustín Edwards, entre los deudores que tenían compromisos «iguales o superiores al 15 por ciento e inferiores al 20 por ciento del capital y reservas del Banco del Estado». En el mismo segmento estaban Celulosa Arauco y Constitución, e Inversiones Longovilo de Juan Hurtado Vicuña17.

El Banco de A. Edwards y la Empresa Periodística El Mercurio Sociedad Anónima Periodística figuraban en el tramo siguiente, entre los deudores con compromisos entre el 5 y el 7 por ciento del capital y reservas del banco estatal. También aparecía en ese nivel la sociedad Malán de los Picó Cañas.

A fines de 1989, según un informe de la Consultora Price Waterhouse18, Comercial Canelo mantenía una deuda de 918.897 UF con el Banco del Estado; Agustín Edwards Eastman, en forma personal, le debía 758.436 UF, y El Mercurio S.A.P. estaba comprometido en 240.873 UF. Traducido a moneda actual, eso daría una suma de cuarenta mil millones de pesos, a los que habría que agregar las deudas con otros bancos.

LA PRIVATIZACIÓN FRUSTRADA

El 4 de noviembre de 1988, un mes después del Plebiscito, empezaron los movimientos para privatizar el banco estatal. Mediante el decreto Nº 269 del Ministerio de Hacienda, su titular Hernán Büchi Buc designó a Álvaro Bardón Muñoz presidente de la entidad. Un dato interesante para los hechos que vinieron después: Bardón había sido miembro del consejo editorial del diario El Mercurio hasta ese momento. Y junto a Joaquín Lavín fueron los creadores, en 1981, del Cuerpo B de Economía y Negocios.

La plana directiva encabezada por Bardón se reforzó con militares de la máxima confianza de Augusto Pinochet: a la vicepresidencia pasó el entonces brigadier general de Ejército Orlando Palacios, quien era desde 1986 gerente general de la entidad bancaria. Y en su cargo quedó Osmán Flores Araya, otro hombre de confianza del dictador, que antes ocupó la gerencia de Fomento del Banco.

Esos tres personajes constituían el comité ejecutivo del Banco del Estado, junto al fiscal Ramón Suárez, abogado de la UDI, quien se integró al gobierno militar en 1976 como asesor del ex ministro del Interior Sergio Fernández, cuando éste era titular del Trabajo. Antes de llegar al Banco del Estado, Suárez había sido subsecretario del Interior y ministro Secretario General de Gobierno.

La idea de privatizar el banco estatal fue tan fuerte que incluso Augusto Pinochet firmó un mensaje, acompañando a un proyecto de ley. No obstante, el revuelo que se formó fue grande. Los trabajadores del banco encabezados por el dirigente sindical Hernán Baeza realizaron una masiva manifestación en el hall central de la entidad; juntaron más de mil firmas contra la privatización, y rechazaron las ofertas de vender acciones a precios subsidiados. Se creó hasta un Comando de Defensa del Banco del Estado, presidido por el ex ministro de Minería de Eduardo Frei Montalva, Alejandro Hales, quien después ocupó el mismo cargo en el gabinete de Aylwin.

La resistencia tuvo éxito y finalmente el proyecto enviado por Pinochet a su «cuerpo legislativo» fue rechazado por los altos mandos de las Fuerzas Armadas.

LA FUENTE Y EL TRASPASO

La situación de los medios de comunicación era motivo de máxima inquietud entre los asesores del dictador. Su destino era vital para quienes querían perpetuar los cambios efectuados. La delicada situación financiera de las dos grandes cadenas implicaba un elevado riesgo político desde su punto de vista.

Era necesario para Bardón, De Castro y los demás asesores civiles de Pinochet encontrar una salida para El Mercurio y un comprador para Copesa. Eran los últimos días del régimen. En el caso de El Mercurio, pese a todos los favores recibidos, un 30 por ciento de su deuda continuaba en manos del Banco del Estado, y en el caso de Malán, alcanzaba a un 70 por ciento.

La fórmula no se hizo esperar y el propio Sergio de Castro —hasta ese momento colaborador de Edwards— terminó al otro lado del tablero, tomando parte en la operación que concluyó con el cambio de propiedad de Copesa y sus diarios en 1989. El asunto quedó zanjado incluso antes del plazo límite de dos años que un banco podía mantener en su poder a una empresa.

Mediante una operación triangular, Álvaro Saieh, Carlos Abumohor y Alberto Kassis, socios del Banco Osorno19, tomaron el control de Malán, y por lo tanto de Copesa. A ellos se sumaron el ex ministro de Hacienda Sergio de Castro y Juan Carlos Latorre Díaz. El conglomerado comunicacional de los Picó Cañas seguiría así en manos políticamente confiables para las autoridades de entonces, y los nuevos socios se beneficiarían con los arreglos que implicaron las «permutas» y otras negociaciones de créditos.

En una carta dirigida al diputado Carlos Montes, presidente de la Comisión de Privatizaciones, Álvaro Saieh entregó en 2005 su versión de estos hechos: «En 1988 vencía el plazo para que Malán Inversiones S.A. recomprara esas acciones. El financiamiento se obtuvo a través del ingreso a Malán S.A. de una serie de personas que indirectamente, adquirieron un 50 por ciento de Copesa. En esa estructura de propiedad el suscrito quedó con una participación cercana al 16 por ciento».

El 22 de agosto de 1989 se creó la Sociedad de Inversiones La Fuente, especialmente para adquirir las acciones del Banco del Estado en Malán. La formaron los anteriores dueños de Copesa, es decir, las familias Picó Cañas y Picó Domínguez, por un lado, y la sociedad Aska Limitada, por el otro. Aunque figuran como forjadores de Aska el abogado Darío Calderón y su señora Ana Musalem, detrás de ellos estaban los verdaderos socios, que no eran otros que tres de los principales propietarios del Banco Osorno: Carlos Abumohor, Saieh y Kassis. El nombre de la sociedad de papel responde a las letras iniciales de los apellidos de los tres nuevos dueños de Copesa. Calderón era su abogado y representante legal.

«Para hacer corto el cuento y en virtud de la ‘brillante’ gestión del directorio presidido por Bardón, estos inversionistas vinculados a la UDI se hicieron de la propiedad de Copesa por la módica suma de 336.756 UF, es decir, un tercio de la deuda original de MalánCopesa», señala la revista El Periodista, en un reportaje de abril de 2003.

El artículo se refiere a la deuda original de 1.137.742 UF del 7 de junio de 1986, como consta en el Convenio de 1987. Según El Periodista, el «precio» considerado finalmente en la capitalización de 1987 fue de 1.223.000 UF, con los reajustes e intereses estipulados. Por lo tanto, si los socios del Banco Osorno pagaron el equivalente a 336.756 UF en 1989 por esas acciones, habría existido un subsidio implícito importante para los nuevos dueños. O, en otros términos, una pérdida adicional para el Banco del Estado por ese ítem.

EN CÓMODAS CUOTAS

El reportaje de El Periodista agrega otro dato ilustrativo sobre los subsidios que recibió Copesa: Inversiones La Fuente no pagó al Banco del Estado al contado las 336.756 UF, sino que dio una primera cuota equivalente al 10 por ciento. Y el saldo lo cancelaría con un nuevo crédito del Banco del Estado. La operación efectuada «en cómodas cuotas» se materializó en dos escrituras en la notaría de Iván Torrealba, con fechas del 26 de octubre de 1989 y del 7 de febrero de 1990.

La familia Picó Cañas dejó el Consorcio que estaba prácticamente quebrado y el 30 de noviembre de 1989 —quince días antes de la elección presidencial y parlamentaria—, se materializó el traspaso de Malán S.A. a la Sociedad de Inversiones La Fuente, formada por la Sociedad Aska y la sociedad Centro de Inversiones Limitada. Después se hicieron efectivas las polémicas «permutas» de créditos.

Posteriormente, Sergio de Castro y Juan Carlos Latorre Díaz, conocidos ya como grupo Ecsa, compraron la parte de Malán que aún tenían los Picó, con lo que quedaron por un corto tiempo como socios de Saieh y su grupo.

En todas esas negociaciones tuvo un destacado papel el abogado Darío Calderón, quien fue nexo entre los intereses de los Picó Cañas —que aún conservaban el 30 por ciento de Malán— y el grupo del Banco Osorno, al que asesoraba desde que se hicieron dueños de esa entidad en 1986. El mismo Calderón representó a Fernando Malatesta en la compra de la agencia informativa Orbe.

Nacido en 1946, el abogado Calderón es casado con Ana Musalem Aiach. Entre 1981 y 1984 fue fiscal del Banco de Fomento de Valparaíso, y después asesoró a su amigo Luis Escobar Cerda, cuando éste fue ministro de Hacienda. Integró una comisión interventora para tres de los bancos que tras la crisis estuvieron en el «área rara»: Osorno, Chile y Santiago. Cuando el Osorno fue adquirido por Saieh y el grupo de empresarios de origen árabe conocido como «Las diez mezquitas», Darío Calderón fue nombrado director. Otro tanto ocurrió en Copesa, después de que el mismo grupo tomó el control.

En lo político, durante la dictadura se le veía cerca de los radicales de derecha y de sectores nacionalistas. Incluso apoyó a su colega Pablo Rodríguez Grez, ex presidente de Patria y Libertad, en su precandidatura presidencial en 1988. No obstante, años después, en tiempos de democracia, apareció firmando una adhesión a Ricardo Lagos cuando postuló a la Presidencia de la República.

LA HORA DE LAS «PERMUTAS»

El Banco del Estado vendió sus acciones de El Mercurio en 249 mil UF, poco después del Plebiscito. Esas acciones fueron adquiridas por Comercial Canelo a través de un crédito del propio banco estatal, según un informe de la ingeniera comercial Jessica López.

Zanjado el tema de la propiedad, El Canelo y Edwards iniciaron una nueva ronda de negociaciones con los bancos. Ya había disminuido en términos privilegiados sus deudas en casi un 50 por ciento. Pero ante el posible triunfo del candidato concertacionista, consideraron adecuado tomar otras medidas.

Tras la frustrada operación privatizadora del Banco, algunos conspicuos deudores lograron traspasar sus créditos a otras entidades para evitar la dependencia financiera con el Banco del Estado. En primera fila estuvo Agustín Edwards Eastman, asesorado por el ex ministro de Hacienda Sergio de Castro.

En esa línea, Álvaro Bardón y su equipo aplicaron la fórmula de «las permutas», que consistió básicamente en un trueque de créditos: los de la sociedad de papel El Canelo, Agustín Edwards Eastman, y El Mercurio S.A.P. y los de Malán, propietarios de La Tercera y La Cuarta, fueron cambiados por otros de peor calidad. A tal punto, que de los 38 deudores «nuevos» que adquirió el Banco como consecuencia de esas operaciones, 21 estaban bajo cobranza judicial.

El artificioso sistema de «permutas» terminó por salvar la vida y la «independencia» de los diarios sin que pagaran realmente las inmensas sumas que debían. El objetivo estaba cumplido: habían logrado modernizar sus instalaciones a costa del Estado y, aunque llegara la democracia, la prensa permanecería en manos de grupos derechistas favorables al modelo económico, social y político impuesto.

DIEZ CONTRATOS CON SALDO EN CONTRA

La pérdida patrimonial que implicaron las «permutas» decididas por el Comité Ejecutivo del Banco del Estado ante los resultados electorales alcanzó los ocho mil millones de pesos de entonces —equivalía a unos 25 millones de dólares—, según informó poco después de asumir el economista Andrés Sanfuentes, quien fue nombrado por Patricio Aylwin presidente de la entidad en 1990. La suma representaba el 8 por ciento del capital y reservas del Banco. Además, la nueva administración tuvo que destinar a «provisiones» por el mayor riesgo que implicaban esos créditos «permutados» la cantidad de seis mil seiscientos millones de pesos, los que representaban un 70 por ciento de las utilidades del Banco del Estado en 1989.

En noviembre de 1990, Andrés Sanfuentes informó que tras asumir el nuevo comité ejecutivo, constituyó una comisión para investigar la participación del Banco en las transacciones con cuatro bancos comerciales, efectuadas entre el 27 de diciembre de 1989 y el 9 de marzo de 1990, «donde se permutaron créditos por 43 mil millones de pesos»20.

Indicó el economista que las referidas «permutas» se realizaron a través de diez contratos, mediante los cuales el Banco del Estado «entregó créditos de cinco deudores relacionados con dos importantes cadenas periodísticas». Esos préstamos —agregó— tenían sólidas garantías y estaban siendo servidos normalmente. A cambio de ellos, el Banco del Estado recibió «créditos de 38 deudores con evidentes dificultades de giro y precarias garantías».

Andrés Sanfuentes ratificó que «las transacciones se hicieron con gran urgencia luego del fracasado intento de privatizar el Banco y de la elección presidencial de diciembre de 1989. Sólo así se explica que la última escritura haya sido firmada el día 9 de marzo de 1990, el último día hábil anterior a la asunción de las nuevas autoridades del Banco».

AL CALOR DE LA ELECCIÓN

El contexto político en el que se realizaron las «permutas» y sus consecuencias —avaladas por diferentes documentos jurídicos y contables—, señalan que fueron maniobras de último minuto, efectuadas al calor de la elección y del temor al nuevo escenario que se presentaba. Los beneficiados serían quienes afrontaban deudas, pero también los acérrimos partidarios del régimen que terminaba. No querían que «su obra» finalizara el 11 de marzo de 1990. Y, por eso, como en otros planos se apresuraron para dejar las cosas amarradas.

De acuerdo a un informe de la Consultora Price Waterhouse del 6 de agosto de 1990, las «permutas» se realizaron los días 27 y 29 de diciembre de 1989; el 19 de enero de 1990; otra serie tuvo lugar entre el 19 y el 23 de febrero; y la última, el 8 de marzo de 1990, sólo tres días antes del cambio de gobierno. El monto total involucrado en esas maniobras fue, según la empresa, de 3.244.305 unidades de fomento.

A través de esta fórmula —señaló Price Waterhouse—, se «cedieron créditos con un riesgo promedio de pérdida de un 27 por ciento y se recibieron créditos con un riesgo promedio de pérdida de 50 por ciento, de acuerdo a la clasificación de la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras»21.

En el documento se indica que, «como efecto de estas permutas», se presentó «un aumento del riesgo de las colocaciones del Banco del Estado de Chile, de acuerdo a la normativa de clasificación de deudores de la Superintendencia ascendente, a 777.684 UF». Eso sería equivalente hoy a más de 16 mil millones de pesos.

La primera de esas operaciones se efectuó el 27 de diciembre de 1989, trece días después de que Patricio Aylwin derrotó a Hernán Büchi en la elección presidencial. El Banco del Estado, presidido por Bardón, cedió en esa oportunidad créditos que tenía de la sociedad Canelo S.A. y de Agustín Edwards Eastman por 1.677.344 UF a la CFI International Corporation.

Los representantes de la sociedad de papel Canelo S.A eran, en esa fecha, Agustín Edwards Eastman y Sergio de Castro. La empresa y el propio Agustín Edwards estaban calificados en deudores categoría A, es decir, eran considerados buenos pagadores. No obstante, el Banco del Estado, como consecuencia de estos especiales manejos, recibió a cambio un paquete de créditos catalogados como riesgosos, marcados con la letra «C».

Bajo la fórmula de «permutas», el Banco del Estado traspasó también las deudas de Malán al BHIF y al Banco Osorno, de propiedad del grupo encabezado por Saieh.

El caso «permutas» significó para Bardón terminar en la cárcel; lo acompañaron el general Palacios y Osmán Flores, cuando el juez Alejandro Solís los sometió a proceso en 1991. Se les acusó por el delito de fraude al fisco. Según estableció el juez Solís, «la negociación de permuta de créditos le significó al Banco del Estado de Chile un perjuicio en su patrimonio por haberse recurrido al arbitrio de asignar un menor valor económico a los créditos cedidos, y por atribuirse una valoración mayor a los créditos adquiridos».

La operación acarreó, según Solís, una pérdida de 607.228 UF para el Banco del Estado. En dinero de hoy, eso equivaldría a cerca de trece mil millones de pesos22.

Aunque la Corte de Apelaciones juzgó los hechos en una línea similar a la de Alejandro Solís, cuando la causa llegó a la Suprema, los ex ejecutivos —defendidos por el abogado y ex líder de Patria y Libertad, Pablo Rodríguez Grez— fueron sobreseídos. El hecho fue calificado de «supremazo», una modalidad que ocurría con frecuencia en esos primeros años de la transición a la democracia.

NUEVOS DUEÑOS EN COPESA

En el caso de El Mercurio, Agustín Edwards fue directamente beneficiado con las «permutas» y logró quedarse con sus diarios sin mayor problema.

Con La Tercera, tras numerosas y complejas negociaciones se había optado por entregar la empresa a nuevos propietarios que traían el respaldo del Banco Osorno. El 30 de noviembre de 1989, sólo quince días antes de la elección presidencial, se materializó el traspaso de Malán S.A. a la Sociedad de Inversiones La Fuente. Poco después, la familia Picó Cañas vendió sus acciones a Sergio de Castro y Juan Carlos Latorre, quienes las adquirieron a través de la sociedad de papel Ecsa.

Para Álvaro Saieh, dueño de Copesa hoy, no hubo en estos procedimientos nada anómalo, ni perjuicio alguno para el Banco del Estado.

En la carta dirigida al diputado Carlos Montes, presidente de la Comisión de Privatizaciones de la Cámara de Diputados, intentando refutar las cifras entregadas por el ex presidente del Banco del Estado, Javier Etcheberry, y las afirmaciones sobre el caso contenidas en el libro El saqueo de los grupos económicos al Estado chileno —y que reiteré cuando fui invitada a esa Comisión en 2004—, Saieh sostiene: «Respecto de la afirmación que dice que se ‘diseñó un artificioso sistema de ‘permutas’ de créditos que terminó por salvar la vida de los diarios sin que pagaran realmente las sumas que debían’, es indispensable señalar que las permutas de créditos que se describen fueron parte de un proceso de reestructuración de deudas. Sugerir, como se pretende que estas repactaciones de deudas son ‘artificiosos sistemas’ es desconocer la realidad del mercado financiero».

El dueño de Copesa se explaya luego con la siguiente explicación: «Cuando un banco tiene importantes acreencias contra un deudor, y estima que es más probable obtener un mayor pago si ese deudor subsiste y sigue desarrollando su giro, el banco estará dispuesto a realizar descuentos a esa deuda, con tal de percibir el pago de al menos parte de lo adeudado. De otra manera se solicita la quiebra, caso en el cual, y de acuerdo a la experiencia en esta materia se obtienen pagos muchos menores a los esperados. Las reestructuraciones de deudas no son, por lo tanto, ‘artificiosos sistemas’, sino una manera de poder obtener parte de lo adeudado por un deudor en dificultades económicas. Eso fue precisamente lo que ocurrió en Copesa».

En el mismo documento, destinado a solicitar a la Comisión Investigadora que retiraran a Copesa y sus «permutas» del informe de las privatizaciones, Saieh reconoce que en 1987 la empresa se encontraba en una situación complicada «como consecuencia de la crisis económica que sufrió el país a comienzos de esa década».

PÉRDIDAS PÚBLICAS Y GANANCIAS PRIVADAS

El informe que entregó el ex presidente Javier Etcheberry a la Comisión, sin embargo, es categórico. Cita el veredicto «de los peritos señores Álvaro de la Barra García y Álvaro Feller Schleyer, designados por la justicia ordinaria en causa rol N°133.428-6, seguida en el Quinto Juzgado del Crimen, que significó un perjuicio al Banco del Estado de 607.228 UF, atendida la valoración real asignable a las acreencias». Y agrega: «Sin embargo, considerando las permutas en el marco de una negociación más compleja que incluyó la venta de acciones de Malán Inversiones S.A. (grupo Malán-Copesa) en poder del Banco del Estado, el perjuicio patrimonial final de éste es de 273.503 UF».

La disminución de la pérdida se debería a que, con los convenios de 1987, el Banco del Estado quedó como dueño del 70 por ciento de Malán; por lo tanto, a través de estas negociaciones de 1988 —cuando ejerció la «recompra» con el apoyo del grupo de Saieh—, el Banco del Estado habría recuperado al vender parte de lo que había prestado. Pero tuvo que sufrir una pérdida significativa, ya que Inversiones La Fuente habría cancelado sólo un tercio del valor inicial de la capitalización de la deuda.

Para los Picó Cañas, sus antiguos dueños agobiados por las deudas, estas negociaciones y las operaciones «permutas» significaron un alivio en un momento económico difícil. Para los nuevos propietarios, hubo un precio subsidiado que les permitió quedarse, en muy favorables condiciones, con uno de los diarios de mayor circulación del país. El Banco del Estado resultó perdedor con las numerosas renegociaciones, capitalizaciones, ventas y con el canje de créditos; pero eso no preocupaba a quienes dejaban el gobierno, ni a los que adquirían el control de Copesa. Su objetivo apuntaba en otro sentido: que las pérdidas sean públicas y las ganancias privadas es parte del cuento que se ha visto muchas veces.

ABONO EN PUBLICIDAD

La negociación con Malán venía con otro regalo: para cumplir con la «condición esencial» de reducir el pasivo de Copesa a un monto compatible con su capacidad de pago, no bastaba renegociar las deudas. El comité ejecutivo del Banco del Estado, presidido por Álvaro Bardón, quien además de economista era un conocedor del «mercado de los diarios», recurrió a otra operación: un abono de deuda de 1.295.000 dólares de entonces por concepto de canjes publicitarios, según contrato del 14 de noviembre de 1989; a través de esa fórmula dejó amarrada una importante cantidad de publicidad estatal.

Como lo ratificó el ex presidente del Banco del Estado, Javier Etcheberry, en su oficio al diputado Carlos Montes, parte de la deuda de El Mercurio y Copesa se había pagado al Banco del Estado, «imputando el valor de cierto volumen de avisaje a deudas que dichas empresas mantenían con el Banco».

De acuerdo al informe de Etcheberry, «en el caso de Copesa el contrato es del 14 de noviembre de 1989, por un monto de 71.446 UF, para el consumo en un plazo máximo de tres años. El contrato con El Mercurio es del 1 de diciembre de 1989, por 112.600 UF para consumo en un plazo de cinco años»23.

Esos canjes publicitarios que implicaron entregar publicidad estatal «amarrada» por más de un millón de dólares no fueron un favor pequeño, si se considera que la venta de diarios es sólo una parte del financiamiento de la prensa escrita, y que los huidizos avisos pasan a ser básicos. Con esos especiales convenios, la pista quedaba pavimentada para los dos grandes conglomerados y, en los hechos, generaba una evidente inequidad para otros posibles competidores.

Una vez más, como antes había ocurrido con el gigantesco apoyo estatal entregado a la banca a partir de 1982, los fondos para esos subsidios a los grandes consorcios periodísticos salían de los bolsillos de todos los chilenos.

Las negociaciones, naturalmente, contaron con el beneplácito del gobierno de Pinochet. No fueron simplemente favores personales. Se trataba de dejar el camino despejado para que, sin «mochilas» ni preocupaciones, los «grandes diarios» pudieran garantizar la proyección de un sistema económico y social que requería de una prensa que lo sustentara, cuando el dictador dejara La Moneda. Agustín Edwards, Sergio de Castro, Álvaro Saieh y sus socios, eran y son hombres que daban esa confianza a quienes se despedían en ese momento del gobierno. Sus medios tendrían mucho que hacer en los años siguientes.