Una paradoja envuelve la historia de la prensa chilena: nació crítica, libertaria y republicana, bajo la encendida pluma de Fray Camilo Henríquez, fundador de La Aurora de Chile, el primer periódico que existió en el país, poco después de la declaración de Independencia.
Pero cuando Chile se apronta a conmemorar el Bicentenario, los diarios responden a los intereses de influyentes grupos económicos de derecha, más preocupados de consolidar sus ganancias y proyectar sus ideas que de informar con mirada amplia y generar comunicación entre la ciudadanía. Pocos espacios quedan para los sectores sociales y políticos que no se identifican con los planteamientos de quienes controlan los medios masivos.
«El reino no es pues un patrimonio del príncipe; el príncipe no es un propietario del reino que puede à su arbitrio vender, legar, y dividir», proclamaba el legendario fraile de la Congregación de la Buena Muerte, el 13 de febrero de 1812, en el editorial del primer número titulado «Libertad, educación y el rol de La Aurora de Chile.»1
«Con todo, viles cortesanos persuadieron facilmente à monarcas orgullosos que las naciones se habian hecho para ellos, y no ellos para las naciones: desde entonces las consideraron como à unos rebaños de bestias: desde entonces la autoridad no tubo limites. ¡Quan infeliz fué desde entonces la suerte de la humanidad!», continuaba Camilo Henríquez, con su directa prosa en castellano decimonónico.
El fundador de la prensa chilena manifestaba al terminar ese primer editorial: «Oh ¡si la Aurora de Chile pudiese contribuir de algun modo à la ilustracion de mis Compatriotas! ¡Si fuese la aurora de mas copiosas luces, precediendo à escritores mas favorecidos de la naturaleza!».
Desde entonces, muchas iniciativas se orientaron en esa línea. Pero hoy, cuando el negocio es lo que manda, el mercado define el destino de los recursos y lo que supuestamente la gente quiere escuchar y leer; cuando la noticia es tratada como mercancía, y la farándula se impone sobre la cultura y el debate de ideas, los postulados altruistas y libertarios que impregnaban las palabras de Camilo Henríquez suenan como ecos lejanos de un tiempo que quedó muy atrás.
La «ilustración de los compatriotas» no parece ser un objetivo para los medios que más venden en la actualidad. Salvo contadas excepciones, de golondrinas que no hacen verano, no iluminan con «copiosas luces». Tampoco se abre espacio para esos escritores «más favorecidos de la naturaleza», quienes conocieron en forma directa en las últimas décadas la crudeza de la censura y el silencio impuesto.
El espacio de los diarios en Chile está prácticamente copado desde 1973 por dos conglomerados que constituyen el llamado «duopolio»: El Mercurio, y su cadena a lo largo del país, propiedad de Agustín Edwards Eastman, heredero de un imperio de dos siglos; y Copesa, el Consorcio Periodístico de Chile, encabezado por Álvaro Saieh Bendeck, un self made man de nuevo cuño, ex colaborador de Augusto Pinochet, que ha hecho fortuna a partir de la segunda mitad de los ochenta. Dueño de La Tercera, la Cuarta, La Hora y de una cadena de radios, además de las revistas Qué Pasa y Paula, controla el potente grupo financiero Corpbanca.
Uno y otro —con distinto estilo y trayectoria— responden a los intereses de grandes empresarios, grupos económicos e inversionistas, y coinciden con los postulados de los partidos derechistas y los centros de pensamiento de ese sector.
No hay lugar en esos medios para voces críticas o diferentes a su línea editorial, adscrita a posiciones conservadoras en lo político y neoliberales en lo económico. Incluso las cartas al director son revisadas y estudiadas por el filtro de quienes controlan esos periódicos.
Sus pautas no incluyen temas que desagraden a los dueños o a las redes de amigos, socios y avisadores. Los periodistas lo saben y actúan en consecuencia, guardando silencio o practicando la autocensura, cuando suponen que algo puede ser incómodo o poco conveniente.
Tampoco se observa en los medios chilenos un debate ciudadano en profundidad sobre asuntos que conciernen a la vida diaria, pero que tocan alguna fibra del complejo sistema nervioso del poder, con fuertes interconexiones entre los ámbitos financiero e informativo.
Aunque la prensa de derecha —como la derecha misma— siempre ha sido poderosa desde que el país se independizó de España, esta avasalladora realidad comunicacional no siempre ha sido así.
La Aurora de Chile vivió menos de dos años. Siguió su senda El Monitor Araucano, como diario oficial de la República, dirigido también por Camilo Henríquez.
Tras ellos surgieron otros periódicos que salieron adelante con entusiasmo y tesón, a pesar de las dificultades técnicas y financieras que afrontaban.
Hasta El Mercurio de Valparaíso tiene un pasado más aventurero y libertario que su homónimo de Santiago. El matutino porteño, convertido ya en un diario de tres siglos, es el más antiguo de los que circulan en Chile. Fue fundado por tres jóvenes, el político liberal Pedro Félix Vicuña —padre de Benjamín Vicuña Mackenna—, el linotipista2 estadounidense Thomas G. Wells y el chileno Ignacio Silva. Nació a pocas cuadras del puerto, el 12 de septiembre de 1827, y se definió como un diario «mercantil, político y literario». Después de sucesivas transacciones llegó a manos de los Edwards, el clan empresarial más poderoso en aquel entonces3.
Un lugar preponderante en la historia del periodismo chileno tiene El Ferrocarril, que echó a andar sus máquinas el 22 de diciembre de 1855 y estuvo en los kioscos por casi 56 años. Editado en Santiago, con imprenta propia, apagó sus linotipias en septiembre de 1911. Fue la primera «víctima» de la fuerza mercurial.
El Ferrocarril llevó tal nombre como símbolo del progreso que predicaba a través de sus páginas. Fue fundado por Juan Pablo Urzúa, un periodista autodidacta —como eran los de entonces—, ex corresponsal en Santiago de El Mercurio de Valparaíso. Urzúa era amigo de Antonio Varas y en un comienzo apoyó al gobierno de Manuel Montt. Posteriormente, sus lectores y los avisos que captaba fortalecieron su independencia económica, que lo acompañó hasta sucumbir por los embates de la competencia.
Marcado por un sello liberal, para El Ferrocarril «la construcción de la nación moderna, progresista y civilizada no era posible con la marginación y miseria de amplios sectores vistos como sumergidos en la barbarie», comenta el periodista y profesor del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile (ICEI), Eduardo Santa Cruz4, quien ha investigado la prensa de aquellos años. Cita un párrafo de un editorial sobre la agricultura que resulta ilustrativo: «No se piense que exageramos al decir que en el estado actual de nuestra agricultura existen males contra los cuales protesta la civilización de la época. Basta sólo el ojo vulgar y la simple inspección de las cosas para formar la convicción de que son nuestros campos el más desvergonzado mentís a los progresos que nos gloriamos».
El texto continúa luego con palabras que evocan la exitosa teleserie El Señor de la Querencia, proyectada por Televisión Nacional en 2008: «La condición de nuestros huasos es tristísima. Seres desgraciados, nacidos para vegetar en la ignorancia y en la indigencia, su miseria los liga al capricho de un amo que abusa con frecuencia de las ventajas de su posición. ¿Qué vale proclamar la igualdad y conceder a todo ciudadano por el artículo tal de una Constitución, las prerrogativas y derechos del hombre libre, si subsistiendo la desigualdad de la posición, de la fortuna, el abuso no encuentra cortapisa?»5.
Bajo la batuta de Agustín Edwards Mac-Clure6, nació con el nuevo siglo, en junio de 1900, El Mercurio de Santiago. Se suele afirmar que ese hecho marcó el comienzo de la práctica profesional del periodismo en Chile. Otros opinan que El Ferrocarril había inaugurado ya la «modernización» de los diarios.
Aunque el matutino de los Edwards partió como un proyecto de expansión de El Mercurio de Valparaíso, creció hasta convertirse en el principal diario nacional, el más influyente desde el punto de vista de sus opiniones, de sus ventas, de las suscripciones y del volumen de publicidad. Sus editoriales han llegado a ser referencia obligada en el análisis de lo que ocurre en el país, a tal punto que para muchos de sus lectores, lo que no aparece en El Mercurio, no existe.
«El caso más importante, en lo que se refiere a la desaparición de diarios provenientes del siglo anterior, es el de El Ferrocarril», afirma Eduardo Santa Cruz en el libro El estallido de las formas. Chile en los albores de la cultura de masas 7. Ese periódico era competencia directa de El Mercurio, y por eso éste debía vencerlo si quería consolidarse como el principal diario nacional, indica el investigador.
El Ferrocarril había sobrevivido a la muerte de su director Juan Pablo Urzúa, en 1890, y a la clausura experimentada al comenzar la guerra civil de 1891, recuerda Santa Cruz. Tras el derrocamiento del Presidente José Manuel Balmaceda, «el diario reapareció continuando durante los años noventa su marcha aparentemente inalterable». No obstante, como demostración de que los factores económicos comenzaban a pesar más que otros en el emergente mercado informativo y cultural, fue inmediatamente sensible al desafío que le presentó la competencia de El Mercurio de Santiago. En suma, la iniciativa empresarial y el poder económico de Agustín Edwards Mac-Clure transformaron cualitativa y radicalmente el mercado de la prensa.
Las viejas páginas de El Ferrocarril hasta hoy son materia de interés para investigadores que llegan hasta la Biblioteca Nacional. Sus editoriales y noticias ayudan a comprender parte de la historia de Chile, conjugada en los escritos cotidianos de aquella época.
Aunque el periodismo doctrinario y abiertamente opinante del siglo XVIII era reemplazado por esta forma más «profesional», propiciada por El Mercurio de Santiago, los medios mantuvieron su doble objetivo: afianzar posiciones ideológicas y describir los acontecimientos con el estilo de cada cual.
Como indica el profesor Héctor Alfonso Vera, doctor en Comunicación Social de la Universidad de Lovaina, Bélgica, y director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Santiago (Usach), a las empresas periodísticas les interesa tanto el contenido de sus mensajes, como el negocio de la información, que exige formas «independientes»8.
Según Vera, lo que hace «casi la totalidad de los medios desde comienzos del siglo XX hasta hoy, es separar los mensajes en dos géneros o formatos: el informativo o descriptivo, y lo interpretativo expresado en los editoriales, columnas o crónicas, como estrategia de presentación». Pero sería ingenuo sostener —indica— que se abandonó el rol ideológico para pasar a ser diarios puramente informativos.
En noviembre de 1902, los Edwards dieron vida a Las Últimas Noticias (LUN), para aprovechar la capacidad de sus instalaciones. LUN nació como un diario de media mañana, que traía las noticias del cable con los primeros acontecimientos del acontecer europeo.
A partir de ese año, El Mercurio afrontó a otro competidor en Santiago: El Diario Ilustrado, que apareció el 31 de marzo de 1902, ligado a sectores de la Iglesia Católica y al Partido Conservador. Aunque su línea editorial respondía a los criterios que emanaban de esas instituciones, fue innovador en la presentación al utilizar una nueva tecnología que llegó con el siglo: el fotograbado. Esto le permitió emplear fotografías e ilustraciones gráficas. Sus páginas dieron cabida a la primera caricatura política. El Ilustrado sacó su última edición en 1970; su muerte fue simultánea con el ocaso político de la tradicional derecha liberal conservadora, que electoralmente se redujo a su mínima expresión a fines de los sesenta.
Entre los principales diarios del siglo XIX que llegaron a circular en el siguiente siglo destaca también La Unión de Valparaíso —otro exponente de la «prensa católica»— que tenía imprenta propia y carácter regional. Fundado el 23 de enero de 1885, en tiempos de apasionadas disputas entre laicos y religiosos, existió durante 88 años, hasta que sus máquinas y sus voces enmudecieron en septiembre de 1973.
Perteneció a esa corriente, asimismo, El Chileno, fundado en 1883 por iniciativa del Arzobispado de Santiago. A diferencia de los anteriores, fue un periódico orientado al público masivo; para estimular su lectura, incluso circulaba con suplementos de folletines, versión escrita de las teleseries de hoy.
Inquieto por la «cuestión social», El Chileno —también editado en Valparaíso— jugó un papel clave en la difusión de la Encíclica Rerum Novarum —promulgada por el Papa León XIII en 1891— que puso el dedo en la llaga de agudos problemas que aquejaban a la mayoría de los habitantes de la nación.
El «mercado» de los lectores tenía obvios límites en el analfabetismo, que al comenzar el siglo XX alcanzaba al 60 por ciento de la población del país mayor de siete años9, según el Censo Nacional de 1907. En 1920, la proporción de alfabetos mayores de esa edad alcanzaba a la mitad de la población. En las décadas siguientes la alfabetización continuó aumentando gracias a las activas políticas del Estado en materia educacional, y ya en 1970, casi un 90 por ciento de los chilenos sabía leer y escribir. Según el Censo de 2002, sólo el 4 por ciento de los mayores de siete años sería analfabeto.
Con el correr del siglo XX continuaron naciendo nuevos diarios. La Nación apareció en septiembre de 1917. Fundada por Eliodoro Yáñez y un grupo de senadores liberales, contó entre sus columnistas con Joaquín Edwards Bello. Después fue confiscada en el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo y, desde esa época, quedó bajo el control del Estado, por lo que los sucesivos gobiernos han nombrado a los miembros de su directorio.
En sus orígenes, el desarrollo de los diarios en Chile no fue un fenómeno capitalino. Desde las primeras décadas del siglo XVIII, la prensa regional marcó significativa presencia. El primer diario del sur, El Faro del Bío-Bío, nació en Concepción en 1833, pero no perduró demasiado. Otros, en cambio, llegaron lejos.
El mismo hecho de que El Mercurio de Santiago hubiera sido en su primera etapa «hijo» del de Valparaíso es ilustrativo, aunque no fue un caso único. El 5 de febrero de 1870 apareció en Chillán, en la Región del Bío-Bío, La Discusión, uno de los pocos que levantan voces independientes frente al «duopolio» actual. El diario perteneció desde 1936 a Alfonso López Millar, quien murió en 1976, y dejó el diario como legado a la Universidad de Concepción.
Un tiempo después de La Discusión, el 15 de noviembre de 1882, nació El Sur de Concepción; actualmente pertenece a la empresa El Mercurio, lo mismo que El Llanquihue de Osorno, fundado el 12 de febrero de 1885. El Magallanes de Punta Arenas empezó a circular el 7 de enero de 1894 y fue clausurado a los 83 años, en 1977; reapareció al año siguiente como edición dominical de La Prensa Austral. Y La Prensa de Curicó existe desde 1898 hasta hoy, con algunos intervalos.
Al comenzar el siglo XX, aparecieron La Mañana de Talca, El Mercurio de Antofagasta y El Rancagüino, el principal diario de la Región de O’Higgins.
En los años cuarenta, en plena Segunda Guerra Mundial, surgieron dos diarios que «resisten» hasta hoy las embestidas mercuriales y son verdaderas instituciones en sus regiones: La Prensa Austral de Punta Arenas, fundada el 25 de agosto de 1941; y El Día de la Serena, nacido el 1 de abril de 1944 en la Región de Coquimbo.
Se creó así un variado panorama, donde primaban los diarios vinculados a partidos políticos de diferentes colores. A medida que transcurrió el siglo pasado, al compás de las linotipias y de las antiguas máquinas de escribir, se fueron abriendo espacios a la participación democrática «en letras de molde», y a la multiplicidad de voces que configuraban el Chile de esos tiempos.
En los primeros decenios del siglo XX, junto al auge del salitre, apareció la prensa obrera ligada al nacimiento del sindicalismo. «El período más rico de la historia del periodismo chileno, desde el punto de vista de la diversidad de opiniones y estilos, es cuando está en auge la prensa obrera de Chile y, sin duda, el más destacado exponente de ésta es Luis Emilio Recabarren»10, afirma el periodista Héctor Alfonso Vera11.
El diario más característico de esa etapa fue El Despertar de los Trabajadores, dirigido y realizado por el propio Recabarren, quien lo fundó en Iquique en 1912. Fue cerrado por el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, en 1926.
Hubo por ese tiempo otras novedades determinantes en el escenario comunicacional. Como dice Vera, «los medios consolidan su rol de definir la actualidad durante la crisis de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial y la aparición de la radio y el cine».
Antes de terminar el siglo XIX, en 1896, el teatro Unión Central de Santiago exhibió el primer programa cinematográfico: la película La llegada del tren, traída desde París sólo ocho meses después de su estreno. Mudo y en blanco y negro, el cine había nacido en Francia el 28 de diciembre de 1895. Su impacto atravesaría el siglo XX, abriendo la comunicación al lenguaje visual.
Unos doscientos auditores reunidos en el hall central del diario El Mercurio, ubicado en la calle Compañía con Morandé, en Santiago, seguían los acordes de la marcha de los Aliados en la Primera Guerra Mundial, It’s Long Way to Tipperary, el 19 de agosto de 1922, a las nueve y media de la noche. Se mostraban incrédulos y un tanto escépticos ante la primera transmisión radial que se efectuó en Chile, sólo dos años después de que se iniciara el nuevo medio en Estados Unidos.
La transmisión tuvo un alcance de cien kilómetros. Sus ondas se escucharon en las estaciones inalámbricas del Telégrafo del Estado, en el Palacio de La Moneda, y en la Escuela de Artes y Oficios.
La radio —como la televisión después— nació impulsada por la investigación y el entusiasmo de grupos de académicos. «El epicentro de este fenómeno estaba ocurriendo en la Casa Central de la Universidad de Chile, en la Alameda, donde funcionaba en aquella época la Escuela de Ingeniería», recuerda el libro publicado por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), Estadísticas de Chile en el siglo XX 12.
Los organizadores del acto fueron el ingeniero Arturo Salazar, profesor de Ingeniería de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, quien fue amigo personal de Tomás Alva Edison, y su ayudante, el entonces estudiante de Agronomía Enrique Sazie Herrera, quien pasó a la historia como «padre» de la radiotelefonía nacional. Sazie construyó los primeros equipos y asesoró a las estaciones pioneras en sus proyectos y puesta en marcha.
El acontecimiento no fue apreciado en toda su magnitud. Muchos pensaban que era sólo un lujo para una elite, algo así como tener la posibilidad de escuchar un concierto privado en su casa. Ni siquiera apareció como noticia destacada en El Mercurio, donde apenas mereció un pequeño párrafo al día siguiente. Pero, visto en perspectiva, marcó en Chile el principio de una nueva era en las comunicaciones del siglo XX, que casi cuatro décadas después vio aparecer la televisión, luego los computadores, y que culminó a fines de siglo con un mundo conectado en tiempo real a través de internet.
Los pioneros de la radiotelofonía tuvieron acceso a El Mercurio por un hecho un tanto fortuito, según relata el periodista Hernán Millas en su libro Habrase visto13. Nieto del famoso médico francés y primer decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, Lorenzo Sazie, el joven Enrique era vecino en la casa de sus padres en la avenida Lyon del director de El Mercurio en ese momento, Carlos Silva Vildósola.
Enrique Sazie tenía como hobby experimentar con aparatos en busca de transmitir sonidos hasta que un día el profesor Salazar supo de él y lo mandó llamar a su laboratorio de electrónica en la Universidad. Desde entonces trabajaron juntos.
El Mercurio de Santiago había logrado, entretanto, instalarse en el primer lugar de la prensa nacional, acompañado de la pretendida teoría de la «objetividad» que su fundador Agustín Edwards MacClure importó desde Estados Unidos.
Se había impuesto también la definición de «noticias» como «informaciones breves altamente estandarizadas en su formato, las que contienen datos sobre acontecimientos de diversa naturaleza», señala Héctor Alfonso Vera, quien concluye con una afirmación: «Esta nueva manera de aliar la propaganda con el periodismo, esta forma de vestir la visión de la realidad como relato ‘objetivo’; este saber camuflar las intenciones y presentarlas como pura información, va a ser la estrategia que se consolidará en las próximas décadas, en los diarios, noticieros televisivos y de cine de todo el mundo occidental».
Según Vera, este asunto es central para entender las identidades que tomará la prensa chilena y el periodismo radial y televisivo.
Las radios fueron prendiendo rápidamente, aunque en los primeros tiempos los contados auditores tenían dificultades para escucharlas. Los receptores eran aparatos «a galena»: había que mover una pequeña piedra envuelta en alambre de cobre, hasta que los radioescuchas premunidos de audífonos sintonizaban la señal.
En los años veinte salieron al aire las primeras emisoras, varias de ellas ligadas a los principales diarios de entonces. El primer proyecto lo abordaron empresas extranjeras ligadas a la electrónica, como General Electric, Telefunken, Westinghouse, Marconi Wireless y Telegraphy Son Films que, paradójicamente, dieron vida a la estación que se convirtió en Radio Chilena.
La tendencia a forjar «multimedios», tan en boga actualmente, no es una gran novedad: muy pronto nació en Valparaíso Radio El Mercurio, creada por Enrique Sazie. También en el Puerto empezaron a transmitir Radio Cerro Alegre, en 1924, y Radio Club Valparaíso, en 1925.
Hacia fines de la década se sumaron en Santiago dos emisoras hijas de la prensa escrita: Radio El Diario Ilustrado y Radio La Nación.
Las transmisiones se iniciaban con la lectura de las noticias que aparecían en los diarios de la mañana. Pero el nuevo invento era todavía privilegio de unos pocos. En junio de 1925, cuando se publicó el primer Reglamento de Estaciones de Radiocomunicaciones en Chile, no había más de 250 receptores, o «rayos de teléfono en el hogar», como la publicidad llamó a los aparatos que ofrecía en venta, en precios que iban desde 200 a 350 pesos.
El desarrollo de la radiotelefonía fue rápido. Al culminar la década del veinte, existían en Chile quince radioemisoras privadas, mientras en todo el mundo no había más de setecientas. En los años treinta surgieron tres estaciones que existen hasta hoy: en 1935, nació Radio Hucke, que posteriormente se denominó Nuevo Mundo, y que tras otras vueltas de mano derivó en la estación que actualmente es propiedad del Partido Comunista. Poco después apareció Radio Agricultura, de la Sociedad Nacional de Agricultura. Y casi por la misma época, se estrenó Radio Cooperativa Vitalicia, la antecesora de la actual Cooperativa.
La emisora universitaria más antigua de Chile y América Latina es Radio Universidad Federico Santa María, que hoy transmite en FM, AM y a través de internet. Fue inaugurada en Valparaíso el 7 de abril de 1937.
A esa altura, la radio ya era parte de la vida cotidiana de miles de chilenos, que se estremecieron a través de sus ondas el 24 de enero de 1939, con las informaciones sobre el terremoto de Chillán. Unos meses después, los invitados a la celebración del aniversario del tradicional programa El reporter Esso, el 1 de septiembre, quedaron perplejos cuando el locutor anunció el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Hacia los años cincuenta existían unas cien emisoras que transmitían en la banda de amplitud modulada (AM). Sus concesionarios eran variados: personas, empresas, grupos políticos y gremiales, laicos y católicos, grandes y chicos. Era casi un axioma afirmar que «la pluralidad» reinaba en las radios. Y así fue hasta hace poco.
Un cambio sustancial sobrevino en la radiotelefonía al comenzar la década del sesenta, con el nacimiento de las primeras emisoras en frecuencia modulada (FM)14. La invención del transistor, que permitió los receptores a pilas, contribuyó a masificar la FM y llevarla hasta apartados rincones del país, en momentos en que se temía la desaparición de la radio ante el embate de la TV.
El auge de la radio no opacaba a la prensa escrita. Numerosas revistas orientadas a mujeres, al deporte, al cine y a los niños, se habían ido sumando con los años y repletaban los kioscos, mientras nuevos diarios seguían apareciendo.
Así, por ejemplo, desde el 25 de junio de 1935, hasta el 18 de octubre de 1951, circuló La Hora, que cubrió el auge y caída de los gobiernos radicales15. Un año antes de su despedida, el 7 de julio de 1950, se fundó La Tercera de la Hora, que después se conoció simplemente como La Tercera. De propiedad de los hermanos Agustín y Germán Picó Cañas, por largos años usó el celeste como color corporativo, en alternativa al rojo de los titulares, predominante en los tabloides de aquellos tiempos.
A mediados del siglo XX se había consolidado la presencia de la prensa de izquierda. El 31 de agosto de 1940 nació El Siglo, órgano oficial del Partido Comunista, editado en la imprenta Horizonte. Sobrevivió hasta 1973, pero en tiempos de la denominada Ley de Defensa de la Democracia, bajo el gobierno de Gabriel González Videla, debió afrontar el cierre entre 1948 y 1952. Con el mismo nombre, circula como semanario desde inicio de la transición a la democracia.
Dos años después de El Siglo apareció el vespertino Las Noticias de Última Hora, ligado al Partido Socialista. El diario —que contaba con las mejores plumas de políticos e intelectuales de ese sector en sus editoriales— fue fundado en 1942 por Arturo Matte Alessandri y Aníbal Pinto Santa Cruz.
En 1954, Darío Saint Marie empezó a publicar El Clarín, en formato tabloide, con política, deporte e hípica, además de una abundante «crónica roja», como se conocía a las noticias policiales. Se constituyó en un diario popular de llamativos titulares y gran tiraje: con 220 mil ejemplares en 1972, era el de mayor circulación16. Tenía una imprenta propia en la calle Dieciocho, confiscada tras el golpe militar. Víctor Pey, su último dueño, entabló un juicio contra el Estado de Chile que se arrastra hasta hoy.
También en una línea popular, el PC publicó Puro Chile, un tabloide que —igual que El Clarín— tomó parte activa en la guerrilla periodística de aquel tiempo, pero cuya circulación no superaba los 25 mil ejemplares. Con varias clausuras a su haber, terminó abruptamente sus días en septiembre de 1973. También cayeron las revistas de izquierda, entre las que destacaban el semanario Chile Hoy, la revista Punto Final y la femenina Paloma.
A diferencia del cine y la radio, que llegaron a Chile muy poco después de aparecer en Europa y Estados Unidos, con la televisión no ocurrió lo mismo. Chile fue uno de los últimos países de América en contar con este medio. Aunque hubo reiterados intentos de empresarios extranjeros por instalar canales, la llegada de la TV tuvo que esperar hasta avanzados los años sesenta.
El argumento de los gobiernos para detenerla había sido el ahorro de divisas. Eran tiempos de economía cerrada y primaba el temor a gastar dólares en importaciones. El derechista Jorge Alessandri Rodríguez, quien gobernó el país entre 1954 y 1964, después de haber sido presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio, sentenciaba en 1961: «Somos un país pobre. La televisión es un derroche de ricos, una válvula de escape de las divisas». Un año después, tuvo que dar su brazo a torcer: el Campeonato Mundial de Fútbol de 1962 fue la causa directa.
Desde fines de la década del cincuenta —cuando finalizaba el segundo gobierno de Ibáñez—, en las facultades de Ingeniería de la Universidad Católica de Valparaíso, de la Católica de Santiago y de la Universidad de Chile, grupos de profesores investigaban los secretos de la televisión y desarrollaban canales experimentales.
En agosto de 1959 irrumpieron las primeras imágenes de los canales de UCV y de la UC en las pocas pantallas existentes en Valparaíso y Santiago. Ambas estaciones competían por salir con la transmisión inaugural y contaron al comienzo con el apoyo de empresas electrónicas transnacionales: la RCA apadrinó a la Católica de Santiago, y la Phillips a la UCV.
El Diario Ilustrado, en su editorial del 29 de agosto de 1959 —pocos días después de iniciadas las emisiones—, intentaba explicar el retraso de Chile al respecto. Indicaba como primer factor «el engorroso y retrógrado control de cambios e importaciones que existía hasta hace poco». Y en segundo lugar, señalaba, «cuando hubo más libertad, ninguna empresa se atrevió a afrontar un negocio de elevado costo de instalación y explotación y de dudoso rendimiento comercial».
Por eso, según El Diario Ilustrado, «en buena hora fueron las universidades, las que, conscientes de la enorme importancia cultural y educativa de la televisión, se hicieron un deber patriótico tomarla a su cargo».
En 1960 nació el Canal 9 de la Universidad de Chile en la Facultad de Ingeniería. No contó con el auspicio de una empresa, pero sí con el respaldo entusiasta del entonces rector Juan Gómez Millas. En 1964, cuando el ex rector fue ministro de Educación de Eduardo Frei Montalva, ese gobierno decidió crear el Canal Nacional de Televisión, también incubado en la Facultad de Beaucheff.
La motivación cultural y educacional impulsó a las universidades para emprender la aventura. Y, como gozaban de exenciones tributarias, podían internar equipos sin derechos de aduana. No contaban con autorizaciones formales para transmitir, y durante los primeros años tuvieron que arreglárselas con permisos parciales del Ejecutivo.
El gran impulso para el desarrollo de la televisión en Chile provino del Mundial de Fútbol del 62. En las semanas previas, comenzó la venta masiva de televisores —en blanco y negro—, mientras las universidades adquirían equipos en Estados Unidos para mejorar sus transmisiones.
Hasta 1963, algunos empresarios insistían en acceder a la TV. En 1960, Radio Cooperativa Vitalicia, Radio Sociedad Nacional de Minería, el diario El Mercurio, además de las cinematográficas Emelco y Cineam, presentaron solicitudes para salir al aire.
Cuando asumió Eduardo Frei Montalva la Presidencia, en noviembre de 1964, los canales universitarios transmitían con un permiso provisional del gobierno de Alessandri, y no podían hacer publicidad. En la Dirección de Servicios Eléctricos había 44 peticiones para operar canales de televisión comercial. Todas fueron negadas.
Mientras se estudiaba la ley para la televisión, surgió desde el gobierno de Frei el proyecto de Televisión Nacional de Chile, como una manera de conectar todo el país a través del nuevo medio. Se aprovecharía la estructura de la recién nacida Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Entel), creada a partir del Comité de Telecomunicaciones de la Corporación de Fomento (Corfo), para responder a los desafíos planteados por la realización del Mundial.
El terremoto de Valdivia de 1960 y el Mundial del 62 pusieron de manifiesto la necesidad de contar con una red pública que llegara a todo el territorio y, en especial, que cubriera a las regiones consideradas «no rentables». La factibilidad técnica del proyecto se unió a la inquietud del gobierno que estaba empeñado en efectuar una importante reforma educacional. Por eso, bajo el impulso de Gómez Millas, la idea de crear Televisión Nacional se convirtió rápidamente en parte de esa reforma.
Nació así la empresa Televisión Nacional de Chile, como filial Corfo, con un ciento por ciento de capital estatal. Sus socios iniciales fueron la propia Corporación de Fomento, con un 80 por ciento; Entel —privatizada en 1989—, con un 10 por ciento; y Chile Films, la empresa cinematográfica nacional —también privatizada al finalizar la dictadura de Pinochet—, con otro 10 por ciento. La Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales tuvo la responsabilidad de levantar la antena del cerro San Cristóbal, de instalar las torres de transmisión y las repetidoras, así como de construir los primeros estudios en la calle Bellavista.
Las transmisiones se iniciaron a principios de 1969 con programas piloto en Arica, Antofagasta y Punta Arenas. El 21 de mayo de ese año apareció la imagen en Santiago, con carácter experimental, de la apertura del Congreso Pleno. Y el 18 de septiembre comenzó la programación diaria, con el Tedeum en la Catedral.
En agosto de 1970, tres meses antes de que asumiera Salvador Allende, el proyecto inicial se había completado: TVN llegaba a 22 de las 25 provincias del país; sólo faltaban Atacama, Coquimbo y Aysén, que accedieron a la señal durante el gobierno de la Unidad Popular.
Cuando terminaba el período de Frei, en octubre de 1970, el Parlamento aprobó la ley que creó la corporación de derecho público Televisión Nacional de Chile. Además, se establecieron normas para garantizar el sentido educativo y cultural de la TV y resguardar el pluralismo político. La ley intentaba llenar un vacío, que se prolongó por años en los que funcionó un sistema integrado por el Canal Nacional y tres universitarios, que operaban prácticamente en su ciudad de origen.
Sin embargo, fue una ley que llegó tarde, como indica la investigadora María de la Luz Hurtado, en su libro La reforma de la televisión en Chile: 1967-1973: «Nunca pudo ser cabalmente cumplida, porque el período de su institucionalización coincide con una crisis de la legalidad vigente, y ya a los tres años de su promulgación se vio totalmente sobrepasada en el uso que de ella hace el gobierno militar»17.
Cuando Salvador Allende llegó a La Moneda, la correlación de fuerzas de los diarios mostraba equilibrio en cuanto a número de ejemplares, aunque de todas maneras la influencia de El Mercurio era determinante.
Las principales empresas periodísticas estaban en manos de Agustín Edwards Eastman, quien encabezaba El Mercurio S.A.P. y sus afiliadas, y la Editorial Lord Cochrane, propietaria de una serie de revistas. Se calcula que El Mercurio tenía en 1972 una circulación de 126 mil ejemplares; Las Últimas Noticias, 81 mil; y La Segunda, cuarenta mil. Eso daba un total de unos 250 mil ejemplares18, a los que se sumaban los ocho diarios regionales que el grupo poseía entonces.
La ultraderechista Tribuna, concebida especialmente para combatir a Allende, publicaba cuarenta mil.
En total, los diarios opositores sumaban un promedio de 290 mil ejemplares. Los que apoyaban al gobierno de la Unidad Popular sumaban 311 mil ejemplares al día, incluyendo los 21 mil de La Nación.
Se ha enjuiciado en escritos y discusiones el rol que le cupo a la prensa, comprometida en extremo con posiciones políticas, en la ruptura social que terminó en el golpe militar. Al comenzar los setenta, la discusión de ideas y proyectos se veía opacada por una guerrilla periodística, donde campeaba la descalificación del contrincante y la discriminación.
El combate verbal era sin cuartel y en muchos casos las consideraciones éticas no parecían estar presentes al titular o escribir19. Tampoco en las decisiones que se tomaban en los altos mandos de El Mercurio, ni entre sus editores. Como se ha demostrado después, «el decano» y su dueño principal, Agustín Edwards Eastman, fueron determinantes en la gestación del golpe de Estado y en la creación de un ambiente propicio en la ciudadanía para llegar a él.
A él se sumaron un par de semanarios ya desaparecidos, de posiciones extremas: PEC y SEPA. Y Tribuna, que vivió sólo hasta que se cumplió su objetivo. Tras el derrocamiento del Presidente constitucional, el pasquín se esfumó.
La Tercera, el matutino de los Picó Cañas, aunque tenía una posición adversa al gobierno de la UP, no participaba en la primera línea de fuego en la guerrilla verbal. Sus dueños eran cercanos a los sectores de derecha del Partido Radical, y tenía una circulación de 210 mil ejemplares.
Se publicaba también la revista Qué Pasa, creada por el conservador grupo Portada, en 1971. Entre sus fundadores estuvieron Hernán Cubillos Sallato, ex ministro de Relaciones Exteriores de Pinochet y ex ejecutivo del grupo Edwards, y el actual director de El Mercurio, Cristián Zegers Ariztía.
En el campo radial, los sectores próximos a la Unidad Popular habían llegado a controlar cerca de cuarenta emisoras. Varias de ellas pertenecían a partidos políticos o a organizaciones sociales. Entre éstas, la Radio Magallanes, del Partido Comunista, y la Radio Corporación, del Socialista.
El panorama cambió radicalmente desde el mismo martes 11 de septiembre de 1973. Las antenas de las radios que apoyaron el gobierno de la Unidad Popular fueron bombardeadas, y los diarios y sus imprentas, incautados. La junta militar que asumió el gobierno borró del mapa a la prensa de izquierda. Numerosos periodistas fueron perseguidos; cientos partieron al exilio. Las mordazas cerraban las bocas de reporteros y editores de los medios partidarios de la UP, mientras las Escuelas de Periodismo de la Universidad de Chile y de la Universidad de Concepción fueron clausuradas.
Como recordaba el periodista Hernán Uribe en un artículo publicado en el libro Morir es la noticia20: «El silenciamiento de la prensa comenzó en la mañana misma del 11 de septiembre de 1973, cuando el Bando Nº 1 ordenó cerrar los periódicos y decretó la mudez para las radios, so pena de represalias físicas que siempre se cumplieron». La televisión quedó directamente en manos del gobierno. Televisión Nacional se convirtió en el vocero oficial de la junta militar y, después, en un canal al servicio directo de Pinochet. Las estaciones universitarias debieron rendirse ante la intervención de las casas de estudio. El gobierno tomó control de todos y cada uno de los canales a través de sus «rectores delegados», quienes instalaron a personas de su confianza en cada estación televisiva.
Al momento del golpe de 1973 existía también el diario La Prensa, vinculado al Partido Demócrata Cristiano (PDC) —de oposición a la Unidad Popular—, que ocupaba las instalaciones de El Diario Ilustrado desde 1970. Vendía unos cuarenta mil ejemplares, y aunque no fue cerrado por la fuerza pública como los diarios de la izquierda, sus días estaban contados. A pesar de los esfuerzos de sus propietarios, no fue capaz financieramente de seguir en la carrera y cerró sus puertas al comenzar 1974, sumido en deudas y autocensura.
Bajo censura previa quedaron la revista Ercilla —el semanario más antiguo, perteneciente al grupo Zig-Zag21— y la revista Vea, del mismo grupo. Sobrevivieron también la Radio Balmaceda de la DC, y la Chilena, del Arzobispado de Santiago. Ambas fueron pioneras en la defensa de los derechos humanos. Desde los primeros tiempos post golpe, se atrevieron a levantar la voz para decir algo de lo que estaba ocurriendo.
Pero eran muchas más las emisoras que estaban al lado de los nuevos gobernantes. La artillería comunicacional de los partidarios del régimen militar se alimentaba con importantes radios y con todo el aparataje de la televisión, que ofreció «entretención» para distraer a la gente en esos duros años.
Los dos grandes diarios del «duopolio» —El Mercurio y La Tercera— continuaron su acción en un campo donde quedaron fuera de competencia todos los medios que apoyaron a Allende. La cancha quedó sólo para ellos.
El silencio, la tergiversación y la censura se habían instalado.