Castel Rigone, 18 de junio de 2012

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Me asomo a la cocina, huele a café recién hecho. El abuelo me mira, le sale una sonrisa que se transforma luego en una mueca preocupada.

—Milo ¿qué pasa? —Viene hacia mí—. ¿Estás bien? ¿No tendrás fiebre por casualidad? —Me pone una mano en la frente—. No, parece que no tienes nada de fiebre, pero estás pálido. ¿Qué me dices si nos vamos a dar una vuelta hasta el Trasimeno? —Ha preparado la leche con cacao, como le había pedido. El aroma me gusta, pero no tengo mucha hambre, el sueño me ha dejado una mala sensación. ¿Qué era aquella habitación oscura y sin aire? ¿Dónde estaba? Querría llorar, en cambio hago como que no pasa nada y respondo que he prometido pasar por casa de Daniela para saber cómo está Matteo.

Llega también papá, como siempre con el ordenador bajo el brazo, el abuelo lo saluda y le dice que debería estar un poco más al aire libre. «Es verdad, estamos de vacaciones», pienso, «y también debería pasar más tiempo conmigo». Debería explicarle que lo echo de menos, más que a mamá, porque él está vivo y no tiene excusas. Pero no digo nada. Papá se sirve el café, le da una palmadita en el hombro al abuelo. Querría hacerlo, pero tiene un trabajo que acabar, solo unos días más de paciencia, luego será el perfecto veraneante y un padre atento. Se dirige a mí y me guiña un ojo y yo, frente a su aspecto desandado y cansado, no puedo más que devolverle una sonrisa. Así, él se siente en paz, abre el portátil, mientras sorbe de la taza y yo voy a vestirme.

Cuando vuelvo, está doblado ante el ordenador. En cambio, el abuelo está regando el jardín y me da mil consejos antes de dejarme salir.

Voy a casa de mis amigos, como estaba previsto.

—¿Cómo estás, pequeño? —me saluda la señora Ofelia, cuando me ve. Se llama así la madre de Matteo y Daniela, qué nombre más absurdo, he pensado siempre, pero el abuelo dice que se trata de un nombre importante, que está dentro de una tragedia escrita por un inglés, que evidentemente no falta entre sus muchos libros. Tal vez cuando sea grande lo lea. La señora me besa en la mejilla. Lo hace porque me quiere, pero me molesta, parece que todos me prestan atención porque mamá ya no está. En resumen, querría ser tratado por lo que soy, sin preferencias o compasión. Pero Ofelia es sincera, lo sé, y simpática también. Siempre se viste con vaqueros y una chaqueta oscura y lleva el pelo recogido en una cola de caballo.

Unta el pan con mantequilla y luego añade una loncha de jamón, «del suyo», dice, y sonríe. Se lamenta de que los chicos ponen todo en desorden y de que a su hija le está viniendo la manía de las cosas viejas y llena la casa de cachivaches, como mi abuelo. Y que el pequeño no está bien, pero se pondrá contento de verme. Me acompaña arriba, Daniela me saluda con aire cómplice, su hermano, en cambio, no parece contento, como pensaba la madre. Está más blanco que la nieve, tiene los ojos rojos y hundidos.

—Hola ratón ¿qué tal estás? —lo saludo con una sonrisa.

—Quiero ir con vosotros, quiero ir con vosotros —responde él con una fastidiosa cantinela y hace una mueca mala, de envidia. Pero no me paro a consolarlo, tengo de nuevo en la cabeza el cobertizo y quiero volver allí lo antes posible. No se puede esperar a que Matteo sane. Y además, él es demasiado pequeño para algunas cosas.

Cogemos las bicicletas y, sin hablar, volvemos a recorrer la carretera hasta el tabernáculo, girando donde está la barrera. Nos paramos en el centro de la explanada con el parterre, precisamente donde había girado la furgoneta blanca. Ahora que miro mejor, entiendo que el cobertizo no está demasiado distante de la casa. Probablemente están comunicados mediante la puerta que hay al fondo. Los sótanos lo están casi siempre, en la casa de campo del abuelo, por ejemplo, la puerta es de hierro y está siempre abierta, pero allí no hay cosas extrañas. Saverio y el abuelo tienen allí en común el vino, los jamones y los embutidos.

Pasamos a través del tablón desprendido y nos encontramos franqueando los objetos en el suelo. No sé por qué, pero esta vez me siento más tranquilo, como si me estuviera familiarizando con el lugar.

—Todavía no me has dicho lo que cogiste la otra vez —digo a Daniela. Mi curiosidad está creciendo a la vez que mi apetito. La náusea ha desaparecido y siento que el estómago empieza a protestar.

—Una cosa que tiene forma de tubo —responde ella, encogiéndose de hombros, y yo pienso que es una estupidez y querría responder con algo interesante, pero mi mente no consigue concentrarse y las palabras se quedan en el aire. Llegamos hasta la puerta del fondo, la pared está llena de marcos dorados y vacíos. En un rincón una pila de mayólicas esmaltadas y algunos botes de pintura; más allá, una máquina de coser como la que también posee el abuelo, cerrada dentro de un mueble y con pedal bajo que se acciona sin electricidad.

Daniela empuja la puerta y se abre. Ni siquiera hace ruido. Las linternas iluminan una habitación cuadrada, como un almacén, desde la que sale un pasillo estrecho y largo que acaba en una escalera. Tal vez sea la que lleva a la casa.

—¿Qué hacemos? —digo, pero ni siquiera mi amiga parece tener ganas de proseguir, así que nos quedamos en el pasillo. Luego me toca un brazo.

—¿Y eso qué es? —Indica una estructura de tableros de madera cruzados que sostienen un gran lienzo apoyado a la pared del revés, en un rincón la etiqueta Andrea Dellalegna, Il Borgo Estremo. Premio Velino d’oro, Gubbio 1924.

Daniela y yo nos miramos y pensamos lo mismo, juntos hacemos palanca por un lado para hacer girar el cuadro y apoyarlo en la pared por el lado bueno. Aparece un cielo pintado con pinceladas gruesas, un azul intercalado con amarillo que rebota sobre las nubes como harían los rayos del sol; más abajo, un gran horizonte abierto sobre el campo con una plantación de girasoles en primer plano. Me alejo unos pasos, hacia atrás, el paisaje es tan enorme que me podría tumbar en medio. Me recuerda el lugar donde he visto a mi madre durante el sueño y se me pone un nudo en la garganta. Pero no quiero llorar delante de Daniela y le digo que es mejor irse, antes de que llegue alguien y nos descubra. Ella también se ha quedado embelesada mirando aquella maravilla, parece casi a punto de querer entrar en él, pero me sigue sin discutir.

Cuando volvemos, la luz de la linterna ilumina por casualidad la pared al lado de la puerta, un lugar en el que no nos habíamos fijado aún: está ocupada por completo por una vitrina llenísima de automóviles en miniatura, antiguos y nuevos modelos, incluidos autobuses, locomotoras, vagones y camiones. No resisto, agarro uno de aquellos modelos a escala, uno cualquiera, no importa, de todas formas hay muchos. Me entra entero en el puño, es tan pequeño, se puede esconder con facilidad. Daniela ha visto todo, sonríe, parece contenta, finalmente estoy resultando el cómplice perfecto de su aventura, me muestra también su trofeo, una muñequita de cerámica con los ojos móviles, vestida con una tela preciosa.

Es tarde y el abuelo me espera, parece nervioso. Trato de no mirarlo a los ojos mientras lo saludo, tengo miedo de que pueda notar algo extraño en mi comportamiento. Me siento culpable, sé que he robado. Lupe me observa con la cola entre las piernas y desaparece en el jardín. En cambio, el abuelo no dice nada, por lo menos hasta que no cojo la Nintendo.

—Vaya, Milo, estás siempre pegado a esos videojuegos, ¿es posible que no te entre nunca la curiosidad de abrir un libro? Mira cuantos hay aquí. —Y, mientras habla, se acerca a la librería, coge un volumen y me lo ofrece—. Vamos, no te va a comer.

Observo de mala gana, no porque me disguste haber interrumpido el partido o quién sabe qué, sino solo porque en la cabeza me bullen otros pensamientos, como el cobertizo y el coche en miniatura que está en el bolsillo de mis pantalones. El libro me parece viejo, la cubierta es rígida como una tabla de madera, imprimida con un gran diseño de colores que sigue hasta la parte trasera y representa un hombre con un turbante y un extraño puñal con forma de saeta en la mano, parece que está esperando para batirse en duelo con el tigre que lo mira desde el lado opuesto. Noto que también en el interior hay otros dibujos grandes de colores. Entonces llega papá.

—Hola ¿qué hacéis vosotros dos? —dice, revolviéndome el pelo, como saludo—. ¿Y esto de dónde ha salido? —Me quita el libro de las manos, seguramente está sorprendido de que esté hojeando uno—. Parece una bonita edición.

Sabía que a papá le habría interesado; es como el abuelo, él adora los libros y también el arte, sabe muchas cosas debido al trabajo que hace para los documentales de su amiga Sandra.

—Pero mira, láminas ilustradas con pie de imagen, no las veía desde hace muchísimo tiempo.

El abuelo asiente, orgulloso de poseer aquella rareza. La habrá conseguido en algún tenderete, tal vez en uno de los mercadillos veraniegos en los que pasa su tiempo—. Es bonito de verdad —repite papá, mientras lee—: Emilio Salgari, Los tigres de la Malasia, ilustrado por A. Dellalegna. Editor Maurino, 1954. —Sonríe y no se interesa más por mí, ni siquiera me mira, como el abuelo, están los dos con las cabezas casi tocándose para admirar las figuras.

Mientras, en mi cabeza se produce un clic. El nombre de este Dellalegna me resulta familiar. Pero, claro, me acuerdo de haber leído el mismo nombre detrás de la gran pintura del cobertizo, el del paisaje con los girasoles, tan grande que podrías entrar, el que ganó el premio. Estoy a punto de comunicar mi descubrimiento, pero me bloqueo justo a tiempo, con la boca ya medio abierta, porque entiendo que si lo cuento, debo decir también todo lo demás y sería una catástrofe. Entonces, mejor dejar las cosas como están.

Acabamos de cenar, Lupe me mira desde el rincón opuesto, da cabezaditas, da a entender que no tiene ganas de interesarse por mis problemas. Tengo prisa por subir a mi habitación para dormirme, esta noche bajo las sábanas me llevaré algo que le gustaba mucho a mamá, un objeto más personal. Exploro todos los cajones y al final, me decido por un viejo jersey, todavía tiene su olor. Pienso en mi padre y también en el abuelo. Tal vez debería hablarles de los sueños, tal vez mamá no viene porque trata de ponerse en contacto con ellos. Me pongo cómodo, abrazado a la cálida lana perfumada, pero luego me acuerdo del cochecito que se ha quedado en el bolsillo. Todavía no he visto de qué se trata. Bajo de la cama descalzo. Busco en los bolsillos. Es un Lancia Stratos Rally, de color blanco con rayas azules, los asientos son rojos. La dirección gira junto a las ruedas, el capó del motor se abre. Extraordinario.

Meto el coche bajo la almohada, donde ya he escondido el cuaderno con la cubierta roja. Cierro los ojos. Te echo de menos, mamá, no quiero perderte también aquí. Es el último pensamiento antes de dormirme.

El cuarto parece todavía más oscuro. Los cristales del tragaluz están cerrados y el aire está siendo sofocante, el tufo desagradable tiene vida propia, como si hubiese encontrado forma y dimensiones, se cierne sobre todo el resto con su estatura gigantesca. Desde un pequeño cuenco del revés, el rojo se esparce lentamente por el suelo. Un color que parece tener consistencia.

Milo está solo, de nuevo en el lugar equivocado, el de la luz extraña y tenebrosa, del que no consigue salir. Ni siquiera trata de moverse, le parece estar atado con una cuerda invisible, atraído y asustado al mismo tiempo por lo que ve. Preside el centro del desván un caballete embadurnado con colores que se han endurecido, la marta de un pincel se cubre de los colores densos de una paleta y los arrastra al gran lienzo que está apoyado encima. Un «plin» exasperante viene desde arriba, le roba la atención por un momento.

—Espera, Milo, no mires arriba.

La voz le explota dentro, una voz sin rostro y sin cuerpo, pero que no da miedo, no tiene nada de amenazante, parece llegada en su ayuda, así que decide obedecer. Se fía. Cree que quien le habla es el chico de la otra vez, el que se escondía para huir del látigo, pero no lo ve. Empieza a faltarle el aliento, Milo querría irse, escapar al lugar de los girasoles, se siente prisionero de un sueño que no es el suyo. Y encima aquel olor desagradable y persistente le da ganas de vomitar, además, el ruido sobre la cabeza no se para, él sigue esforzándose por no mirar, por vencer la curiosidad que lo está devorando.

Luego la sombra se descompone y aparece un nuevo chico más grande, le dice que no tiene que tener miedo, lo que están haciendo es solo un juego, como un teatro...

—... Y todos se lo creerán y sentirán lástima por nosotros y ellos al final serán ricos y luego...

Milo escucha, pero no le interesa, no necesita saber lo que sucede antes o después, es todo un equívoco. Ni siquiera debería estar en aquella habitación. Él está buscando a su madre y todo lo demás no es asunto suyo. El otro ríe con una carcajada extraña, le transmite su nombre, Coquin Mechant, que se transforma en una explosión dentro de sus pensamientos. Milo mira mejor, el chico es castaño y coge de la mano a otros niños, todos vestidos con harapos, todos pálidos y sucios. Y lloran.

Y caminando, dejan huellas de pintura.