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Hoy me siento débil y no consigo levantarme de la cama. Después de estos extraños sueños, siempre estoy cansado. Empiezo a vestirme, cojo una camiseta limpia del cajón. Sí, la roja con el cuello de cuadros y tres botones que le gustaba tanto a mamá. Todavía me está bien, porque ella siempre me compraba la ropa grande. Y se reía, se divertía con eso.
—Tal vez sea un poco largo —decía—, pero te lo podrás poner incluso si creces. —Luego me abrazaba y me daba un montón de besos por todos lados. No puedo evitar preguntarme si mamá puede ver que la camiseta ahora me queda bien. O, mejor, si sabe que, aunque he crecido, me sigo sintiendo demasiado pequeño para vivir sin ella.
Acabo de prepararme y bajo. Pregunto por papá, pero ya ha salido.
—Tenía que enviar unos faxes al trabajo —explica el abuelo.
«Un trabajo que no acaba nunca», pienso.
Después de desayunar, el abuelo y yo vamos de nuevo a Umbertide. Fuera del supermercado volvemos a ver al tipo con el sombrero marchito y la piel bronceada. Empuja un carrito lleno de herramientas. Se para a hablar con una señora. Cuando el abuelo se acerca para saludarlo, lo sigo distraído, pero luego dentro del estómago algo me aferra y me aprieta. Conozco a ese hombre. ¿O no? Es obvio que lo encontré precisamente allí delante el primer día que vinimos a hacer la compra, pero este conocimiento del que hablo es otra cosa. Algo que puedo notar solo ahora y que está en las manos y en los ojos. Sus manos están impregnadas de color, una pintura que se destiñe, pero no desaparece porque forma parte de él. Los ojos, en cambio, observan para indagar, examinar, medir cada forma y color. Ahora parecen incluso buscar dentro de mí y eso me molesta.
El abuelo no para de hablar de la feria del mes pasado, adonde el otro no ha ido, y lo siente, porque tienen ambos la misma pasión por los objetos antiguos. Las palpitaciones de mi corazón se multiplican, el hombre tose y me mira directamente, sin sonrisa, un resplandor en la pupila que ya he visto porque es el mismo que tenía cuando agitaba el látigo. Sí, estoy seguro de que el tipo se parece al hombre que hace llorar a los niños en mi sueño. En un determinado momento pregunta cuándo me mandarán a su casa para el retrato.
Por instinto aferro el brazo del abuelo. Lo aprieto fuerte porque tengo miedo de perderme en una cosa que no existe y suspiro de alivio cuando el abuelo responde que todavía debe hablar con papá. Entonces se despiden y el tipo se va. Sigue haciendo gestos cuando se aleja, se ajusta el sombrero marchito y al final desaparece en el aparcamiento.
—Pobrecito, quién sabe cuánta fatiga hace para organizar la mudanza. —El abuelo no especifica más, pero yo sé que se refiere a su amigo y, mientras pasamos delante del cruce que conozco bien, disminuye la velocidad—. Me parece que vive precisamente aquí —dice, como si nuestra conversación no se hubiese cerrado. Y a mí no me maravilla, porque en el fondo del corazón ya lo sabía, igual que sabía su nombre, dado que lo he leído detrás del cuadro con los girasoles.
Mientas tanto el abuelo reanuda la marcha, acelera justo un instante antes de que una cosa peluda en movimiento atraviese delante del capó.
—¡Abuelo, abuelo, cuidado! —Pongo las manos abiertas sobre el salpicadero para protegerme, por fortuna el cinturón de seguridad se extiende lo suficiente.
—¿Todo bien, Milo?
No digo nada, no es culpa del abuelo si no ha visto un animalito tan veloz. Cuando conduce, está muy concentrado en la carretera, nunca mira a su alrededor y tal vez es peor. Trato de encontrar en él algún parecido con mamá. Pero el pelo es blanco y la cara recae sobre las mejillas lisas, siempre bien afeitadas, al contrario que las de papá que pinchan. Y, como papá, también el abuelo lleva gafas, pero las suyas no son tan gordas y, cuando sale, les engancha otras oscuras que hacen de parasol. Querría contarle las maravillas que he visto en el cobertizo. No me gusta tenerme dentro los secretos, pero sé que el abuelo no estaría contento, para él lo que hemos hecho es una cosa que está mal. Mejor pensarlo bien antes de hablar.
Más tarde voy a casa de Ofelia para hablar un poco con Daniela y también para saber cómo está Matteo; pero él sigue acostado en su cama y ni siquiera me saluda. Entonces le pregunto a mi amiga, pero ella se encoge de hombros, parece que su hermano está bastante mal, le falta el aliento. El médico ha venido, ha dicho que se trata de una pulmonía y si no mejora, habrá que llevarlo al hospital. Su madre tiene los ojos rojos, como si hubiese llorado. Me quedo un poco para hacerle compañía. Él emite una especie de silbido cuando saca el aire. Es impresionante. Tiene la cara blanca como un cadáv... bueno, no pronuncio la palabra, no lo consigo, desde que la usaron con mi mamá. Pero el color parece ese. Levanto la vista y veo, en la estantería frente a la cama, la muñequita que Daniela cogió ayer. Está precisamente allí en el centro, todos pueden verla. Daniela adora los desafíos, está segura de que sus padres son tan ignorantes que no entienden lo que está haciendo. Yo no podría hacer lo mismo, me descubrirían enseguida. Eso me hace pensar en una cosa importante que quiero preguntarle.
Ahora que la miro mejor, ni siquiera Daniela parece tan guapa, los ojos se le han enrojecido y la piel de alrededor se ha puesto oscura, tal vez de noche no consigue dormir, tal vez a ella también le remuerde la conciencia, como a mí. Pongo la mano delante de la boca, para no hacerme oír por nadie, a pesar de que estamos solos nosotros dos y Matteo, que ahora resopla como un tren de vapor.
—¿Me enseñas lo que has cogido en el cobertizo?
Daniela parece distraída.
—¿Antes de la muñeca?
Asiento. Ella me hace un gesto para que me siente en el suelo. Se recuesta panza abajo y con la mano indica bajo la cama de su hermano, pero no se ve nada, está demasiado oscuro.
—No veo nada.
—Está allí en el fondo, cerca del zócalo.
Al final me parece reconocer una especie de tubo de hierro negro, largo y estrecho.
—Y ¿qué es, si puede saberse?
Por la expresión vaga de Daniela, me doy cuenta de que ni siquiera ella lo sabe.
—Una funda de algo, creo, con una tapa enroscada, pensaba abrirlo contigo.
En aquel momento entra su madre con otro señor, tal vez sea el médico. Nos ponemos rápido de pie. Con gran asombro para mí, detrás de ellos está también mi abuelo. Tiene los ojos brillantes, parece conmovido y quizás preocupado.
—Milo, nosotros tenemos que irnos —me dice, y yo miro a Daniela, como para pedirle disculpas. Ella me hace un pequeño gesto con la mano, que no deja dudas sobre el hecho de que nos veremos lo antes posible. Entran dos tipos con una chaqueta color naranja, tienen una camilla, cuando llegamos al patio veo la ambulancia que espera y estoy contento, porque pienso que así curarán a Matteo. Pero dentro de mí sé que puede no ser así. Antes de que mamá muriese, estaba seguro de que si iba al hospital se resolvería todo, luego entendí que no siempre pasa así. Aparte de en las películas.
Paso la tarde solo, pensando en el cobertizo y en todos los objetos que contiene. La cabeza me dice que debo volver lo antes posible, tal vez vaya mañana, con o sin Daniela. Desde la cocina llega el aroma del asado, tengo hambre en la cabeza pero no en el estómago. Mientras espero a que Orietta me llame, paso el tiempo hojeando el cuaderno con la cubierta de piel roja. Está escrito con tinta de verdad, la que se expande y ensucia. Hay frases enteras en una lengua desconocida, pero también listas, palabras puestas al lado de números y otros símbolos extraños, no entiendo nada. Así que me aburro y meto todo en su sitio.
Siento que Matteo haya acabado en el hospital y también lo siento por Daniela; no sé, es como si entre nosotros se estuviese levantando un muro. Luego pienso que no se trata solo de ella. El abuelo está concentrado en sus lecturas, papá está perdido detrás del trabajo y ni siquiera mi madre se quiere encontrar conmigo. Todos me tienen a distancia o me ignoran, este año las cosas son extrañas, las vacaciones no parecen vacaciones.
Cuando la cena está lista, llego a la cocina tambaleante, sin ganas.
—¿Qué pasa, Milo? —Ahora el abuelo parece interesado en mis problemas.
—¿Alguna vez has soñado con ella? —digo, sin pensarlo demasiado, no explico de quién hablo, pero él me entiende enseguida.
—¿Quieres decir con mamá? —Cuando está perplejo, al abuelo se le sube una ceja, tal vez le estoy metiendo en la cabeza otra preocupación, no lo sé, pero responde—. Algunas veces.
Me armé de valor.
—El verano pasado me sucedía siempre, estábamos en un bonito campo de girasoles, se paseaba, me cogía de la mano —digo.
—¿Y ahora?
—Ya no consigo verla, abuelo, está desapareciendo. ¿Por qué?
No quiero que descubra lo desesperado que estoy, casi me arrepiento de haber hablado, me tomará por un niño pequeño que tiene miedo de la oscuridad y quiere a su mamá. En cambio, él me abraza.
—Es el tiempo, Milo; a medida que pasa el tiempo, los recuerdos se alejan, ¿no lo sabías? Pero no tienes de qué preocuparte, a veces basta poco, un perfume, un panorama, una foto, para devolvértelo todo a la memoria. Verás que cuando menos te lo esperes, sucederá algo que la hará volver, estoy seguro.
Lo miro con gratitud, ha hablado con tanta seguridad que le creo, me siento de nuevo en paz. Tal vez debería decirle también todo lo que sé de su amigo, del extraño cobertizo y del cuaderno rojo. Pienso que antes o después lo haré, pero por el momento le doy las buenas noches y por fortuna él no indaga más.
En la habitación, abro la cajonera que está dentro del armario verde, en el fondo hay algunos muñecos de peluche, cojo un pato suave, tiene un pico naranja. Quiero probar con este. Una vez el abuelo me contó que se lo llevaba siempre a dormir con ella cuando era pequeña.
¿Sientes el perfume, mamá? Era tu preferido. Esta vez no puedes hacer como si nada.
El muñeco ha desaparecido, en su lugar hay un cuaderno y el hombre está escribiendo algo. Lo cierra con un batacazo. El rojo de la cubierta parece extenderse sobre todas las demás cosas. Las sombras se hacen profundas, como si hubiese sido añadida tierra de Siena tostada.
—¿Cómo puedes saber cuál es el color, Milo?
No sabe por qué, pero lo conoce y también la tierra de sombra y el carmín y el cadmio. El amarillo cadmio, el azul de Prusia.
Están todos dentro de aquel cuaderno y en el fondo y en su cabeza.
Se da cuenta de que esta vez ha reaparecido el niño pequeño que se escondía para evitar los latigazos. Está en el suelo con las piernas abiertas como un muñeco y voltea las pupilas en los ojos abiertos. El hombre que pinta está girado de espaldas, pero Milo puede oír su voz tenebrosa y aterradora mientras intimida al pequeño para que se esté quieto y se comporte como un buen modelo, si no... La amenaza queda suspendida y por eso da más miedo aún.
El pequeño está aterrorizado, no se atreve a respirar, pero en cuanto encuentra la mirada de Milo, de la boca le sale un grito desgarrador. En ese mismo momento, tiende los brazos hacia delante, como para alcanzarlo y tocarlo, quiere llamar su atención. Milo permanece inmóvil, impresionado, ve algo extraño en aquellos brazos, algo que lo deja sin aliento. Luego todo se hace rojo, Milo ve mucho rojo y cierra rápido los párpados, los aprieta hasta que ni siquiera un fragmento de imagen permanece en el recuerdo.
Ese no es su lugar, no quiere estar allí, dentro de ese sueño, no entiende ese juego, no forma parte de aquellos chicos que se apiñan bajo el tragaluz, esperando ser pintados dentro de un gran lienzo. E insiste en tener los ojos cerrados, tal vez así el sueño se desvanezca y él se encuentre de nuevo en la buhardilla del abuelo. En cambio, siente cómo le rozan, parece un toque real, concreto.
Se sobresalta.
Coquin Mechant.
De nuevo el chico castaño con la piel olivácea y los labios carnosos. Es sin duda guapo, debe de tener más o menos su edad, pero lo supera un poco en altura, tiene una extraña sonrisa que no es sonrisa y los ojos son negros, tan negros, que si los miras te hundes en ellos. Lo toma de la mano, Milo la siente resbaladiza y fría, no querría, pero el otro insiste, lo tranquiliza diciéndole que no sucederá nada malo, habla dulcemente, dice lo que Milo quiere oír. Él no estará obligado a hacer de modelo si quiere ser su amigo, Coquin busca un amigo, un nuevo amigo con el que jugar. Y, mientras habla, se pone delante, apartándole de la vista el enorme lienzo que está en el caballete, lo guía hasta un rincón. Mejor que permanezca escondido, pero Milo no consigue apartar la mirada del gigante que pinta. Una especie de capa de lana le cae de los hombros y ondea mientras él se mueve, la trama del tejido es áspera como el papel de lija. Sobre la mesa botellas de varias dimensiones, botes llenos de pinceles y cuencos embadurnados de colores. Oye la voz atronadora del hombre, su ira horripilante. Está gritando, llama a Coquin, dice que el niño ya no llora, ¿cómo se puede pretender que él acabe el cuadro?
Coquin trata de apaciguarlo, lo llama «Maestro», con respeto, dice que pronto le traerá otros modelos, pero mientras tanto, si quiere, lo ayudará a preparar el color especial. Y, mientras habla, ríe y riendo muestra dientes blancos y perfectos y con ellos rompe una cuerda. Y luego la pasa en torno a la viga que atraviesa el techo en declive.
El «Maestro» lo acaricia bajo el mentón.
La cuerda se bambolea vacía, como un cabestro a la espera.