Castel Rigone, 20 de junio de 2012

(Tarde)

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El calor ha aumentado y el sudor me moja la camiseta.

Pienso en quitármela, pero me detiene el recuerdo de la recomendación unida al perfume de los polvos de talco. Mis sentidos se han amplificado, huelo olores imposibles, escucho ruidos lejanos, veo cosas que no suceden y que tal vez nunca han sucedido en la realidad. «Ilusiones», me digo, «nada de lo que sucede puede ser verdad. Sigo siendo yo, el mismo niño que ha perdido a su madre y ha tenido que aprender a hacer solo muchas cosas. El que tiene un padre muy miope, siempre concentrado en el trabajo, y que irá a sexto el próximo otoño».

Miro a mi alrededor. Esta es la habitación donde duermo en casa del abuelo. Dentro del armario está mi ropa, mezclada con la de mamá. Me paso una mano por la frente, aparto el pelo un poco húmedo. El crujido llega de repente, me hace sobresaltarme, el batir de alas del pajarito pasa al ras de mi cabeza, debe de haber entrado por la abertura del tragaluz abierto y ahora no consigue salir. Parece enloquecido. Me precipito fuera de la cama, los pies descalzos encuentran el frescor del suelo, pero antes de poder moverme, advierto una punzada dolorosa. Esto es nuevo, me bloqueo.

La voz es la misma del sueño que se acaba de terminar, es fuerte, precisa, pero también dulce y tranquilizadora. Me habla dentro y ya no desaparece ni siquiera cuando me despierto.

¿Qué estás haciendo?

—¿Pero quién eres... Coquin?

Permanezco con el pie en el aire, incapaz de dar otro paso. El pajarillo está en el suelo delante de mí, parece muerto, listo para ser pisado. ¿Cómo es que no lo he visto?

Un sueño es un sueño, se puede soñar y asustarse, temblar, gritar, encontrarse entre las llamas, eso lo sé, pero sé también que luego, cuando te despiertas, acaba. En cambio, mi sueño no acaba y ya ni siquiera parece un sueño, la realidad se está mezclando con la fantasía. Me pregunto si se puede soñar también estando despiertos.

—Te estoy esperando, Milo.

—¿Por qué?

—Dentro de poco el cuadro se habrá acabado, te lo quiero mostrar.

En realidad el cuadro no me importa nada, pero pienso que debo darle las gracias a Coquin, por haberme salvado del hombre del cobertizo.

Vuelve el silencio y empiezo de nuevo como puedo. Cojo el pajarito por la cola, lo arrojo al váter y tiro de la cadena. Luego la puerta se abre y entra el abuelo, también está papá, detrás de él.

—Finalmente te has despertado, Milo. ¿Cómo te sientes?

Me parecen más preocupados que enfadados, menos mal. Respondo que estoy bien, pero que he encontrado un pajarito muerto. Ellos se miran, luego papá me enseña el cuaderno con la cubierta roja, me vuelve a la mente que el abuelo lo ha descubierto y que no puedo seguir escondiéndome. Y no sabría qué mentiras inventar, así de buenas a primeras.

—Entonces, ¿quieres explicarnos de dónde has sacado esto y qué habéis liado Daniela y tú?

Ahora la realidad se separa nítida, me cae en los ojos, pienso que es mejor contar lo que sé, aunque me parece todo tan difícil y complicado. Empiezo por el cobertizo, mi voz parece un susurro, me avergüenzo.

—Entonces, ¿es allí donde habéis cogido el diario?

No había entendido que era un diario.

—Sí.

—¿Estás diciendo la verdad?

Asiento. Mi padre parlotea con el abuelo, pero no entiendo lo que dicen, de todas formas Internet y Google tienen algo que ver seguro. Papá saca a colación también a Sandra, su amiga de los documentales, por una cosa que le tiene que preguntar. Al final, el abuelo decide que es mejor hablar con el dueño del cobertizo, que son chiquilladas y que el hombre lo entenderá. Estoy cansado y asustado. Así que confieso también que Daniela ha escondido en su casa otras cosas, una muñeca de cerámica con el vestido de tela y un tubo de hierro. Ellos intercambian una mirada. De nuevo advierto la sensación de humedad sobre el labio superior, como cuando el hombre del cobertizo me tenía levantado. Papá me ofrece un pañuelo.

—Estás sangrando por la nariz, sécate. —Siento que más allá de la preocupación está enfadado por lo que he hecho. Sé que los he decepcionado a todos, pero no puedo hacer nada por remediarlo. Ellos hablan todavía, el abuelo me sostiene la cabeza, yo me siento como si me estuviese viniendo un resfriado, luego cuando estoy mejor, nos subimos al coche. El abuelo conduce, papá se pasa de una mano a otra el diario con la cubierta roja y de nuevo las ideas se me confunden, ya no estoy seguro de que el hombre del sueño se parezca al dueño del cobertizo. Aunque me he despertado hace poco, querría volver a dormir, pedirle a Coquin que me ayude de nuevo.

Cierro los ojos, los movimientos del coche me hacen sentir vértigo, siento frío, ninguna imagen llega a mi mente: la pantalla negra me da más miedo que las visiones. Entreabro los párpados, desde la ventanilla puedo ver la línea blanca que pasa rápido sobre el asfalto. Nos cruzamos con otros coches, los faros encendidos me deslumbran. Se ha puesto oscuro aunque la verdadera noche todavía debe llegar.

Nos detenemos delante de la casa de mis amigos. Está todo apagado. «Estarán en el hospital con Matteo», pienso, pero luego aparece Daniela en la puerta de entrada, no hace nada, no se mueve. Se acurruca abrazada a sus talones, parece una rana. Cuando nos acercamos, me doy cuenta de que tiene la cara de  color gris y con la respiración le sale el mismo ruido que hacía Matteo. Papá me empuja hacia un lado.

—¿Qué sucede, Daniela? No tienes que tener miedo, solo queremos entrar un momento —habla con calma—. ¿Dónde están tus padres?

Ella no responde, no se levanta, hace un ruido incomprensible y eso empieza a darme miedo, sobre todo ahora que pone los ojos en blanco y respira cada vez con más fatiga. El abuelo dice que es mejor llevarla a urgencias. Papá, en cambio, insiste en entrar. Tratan de hacerla levantarse, ella se rebela, entonces deben pararla y ella se vomita encima, está tan sudada que parece grasienta. A mí también me entran ganas de vomitar. Papá me mira preocupado.

—No perdamos más tiempo. ¿Tú sabes dónde ha escondido las cosas?

Respondo que lo sé y que voy a cogerlas. La casa está inmersa en la oscuridad, aprieto el interruptor de la entrada pero no se enciende ninguna bombilla. Conozco bien el camino y la luz de los faros que viene del exterior me hace de guía. Y, mientras subo a la habitación de Matteo, me vuelve la voz a la cabeza.

—Vamos, Milo, ¿cuándo vienes?

—Coquin, mi amiga está mal, debo ayudarla.

—Se trata de mi cuadro, ¿no tienes curiosidad?

—Ahora tengo cosas que hacer y además, no me gusta ver a esos chicos que lloran y están mal.

—Pero ¿no entiendes que es todo una broma? Es una comedia para que la gente sienta piedad y nos dé una limosna, porque así hacen los adultos con los niños, los mandan a la calle a conmover, a hacerse compadecer por sus desgracias. Para hacerse ricos.

—A mí no me importa la riqueza.

—Y entonces, ¿qué quieres?

El peso en el pecho se hace más oprimente escalón tras escalón.

—Es una cosa que está dentro del corazón y que no se puede decir a cualquiera, creo que te reirías de mí.

—No me reiré, te lo prometo.

—Lo pensaré un momento.

Entro en la habitación, me meto bajo la cama de Matteo, en la oscuridad toco el suelo y lo encuentro, el tubo negro, trato de agarrarlo, sin conseguirlo. De nuevo me gotea el resfriado, luego siento como un peñasco que me impide respirar. El aire que entra y sale por la garganta está convirtiéndose en un silbido. Los dedos rozan el cilindro, lo muevo con las yemas y rueda fuera, parándose al lado de mis rodillas.

—Entonces, ¿te has decidido?

—Sí. Coquin. Se trata de mi madre, me gustaría poder volver a verla, hablar con ella.

Vuelve el silencio y me siento débil. Me apoyo con las manos en la cama para levantarme y empujo aquella especie de tubo con el pie, como si fuera un balón, pero no pasa de la puerta de esta manera. Querría gritar, pero no me sale la voz. Vuelvo a intentarlo, pero solo sale un graznido, yo también parezco una rana. Una gota de rojo se estampa en mi camiseta. Y luego otra más. Es de nuevo sangre, lo que me sale de la nariz. Me siento mareado. En la puerta aparece alguien, reconozco a papá, me pregunta por qué estoy tardando tanto y añade que tenemos que darnos prisa porque Daniela necesita un doctor. Le indico el tubo, él se inclina para aferrarlo, pero las gafas se le caen al suelo. Un cristal se rompe y él maldice. Qué extraño, papá diciendo palabrotas.

Me mira. Parece preocupado, no debo de tener buen aspecto. Se pone el cilindro en bandolera, tenía un asa, una sutil cinta de piel, pero no me había dado cuenta, luego me guía con las manos en los hombros y salimos.

—Esta cosa está caliente —dice dirigiéndose al abuelo y el abuelo mira a papá, luego me mira a mí. Han hecho sentarse a Daniela en el asiento posterior donde me pongo yo también. Ella no reacciona, ni siquiera parece que respire. Querría moverla, decirle que se despierte, pero no soy capaz de tocarla, se ha puesto fea, con los ojos cerrados y la nariz arrugada, la boca ha adquirido un extraño aspecto, como una mueca. Tal vez trata de decir algo, de llamar mi atención. Del bolsillo de los pantalones le sale la muñequita que ha cogido en el cobertizo. La recupero y me la meto bajo la camiseta. Es mejor si la tengo yo, en el hospital se podría perder. Papá arranca, querría que se diera prisa. Luego se vuelve todo oscuro, como si hubiesen apagado la luz.

El olor del moho y de los disolventes casi lo sofoca.

—¿Por qué has tardado tanto?

Coquin lo mira, se entiende que está impaciente.

—Le ha sucedido algo malo a mi amiga.

—Ahora no pienses en eso, es el momento de mi retrato.

Coquin parece orgulloso, tiene la barbilla en alto y está guapo como siempre; es más, a Milo le parece que nunca ha estado tan guapo como en ese momento. Se ha quitado la camisa blanca con las amplias mangas que se fruncen tirando de un lazo a la altura de las muñecas y se ha quedado desnudo de la cintura para arriba. Muestra con naturalidad los signos de los mordiscos y los latigazos.

Milo da un paso atrás y por primera vez puede ver todo el estudio del pintor Dubois, un desván mugriento que apesta a vino. Coquin le hace señas para que permanezca en la sombra, el Maestro no debe verlo, no debe distraerse ni irritarse, debe trabajar lo mejor posible. Y el pintor, de hecho, no se da cuenta de él, permanece quieto durante un rato con los ojos perdidos en el vacío y el pincel en la mano, todavía sucio de color. O de sangre, quién sabe. Los hombros robustos esconden el gran lienzo sobre el caballete. De nuevo grita y Coquin acude, se mete de lado, en pose, con su aspecto altivo, la mirada soberbia, la boca carnosa un poco hacia arriba, con su extraña sonrisa que no es sonrisa.

La luz del ocaso entra por el tragaluz, se mezcla con los colores de la pintura. Dubois se mueve hacia atrás, oscila frente al cuadro, la paleta entre las manos, trata de encontrar la inspiración adecuada, pero se entiende que ya ha hecho la mayor parte, se trata solo de retoques, de matices. Al final se mueve a un lado y Milo está obligado a apartar la mirada: el cuadro es tan grande que parece parte de la realidad, le provoca una sensación de vértigo. Aunque no consigue distinguir bien, intuye que en el fondo están pintados también los otros chicos, pero esta vez no lloran, no se desesperan. Están todos quietos, resignados a un destino que ya se ha cumplido.