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Bertik Bridel navegaba por el Certovka, el canal del Diablo, para llegar a la isla de Kampa y observaba resignado el agua turbia. El nivel del Moldava se retiraba con exasperante lentitud, pero, después de la angustia del aluvión, se empezaban a vaciar los sótanos con las bombas, algunos espalaban fango y lloraban por las cosas que se pudrían en el agua. Si bien muchos habían sido autorizados a dejar los centros de acogida, se temía por la probable caída de las viejas casas que se encontraban en la periferia. En Palmovka, había calles bajo un par de metros de agua, que al retirarse, dejaba fango, detritos y basura. En Karlin, el agua había invadido incluso el Teatro de la Música. Ocho teatros arruinados, el desbordamiento había hecho estragos entre los escenarios y los disfraces conservados en los subterráneos. Solo el Teatro de los Estados había quedado indemne, tal vez lo había protegido el espíritu de Mozart que, en 1797, había puesto en escena el estreno de Don Giovanni.
En el barrio judío de Josefov, en la Ciudad Vieja, había resultado dañado el muro con los ochenta mil nombres de las víctimas de la Shoah. El cementerio estaba cerrado a las visitas y las calles del barrio eran accesibles solo para los peatones. En algunos puntos, la comunidad había pedido un servicio de seguridad, para prevenir los robos. Todos temían casos de saqueo, una mujer había sido incluso procesada en juicio sumarísimo.
Cuando Bertik llegó cerca del Molino Sova, en la isla estaba todo todavía sumergido. Lo habían llamado para comprobar los daños, se temía sobre todo por la colección de arte contemporáneo, donada por una pareja de ancianos checos expatriados a Estados Unidos.
De repente, se sintió cansado y desmoralizado, había cumplido hacía poco cuarenta y cinco años y en la organización de aquella muestra había puesto muchas energías y todas las expectativas. Por lo demás, no tenía otros intereses. Nunca se había casado, después de la escuela de restauración hecha en Florencia, había trabajado en Italia durante unos años, hasta que el sentido del deber y una decepción amorosa le empujaron a volver a Praga. Sus ancianos y enfermos padres lo reclamaban y también su ciudad, tan efervescente. Se había zambullido en el trabajo y había acabado olvidando todo lo demás. Desde que dos años antes había estado implicado en los trabajos para la reconstrucción del Museo de arte moderno, su vida se desarrollaba, en la práctica, en el Molino Sova.
Ahora bramaba, no veía la hora de constatar en persona los daños que el agua había causado, a pesar de que la organización de las ayudas hubiese sido efectiva y tempestiva. Dio los últimos golpes de remo y llegó a la parte del edificio que permanecía seca. Era absurdo, pensó, que con el proyecto casi acabado, se tuviese que volver a empezar desde el principio por culpa del desastre.
Lo primero que le oprimió el corazón fue notar que La Silla —de cuatro metros de altura y que pesaba más de dos toneladas, puesta sobre el relieve rocoso en la entrada, como símbolo visible del Museo— hubiese sido arrastrada por el aluvión. Las obras destinadas a la muestra, en cambio, casi todas de František Kupka, parecían en buenas condiciones. La fortuna había querido que en el peor momento se encontrasen en los almacenes de los pisos altos a la espera de la inauguración de septiembre. Muchos cuadros estaban todavía embalados, perfectos, sin trazas de humedad. Con minuciosidad, Bridel examinó todas las piezas, marcándolas en la lista que había traído, luego salió a la terraza para mirar el panorama. Observó el canal y le pareció ver algo en movimiento. Al principio pensó en la carcasa de un perro, pero luego se dio cuenta de que salía un brazo desnudo. Se precipitó a la barca, le dio un buen empujón para ponerla de nuevo en movimiento y llegó más o menos al tramo de agua que había localizado desde la terraza. Miró a su alrededor, ninguno de los voluntarios que trabajaban en la zona estaba presente en ese momento. El brazo había desaparecido, pero un destello dorado adornaba el fango.
Bertik se asomó, parecía la esquina de un marco, un marco antiguo, con entalladuras preciosas. Le dio un vuelco al corazón. Podía ser que alguna obra donada al Museo hubiese escapado al control o que no hubiese estado todavía catalogada. En ese momento y en aquellas circunstancias de emergencia, todo podía suceder.
Se acercó lo más posible y trató de extraer la madera, pero por muchos esfuerzos que hiciese, seguía inmerso por más de la mitad en el agua turbia. Tal vez se había atascado en alguna parte. En ese momento afloró de nuevo el brazo, se movía a merced de la corriente, a Bertik le dio la impresión de poseer vida. El hombre empezó a sudar frío, entrevió también unos largos mechones rubios, no tuvo duda de que allí abajo, cerca de la barca, había un cadáver, casi ciertamente el de una niña, una víctima de aquella naturaleza enloquecida. Cogió el remo y escarbó con delicadeza, tocó una forma, pero esa tampoco se movió, parecía conectada de alguna manera al marco hundido. Entonces gritó pidiendo ayuda, desesperado. Aunque dentro de él sabía que ya no había nada que se pudiera hacer, la idea de dejar un pequeño cuerpo hinchándose en el agua sucia, quién sabe por cuánto tiempo más, le parecía impensable.
Tuvo que esperar hasta el día siguiente, cuando finalmente estuvo disponible un pequeño cabestrante. Se trataba precisamente de una niña, como Bridel había intuido, una niña rubia, que, por algún extraño motivo, se había quedado enmarañada dentro de una gran cuerda que pendía de un marco. El marco, espléndidamente tallado y acabado con pan de oro, medía casi dos metros. Tal vez, presa del pánico, la pequeña había empezado a debatirse sin control, acabando ahogándose sola. Pero la cosa más increíble y conmovedora era el cadáver del perrito, él también atado al marco, tal vez con la intención de salvar a su pequeña dueña.
Por desgracia, del lienzo no se veían más que pocos jirones que se habían quedado pegados aquí y allá en el perímetro del marco, como si el cuadro hubiese explotado desde dentro y se hubiese desintegrado. El análisis de los trozos recuperados le dieron a Bertik la idea de que el deterioro de los colores en el agua había empezado mucho antes de que el Moldava rompiese sus márgenes. También la cara de la niña se encontraba en unas condiciones que hacían pensar lo mismo. Bridel sintió una piedad tan desagradable que siguió soñando con ello durante meses, como en una pesadilla. Le parecía verla, aquella alma inocente, mientras, en busca de un último soplo de aire, abría la boca que se transformaría rápidamente en una charca fangosa.
El canal del Diablo, por tanto, añadió un nuevo misterio a los precedentes, aumentando su fama. La criatura atada al marco permaneció sin nombre, nadie llegó nunca a buscarla o a tratar de identificarla.
La apertura solemne del Museo fue pospuesta al año siguiente. En el lugar de la famosa silla destruida por la inundación, se instaló otra, de madera de chopo, esta vez de seis metros de altura.