Dos meses antes
Estoy a punto de entrar a una nueva escuela.
Soy hija única.
Soy adoptada.
Y soy diferente.
Como una extraña.
Pero lo sé y eso ayuda. Al menos a mí.
¿Es posible ser demasiado amado?
Mis
Dos
Padres
De
Verdad
Me
A-M-A-N.
Creo que esperar algo durante mucho tiempo lo vuelve más gratificante.
Sin duda, la correlación entre la expectativa y la llegada de eso que deseas se podría cuantificar con algún tipo de fórmula matemática.
Pero ése no es el punto, lo que es uno de mis problemas, y es por lo que, a pesar de que soy una pensadora, nunca soy la favorita de los maestros.
Nunca.
Por ahora me voy a atener a los hechos.
Durante siete años mi mamá intentó quedar embarazada.
Eso parece mucho tiempo para dedicarle a algo, ya que la definición clínica de infertilidad son doce meses de unión física bien planeada, pero sin resultados.
Y aunque tengo pasión por todas las cosas médicas, la idea de ellos haciendo eso, de forma especial, regular y con entusiasmo, me produce náuseas (una sensación desagradable en el abdomen, según la definición médica).
Durante esos años, mi mamá hizo pipí dos veces en una varita de plástico, y el instrumento de diagnóstico se volvió azul.
Pero dos veces no pudo conservar el feto. (¿Qué tan onomatopoética es esa palabra? Feto. Es una locura.)
Ese arroz no se coció.
Y así es como yo entré a escena.
El séptimo día del séptimo mes (¿es de sorprender que me guste tanto ese número?) mis nuevos papás condujeron al norte, a un hospital a 257 millas de su casa, en donde me pusieron el nombre de un árbol de clima frío y cambiaron al mundo.
Al menos nuestro mundo.
Tiempo fuera. Probablemente no eran 257 millas, pero así es como necesito pensarlo. (2 + 5 = 7. Y 257 es un número primo. Superespecial. Hay orden en mi universo.)
De regreso al día de la adopción. Según mi papá, yo no lloré ni una vez, pero mi mamá lo hizo desde la Interestatal Cinco Sur hasta la salida 17B.
Mi mamá llora cuando está feliz. Cuando está triste, se queda callada.
Creo que su cableado emocional se cruzó en esta zona. Lidiamos con ello porque la mayoría del tiempo está sonriendo. Muy ampliamente.
Cuando mis dos nuevos papás por fin llegaron a nuestra casa de un piso al final del Valle de San Joaquín, sus nervios estaban demolidos.
Y nuestra aventura familiar acababa de comenzar.
Creo que es importante formarse imágenes de las cosas en tu cabeza. Aunque estén equivocadas. Y casi siempre lo están.
Si pudieras verme, dirías que no encajo en ninguna categoría étnica fácilmente definible.
Soy lo que se conoce como una “persona de color”.
Y mis papás no lo son.
Son dos de las personas más blancas en el mundo (sin exagerar).
Son tan blancos que son casi azules. No tienen problemas de circulación; sólo no tienen mucho pigmento.
Mi mamá tiene el cabello rojo, muy delgado, y unos ojos azul pálido, pálido, pálido. Tan pálido que parecen grises. Que no lo son.
Mi papá es alto y prácticamente calvo. Tiene dermatitis seborreica, lo que significa que su piel parece estar siempre en estado de salpullido.
Esto me ha llevado a mucha observación e investigación, aunque para él esto no es ningún día de campo.
Si te estás imaginando a este trío y nos ves juntos, quiero que sepas que aunque no me parezco para nada a mis papás, de alguna manera muy natural parecemos una familia.
Al menos eso creo.
Y eso es lo que en verdad importa.
Además del número 7 tengo otras dos grandes obsesiones: las condiciones médicas y las plantas.
Con condiciones médicas me refiero a enfermedades humanas.
Me estudio a mí misma, por supuesto. Pero mis enfermedades han sido menores y sin riesgo de muerte.
Observo a mi mamá y a mi papá, pero no me dejan hacer mucho trabajo de diagnóstico de ellos.
La única razón por la que suelo dejar la casa (sin contar el campo-de-concentración, también conocido como primaria, y mi viaje semanal a la biblioteca central) es para observar enfermedades en la población.
Mi primera opción debería ser sentarme durante horas en un hospital, pero resulta que las enfermeras tienen un problema con eso.
Incluso si sólo estás en una sala de espera haciendo como que lees un libro.
Así que visito el centro comercial, que afortunadamente tiene una buena cantidad de enfermedades.
Pero no compro nada.
Desde que era pequeña, hago notas de campo y tarjetas de diagnóstico.
Me siento particularmente atraída por los padecimientos de la piel, de los que tomo fotografías sólo si el sujeto (y uno de mis papás) no está mirando.
Mi segundo interés: las plantas.
Están vivas, crecen, se reproducen, empujan y brotan del suelo a nuestro alrededor todo el tiempo.
Lo aceptamos sin darnos cuenta.
Abran los ojos, gente.
Es increíble.
Si las plantas hicieran sonidos, todo sería distinto. Pero se comunican con colores y figuras y tamaños y texturas.
No maúllan ni ladran ni trinan.
Creemos que no tienen ojos, pero ven el ángulo del sol y el ascenso de la luna. No sólo sienten el viento, por él cambian de dirección.
Antes de que pienses que estoy loca (lo cual siempre es una posibilidad), mira hacia afuera.
Ahora mismo.
Espero que lo que tengas a la vista no sea un estacionamiento o un edificio.
Me imagino que ves un árbol alto con hojas delicadas. Alcanzas a ver un campo abierto con pasto meciéndose. En la distancia hay hierbas creciendo entre las grietas de una banqueta. Estamos rodeados.
Te estoy pidiendo que prestes atención de una manera nueva y lo veas todo como algo Vivo.
Con V mayúscula.
Mi pueblo, como la mayoría del valle central de California, tiene clima desértico y es llano y seco y muy caliente durante más de la mitad del año.
Como nunca he vivido en otra parte, meses enteros en un lugar donde a la intemperie se está a más de 37.7 grados, me parece normal.
Lo llamamos verano.
A pesar del calor, es un hecho que el sol y la tierra fértil la hacen un área ideal para sembrar cosas una vez que añades agua a la ecuación.
Y yo lo hice.
Así que en donde antes había un rectángulo de pasto en la casa, ahora hay bambú de doce metros de alto.
Tengo árboles de cítricos (naranjas, toronjas y limas) a un costado de mi jardín de verduras.
Siembro uvas, una variedad de vides, flores anuales y perennes, y, en una pequeña área, plantas tropicales.
Conocerme es conocer mi jardín.
Es mi santuario.
Es más o menos una tragedia que no podamos recordar nuestros años más tempranos.
Siento que esos recuerdos podrían ser la llave a la pregunta de “¿Quién soy?”
¿Cómo fue mi primer pesadilla?
¿Cómo se sintió mi primer paso?
¿Cómo fue el proceso de toma de decisiones a la hora de dejar los pañales?
Tengo algunos recuerdos de bebé, pero la primera secuencia que recuerdo es del jardín de niños, no importa qué tanto haya intentado olvidar esa experiencia.
Mis papás dijeron que ese lugar iba a ser muy divertido.
No lo fue.
La escuela estaba a unas cuadras de mi casa y fue ahí donde cometí por primera vez el crimen de cuestionar al sistema.
La instructora, la Sra. King, nos acababa de mostrar un libro ilustrado muy popular. Tenía todas las marcas distintivas de la literatura preescolar: era repetitivo, tenía algunas rimas irritantes y cínicas mentiras científicas.
Recuerdo que la Sra. King le preguntó al grupo:
—¿Cómo los hizo sentir este libro?
La respuesta más apropiada, según ella, era “cansados”, porque la demasiado animada instructora nos forzaba a acostarnos en colchones de plástico durante veinte minutos después del “libro del lunch”.
La mitad del grupo se quedaba profundamente dormido.
Recuerdo claramente que un niño llamado Miles se hizo pipí en los pantalones dos veces y, con la excepción de un chico llamado Garrison (que, estoy segura, tenía algún tipo de síndrome de piernas inquietas), todos los demás parecían disfrutar mucho el descanso horizontal.
¿En qué estaban pensando esos chicos?
La primera semana, mientras mis compañeros dormían, yo me preocupé obsesivamente por la higiene del piso de linóleo.
Aún puedo escuchar a la Sra. King, con la espalda derecha y la voz estridente diciendo:
—¿Cómo los hizo sentir este libro?
Y después exageró algunos bostezos.
Recuerdo que miré a mis compañeros de celda, y pensé: “¿Podría alguien, quien sea, gritar la palabra cansado?”.
Yo no había dicho una sílaba durante mis cinco sesiones como estudiante, y no tenía ninguna intención de hacerlo.
Pero después de días de escuchar más mentiras de un solo adulto de las que había estado expuesta en toda mi vida —desde cómo unas hadas limpiaban el salón por la noche hasta explicaciones delirantes para los kits antiterremotos—, estaba en un punto de quiebre.
Así que cuando la maestra dijo específicamente:
—Willow, ¿cómo te hace sentir a ti este libro?
Tuve que decir la verdad:
—Me hace sentir muy mal. La luna no puede escuchar a alguien que le dice buenas noches; está a quinientos kilómetros de distancia. Y los conejos no viven en casas. También, creo que los dibujos no son muy interesantes.
Me mordí el labio inferior y experimenté el sabor metálico de la sangre.
—Pero, en realidad, escucharla leer el libro me hace sentir mal sobre todo porque significa que nos hará acostarnos en el suelo, y los gérmenes que hay ahí nos podrían enfermar. Hay una cosa llamada salmonella que es muy peligrosa. En especial para los niños.
Esa tarde aprendí la palabra rarita porque así era como me llamaban los otros chicos.
Cuando mi mamá fue a recogerme, me encontró llorando detrás del bote de basura en el patio.
Ese otoño me llevaron a ver a una consejera educativa, y la mujer hizo una evaluación. Les envió una carta a mis padres.
La leí.
Decía que era “altamente dotada”.
¿Las personas son “bajamente dotadas”?
¿O “medianamente dotadas”?
¿O sólo “dotadas”? Es posible que todas las etiquetas sean maldiciones. A menos que estén en productos de limpieza.
Porque en mi opinión no es buena idea ver a las personas como una cosa.
Cada persona tiene un montón de ingredientes que la hacen una creación única.
Todos somos guisos genéticos imperfectos.
Según la consejera, la Sra. Grace V. Mirman, el reto para los padres de alguien “altamente dotado” era encontrar maneras de mantener al niño comprometido y estimulado.
Pero creo que estaba equivocada.
Casi todo me interesa.
Me puedo comprometer con el arco del agua de un sistema de riego. Puedo mirar por un microscopio durante un periodo extremadamente largo.
El reto para mis padres era encontrar amigos que pudieran soportar a alguien así.
Todo esto me lleva a nuestro jardín.
Mamá y papá dijeron que buscaban enriquecer mi vida. Pero creo que algo era obvio desde el principio:
Las plantas no hablan.