Capítulo 23

El Centro Infantil Jamison es la institución del condado que provee albergue de emergencia.

Lenore Cole me da un folleto.

Lo leo, pero me da la sensación de que el lugar es para niños cuyos padres los golpean o no les dan comida de verdad porque están muy ocupados drogándose, o robando, o algo así.

Mientras nos dirigimos al edificio, pongo mis dedos índice y medio en mi arteria carótida, justo detrás de mi oreja, para tomar mi pulso.

Sé que mi frecuencia cardiaca está en algún tipo de zona de peligro.

Entramos.

Mi papeleo está en proceso.

Enseguida veo que las puertas tienen candados en ambos lados. Se cierran con un clic.

Hay cámaras de seguridad en cada habitación.

Las personas están mirando.

Es un gran error que yo esté aquí.

De repente, tengo problemas para respirar. No puedo meter aire. Y no puedo sacar aire.

Tomo asiento en un sillón color lima con violeta y lucho por retomar el control de mis pulmones.

Alguien dejó una copia de la edición matutina de la Gaceta de Bakersfield en la mesa en forma de elefante.

Una fotografía ocupa la mayor parte de la página.

El encabezado dice:

FUERTE CHOQUE AUTOMOVILÍSTICO COBRA DOS VIDAS

Una tercera persona está en coma

Debajo de las letras veo la camioneta de mi papá, está deshecha y calcinada, entrelazada con una retorcida camioneta de una empresa médica.

Y todo lo que hay en mi campo de visión desaparece.

Me golpeo la cabeza contra la mesa en forma de elefante cuando experimento el síncope, o una pérdida de la conciencia temporal mejor conocida como desmayo.

Sí, me desmayé.

Y cuando sucedió, el borde filoso de la trompa del paquidermo hizo un corte justo en mi glabela.

La sangre está por todas partes porque las heridas en la cabeza sangran profusamente.

Voy de la conciencia a la inconsciencia, y la confusión se siente bien.

Repentinamente hay todo tipo de anuncios en el sistema de audio.

Y luego escucho a alguien decir que necesito puntadas porque es una cortada profunda y está justo entre mis cejas y probablemente dejará una cicatriz.

Suspiro:

—Mi glabela…

Pero las personas no saben que la glabela es el espacio entre las cejas.

Escucho que alguien dice:

—¡Está preguntando por Bella!

Cierro los ojos de nuevo.

Muchas cosas en la vida son estresantes.

La frente está formada específicamente para proteger la cabeza de este tipo de heridas.

Es un hueso, y como la defensa de un auto, está diseñada para recibir golpes.

Así que es un accidente muy extraño desmayarse y caer de tal manera como para cortarse justo entre los ojos con la sorprendentemente peligrosa trompa de una mesita en forma de elefante.

Pero así me pasó.

Y ahora hay sangre.

Mi sangre.

Cuando está seca, la hemoglobina es una proteína contenedora de hierro que compone el noventa y siete por ciento de cada glóbulo rojo.

Pero mezclada con agua, que es como circula por el cuerpo, sólo compone un treinta y cinco por ciento.

La hemoglobina es lo que une al oxígeno.

Ahora que Jimmy y Roberta Chance no están, ¿qué me une al mundo?

Me llevan al Hospital Mercy porque soy una chica de doce años y no quieren que sufra una desfiguración facial.

Al menos es lo que escucho que alguien susurra en el pasillo.

La enfermera de Jamison me pone una venda sobre la herida y me pide que sostenga una compresa helada contra ésta.

Y luego Lenore Cole y yo regresamos a su auto y nos dirigimos al Hospital Mercy.

Dos veces me pregunta si sigo sangrando, y me pregunto si está preocupada por las vestiduras de su auto.

Se vería muy mal que una trabajadora social tuviera en su auto una mancha permanente de la sangre de un niño.

No pidieron una ambulancia porque no era necesario, pero no me hubiera importado subirme a una.

En Mercy me siento en la sala de espera de Urgencias, y no me toma tanto tiempo darme cuenta de que este lugar no tiene doble candado en las puertas ni cámaras de seguridad, como en Jamison.

Me dan nueve puntadas.

La Antigua Yo habría pedido siete, porque ése era mi número favorito.

Pero el doctor pone nueve.

No digo nada cuando me lo dice.

Ahora parece que tengo una oruga entre mis ojos.

Pero esto no es lo más importante que sucede después de golpearme en la ahora peligrosa mesita en forma de elefante.

Porque después de beber agua, y revisar mi expediente médico por cuarta ocasión, pido usar el baño.

Le digo a Lenore Cole que regresaré de inmediato.

Y la mujer me cree.

No voy al baño.

En su lugar, tomo un elevador al tercer piso, luego camino hasta la otra ala del hospital y utilizo las escaleras traseras para llegar a la cafetería.

Una vez ahí, le pido a una mujer con cara de aflicción (conozco la mirada), con una bata verde y botas de esquí si puedo utilizar su teléfono.

No dice que sí, pero tampoco dice que no.

Marco el número de Mexicano Taxi y pido que me envíen a Jairo Hernández.

Conozco sus placas y se las doy al despachador. Digo que quiero que me recoja en la esquina de Truxton y Calle A.

Es a una cuadra del hospital.

Cuando le regreso el teléfono a la mujer de la bata, noto que tiene una pulsera de hospital en su muñeca.

Así que es una paciente.

Antes de que mi vida cambiara por completo, me hubiera sentado con ella a discutir su condición.

Pero ahora sólo digo en una voz que parece automática:

—Descanse. Es crucial para la recuperación.

Y me voy.