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Billy Summers, sentado en el vestíbulo del hotel, espera el coche que viene a recogerlo. Es viernes al mediodía. Aunque está leyendo un cómic en formato digest titulado Archie y sus amigos y amigas, está pensando en Émile Zola, y en la tercera novela de este, su primer éxito, Thérèse Raquin. Piensa que es en gran medida el libro de un autor joven. Piensa que Zola apenas empezaba a excavar lo que acabaría siendo un profundo y fabuloso filón. Piensa que Zola era —es— la versión angustiosa de Charles Dickens. Piensa que eso sería una buena tesis para un ensayo. Aunque tampoco es que haya escrito nunca ninguno.

A las doce y dos minutos se abre la puerta y entran dos hombres en el vestíbulo. Uno es alto, de pelo negro, y luce un tupé de los años cincuenta. El otro es bajo y lleva gafas. Los dos van trajeados. Todos los hombres de Nick van trajeados. Billy conoce al alto de sus visitas al oeste. Trabaja para Nick desde hace mucho tiempo. Se llama Frank Macintosh. Por el tupé, algunos de los hombres de Nick lo llaman Frankie Elvis, o —ahora que tiene una pequeña calva en la coronilla— Elvis Solar. Pero no delante de él. Billy no conoce al otro. Debe de ser de la ciudad.

Macintosh le tiende la mano. Billy se pone en pie y se la estrecha.

—Eh, Billy, cuánto tiempo. Me alegro de verte.

—Lo mismo digo, Frank.

—Te presento a Paulie Logan.

—Hola, Paulie. —Billy da un apretón de manos al más bajo.

—Encantado de conocerte, Billy.

Macintosh le coge el cómic de Archie.

—Ya veo que sigues leyendo cómics.

—Sí —contesta Billy—. Sí. Me gustan bastante. Los divertidos. A veces leo los de superhéroes, pero no me gustan tanto.

Macintosh hojea el cómic y enseña algo a Paulie Logan.

—Fíjate qué chicas. Tío, con estas podría meneármela.

—Betty y Veronica —informa Billy al tiempo que recupera el cómic—. Veronica es la novia de Archie, y Betty quiere serlo.

—¿También lees libros? —pregunta Logan.

—Alguno que otro, en los viajes largos. Y revistas. Pero sobre todo cómics.

—Bien, bien —dice Logan, y guiña un ojo a Macintosh. No es muy sutil, y Macintosh frunce el ceño, pero a Billy no le molesta.

—¿Listo para acompañarnos? —pregunta Macintosh.

—Claro. —Billy se guarda el cómic en el bolsillo trasero. Archie y sus exuberantes amigas. También eso podría ser tema de un ensayo por escribir. El solaz que el lector encuentra en unos cortes de pelo y unas actitudes inmutables. Riverdale, y el hecho de que ahí el tiempo se haya detenido.

—Vamos, pues —dice Macintosh—. Nick nos espera.

 

 

2

 

Conduce Macintosh. Logan anuncia que él viajará detrás porque es bajo. Billy prevé que se dirijan hacia el oeste, porque es donde se encuentra la parte elegante de esta ciudad, y a Nick Majarian le gusta vivir a lo grande tanto en casa como fuera. Y no se aloja en hoteles. Sin embargo, ponen rumbo al noreste.

A unos tres kilómetros del centro, acceden a una zona que, por lo que Billy ve, es de clase media baja. Tres o cuatro peldaños por encima del parque de caravanas donde él se crio, pero no elegante ni mucho menos. Sin grandes casas con verja, de eso aquí no hay. Es un barrio de bungalows con franjas de hierba regadas por aspersores giratorios. La mayoría son de una sola planta. La mayoría están bien cuidados, aunque unos cuantos necesitan una mano de pintura y la maleza invade el césped de algunos jardines. En una casa ve una ventana rota cubierta con un cartón. Delante de otra, un gordo en bermudas y camiseta de tirantes, instalado en una tumbona de Costco o Sam’s Club, bebe cerveza y los observa pasar. En Estados Unidos corren buenos tiempos desde hace unos años, pero quizá eso cambie pronto. Billy conoce esta clase de barrios. Son un barómetro, y este ha empezado a decaer. La gente que vive aquí trabaja en sitios en los que hay que fichar.

Macintosh se detiene en el camino de acceso a una casa de dos plantas con calvas en el césped. Es de un amarillo apagado. No está mal, pero nadie diría que es la clase de residencia que Nick Majarian elegiría para vivir, ni siquiera durante unos días. Parece más bien la vivienda de un operario o un empleado de aeropuerto de bajo nivel, casado con una mujer aficionada a recortar cupones y padre de dos hijos, que paga la hipoteca cada mes y va a la bolera los jueves por la noche para jugar en la liga patrocinada por el bar del barrio.

Logan baja del vehículo y abre la puerta a Billy. Este deja su Archie en el salpicadero y sale.

Precedidos por Macintosh, suben al porche. Fuera hace calor, pero dentro hay aire acondicionado. Nick Majarian está de pie en el corto pasillo que conduce a la cocina. Viste un traje que probablemente cueste casi tanto como una mensualidad de la hipoteca de esa casa. Lleva el cabello ralo aplanado contra el cráneo, nada de tupés. Tiene la cara redonda y un bronceado de Las Vegas. Es robusto, pero cuando estrecha a Billy entre sus brazos, este se da cuenta de que ese vientre prominente está duro como una piedra.

—¡Billy! —exclama Nick, y le besa las dos mejillas. Be­sazos sonoros y efusivos. Luce la mejor de sus sonrisas—. ¡Billy, Billy, tío, cuánto me alegro de verte!

—Yo también me alegro, Nick. —Mira alrededor—. Por lo general, te alojas en sitios más elegantes que este. —Guarda silencio por un momento—. Si no te importa que te lo diga.

Nick se ríe. Tiene una carcajada encantadora y contagiosa a la altura de su sonrisa. Macintosh se suma a las risas y Logan sonríe.

—Tengo otro sitio en el lado oeste. Por poco tiempo. Podríamos decir que estoy cuidándoles la casa. Hay una fuente en el jardín, con un niño desnudo en el centro, uno de esos… ¿cómo se llaman?

Querubines, piensa Billy, pero se lo calla, limitándose a mantener la sonrisa.

—Da igual, un niño pequeño que mea agua. Ya lo verás, ya lo verás. No, Billy, esta no es mi casa. Es la tuya. Si decides aceptar el trabajo, claro.

 

 

3

 

Nick le enseña la casa.

—Totalmente amueblada —dice, como si la estuviera vendiendo. Quizá en cierto modo así es.

Esta casa en particular tiene dos plantas. Arriba hay tres dormitorios y dos cuartos de baño, el segundo pequeño, probablemente para los niños; abajo, una cocina, un salón y un comedor, este último tan exiguo que en realidad es más bien un rincón para comer. La mayor parte del sótano se ha convertido en una larga sala enmoquetada con un televisor grande en una punta y una mesa de ping-pong en la otra. Sistema de iluminación con rieles. Nick la llama «zona de recreo», y es ahí donde se sientan.

Macintosh les pregunta si les apetece tomar algo. Añade que hay gaseosa, cerveza, limonada y té helado.

—Yo quiero un Arnold Palmer —responde Nick—. Mitad y mitad. Con mucho hielo.

Billy dice que eso mismo le parece bien. Charlan de trivialidades hasta que llegan las bebidas. El tiempo, qué calor hace aquí en la frontera sur. Nick se interesa por cómo le ha ido el viaje a Billy. Billy dice que bien, pero no añade dónde ha tomado el avión, y Nick no lo pregunta. Nick comenta qué me dices del puto Trump, y Billy responde qué me dices. Ahí empiezan a agotárseles los temas de conversación, pero da igual, porque Macintosh regresa ya con dos vasos altos en una bandeja, y en cuanto se marcha, Nick va al grano:

—Cuando llamé a tu hombre, Bucky, me dijo que tenías previsto retirarte.

—Me lo estoy pensando. Llevo en esto mucho tiempo. Demasiado.

—Es verdad. ¿Qué edad tienes, por cierto?

—Cuarenta y cuatro.

—¿Te has dedicado a esto desde que colgaste el uniforme?

—Prácticamente. —Está casi seguro de que Nick ya sabe todo eso.

—¿Cuántos han sido en total?

Billy se encoge de hombros.

—No lo recuerdo con exactitud. —Diecisiete. Dieciocho, contando el primero, el hombre del brazo enyesado.

—Según Bucky, puede que aceptes uno más si el precio vale la pena.

Espera a que Billy pregunte. Billy se abstiene, así que Nick continúa:

—El precio de este vale mucho la pena. Si accedes, podrías pasarte el resto de la vida en algún sitio cálido. Tomando piña colada en una hamaca. —Despliega otra vez esa amplia sonrisa—. Dos millones. Quinientos mil por adelantado, el resto después.

El silbido de Billy no forma parte de la pantomima, que él no considera una pantomima sino su lado tonto, el que muestra a tipos como Nick, Frank y Paulie. Viene a ser como un cinturón de seguridad. No te lo pones porque preveas que vas a tener un accidente, pero nunca se sabe quién puede aparecer en sentido contrario por tu carril en un cambio de rasante. Esto también se aplica a la carretera de la vida, donde la gente vira en cualquier sitio y conduce por donde no debe en la autopista.

—¿Por qué tanto? —Lo máximo que le han pagado por un encargo es setenta mil—. No será un político, ¿verdad? Porque a eso no me dedico.

—Nada más lejos.

—¿Es una mala persona?

Nick se ríe, menea la cabeza y mira a Billy con genuino afecto.

—Siempre me sales con la misma pregunta.

Billy asiente con la cabeza.

Puede que el lado tonto sea solo una fachada, pero esto es cierto: solo se ocupa de mala gente. Es lo que le permite dormir por las noches. De más está decir que se ha ganado la vida trabajando para mala gente, sí, pero Billy no ve ningún dilema ético en que cierta mala gente le pague por matar a otra mala gente. En esencia, se considera un basurero provisto de arma.

—Es muy mala persona.

—Vale…

—Y los dos millones no los pago yo. Esta vez soy solo el intermediario, que cobra lo que podríamos llamar una comisión por representación. No se descuenta de lo tuyo, lo mío va aparte. —Nick se inclina hacia delante y junta las manos entre los muslos. Adopta una expresión seria, sin apartar la mirada de los ojos de Billy—. El objetivo es un francotirador profesional, como tú. Solo que él nunca pregunta si la víctima es buena o mala persona. No hace esas distinciones. Si el precio lo vale, acepta el trabajo. Lo llamaremos Joe. Hace seis años, o quizá siete, da igual, ese tal Joe eliminó a un chico de quince años que iba camino del colegio. ¿Era el chico una mala persona? No. De hecho, era un estudiante ejemplar. Pero alguien quería transmitir un mensaje a su padre. El chico era el mensaje. Joe era el mensajero.

Billy se pregunta si la historia será cierta. Podría no serlo, tiene algo de fabulación de cuento de hadas, pero por alguna razón parece real.

—Quieres que asesine a un asesino. —Como si estuviese aclarándose las ideas.

—Tal cual. Joe está ahora en chirona. En la Cárcel Central de Los Ángeles. Acusado de agresión e intento de violación. Lo del intento de violación, para serte sincero, tiene su gracia, a menos que seas una chica #MeToo. Confundió a una escritora que estaba en Los Ángeles por un congreso… una escrito­ra feminista… con una puta. Le hizo una proposición deshonesta, ella lo roció con gas pimienta, él le soltó un guantazo en los dientes y le dislocó la mandíbula. Seguro que la mujer vendió otros cien mil libros por eso. Debería haberle dado las gracias en lugar de denunciarlo, ¿no crees?

Billy no contesta.

—A ver, Billy, párate a pensarlo. Ese hombre se ha cargado a Dios sabe cuántos tíos, algunos de cuidado, y va y una bollera feminista le rocía con gas pimienta. Tienes que verle el lado cómico.

Billy esboza una sonrisa de cumplido.

—Los Ángeles está en la otra punta del país.

—Exacto, pero antes de ir allí estuvo aquí. No sé por qué estuvo aquí ni me importa, pero sí sé que ese Joe andaba buscando una partida de póquer y alguien le dijo dónde encontrarla. Porque, para que lo sepas, nuestro amigo Joe se las da de tahúr y apuesta fuerte. Abreviando, perdió mucho dinero. Cuando el gran ganador salió a eso de las cinco de la madrugada, Joe le pegó un tiro en la tripa y se quedó no solo con su dinero, sino con todo. Alguien intentó detenerlo, seguramente otro panoli que había jugado en la misma partida, y Joe también le pegó un tiro.

—¿Los mató a los dos?

—El gran ganador murió en el hospital, pero no antes de identificar a Joe. El tío que intervino se salvó. También identificó a Joe. ¿Y sabes qué más?

Billy niega con la cabeza.

—Imágenes de las cámaras de seguridad. ¿Ves por dónde van los tiros?

Billy lo ve con claridad.

—La verdad es que no.

—En California lo detuvieron por agresión. Eso no se lo quita nadie. El intento de violación probablemente se desestime. Tampoco es que se la llevara a rastras a un callejón ni nada por el estilo; de hecho, incluso propuso pagarle, joder, así que quedará en requerimiento sexual. Por una cosa así el fiscal no se tomará grandes molestias. Teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado ya detenido, puede que le caigan noventa días en la cárcel del condado. Deuda saldada. Pero aquí se trata de un asesinato, y a este lado del Mississippi eso se lo toman muy en serio.

Billy lo sabe. En los estados republicanos mandan al otro barrio a los asesinos sin escrúpulos. A él le trae sin cuidado.

—Y el jurado, después de ver las imágenes de las cámaras de seguridad, sin duda decidiría aplicarle la aguja al bueno de Joey. Lo entiendes, ¿no?

—Claro.

—Ha pedido a su abogado que se oponga a la extradición, como no es de extrañar. Sabes qué es la extradición, ¿no?

—Claro.

—Bien. El abogado de Joe está dejándose la piel para conseguirlo, y el tipo no es un picapleitos de tercera. Ya ha logrado un aplazamiento de treinta días en una vista, y utilizará este tiempo para buscar otras maneras de retrasarlo, pero al final perderá. Y Joe está en una celda de aislamiento, porque alguien intentó pincharle. El bueno de Joey lo desarmó y de paso le rompió la muñeca, pero donde hay un tío con un pincho, puede haber una docena.

—¿Un asunto de bandas? —pregunta Billy—. ¿Los crips, quizá? ¿Se la tienen jurada?

Nick se encoge de hombros.

—A saber. Por ahora, Joe tiene sus propias dependencias privadas, no ha de cebarse con el resto de la piara, dispone del patio para él solo durante media hora. Además, entretanto, el abogado se pone en contacto con cierta gente. El mensaje que transmite es que ese individuo revelará algo sonado a menos que se libre del cargo de asesinato.

—¿Existe esa posibilidad? —Billy preferiría pensar que no, incluso si el hombre al que mató el tal Joe después de la partida de póquer era mala persona—. ¿Los fiscales podrían retirar la petición de pena de muerte, o quizá incluso rebajarlo a homicidio o algo así?

—No está mal, Billy. Al menos vas bien encaminado. Pero, por lo que yo he oído, Joe quiere que se retiren todos los cargos. Debe de tener algún as en la manga.

—Cree que puede negociar para librarse del cargo de asesinato.

—Dice el hombre que se ha librado de eso mismo sabe Dios cuántas veces —comenta Nick, y se ríe.

Billy no.

—Yo nunca le he pegado un tiro a nadie por haber perdido dinero en una partida de póquer. No juego al póquer. Y no robo.

Nick mueve la cabeza en un vigoroso gesto de asentimiento.

—Ya lo sé, Billy. Lo tuyo es la mala gente. Solo estaba vacilándote un poco. Bebe.

Billy bebe. Está pensando: Dos millones. Por un solo trabajo. Y está pensando: ¿Dónde está la pega?

—Alguien debe de estar muy interesado en impedir que ese tipo saque a la luz lo que esconde.

Nick forma una pistola con los dedos y apunta a Billy como si este hubiera hecho una deducción extraordinaria.

—Eso mismo, tú lo has dicho. El caso es que he recibido un mensaje de cierto tipo de aquí, a quien conocerás si aceptas el trabajo, y el mensaje es que busquemos a un francotirador profesional, el mejor entre los mejores. Para mí, ese es Billy Summers, joder, y no hay más que hablar.

—Quieres que liquide a ese tipo, pero no en Los Ángeles. Aquí.

—Yo no. Yo solo soy el intermediario, recuérdalo. Es otra persona. Alguien con unos bolsillos muy profundos.

—¿Dónde está la pega?

Nick activa la sonrisa. Vuelve a señalar a Billy con la mano en forma de pistola.

—Directo al grano, ¿eh? Directo al puto grano. Solo que en realidad no es una pega. O quizá sí, según como lo veas. Es el tiempo, ¿sabes? Vas a estar aquí…

Abarca con un gesto de la mano la pequeña casa amarilla. Quizá también el barrio en que se encuentra, que, como Billy descubrirá, se llama Midwood. Quizá toda la ciudad, que se halla al este del Mississippi y justo por debajo de la línea Mason-Dixon.

—… una temporada.

 

 

4

 

Hablan un rato más. Nick le explica que ya han elegido la posición, con lo que se refiere al lugar desde donde Billy disparará. Le dice que no tiene por qué tomar una decisión hasta que vea el sitio y reciba más información. Se la facilitará Ken Hoff. Es el tipo que vive en la ciudad. Nick añade que hoy Ken está fuera.

—¿Sabe qué uso? —No equivale a aceptar el encargo, pero es un gran paso en esa dirección. Dos millones básicamente por quedarse esperando de brazos cruzados y disparar un solo tiro. Cuesta rechazar un trato como ese.

Nick asiente con la cabeza.

—De acuerdo, ¿y cuándo me reuniré con ese Hoff?

—Mañana. Te llamará esta noche a tu hotel, para decirte la hora y el sitio.

—Si acepto, necesitaré alguna tapadera para justificar mi estancia aquí.

—Está todo pensado, y es genial. Idea de Giorgio. Te pondremos al corriente mañana por la noche, después de la reunión con Hoff.

Nick se pone en pie y le tiende la mano. Billy se la estrecha. Le ha dado la mano otras veces y nunca le ha gustado, porque Nick es mala persona. Pero cuesta no sentir un poco de simpatía por él. Nick también es un profesional, y esa sonrisa surte efecto.

 

 

5

 

Paulie Logan lo lleva de regreso al hotel. Paulie no habla mucho. Pregunta a Billy si le molesta que ponga la radio. Cuando Billy contesta que no, Paulie sintoniza una emisora de rock suave. En cierto momento dice:

—Loggins and Messina, esos son los mejores.

Salvo por el improperio que lanza a otro conductor que le corta el paso en Cedar Street, a eso se reduce su conversación.

A Billy le da igual. Está pensando en todas las películas de atracos que ha visto en las que los protagonistas que planean un último golpe. Si el cine negro es un género, «un último golpe» es un subgénero. En esas películas, el último golpe siempre sale mal. Billy no es atracador, ni trabaja con una banda, ni es supersticioso, pero eso del último golpe lo inquieta de todos modos. Podría ser porque el precio es muy alto. O porque no sabe quién corre con los gastos ni por qué. O incluso por la historia que le ha contado Nick sobre el estudiante ejemplar de quince años a quien liquidó su objetivo.

—¿Vas a quedarte? —pregunta Paulie al detener el coche en la entrada del hotel—. Porque ese tal Hoff te conseguirá la herramienta que necesitas. Podría haberlo hecho yo mismo, pero Nick no ha querido.

¿Va a quedarse?

—No lo sé. Puede ser. —Hace una pausa mientras se apea—. Es probable.

 

 

6

 

En su habitación, Billy enciende el portátil. Cambia la marca de tiempo y comprueba la VPN, porque a los hackers les encantan los hoteles. Podría buscar en Google los juzgados del condado de Los Ángeles —debe de haber un registro público de las vistas por extradición—, pero hay maneras más sencillas de conseguir lo que quiere. Y lo quiere. Ronald Reagan tenía razón al decir: «Confía pero verifica».

Billy accede a la web de Los Angeles Times y paga por una suscripción de seis meses. Utiliza una tarjeta de crédito que pertenece a una persona imaginaria llamada Thomas Hardy, pues Hardy es el escritor preferido de Billy. Al menos entre los naturalistas. Una vez dentro, busca: «Escritora feminista» y añade «intento de violación». Encuentra media docena de artículos, cada uno más corto que el anterior. Aparece una foto de la autora feminista, que está como un tren y tiene mucho que decir. La presunta agresión se produjo en la terraza del hotel Beverly Hills. El presunto autor, cuando lo detuvieron, tenía en su posesión múltiples documentos de identidad y tarjetas de crédito. Según el Times, su verdadero nombre es Joel Randolph Allen. En 2012 eludió una acusación de violación en Massachusetts.

Así que Joe se libró por los pelos, piensa Billy.

A continuación visita la web del periódico de esta ciudad, vuelve a utilizar a Thomas Hardy para salvar el muro de pago y busca: «Víctima asesinato partida póquer».

Encuentra la noticia, y la foto de las cámaras de seguridad que la acompaña es bastante incriminatoria. Una hora antes, la luz no habría sido tan buena como para mostrar el rostro del malhechor, pero la marca de tiempo al pie de la foto indica las 5.18. El sol aún no ha salido, pero falta poco, y la cara del individuo del callejón se ve con toda la nitidez que uno desearía si fuera fiscal. Con la mano en el bolsillo, espera frente a una puerta en la que se lee: ZONA DE CARGA, NO OBSTRUIR EL PASO, y si Billy formara parte del jurado, posiblemente votaría a favor de la aguja sin más prueba que esa. Porque Billy Summers es un experto en lo que se refiere a premeditación, y eso es lo que está viendo ahí.

La noticia más reciente en el periódico de Red Bluff cuenta que Joel Allen ha sido detenido en Los Ángeles por cargos sin conexión con ese hecho.

Nick piensa que Billy interpreta las cosas de manera literal, a ese respecto Billy no alberga la menor duda. Como todos los demás para los que ha trabajado durante los años que lleva en el oficio, Nick cree que Billy, al margen de su habilidad inigualable como francotirador, es un poco lento, tal vez incluso autista. Nick acepta el lado tonto porque Billy pone especial empeño en no exagerarlo. No se queda boquiabierto, no mira con los ojos vidriosos, no manifiesta una evidente estupidez. Un cómic de Archie hace maravillas. Tiene la novela de Zola que ha estado leyendo enterrada en el fondo de la bolsa de viaje. ¿Y si alguien registrara su bolsa y la descubriera? Billy diría que la encontró en el bolsillo del respaldo de un avión y se la quedó porque le gustaba la chica de la cubierta.

Se plantea buscar el caso del estudiante ejemplar de quince años, pero no dispone de datos suficientes. Podría pasarse toda la tarde en Google y no encontrarlo. Incluso si lo descubriera, le resultaría imposible tener la certeza de que ese era el chico de quince años en cuestión. Le basta con saber que el resto de la historia de Nick concuerda.

Pide un bocadillo y una tetera. Cuando llegan, se sienta junto a la ventana a comer y leer Thérèse Raquin. Piensa que es una mezcla entre James M. Cain y los cómics de terror de los años cincuenta de la editorial EC. Después de su comida tardía, se acuesta con las manos detrás de la cabeza, bajo la almohada, donde percibe el frescor que se oculta ahí. Que, como la juventud y la belleza, no dura demasiado. Verá qué tiene que decir ese Ken Hoff, y si eso también concuerda, cree que aceptará el trabajo. La espera se le hará difícil, eso nunca se le ha dado bien (una vez probó con el zen, no le dio resultado), pero por una paga de dos millones de dólares puede esperar.

Billy cierra los ojos y se duerme.

A las siete de la tarde, disfruta de una cena del servicio de habitaciones y ve La jungla de asfalto en el portátil. Va de un último golpe fallido, cómo no. Suena el teléfono. Es Ken Hoff. Le comunica dónde se reunirán mañana por la tarde. Billy no necesita anotarlo. Las notas pueden ser peligrosas, y tiene buena memoria.