10

 

 

 

 

1

 

Jueves por la mañana. El día señalado. Billy se levanta a las cinco. Come unas tostadas, que acompaña con un vaso de agua. Sin café. Nada de cafeína de ningún tipo hasta que acabe el trabajo. Cuando se apoye el 700 en el hombro y mire a través de la mira telescópica Leupold, quiere tener el pulso absolutamente firme.

Deja el plato de las tostadas y el vaso de agua vacío en el fregadero. En la mesa, dispuestos en una hilera, están los cuatro teléfonos móviles. Extrae las tarjetas SIM de tres —el teléfono de Billy, el de Dave y el desechable— y las mete en el microondas durante dos minutos. Se pone un guante de cocina, extrae los restos chamuscados y los muele en el triturador de basura. Guarda en una bolsa de papel los tres móviles desprovistos de SIM. Añade el teléfono de Dalton Smith, el candado Yale y la sencilla gorra gris con la que fue a Pearson Street cuando dejó allí las cosas de Dalton Smith y regó las plantas de Beverly.

Con el ordenador colgado al hombro, se queda en la puerta unos instantes y mira alrededor. Esta no es su casa, en realidad nunca ha tenido un sitio al que pudiera llamar casa desde que el agente F. W. S. Malkin se lo llevó del 19 de Skyline Drive, en el parque de caravanas Hillview (y no era nada del otro mundo como casa, sobre todo después de que Bob Raines matara a su hermana), pero supone que es lo más parecido.

—Bien, pues —dice Billy, y sale.

No se molesta en cerrar con llave. No hace falta que la poli eche la puerta abajo. Bastante triste será que, como sin duda ocurrirá, pisoteen el césped que con tanto esfuerzo ha recuperado.

 

 

2

 

Billy no conduce hasta el parking. El parking ya es cosa del pasado. A las seis menos cinco aparca en Main Street, a unas manzanas de la Torre Gerard. A esa hora hay mucho espacio en la propia calle y no ve a nadie en la acera. Lleva el ordenador al hombro y la bolsa de papel en la mano. Deja la llave del Toyota en el contacto. Tal vez lo roben, aunque en realidad no es necesario. Tampoco lo es tirar los tres móviles desactivados en tres alcantarillas distintas, siempre echando una ojeada alrededor para cerciorarse de que no lo observan. Es lo que los marines llamaban «controlar la zona». Tras desprenderse del tercero, comprueba si ha cogido el dibujo de Shan, en el que aparece la niña con el flamenco, el que ha pasado a llamarse Dave. Ahí está. Bien. Quiere conservarlo.

Ataja por Geary Street, se aleja una manzana de la Torre Gerard y llega al callejón al que echó un vistazo. Después de volver a asegurarse de que nadie lo observa (también de que no hay ningún borracho inoportuno durmiendo ahí), Billy entra en el callejón y se agacha detrás del segundo de los dos contenedores. El día de recogida de la basura en la ciudad es el viernes, así que los dos están llenos y apestan. Esconde el ordenador y la gorra detrás del contenedor; luego rescata de la basura una bola de papel de embalar y los tapa.

Esta parte le preocupa más que el propio disparo. ¿Resulta irónico? No lo sabe. Lo que sí sabe es que no desea perder el ordenador en igual medida que no quiere perder el ejemplar de Thérèse Raquin que estaba leyendo cuando llegó a la ciudad (el libro se encuentra a buen recaudo en el 658 de Pearson). Los amuletos son lo que son. Como el zapato de bebé que llevó encima durante la Operación Resolución Vigilante y la mayor parte de Furia Fantasma.

Las probabilidades de que alguien pase por ese callejón, mire detrás del contenedor, retire el papel de embalaje pringoso y robe el portátil son mínimas, y nadie sería capaz de dar con la contraseña, pero el objeto en sí es importante. Así y todo, no puede llevarlo consigo, porque no puede salir de la Torre Gerard con él al hombro. Ha visto a Colin White con su móvil, y un par de veces se ha presentado a comer todavía con los auriculares puestos, que deben de ser prácticamente parte de él, pero Billy nunca lo ha visto con un portátil.

Llega a la Torre Gerard a las seis y veinte. La calle, que desemboca en el juzgado, será una colmena llena de abejas obreras más tarde, pero ahora mismo es un cementerio. No ve más que a una mujer soñolienta que coloca el cartel con el menú del desayuno ante el Sunspot Café. Billy se pregunta si el flashpot ya estará instalado más atrás, pero enseguida descarta ese pensamiento. Los flashpots no son problema suyo, como tampoco lo es el incendio que prometió Ken Hoff en Cody. Billy efectuará el disparo pase lo que pase. Es su trabajo y, después de quemar sus naves una tras otra, se propone llevarlo a cabo. No hay alternativa.

Irv Dean no está en el mostrador de seguridad, no llegará hasta las siete, tal vez las siete y media, pero uno de los dos porteros del edificio está abrillantando el suelo del vestíbulo. Alza la vista mientras Billy se dirige al lector de tarjetas para dejar constancia de su entrada, como un buen chico.

—Eh, Tommy —saluda Billy camino de los ascensores.

—¿Qué haces aquí tan temprano, Dave? Ni Dios se ha levantado aún.

—Expira el plazo de entrega —contesta Billy, y piensa en lo apropiada que es la palabra «expira» para el asunto de hoy—. Es probable que siga aquí cuando Dios se vuelva a la cama.

Tommy suelta una risotada.

—Ánimo, tú puedes.

—Esa es la idea —dice Billy.

 

 

3

 

Lleva las dos bolsas de papel al servicio de hombres de la cuarta planta. Esconde el disfraz de Colin White, sin olvidar la peluca de cabello largo y negro (quizá la parte más importante), en la papelera junto a los lavabos, y lo cubre con toallas de papel. El letrero y el candado van en la puerta. La llave va a su bolsillo, junto con el teléfono de Dalton y el lápiz USB de Benjy Compson.

A medio camino de la oficina, lo asalta una idea molesta. Mientras venía hacia aquí, ha perdido la concentración en algunos momentos, cuando se le iba la cabeza al dibujo de Shan en lugar de tener los cinco sentidos puestos en lo que debía: los preparativos de esta mañana. ¿Ha tirado el teléfono de Dalton a una alcantarilla en lugar de alguno de los otros? La idea lo aterra de tal modo que en ese instante está convencido de que es justo lo que ha hecho, de que, cuando se lleve la mano al bolsillo, encontrará el teléfono de Billy, o el de Dave o ese desechable que no sirve para nada. Si es así, puede sustituirlo, todas las tarjetas a nombre de Dalton Smith son válidas, pero ¿y si Don o Beverly Jensen lo llaman uno o dos días antes de que FedEx le entregue uno nuevo en el 658 de Pearson? Se preguntarán por qué no contesta. Podría ser intrascendente, pero podría no serlo. Unos buenos vecinos, unos vecinos agradecidos, tal vez incluso llamarían a la policía y les pedirían que mandaran a alguien al apartamento del sótano para asegurarse de que no le ha pasado nada.

Agarra el teléfono, y por un momento se limita a sostenerlo en la mano dentro del bolsillo, sintiéndose como un jugador de ruleta que teme mirar la rueda y ver en qué color ha caído la bolita. Lo peor —peor que los inconvenientes que eso podría causarle, incluso peor que el riesgo potencial— es saber que ha actuado con descuido. Ha permitido que su pensamiento vuelva furtivamente a la vida que acaba de dejar atrás.

Se saca el móvil del bolsillo y deja escapar un suspiro de alivio. Es el de Dalton. Ha salido indemne de un posible error. No puede cometer otro. La fatalidad no perdona.

 

 

4

 

Las siete menos cuarto. Billy accede al periódico local mediante su teléfono de Dalton Smith y utiliza una tarjeta de crédito para salvar las barreras de pago. El titular de primera plana está relacionado con las inminentes elecciones del estado, pero hacia el pie de la página, en la parte que habría quedado por debajo del pliegue en los tiempos de los periódicos reales, aparece el titular: PRÓXIMA COMPARECENCIA DE ALLEN, ACUSADO DEL ASESINATO DE HOUGHTON. La noticia empieza: «Después de una prolongada lucha por evitar la extradición, Joel Allen pasará por fin el primero de muchos días en el juzgado. Los fiscales se proponen acusarlo de asesinato por la muerte de James Houghton, 43, y de agresión con intención homicida al disparar casi fatalmente contra…».

Billy no se molesta en seguir, pero programa el teléfono para recibir nuevas notificaciones del periódico. Se sienta ante el escritorio de la zona de recepción y, en una hoja arrancada de uno de los cuadernos Staples que por lo demás nunca ha usado, escribe en mayúsculas: TENGO UN PLAZO QUE CUMPLIR. POR FAVOR, NO MOLESTEN. Lo pega con celo a la puerta y echa la llave desde dentro.

Saca del altillo las piezas del Remington 700 y las coloca sobre la mesa donde ha estado escribiendo. Al verlas ahí, como en un diagrama en perspectiva explosionada de un manual de armas de fuego, vuelve a su memoria Faluya. Aparta los recuerdos. Es otra vida que dejó atrás.

—No más errores —dice, y monta el rifle.

Cañón, cerrojo, extractor y muelle del botador, cantonera, espaciador para la culata y todo lo demás. Sus manos se mueven con rapidez y casi por voluntad propia. Acude brevemente a su mente un poema de Henry Reed, el que empieza: «Hoy toca el nombre de las piezas. Ayer tuvimos la limpieza diaria». Aparta también eso. Esta mañana se acabaron los dibujos infantiles y la poesía. Más tarde tal vez. Y más tarde tal vez escriba. Ahora tiene que concentrarse en el trabajo y mantener la vista en el premio. El hecho de que el premio ya no le importe demasiado es intrascendente.

La mira es lo último, y una vez más utiliza la aplicación de calibrado para asegurarse de que el arma conserva su precisión. «Centrado», decían ellos. Acciona el cerrojo tres veces, añade un par de gotas de aceite y vuelve a accionarlo. Como prevé disparar una sola vez, no hace falta, pero es lo que le enseñaron. Por último, inserta el cargador y acerroja para desplazar la bala letal a la recámara. Deja el arma con cuidado (aunque no con veneración, ya no) en la mesa.

Valiéndose de una chincheta, un cordel y un rotulador, traza una circunferencia de cinco centímetros de diámetro en el cristal de la ventana. Entrecruza encima varias tiras de cinta adhesiva y empieza a cortar con el cúter. Mientras delinea una y otra vez el contorno, suena el tono del móvil, pero Billy ni se interrumpe. Tarda un rato porque el cristal es grueso, pero el círculo de vidrio acaba desprendiéndose limpiamente como el corcho de una botella de vino. La brisa fresca de la mañana se cuela por el orificio.

Consulta su teléfono y ve que ha recibido una notificación del periódico. Incendio en un almacén de Cody, nivel de alerta cuatro. Billy se asoma por la ventana y ve ascender una columna de humo negro. No sabe de dónde sacó Ken Hoff esa información, pero acertó de pleno.

Son las siete y media, y está todo lo preparado que puede estar. Todo lo preparado que necesita estar, espera. Se sienta en la silla donde ha estado escribiendo, con las manos cruzadas relajadamente sobre el regazo, y aguarda. Como aguardó en Faluya, a cierta altura y en la orilla del río opuesta al cibercafé del árabe que reveló los planes de los contratistas de Blackwater y desencadenó una tormenta de fuego. Como aguardó en una decena de azoteas, escuchando las detonaciones de las armas y el aleteo de las bolsas de basura prendidas en las palmeras. El corazón le late de forma lenta y acompasada. No está nervioso. Observa el tráfico en Court Street, cada vez más denso. Pronto todas las plazas de aparcamiento estarán ocupadas. Observa entrar a los clientes en el Sunspot Café. Unos cuantos se sientan fuera, donde se sentó Billy hace meses con Ken Hoff. Una unidad móvil del Canal Seis avanza despacio por la calle, pero es la única. O el incendio del almacén ha atraído a las otras o Joel Allen no es una gran prioridad. Quizá ambas cosas, piensa Billy. Aguarda. El tiempo pasa. Siempre pasa.

 

 

5

 

El personal de Business Solutions empieza a llegar a las ocho menos diez, algunos con vasos de café para llevar. Estarán en plena actividad a las ocho y cuarto, apremiando a gente hasta el cuello de deudas, con las persianas translúcidas de los grandes ventanales bajadas para disuadirlos de apartar la mirada del trabajo aunque sea unos segundos. Algunos se detienen de camino a las puertas del vestíbulo para observar la columna de humo negro que se eleva por encima del juzgado desde Cody. Colin White se encuentra entre ellos. Él no lleva vaso de café; tiene una lata de Red Bull. Hoy viste un pantalón acampanado teñido con nudos y una camiseta de color naranja chillón. No se parece en nada al conjunto que Billy tiene escondido, pero, en medio del revuelo, no debería importar.

Llega más gente, aunque, con el bajo nivel de ocupación del edificio, no demasiada. Casi todos se dirigen al juzgado. A las ocho y media, Jim Albright y John Colton vienen por Court Street y cruzan la plaza. Acarrean grandes maletines. Y detrás de ellos, Phyllis Stanhope. Su abrigo de otoño ha sa­lido por primera vez de la hibernación del armario. Es de color rojo escarlata, lo que lleva a Billy a pensar en Caperucita Roja. Lo asalta un breve pero vívido recuerdo de ella mirándolo desde arriba, instándolo a penetrarla más, mientras él le acaricia los pezones con los pulgares. Lo aparta de su cabeza.

Hay doce personas en la cuarta planta, sin contar al propio Billy: cinco en el bufete y siete en la asesoría contable. La gente del bufete tal vez oiga el disparo, tal vez no, pero Billy da por hecho que sí oirán el estampido del primer flashpot. Se producirá un breve silencio durante el cual todos se mirarán, diciendo «qué ha sido eso», y luego cruzarán apresuradamente el rellano hacia la asesoría contable Crescent, porque son las ventanas que dan a Court Street. Para entonces se habrá activado ya el segundo flashpot. Todos se apiñarán y mirarán hacia la calle, preguntándose qué ha ocurrido y qué deben hacer. ¿Bajar o quedarse? Habrá distintas opiniones. Piensa que pueden transcurrir hasta cinco minutos antes de que decidan bajar, porque disponen de una vista excelente y todo el barullo tiene lugar en la acera de enfrente, ante el juzgado, o en la esquina, ante la tienda de prensa y papelería. Billy no necesitará cinco minutos. Deberían bastarle tres, tal vez solo dos.

Le suena el aviso de otra notificación en el móvil. El incendio del almacén se ha propagado a un centro de alquiler de trasteros cercano, y van de camino unidades de bomberos de otros distritos. La Interestatal 64 permanecerá cerrada al menos hasta el mediodía. Se recomienda a los automovilistas que utilicen la carretera estatal 47A. A las nueve menos cinco, otra notificación anuncia que el incendio empieza a estar bajo control. Por el momento no se ha informado de heridos ni víctimas mortales.

Ahora Billy está sentado delante de la ventana con el Remington sobre las rodillas. Hace un día claro como el agua, la lluvia que Nick temía no ha caído, la brisa es poco más que un soplo refrescante, el equipo de filmación del Canal 6 está a punto para grabar con objeto de emitir en las noticias del mediodía. ¿Dónde está, pues, la estrella del espectáculo? Billy esperaba que trasladaran a Allen en un vehículo de la oficina del sheriff del condado, más que en un autobús de reclusos, y a las nueve en punto, hora a la que lo acompañarían a una sala de espera hasta que el juez estuviera en situación de recibirlo, pero pasan ya cinco minutos de las nueve y en Holland Street no se ve ni rastro de ningún vehículo oficial procedente de la cárcel del condado.

Pasan diez minutos y todavía nada. La clientela del Sunspot reunida para el desayuno empieza a marcharse. Pronto la encargada, ya sin aspecto soñoliento, entrará el cartel con el menú del desayuno y lo sustituirá por otro con el del almuerzo.

Son las nueve y cuarto, y el humo que ondea por encima del juzgado parece disiparse. Billy comienza a preguntarse si ha habido algún contratiempo. A la nueve y veinte está seguro de que así es. Tal vez Allen haya caído enfermo o se haya autoprovocado alguna enfermedad. Tal vez lo hayan agredi­do en la cárcel. Tal vez esté en la enfermería, o incluso muer­to. Tal vez haya fingido enloquecer a fin de retrasar la compa­recencia. Tal vez ha enloquecido de verdad.

A las nueve y media, cuando Billy contempla sus opciones de salida —en cualquier caso, desmontar el arma será lo primero—, aparece en Court Street un todoterreno negro con el rótulo SHERIFF DEL CONDADO en el lateral. Unas luces azules destellan en el techo y tras la calandra. El reducido equipo de filmación de Canal 6, que estaba ocioso, reacciona. De la unidad móvil sale una mujer con un vestido corto exactamente del mismo rojo que el abrigo de otoño de Phil. Sostiene un micrófono en una mano y, en la otra, un pequeño espejo para comprobar su aspecto. El espejo refleja la intensa luz del sol de la mañana en dirección a Billy, que gira la cabeza para que no lo deslumbre.

Dos policías, walkie-talkies en mano, salen del juzgado y descienden al trote por la escalinata de piedra al tiempo que el todoterreno se detiene junto al bordillo. Se abre la puerta del lado del acompañante y se apea un hombre corpulento con un traje marrón y un sombrero vaquero blanco ridículamente grande. Del lado del conductor baja un poli de uniforme. El equipo de televisión está filmando. La periodista se encamina hacia el hombre corpulento, quien con toda seguridad es el sheriff del condado. Nadie más se atrevería a calarse un sombrero como ese. Los policías del juzgado hacen ademán de cortar el paso a la periodista, pero el hombre corpulento le indica que se acerque. La mujer formula una pregunta y le tiende el micro para captar su respuesta. Billy adivina lo esencial: sabemos manejar a hombres peligrosos como este, se hará justicia, voten por mí en noviembre.

La periodista tiene su declaración y retrocede un paso. El hombre corpulento se vuelve hacia el todoterreno. Se abre la puerta de atrás y sale otro poli de uniforme. Este de tamaño extragrande. Billy se cruza el Remington ante el pecho, observa y espera. El conductor se reúne con el hombre extragrande. Se vuelven para abrir la puerta, y ahora sale Joel Allen. Como es solo la comparecencia y no hay jurado al que impresionar, viste un mono naranja del departamento penitenciario local en lugar de traje. Tiene las manos esposadas al frente.

La periodista quiere formular una pregunta a Allen, probablemente algo perspicaz como fue usted quien lo hizo, pero esta vez el hombre corpulento tiende las manos para evitar que se acerque. Allen sonríe a la mujer y dice algo. Billy no necesita la mira telescópica para ver eso.

El poli descomunal sujeta a Allen por el codo y lo dirige hacia los escalones del juzgado. Empiezan a subir. Billy introduce el cañón del Remington por el orificio en el cristal. Se encaja la cantonera de la culata firmemente en el hueco del hombro y se acoda en las rodillas, un poco separadas. Para un disparo como ese, no necesita más apoyo. Observa por la mira y de pronto la escena de abajo se acerca. Ve las arrugas en el cuello curtido por el sol del hombre corpulento. Ve agitarse el llavero en el cinturón del poli descomunal. Ve en la parte de atrás de la cabeza de Allen un mechón de cabello castaño claro erizado. Billy traspasará con la bala ese mechón y la alojará en el cerebro que hay debajo. En el secreto que Allen ha estado guardando, el que, según espera, será su as en la manga para salir libre de la cárcel.

Esta vez el súbito recuerdo que lo asalta es el de los niños al abalanzarse sobre él cuando Derek lo gana en esa última partida al Monopoly. Lo aparta de su mente. Ahora están solo Allen y él. Son los únicos en el mundo. Se reduce a eso. Billy toma aire, relajado, lo retiene y dispara.

 

 

6

 

La fuerza de la bala arranca a Allen de las manos del policía que lo custodia. Sale despedido hacia delante con los brazos abiertos y choca contra los peldaños. La parte delantera del cráneo llega antes que el resto del cuerpo. El corpulento sheriff corre a ponerse a cubierto y pierde el ridículo sombrero vaquero. La periodista también pone pies en polvorosa. El cámara se agacha en un acto reflejo, pero no se mueve de su sitio. Lo mismo hace el poli extragrande. Al alegre sargento de los marines que alistó a Billy le habrían encantado esos dos tipos. En especial el extragrande, que lanza una ojeada a Allen y acto seguido se da la vuelta, desenfunda y busca la procedencia del disparo. Ese tío los tiene bien puestos y es rápido, pero Billy ya ha retirado el 700. Lo deja caer al suelo y sale a la recepción del despacho.

Se asoma al pasillo y no ve a nadie. Estalla el primer flash­pot. La detonación es muy ruidosa. Billy sale y, mientras corre hacia el servicio, se saca la llave del bolsillo. La introduce en la base del candado Yale y la gira. Justo cuando entra en el cuarto de baño, oye el griterío en la otra punta del pasillo. Los Jóvenes Abogados, más su asistente y la secretaria, cruzan el pasillo hacia la asesoría contable Crescent, conforme a lo previsto.

Billy se inclina sobre la papelera, aparta las toallas de papel y coge los elementos de su disfraz. Se pone el pantalón de estilo paracaídas encima de los vaqueros, tira del cordón y se lo ciñe mediante un nudo de la abuela. No hay cremallera que subirse. Se enfunda la cazadora de los Rolling Stones. A continuación, mirándose en el espejo del lavabo, se coloca la peluca. El cabello negro le cae solo hasta media nuca, pero le oculta la frente hasta las cejas y los lados de la cara.

Abre la puerta del servicio. El pasillo está vacío. Los abogados y los contables (entre ellos, Phil) siguen contemplando pasmados el revuelo de la calle. Pronto decidirán salir del edificio, y al menos unos cuantos bajarán por las escaleras, porque son demasiados para el ascensor, pero todavía no.

Billy abandona el baño y se encamina hacia las escaleras. Oye bullicio más abajo, mucho, pero el tramo de escaleras entre la tercera y la segunda planta está vacío. La gente de esos pisos continúa estupefacta ante las ventanas. No así la de la primera planta, ocupada íntegramente por Business Solutions. Esta, aun sin las persianas translúcidas, no cuenta con la vista panorámica que ofrecen los ventanales de los pisos superiores que dan a la calle. Los oye bajar de forma ruidosa por las escaleras, farfullando. Colin White estará entre ellos, pero nadie debería fijarse en que ahora tiene un doble, porque Billy irá detrás de ellos y nadie se volverá para mirar. Esta mañana, no.

Billy se detiene justo por encima del rellano de la primera planta. Permanece ahí hasta que el tropel ensordecedor ha desaparecido; luego sigue descendiendo hacia la planta baja detrás de un hombre con pantalón cargo caqui y una mujer con un desacertado pantalón a cuadros. Por un momento se ve obligado a parar, posiblemente a causa de un atasco en la puerta que da al vestíbulo. Se pone nervioso, porque la gente de los pisos superiores no tardará en bajar por esas mismas escaleras. Algunos desde la cuarta planta.

La muchedumbre por fin se pone en movimiento de nuevo, y cinco segundos después —mientras Jim, John, Harry y Phil siguen mirando desde arriba—, él está ya en el vestíbulo. Irv Dean ha abandonado su puesto. Billy lo ve en la plaza, fácil de localizar con el chaleco azul de guardia de seguridad. A Colin White, con su camiseta de color naranja chillón, también se lo distingue fácilmente. Con el teléfono en alto, graba el alboroto: policías que corren por la calle hacia la nube de humo entre el Sunspot Café y la agencia de viajes contigua, policías y alguaciles que gritan a la gente para que vuelva a entrar en el juzgado y se ponga a cubierto, gente que huye de otra nube de humo en la esquina, desgañitándose.

Colin no es el único que graba. Otros, al parecer convencidos de que un iPhone los vuelve invulnerables, hacen lo mismo. Pero son una minoría, como comprueba Billy al salir. La mayoría de la gente solo quiere alejarse. Oye que alguien exclama: «¡Tirador activo!». Algún otro grita: «¡Han puesto una bomba en el juzgado!». Otro vocifera: «¡Hombres armados!».

Billy atraviesa la plaza hacia la derecha y enfila Court Street Place. El corto paseo en diagonal lo llevará a la calle Dos, que pasa por detrás del parking. No está solo. Más de treinta personas lo preceden y otras tantas avanzan detrás de él, todas usando ese atajo para alejarse del caos, pero él es el único que presta atención a la furgoneta del DOP aparcada junto a la acera. Dana está sentado al volante. Reggie, vestido con el mono municipal reglamentario, se encuentra de pie junto a la puerta trasera y escruta a la muchedumbre. Casi todos los que huyen de Court Street hablan por el móvil. Billy desearía poder fingir que hace lo mismo, pero lleva el teléfono de Dalton Smith en los vaqueros, debajo del pantalón de estilo paracaídas. Una oportunidad desaprovechada, pero no se puede pensar en todo.

Sabe que no debe agachar la cabeza, porque Dana o Reggie podrían reparar en el gesto (más probablemente Dana), pero se acerca a una mujer rechoncha que jadea y sujeta el bolso contra el pecho como si fuera un escudo. Cuando se aproximan a la furgoneta, Billy vuelve la cabeza hacia ella y levanta la voz en una imitación de la de Colin White en las ocasiones en que Colin se pone en plan soy el más gay de todos.

—¿Qué ha pasado? Dios mío, ¿qué ha pasado?

—Un atentado terrorista, creo —contesta la mujer—. Santo cielo, ¡se han oído explosiones!

—¡Lo ! —exclama Billy—. ¡Dios, lo he oído!

En ese punto ya han dejado atrás la furgoneta. Billy se atreve a echar una ojeada por encima del hombro. Tiene que asegurarse de que no lo miran a él. O lo siguen. No, no lo han visto. La gente que recurre a Court Street Place para alejarse es aún más numerosa; abarrota la acera. Reggie los observa con suma atención, de puntillas, buscando a Billy. Cabe suponer que Dana también. Billy aprieta el paso y, sorteando a la gente, deja atrás a la mujer rechoncha. No corre, pero casi. Dobla a la izquierda en la calle Dos, otra vez a la izquierda por Laurel, luego a la derecha por Yancey. El éxodo queda ya a su espalda. Un joven lo agarra por el hombro porque quiere saber qué demonios ocurre.

—No lo sé —contesta Billy. Se zafa y sigue adelante.

Detrás de él, el sonido de las sirenas se eleva en el aire.

 

 

7

 

El portátil ha desaparecido.

Billy aparta el papel de embalaje, ahora salpicado con restos de comida china caída del contenedor rebosante, y debajo no hay más que adoquines viejos. Su mente resbala de vuelta a Faluya y el zapato de bebé. De vuelta a Taco cuando este dijo: «Guárdalo bien, hermano». Lo llevó atado por los cordones a la trabilla del cinturón, rebotando contra su cadera junto con los demás objetos que acarreaba. Que todos ellos acarreaban.

No necesita el puto portátil, tiene el lápiz USB con el relato de Benjy, en el que Rudy Bell, alias Taco, y los demás aún no aparecen pero esperan entre bastidores. Puede seguir escribiendo cuando llegue al apartamento del sótano. En el portátil no hay nada que lo relacione con su vida de Dalton Smith, aunque alguien, un superinformático de película, pudiera descifrar la contraseña. La única conexión con su vida de Dalton Smith, aparte de los Jensen, es Bucky Hanson, y solo se ha comunicado con Bucky a través de un teléfono que ya no existe.

Déjalo correr, pues. No tienes elección ni pierdes nada.

Pero lo considera de muy mala suerte. Un mal augurio. Casi parece el compendio final de una mierda de trabajo que debería haber tenido la sensatez de no aceptar.

Descarga un puñetazo en el costado del contenedor con fuerza suficiente para hacerse daño y escucha las sirenas. Ahora mismo la policía le trae sin cuidado: todos los efectivos van camino del juzgado, donde se ha armado un buen jaleo. Pero sí le preocupan Reggie y Dana. Cuando se cansen de esperar, llegarán a la conclusión de que Billy ha quedado atrapado en la Torre Gerard o les ha dado esquinazo. No pueden hacer nada si sigue en el edificio, pero si ha decidido abandonar el plan y largarse por su cuenta, pueden empezar a recorrer las calles en su busca.

No es como el zapato de bebé, piensa Billy. Y demonios, el zapato de bebé tampoco era mágico, solo pensamiento mágico. El desastre que ocurrió después de que lo perdiera no significa nada. Azares de la guerra, muchacho, lo mismo que esto. Alguien ha encontrado el portátil y lo ha robado, ha desaparecido, y tú tienes que esconderte antes de que aparezca esa furgoneta Transit, avanzando lentamente.

Piensa en los ojos pequeños e intensos de Dana Edison detrás de esas gafas con montura al aire. Billy ha superado la inspección de esos ojos una vez y no quiere arriesgarse a dar una segunda oportunidad a ese hombre. Tiene que llegar al apartamento del sótano de Pearson Street, y deprisa.

Billy se pone en pie y se dirige apresuradamente a la boca del callejón. Ve unos cuantos coches pero ninguna furgoneta Transit. Se dispone a doblar a la derecha y de pronto se queda inmóvil, asombrado y furioso ante su propia estupidez. Es como si el lado tonto se hubiera convertido en su lado real. Ha estado a punto de dirigirse a Pearson Street todavía con la peluca, la cazadora de los Rolling Stones y el puto pantalón de estilo paracaídas puestos. Como llevar un letrero de neón que dijera: FIJAOS EN MÍ.

Vuelve a adentrarse rápidamente en el callejón, despojándose de la peluca y la cazadora sobre la marcha. Otra vez detrás del contenedor, deshace el nudo de la abuela que le ciñe el ridículo pantalón, se lo baja y se lo quita. Se agacha y lo enrolla todo. Luego empuja el fardo lo más hondo posible bajo las pilas de papel de embalaje sucio… y toca algo. Es duro y delgado. ¿Puede ser la visera de una gorra?

Lo es. ¿De verdad lo ha dejado tan alejado detrás del contenedor? Tira la gorra a un lado y hurga más allá, apoyando el hombro contra el costado herrumbroso del contenedor, en medio de los miasmas de la comida china. Roza algo más con las yemas de los dedos. Sabe qué es y le cuesta creerlo. Se estira aún más, ahora con la mejilla contra el costado herrumbroso del contenedor, y agarra el asa del maletín del portátil. Lo saca y lo mira con incredulidad. Juraría que no lo ha dejado tan lejos, pero parece que sí lo ha hecho. Se dice que eso no es lo mismo que pensar que ha tirado el teléfono equivocado, no es lo mismo ni mucho menos, pero lo es.

Acceder a quedarse tanto tiempo en esta ciudad fue un error. El Monopoly fue un error. Organizar una barbacoa en el jardín trasero fue un error. ¿Derribar aquellos pájaros de hojalata en la barraca de tiro? Un error. Tener tiempo para pensar y actuar como una persona normal ha sido el mayor error de todos. Él no es una persona normal. Es un asesino a sueldo, y si no piensa como quien es y como lo que es, no saldrá de esta.

Utiliza un trozo no muy sucio de papel de embalaje para limpiar la gorra y el maletín del portátil. Se echa la correa al hombro y se cala la gorra, antes impecable y ahora mugrienta. Se acerca a la salida del callejón y vuelve a asomarse. Un coche patrulla dobla la esquina ruidosamente, con las luces y la sirena encendidas. Billy se echa atrás hasta que pasa. Luego sale y se encamina con paso enérgico hacia Pearson Street y el edificio frente a la estación de ferrocarril demolida. Vuelve a acordarse de Faluya, de las interminables batidas por calles estrechas con el zapato de bebé rebotando contra su cadera. Impaciente por que termine la patrulla. Con ganas de regresar a la relativa seguridad de la base, a menos de dos kilómetros de la ciudad, donde habría comida caliente, touch rugby, quizá una película bajo las estrellas del desierto.

Nueve manzanas, se dice. Nueve manzanas y lo habrás logrado. Nueve manzanas y esta patrulla en particular habrá terminado. Sin película bajo las estrellas, eso era cosa de Billy Summers, pero Dalton Smith tiene YouTube e iTunes en uno de los ordenadores AllTech. Sin violencia, sin explosiones, solo personas haciendo bufonadas. Y besándose al final.

Nueve manzanas.

 

 

8

 

Ha recorrido siete de esas manzanas, y la parte más moderna de la ciudad ya ha quedado atrás, cuando ve una furgoneta Transit municipal que pasa con lentitud por un cruce más adelante. Billy supone que podría ser otra Transit del DOP, son todas iguales, pero avanza muy despacio y casi se detiene en medio de West Avenue antes de acelerar de nuevo.

Billy se oculta en un portal. Al ver que la furgoneta no da media vuelta, se pone otra vez en marcha, siempre buscando un sitio donde refugiarse por si regresa. Si vuelven y lo ven, es probable que acabe muerto. Lo más parecido que tiene a un arma son las llaves. A menos que, claro está, Nick haya actuado honradamente con él desde el principio. Si así fuera, quizá solo le caería un severo rapapolvo, pero no tiene intención de averiguarlo. En cualquier caso, debe seguir adelante si quiere llegar al apartamento.

Se detiene en el cruce y mira en la dirección en que se ha ido la Transit. No ve nada más que unos cuantos coches y un camión de UPS. Billy cruza la calle al trote, con la cabeza gacha, y no puede evitar pensar en la carretera 10 de Faluya, conocida también como Callejón de los AEI, por los artefactos explosivos improvisados que solían encontrarse allí.

Dobla en Pearson, salva deprisa la última manzana, y ahí está el edificio. Para llegar, tiene que cruzar la calle, y siente un picor delirante en el omóplato derecho como si alguien —sería Dana, por supuesto— estuviera apuntándole con la mira de una pistola silenciada. El viento casi incesante que sopla a través del solar cubierto de escombros arrastra un desplegable publicitario con cupones del periódico local contra uno de sus tobillos. Sobresaltado, da un brinco.

Recorre apresuradamente el camino de acceso del 658, con el pavimento deformado a causa de las temperaturas invernales, y sube por las escaleras. Mira por encima del hombro en busca de la Transit, convencido de que la verá, pero la calle está vacía. Las sirenas han quedado atrás, como el resto de su vida de David Lockridge. Prueba una llave y no entra. Prueba otra y tampoco sirve. Piensa en el teléfono que podría haber perdido y en el portátil que podría haber perdido, tal como perdió el zapato de bebé.

Calma, piensa. Son las llaves de Evergreen Street, que no has sacado del llavero, así que serénate. Casi estás a salvo en casa.

La llave siguiente abre la puerta del vestíbulo. Entra y cierra. Mira hacia la calle a través de un andrajoso visillo de encaje, tejido quizá por Beverly Jensen. No ve nada, no ve nada, ve que un cuervo se posa en los irregulares escombros de la acera de enfrente, ve que el cuervo alza el vuelo, no ve nada, ve a un niño en un triciclo y a su madre caminando pacientemente junto a él, ve otra hoja de periódico que rueda por el asfalto remendado, tiene tiempo para pensar: El asfalto remendado de Pearson Street, y entonces ve la Transit, circulando muy despacio. Billy se queda totalmente inmóvil. Él ve a través del visillo, pero Reggie, en el asiento del acompañante, no ve el interior de la casa. Aunque podría percibir un movimiento repentino tras el visillo de encaje. Billy piensa que el otro seguro que lo advertiría.

La Transit sigue adelante. Billy espera a captar el destello de las luces de freno. No se encienden, y finalmente la furgoneta se pierde de vista. No sabe con certeza si está a salvo, pero cree que sí. Eso espera. Baja por las escaleras y entra en el apartamento. No en casa. Es solo un sitio donde esconderse, pero de momento le basta con eso.