11

 

 

 

 

 

1

 

Una tela de color burdeos cubre la única ventana del apartamento del sótano. Billy la descorre en la barra y se sienta, pensando de nuevo que el piso es como un submarino y esa ventana es su periscopio. Permanece en el sofá durante quince minutos con los brazos cruzados delante del pecho, esperando a que regrese la Transit. Puede que incluso se detenga si Dana, que no es ningún tonto, decide que vale la pena inspeccionar el sitio. Cosa poco probable, teniendo en cuenta que hay varios barrios decadentes en torno al centro de la ciudad, pero no imposible.

Billy está cada vez más seguro de que lo buscan con la intención de matarlo.

No dispone de pistola, aunque habría sido bastante sencillo conseguir una. Por lo visto, en la zona organizan ventas de armas casi todos los días de la semana. En cualquier caso, ni se le habría ocurrido pisar el local donde celebrasen la venta cuando en el aparcamiento podría haber comprado un arma fiable pagando en efectivo, sin preguntas. Algún modelo básico, calibre 32 o 38, fácil de ocultar. Pero esta vez no se trata de un descuido; simplemente, no había previsto una situación en la que pudiera necesitarla.

Aunque, piensa, al cambiar el plan sin informar a Nick, deberías haber previsto algo.

Si vuelven —es paranoia, pero cabe la posibilidad—, ¿qué puede hacer Billy al respecto? Poca cosa. En la cocina hay un cuchillo de carnicero. Y un tenedor para trinchar. Podría utilizar el tenedor con el primero, y sabe que sería Reggie. El más fácil. Luego Dana lo liquidaría a él.

Cuando, al cabo de quince minutos, la furgoneta falsa del DOP no ha vuelto, Billy llega a la conclusión de que se han marchado a otra parte de la ciudad, tal vez a comprobar si está en la casa de Evergreen Street, o bien han regresado a la supermansión para esperar nuevas órdenes de Nick. Corre la cortina, ocultando la vista, y consulta su reloj. Son las once menos veinte. El tiempo vuela cuando uno se lo pasa bien, piensa.

Los canales 2 y 4 emiten las chorradas matutinas de costumbre, pero al pie de la pantalla se desliza una cinta con información sobre el atentado y las explosiones. El verdadero filón es el Canal 6, donde han suspendido la programación de la mañana para dar la noticia en directo desde el lugar de los hechos. Tienen el material para hacerlo porque alguien de la redacción ha enviado una unidad móvil al juzgado para cubrir la comparecencia de Allen, en lugar de mandarla a Cody cuando se ha declarado el incendio en el almacén. Podría haber sido por descuido o mera pereza, uno no acaba como jefe de servicios informativos en una pequeña ciudad fronteriza del sur como Red Bluff por ser Walter Cronkite, pero, en retrospectiva, quienquiera que sea el responsable va a presentarlo como un gran acierto.

UN MUERTO, NINGÚN HERIDO QUE SE SEPA EN LA CATÁSTROFE DEL JUZGADO, se lee en el texto superpuesto al pie de la pantalla. La corresponsal del vestido rojo sigue haciendo su trabajo, aunque ahora desde la esquina de Main Street, porque han acordonado Court Street. Billy tiene la impresión de que están allí todas las fuerzas del orden de la ciudad, más dos furgonetas del departamento forense y una de la policía estatal.

«Bill —dice la periodista, y cabe suponer que se dirige al presentador del informativo en el estudio—, estoy segura de que más tarde habrá una rueda de prensa, pero por ahora no tenemos ningún dato oficial que comunicar. Permanecemos atentos, eso sí, al lugar de los hechos, y quiero enseñarte algo que George Wilson, mi cámara, haciendo gala de una extraordinaria valentía, ha captado hace unos minutos. George, ¿puedes mostrarlo otra vez?»

George levanta la cámara, la centra en la Torre Gerard y enfoca la cuarta planta. Incluso con el zoom al máximo, la imagen apenas tiembla, y Billy no puede evitar admirarlo por eso. El cámara George se ha mantenido firme al armarse la gorda, ha conservado la serenidad cuando todos alrededor la perdían, ha obtenido imágenes que sin duda se transmitirán a escala nacional, y gracias a su aguda vista probablemente va solo un paso y medio por detrás de la policía en estos momentos. Podría haber sido marine, piensa Billy. Quizá lo fue. Más carne de cañón al servicio del ejército. A saber si me crucé con él en lo que llamábamos el Puente de Brooklyn o me agaché a su lado en el cementerio de Al Jolan mientras soplaba el viento y volaba la mierda.

Se ofrece a los telespectadores del Canal 6, Billy entre ellos, la imagen de una ventana con un orificio realizado por un francotirador. El resplandor del sol en el cristal ayuda, tal como previó Dana.

«Casi con toda seguridad, la bala ha partido de ahí —dice la periodista—, y no deberíamos tardar en saber quién ocupaba esa oficina. Puede que la policía lo haya averiguado ya.»

La imagen pasa al estudio central, donde Bill presenta un aspecto serio acorde con las circunstancias.

«Andrea, queremos reproducir de nuevo tu reportaje original, para aquellos que tal vez acaban de incorporarse a la emisión. Es francamente extraordinario.»

Pasan al vídeo. Billy ve acercarse el todoterreno con las luces de emergencia encendidas. La puerta se abre y el sheriff corpulento se apea. Tiene las orejas grandes, casi tanto como Clark Gable. Da la impresión de que sostienen el ridículo sombrero vaquero. Andrea se acerca y le tiende el micro. Los policías del juzgado hacen ademán de intervenir, pero el sheriff alza la mano en un gesto imperioso para detenerlos a fin de que ella pueda formular su pregunta.

«Sheriff, ¿ha confesado Joel Allen el asesinato del señor Houghton?»

El sheriff sonríe. Tiene un acento tan sureño como las gachas de maíz con berzas.

«No necesitamos una confesión, señora Braddock. Tenemos todo lo que necesitamos para conseguir una condena. Se hará justicia. Cuente con ello.»

La periodista del vestido rojo —Andrea Braddock— retrocede. George Wilson enfoca la puerta del todoterreno justo cuando se abre. Y ahí aparece Joel Allen, como un actor de cine que asoma de su caravana. Andrea Braddock da un paso al frente para hacer otra pregunta, pero, obediente, se echa atrás cuando el sheriff levanta la mano en su dirección.

Así no llegarás a nada, Andrea, piensa Billy. Tienes que imponerte, chica.

Se inclina hacia delante. Ese es el momento, y resulta fascinante verlo desde otro ángulo, desde una perspectiva distinta. Oye el disparo, un nítido restallido. No ve los daños que causa la bala, el montador de vídeo del Canal 6 lo ha difuminado, pero ve que el cuerpo de Allen sale despedido hacia delante y choca contra los escalones. La imagen tiembla y baja cuando el cámara George se agacha en un acto reflejo; luego se estabiliza otra vez. Después de posarse en el cuerpo un momento, la cámara se desplaza hacia el poli extragrande, que busca la procedencia del disparo.

De pronto, ¡bum! Calle arriba, más allá del Sunspot Café. Se oyen gritos. Wilson orienta su ojo mágico hacia allí para mostrar a los transeúntes en plena huida (Andrea Braddock entre ellos, ese vestido rojo es inconfundible) y el humo que se eleva entre el Sunspot y la agencia de viajes de al lado. Andrea se da media vuelta para regresar —Billy ha de concederle puntos por eso— y entonces estalla el segundo flashpot. Ella se encoge, se gira en esa dirección, echa un vistazo y después trota hasta su posición inicial. Está despeinada, el kit de transmisión le cuelga del cable, y se ha quedado sin aliento.

«Explosiones —dice—. Y alguien ha recibido un disparo. —Traga saliva—. Joel Allen, que iba a comparecer ante el juez por el asesinato de James Houghton, ha sido alcanzado por una bala en la escalinata del juzgado.»

Todo lo que tenga que decir a partir de ese punto será decepcionante, así que Billy apaga el televisor. Por la noche incluirán entrevistas en Evergreen Street a personas a las que conocía en su vida como Dave Lockridge. No quiere verlas. Jamal y Corinne no permitirán que las cámaras se acerquen a los niños, pero ver a Jamal y a Corinne ya le dolería. Y a los Fazio. A los Peterson. Incluso a Jane Kellogg, la viuda aficionada a la bebida que vive en la misma calle. Le dolería su ira, pero su pena y su perplejidad le harían aún más daño. Dirán que les parecía una persona decente. Dirán que les parecía buena persona, ¿y es vergüenza lo que siente?

—Claro —dice al piso vacío—. Mejor eso que nada.

¿Servirá de algo si Shan y Derek y los otros niños se enteran de que su compañero de Monopoly ha matado a un mal tipo? Le gustaría pensar que sí, pero también está el hecho de que su compañero de Monopoly se hallaba a cubierto cuando ha disparado contra ese mal tipo. Y le ha disparado en la parte de atrás de la cabeza.

 

 

2

 

Llama a Bucky Hanson y le salta el buzón de voz. Es lo que espera, porque Bucky, cuando ve NÚMERO DESCONOCIDO en la pantalla (Bucky es muy consciente de que no ha de incluir a Dalton Smith entre sus contactos), no contesta aunque esté disponible y piense que su cliente lo llama desde una rústica ciudad de la frontera sur.

—Llámame —dice Billy al buzón de voz de Bucky—. Lo antes posible.

Se pasea por el piso alargado, teléfono en mano. Suena en menos de un minuto. Bucky no pierde el tiempo ni utiliza nombres. Tampoco Billy. Es una precaución arraigada, por más que el teléfono de Bucky sea seguro y el de Billy esté limpio.

—Quiere saber dónde estás y qué demonios ha pasado.

—He hecho el trabajo, eso es lo que ha pasado. Le basta con encender la tele para verlo. —Billy se toca uno de los bolsillos de atrás con la mano libre y nota que lleva una lista de la compra de Dave Lockridge. Tiene tendencia a olvidárselas ahí después de ir al supermercado.

—Dice que había un plan, que ya estaba todo montado.

—Estoy bastante seguro de que era eso, un montaje.

Se produce un silencio mientras Bucky digiere la información. Lleva mucho tiempo trabajando como representante, nunca lo han cogido, y no es tonto.

—¿Cómo de seguro? —dice por fin.

—Lo sabré cuando el tipo pague el resto. O cuando no lo pague. ¿Lo ha hecho?

—Calma. Hace solo un par de horas que se completó el trabajo.

Billy echa una ojeada al reloj de la pared de la cocina.

—Más bien tres, ¿y cuánto se tarda en hacer una transferencia? Vivimos en la era informática, por si te has olvidado. Compruébalo por mí.

—Un momento. —Billy oye las teclas del ordenador a dos mil kilómetros al norte de su apartamento del sótano. Luego Bucky vuelve a la línea—. Todavía nada. ¿Quieres que me ponga en contacto? Tengo acceso por e-mail a través de un servicio anónimo. Probablemente el mensaje le llega al gordo de su compinche.

Billy piensa en Ken Hoff, con cara de desesperación y olor a alcohol a media mañana. Un cabo suelto. Y él, Billy Summers, es otro.

—¿Sigues ahí? —pregunta Bucky.

—Espera hasta las tres más o menos y vuelve a comprobarlo.

—Y si todavía no se ha ingresado, ¿mando el e-mail?

Bucky tiene derecho a preguntarlo. Le corresponden ciento cincuenta mil dólares del millón y medio de Billy. Un buen pellizco, y libre de impuestos, pero hay una pega. No puedes gastar dinero si estás muerto.

—¿Tienes familia? —Desde que trabaja con Bucky, hace ya muchos años, Billy nunca le ha hecho esa pregunta. Por Dios, pero si han pasado cinco años desde la última que se vieron cara a cara. Su relación ha sido estrictamente profesional.

Bucky no parece sorprenderse por el cambio de tema. Y eso es porque sabe que el tema no ha cambiado. Él es el único vínculo entre Billy Summers y Dalton Smith.

—Dos exmujeres, sin hijos. Me separé de la segunda ex hace doce años. A veces me manda una postal.

—Creo que tienes que marcharte de la ciudad. Creo que tienes que coger un taxi e ir al aeropuerto de Newark en cuanto cuelgues.

—Gracias por el consejo. —Bucky no parece furioso. Parece resignado—. Y, de paso, por joderme la vida a lo grande.

—Te lo compensaré. Ese hombre me debe uno y medio. Uno será para ti, yo me encargo.

Esta vez Billy interpreta el silencio como sorpresa.

—¿Hablas en serio? —dice Buck finalmente—. ¿Estás seguro?

—Sí.

En efecto, habla en serio. Siente la tentación de prometerle a Bucky todo el puto dinero, porque ya no lo quiere.

—Si la situación es como crees —dice Bucky—, podrías estar prometiéndome algo que tu jefe no tiene intención de pagarte. Quizá nunca la ha tenido.

Billy vuelve a pensar en Ken Hoff, quien casi podría haber llevado CHIVO EXPIATORIO tatuado en la frente. ¿Pensaba Nick lo mismo de Billy? La idea lo enfurece, y agradece esa sensación. Es mucho mejor que sentir vergüenza.

—Me pagará. Me aseguraré de que así sea. Mientras tanto, tienes que irte más allá de las montañas, muy lejos. Y viaja con otro nombre.

Bucky se ríe.

—Chaval, quien fue cocinero antes que fraile… Tengo un sitio.

—Supongo que sí quiero que envíes un mensaje a través de ese servicio anónimo. Toma nota.

Un silencio. Luego:

—Dime.

—Mi cliente ha hecho el trabajo y ha desaparecido por sus propios medios, punto. Es Houdini, recuerdas, interrogante. Haz la transferencia antes de medianoche, punto.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Te escribiré al móvil cuando tenga noticias, ¿vale?

—Vale.

 

 

3

 

Tiene hambre, cómo no. No ha probado bocado desde las tostadas, y de eso hace mucho tiempo. En la nevera hay un paquete de carne picada de ternera. Retira el envoltorio de plástico y la huele. Parece que está bien, así que echa aproximadamente un cuarto de kilo en una sartén con un poco de margarina. Mientras está ante el fogón, desmenuzando la carne y revolviéndola, vuelve a tocar casualmente con la mano la lista de la compra que lleva guardada en el bolsillo trasero. La saca y ve que no es ni mucho menos una lista de la compra. Es el dibujo que hizo Shan de ella y el flamenco rosa, el que antes se llamaba Freddy y ahora se llama Dave, aunque Billy supone que no seguirá siendo Dave por mucho tiempo. Está plegado, pero Billy ve que se transparentan los corazones de cera que se elevan de la cabeza del flamenco hacia ella. Sin desplegarlo, se lo guarda de nuevo en el bolsillo.

Ha acumulado provisiones para la estancia, y el armario de al lado del fogón está lleno de latas: sopa, atún, estofado de ternera Dinty Moore, Spam, SpaghettiOs. Coge una lata de salsa de tomate Manwich y la vierte sobre la ternera picada en plena cocción, plaf. Cuando empieza a borbotear, introduce dos rebanadas de pan en la tostadora. Mientras espera a que salten, se saca el dibujo de Shan del bolsillo. Esta vez sí lo desdobla. Debería deshacerse de ese papel. Romperlo, tirarlo al váter. Sin embargo, vuelve a plegarlo y a guardárselo en el bolsillo.

Las rebanadas saltan en la tostadora. Billy las deja en el plato y vierte sobre ellas unas cucharadas de Manwich. Coge una Coca-Cola y se sienta a la mesa. Se come lo que tiene en el plato y vuelve a por el resto. Se lo come también. Se toma la Coca-Cola. Luego, mientras lava la sartén, se le forma un nudo en el estómago y empieza a tener arcadas, corre al baño, se arrodilla delante de la taza del váter y lo vomita todo.

Tira de la cadena, se limpia la boca con papel higiénico y vuelve a tirar de la cadena. Bebe un poco de agua y a continuación se acerca a la ventana periscopio y mira. La calzada está vacía. La acera también. Supone que es lo habitual en Pearson Street. No hay nada que ver salvo el solar vacío con los carteles —PROHIBIDO EL PASO, PROPIEDAD MUNICIPAL y PELIGRO, NO ENTRAR— que custodian los irregulares restos de ladrillo de la estación de tren. El carrito de la compra abandonado ha desaparecido, pero los calzoncillos siguen ahí, ahora prendidos de un matorral. Pasa una vieja ranchera Honda. Luego un Ford Pinto. Billy habría jurado que ya no quedaba ninguno de esos en circulación. Una camioneta. Ninguna furgoneta Transit.

Billy corre la cortina, se tumba en el sofá, cierra los ojos y se duerme. No sueña, al menos que él recuerde.

 

 

4

 

Lo despierta el móvil. Es el tono de llamada, así que Bucky debe de tener novedades demasiado detalladas para comunicarlas mediante mensaje de texto. Solo que no es Bucky. Es Bev Jensen, y esta vez no se ríe. Esta vez está… ¿qué? No llorando exactamente; es más bien un sonido como el que emite un bebé cuando está a disgusto. Un gimoteo.

—Eh, hola, qué hay —dice ella—. Espero no… —Traga saliva con un ruido acuoso—, no molestarte.

—No —dice Billy, y se incorpora—. Ni mucho menos. ¿Qué pasa?

En ese momento el gimoteo va a más hasta convertirse en grandes sollozos.

—¡Mi madre ha muerto, Dalton! ¡Ha muerto de verdad!

Joder, piensa Billy, eso ya lo sabía. Sabe asimismo otra cosa. Lo ha llamado llevada por el alcohol.

—Te acompaño en el sentimiento. —Aturdido como está, no se le ocurre nada mejor.

—Te llamo porque no quiero que pienses que soy una persona horrible. Entre las risas, el jolgorio y esos planes de irnos de crucero.

—¿No os vais? —Menuda decepción; Billy esperaba disponer de la casa para él solo.

—Ah, supongo que sí. —Pesarosa, se sorbe la nariz—. Don quiere ir, y supongo que yo también. Tuvimos una breve luna de miel en Cabo San Blas… está en lo que llaman la Riviera de los Paletos… pero desde entonces no hemos ido a ningún sitio. Es solo que… no quería que pensaras que estaba bailando sobre la tumba de mi madre o algo así.

—No pensé eso —asegura Billy. Es la verdad—. Te cayó un dinero inesperado, y estabas eufórica. Lo más natural del mundo.

Ante esto, ella, abandonándose por completo, empieza a llorar y a respirar entrecortadamente y a gorgotear, como si estuviera a punto de ahogarse.

—Gracias, Dalton. —Lo pronuncia Dollen, como su marido—. Gracias por tu comprensión.

—Ajá. Quizá deberías tomarte un par de aspirinas y acostarte un rato.

—Puede que sea buena idea.

—Seguro. —Se oye un leve bing. Tiene que ser Bucky—. Ahora he de des…

—¿Todo bien por ahí?

No, piensa Billy. Todo es una megacagada, Bev, gracias por preguntar.

—Todo bien.

—Lo de las plantas tampoco lo dije en serio. Me sentiría fatal si encontrara muertas a Daphne y a Walter al volver.

—Las cuidaré bien.

—Gracias. Muchas, muchas, muchas, muchas gracias.

—De nada. Tengo que colgar, Bev.

—De acuerdo, Dollen. Y muchas, muchas, mu…

—Ya hablaremos —dice él, y corta la llamada.

El mensaje de texto es de uno de los numerosos alias de Bucky en sus comunicaciones. Es breve.

bigpapi982: Todavía no hay transferencia. Quiere saber dónde estás.

Billy contesta con uno de los alias que usa en sus comunicaciones.

DizDiz77: Sí, claro, y yo quiero la luna.

 

 

5

 

Para cenar, prepara unos huevos revueltos y calienta una sopa de tomate, y esta vez consigue retenerlo en el estómago. Cuando ha terminado, pone las noticias de las seis, sintonizando la cadena filial de la NBC, porque no quiere ni necesita ver otra vez el vídeo del Canal 6. A un anuncio de Liberty Mutual sigue su propio retrato. Está en el jardín trasero de Evergreen Street, donde luce una sonrisa y un delantal que dice: ¡NO SOY SOLO UN OBJETO SEXUAL, SÉ COCINAR! Los demás presentes aparecen con los rostros pixelados, pero Billy los conoce a todos. Eran sus vecinos. La instantánea se tomó en la barbacoa que organizó para la gente de la calle, y deduce que la sacó Diane Fazio, porque siempre anda tomando fotos, o con el móvil o con su pequeña Nikon. Advierte que su césped (todavía lo considera suyo) presenta un aspecto magnífico.

El rótulo al pie de la imagen dice: ¿QUIÉN ES DAVID LOCKRIDGE? Está casi seguro de que la poli ya lo sabe. Hoy en día, las búsquedas de huellas por ordenador se hacen en un abrir y cerrar de ojos, y las suyas están archivadas de sus tiempos en la Infantería de Marina.

«La policía cree que este hombre es el responsable del osado asesinato de Joel Allen en la escalinata del juzgado», dice uno de los presentadores. Es el que parece un banquero.

La presentadora, la que parece una modelo de revista, toma el relevo de la narración: «El motivo es por ahora un misterio, como también lo es su forma de huida. De una cosa sí está segura la policía: ha contado con ayuda».

Pues no, piensa Billy. Me la ofrecieron y la rechacé.

«Segundos después del disparo de rifle —dice el presentador banquero—, se han producido dos explosiones, una enfrente del lugar donde estaba apostado el francotirador en la Torre Gerard, y la otra detrás de un edificio de la esquina de Main con Court Street. Según la jefa de policía Lauren Conlee, no eran artefactos explosivos potentes, sino dispositivos pirotécnicos como los que se utilizan en los espectáculos de fuegos artificiales y en algunos conciertos de rock and roll.»

La presentadora modelo de revista prosigue. Billy no entiende por qué pasan del uno al otro de esa manera. Es un misterio. «Larry Thompson se encuentra en el lugar de los hechos, o tan cerca como le permiten estar, porque Court Street sigue acordonada. ¿Larry?»

«Así es, Nora —dice Larry, como si confirmara que en efecto es Larry. A su espalda se ve la cinta policial amarilla, y alrededor del juzgado todavía destellan las luces de emergencia de media docena de coches patrulla—. La policía trabaja ahora sobre la hipótesis de que haya sido una acción de la mafia planeada de manera meticulosa.»

Ahí habéis dado en el clavo, piensa Billy.

«En la rueda de prensa de hoy, la jefa Conlee ha revelado que el presunto francotirador, David Lockridge, probablemente un alias, llevaba instalado aquí desde principios del verano, utilizando una insólita tapadera. Esto es lo que ha declarado.»

Larry Thompson da paso a una secuencia de la jefa de policía en la rueda de prensa. El sheriff Vickery, el del sombrero vaquero ridículo, no está presente. Conlee empieza contando que el francotirador (no se molesta en calificarlo de presunto) se hizo pasar por un escritor que trabajaba en un libro, y Billy apaga el televisor.

Hay algo que lo corroe.

 

 

6

 

Media hora después, mientras Billy está en el piso de los Jensen, en la primera planta, rociando a Dafne y a Walter con un pulverizador, toma una decisión. No tenía previsto salir del apartamento del sótano el día del atentado; de hecho, su intención era quedarse dentro varios días, quizá incluso una semana entera. Pero las cosas han cambiado, y no para bien. Hay algo que necesita saber, y con eso Bucky no puede ayudarlo. Bucky ha hecho su trabajo y, si es listo, ya se encontrará a bordo de un avión para alejarse de la zona de combate. Si es que hay combate, claro. Billy aún no sabe hasta qué punto no está siendo víctima de sus propias fantasías, pero tiene que averiguarlo.

Vuelve abajo y se pone el disfraz de Dalton Smith, esta vez tras hinchar casi del todo la barriga de embarazada, e incluye las gafas de montura de concha con las lentes de cristal sin graduar, que estaban esperándolo en la estantería del salón junto a su ejemplar de Thérèse Raquin. Ya ha oscurecido, eso juega en su favor. Zoney’s está relativamente cerca, cosa que también lo favorece. Lo que no tiene a su favor es la posibilidad de que los hombres de Nick sigan peinando las calles, Frankie Elvis y Paul Logan en un vehículo, Reggie y Dana en otro, y esta noche no será la furgoneta Transit.

Pero Billy considera que es un riesgo que vale la pena asumir, porque ahora sin duda creen que se ha ocultado. Incluso puede que piensen que ha abandonado la ciudad. Y si se cruzan por casualidad, el atuendo de Dalton Smith debería funcionar. O eso espera.

Ha decidido que finalmente sí necesita un móvil desechable, y no se flagela por haber tirado uno totalmente útil esa mañana. Solo Dios puede preverlo todo, y no es un error tan grave como la estupidez de horas antes, cuando ha estado a punto de salir del callejón vestido de Colin White. En el oficio de Billy —un trabajo sucio, sin entrar en detalles—, uno elabora un plan y espera que las cosas que no prevé no se vuelvan en su contra. O lo lleven a una pequeña habitación verde con un gotero conectado al brazo.

No puedo dejar que me cojan, o esas putas plantas se morirán.

En el triste y pequeño centro comercial, todo está cerrado excepto el supermercado Zoney’s, y Hot Nails no reabrirá nunca. Los escaparates están cubiertos de jabón y en la parte interior de la puerta hay un aviso legal de quiebra pegado con cinta adhesiva.

Los únicos clientes aparte de él son dos hispanos en la sección de cerveza. Ve una pila de FastPhones entre el expositor de bebidas energéticas y el que contiene cincuenta clases de pastelitos. Billy coge un móvil y lo lleva a la caja. La mujer a la que asaltaron, Wanda algo más, no está tras el mostrador. La sustituye un tipo que parece de Oriente Medio.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. —En su papel de Dalton Smith, procura hablar con un timbre ligeramente más agudo. Es otra manera de recordarse quién se supone que es.

El dependiente marca la compra en la caja. Asciende a poco menos de ochenta y cuatro dólares, e incluyen ciento veinte minutos de regalo. En Walmart le habría salido por treinta pavos menos, pero no puede pedir peras al olmo. Además, en Walmart, uno debe preocuparse por el reconocimiento facial. Ahora está en todas partes. Este establecimiento dispone de videocámaras, pero Billy calcula que las grabaciones se reciclan cada doce o veinticuatro horas. Paga en efectivo. Cuando uno es un fugitivo —o está escondido—, el efectivo manda. El dependiente le desea buenas noches. Billy le desea lo mismo.

Ahora ya está tan oscuro que los pocos coches con los que se cruza llevan los faros encendidos, así que no ve quién hay detrás. Siente la necesidad, o tal vez sea una reacción instintiva, de bajar la cabeza cada vez que se acerca uno, pero eso sería adoptar un comportamiento furtivo. Tampoco puede bajarse la visera de la gorra, porque no la lleva. Quiere que la peluca rubia cumpla su función. Él no es Billy Summers, el hombre a quien buscan tanto la policía como los rufianes de Nick. Es Dalton Smith, un técnico informático de bajo nivel que vive en el lado pobre de la ciudad y tiene que reacomodarse una y otra vez las gafas de montura de concha en la nariz. Pesa más de la cuenta de tanto comer Doritos y Little Debbies delante de la pantalla de un ordenador, y si engorda otros diez o quince kilos, andará como un pato.

Es un buen disfraz, sin exageraciones, y aun así deja escapar un suspiro de alivio cuando cierra tras él la puerta del vestíbulo del número 658. Baja por las escaleras, apaga la luz del techo y descorre la cortina de la ventana periscopio. Fuera no hay nadie. La calle está vacía. Naturalmente, si han detectado su presencia (está pensando en Reggie y Dana, no en Frankie y Paulie o la policía), podrían estar acercándose por detrás, pero no tiene sentido preocuparse por aquello que uno no puede controlar. Hacerlo es una buena forma de volverse loco.

Billy corre la estrecha cortina, enciende la luz de nuevo y se sienta en el único sillón de la habitación. Es feo, pero, como muchas cosas feas en la vida, también es cómodo. Deja el móvil en la mesita de centro y lo mira, preguntándose si está pensando con claridad o solo dejándose llevar por la paranoia. En muchos sentidos, sería mejor la paranoia. Ha llegado el momento de averiguarlo.

Extrae el teléfono de la caja, inserta la batería y lo enchufa en la toma de la pared. A diferencia del desechable anterior, este es plegable. Un tanto anticuado, pero a Billy le gusta. Con un teléfono plegable, si te molesta lo que te están diciendo, puedes colgar de verdad. Es infantil, quizá, pero curiosamente gratificante. No tarda en cargarse. Gracias a Steve Jobs, que se cabreaba cuando no podía utilizar un aparato nada más sacarlo de la caja, los dispositivos de venta en supermercados como este ya vienen con un cincuenta por ciento de la carga.

El teléfono quiere saber qué idioma prefiere. Billy dice que inglés. Le pregunta si quiere conectarse a una red inalámbrica. Billy dice que no. Activa los minutos por los que ha pagado, realizando la inevitable llamada a la central de Fast­Phone para completar la transacción. Sus minutos son válidos para los próximos tres meses. Billy alberga la esperanza de que, pasado ese tiempo, esté ya en alguna playa y el único teléfono todavía en su posesión sea el que acompaña a las tarjetas de crédito de Dalton Smith.

En buen puerto. Eso estaría bien.

Se pasa el móvil de una mano a la otra, recordando el día que Frank Macintosh y Paul Logan lo llevaron a la casa de Mid­wood, un viaje que ahora lamenta haber realizado. Nick estaba allí para recibirlo, pero no fuera. Billy piensa en la primera visita a la supermansión de alquiler, donde Nick también estaba para recibirlo con los brazos abiertos, pero tampoco fuera. Luego piensa en la noche en que Nick le habló de los flashpots e intentó venderle su plan de huida: «Solo tienes que subir a la parte de atrás de la furgoneta, Billy, relajarte y dejarte llevar a Wisconsin». Le ofrecieron champán para empezar y suflé Alaska para terminar. Una pareja, probablemente de la ciudad, un matrimonio quizá, preparó la cena y la sirvió. Esos dos habían visto a Nick, pero, que ellos supieran, bien podía ser un hombre de negocios de Nueva York que había viajado al sur para cerrar algún tipo de trato. Nick entregó algo de dinero a la mujer, y la pareja se marchó.

El teléfono desechable salta de una mano a la otra. De la derecha a la izquierda, de la izquierda a la derecha.

Pregunté a Nick si Hoff iba a colocar los flashpots, piensa Billy, ¿y qué contestó? ¿Cómo lo llamó? «Grande figlio di puttana», ¿no? Lo que significaba hijo de puta, o quizá cabrón. Algo así, y la traducción exacta no tenía gran importancia. Lo que sí importaba era qué dijo Nick a continuación: «Sería triste que tuvieras esa opinión de mí».

Porque el «grande figlio di puttana» era el chivo expiatorio designado. Hoff era el dueño del edificio de donde procedía el disparo. Hoff era quien había proporcionado el arma, que estaba ya en poder de la policía y a la que intentarían seguir el rastro hasta el punto de venta. Y si llegaban ahí —mejor dicho, cuando llegaran ahí—, ¿qué encontrarían? Seguramente un alias si Hoff tenía un mínimo de sensatez, pero si la policía enseñaba al vendedor la foto de Hoff, fin de la historia. Ken va a parar a una sala de interrogatorios pequeña y sofocante, dispuesto a hacer un trato, deseoso de hacer un trato, porque cree que eso es lo que se le da mejor.

Solo que Billy está seguro de que Ken Hoff no llegará a la pequeña sala. Nunca hablará de Nikolai Majarian porque estará muerto.

Billy concibió esa sospecha hace semanas, pero, tras las noticias de las seis, llega a una conclusión a la que debería haber llegado antes, y tal vez lo habría hecho de haber pasado menos tiempo jugando al Monopoly con los niños de Evergreen Street y cuidando del césped y comiendo las galletas de Corinne y de palique con los vecinos. Incluso ahora lo que está pensando se le antoja imposible, pero la lógica es inapelable.

Ken Hoff y David Lockridge no eran los únicos que habían dado la cara.

¿Verdad que no?

 

 

7

 

Billy envía un mensaje a Giorgio Piglielli, alias Georgie Pigs, alias George Russo, el gran agente literario. Utiliza un alias que sabe que Giorgio reconocerá.

Trilby: Devuélveme el mensaje.

Espera. No hay respuesta, y es una mierda, porque hay dos cosas que Giorgio siempre tiene a mano: el teléfono y algo de comer. Billy lo intenta de nuevo.

Trilby: Necesito hablar contigo inmediatamente. Billy se detiene a pensar y añade: El contrato especificaba que el pago se realizaría el día de la publicación, ¿no?

No aparecen unos puntos que indiquen que está leyendo los mensajes o escribiendo una respuesta. Nada.

Trilby: Escríbeme.

Nada.

Billy cierra el teléfono y lo deja en la mesita de centro. Lo peor del silencio de Giorgio es que no lo sorprende. Al parecer, sí que tiene un lado tonto, y hay algo de lo que no se ha percatado hasta después de realizar el trabajo, cuando ya es demasiado tarde para echarse atrás: Giorgio ha dado la cara junto con Ken Hoff. Giorgio acompañaba a Hoff cuando entraron en la Torre Gerard para enseñar a Billy su estudio de escritor en la cuarta planta. Y no era la primera visita de Giorgio al edificio. «Este es George Russo, lo conociste la semana pasada», dijo Hoff a Irv Dean, el tío de seguridad.

¿Ha regresado Giorgio a Nevada? Y si es así, ¿está dándose atracones y bebiendo batidos en Las Vegas o está enterrado en algún lugar del desierto circundante? Sabe Dios que no sería el primero. Ni el número cien.

Giorgio los llevará hasta Nick aunque esté muerto, piensa Billy. Los dos han formado equipo desde siempre, Nick al frente y Georgie Pigs como consigliere. Billy no sabe si es así como llaman realmente a los tipos con las funciones de Georgie, o si solo se lo inventaron en el cine, pero desde luego es lo que el gordo ha sido para Nick: su hombre de confianza.

Aunque no desde siempre, porque la primera vez que Billy trabajó para Nick —era su tercer asesinato a sueldo— fue en 2008, y Giorgio no estaba presente. Nick se ocupó del asunto en persona. Contó a Billy que se trataba de un violador que trabajaba en algunos de los clubes y casinos pequeños de la periferia de la ciudad. Al violador le atraían las mujeres mayores, le gustaba hacerles daño, y al final se le fue la mano y mató a una. Nick averiguó quién era, y quería que lo despachara un profesional de fuera de la ciudad. Según dijo, le habían recomendado a Billy. Encarecidamente.

Cuando Billy fue a Las Vegas por segunda vez, Giorgio no solo estaba presente, sino que concertó el trato. Nick llegó mientras hablaban, dio a Billy un abrazo viril y unas palmadas en la espalda, y luego se quedó sentado en un rincón tomándose una copa y escuchando. Hasta el final, claro. Ese segundo encargo llegó menos de un año después del primero, el del violador. Giorgio explicó que esta vez el objetivo era un productor de cine porno independiente que se llamaba Karl Trilby. Mostró a Billy una foto de un hombre que presentaba un inquietante parecido con el reconocido telepredicador Oral Roberts.

—Trilby, como el sombrero —dijo Giorgio—, y a continuación aclaró el comentario cuando Billy fingió no saber de qué le hablaba.

—No mato a gente solo porque haga películas de gente follando —había dicho.

—¿Y a gente que hace películas de tíos follándose a niñas de seis años? —había dicho Nick, y Billy aceptó el trabajo porque Karl Trilby era mala persona.

Billy llevó a cabo otros tres trabajos para Nick, en total cinco sin contar a Allen, casi un tercio de todos los que había realizado. Excluyendo a las docenas de hajis a los que había abatido en Irak, claro. A veces Nick estaba delante cuando Billy recibía la propuesta y a veces no, pero Giorgio siempre estaba, así que su presencia in situ para el trabajo de Allen, al menos parte del tiempo, no extrañó a Billy. Debería haber recelado. Solo ahora se da cuenta de que era muy raro.

Nick puede negar toda participación siempre y cuando Giorgio guarde silencio; Nick puede decir: claro que conozco a ese hombre, pero si actuó así, fue por iniciativa propia. Yo no sabía nada. Incluso si el cocinero y la sirvienta de aquella primera cena lo sitúan con Giorgio y Billy, cosa poco probable, Nick puede encogerse de hombros y decir que fue allí para hablar con Giorgio sobre el negocio del casino, pues la licencia del Double Domino debía renovarse pronto. ¿Y el otro hombre? Que Nick sepa, era solo un amigo de Giorgio. O tal vez un guardaespaldas. Un tipo callado. Dijo que se llamaba Lockridge, pero apenas habló.

Cuando la poli pregunte a Nick dónde estaba cuando Allen fue abatido, puede decir que se encontraba en Las Vegas y presentar testigos de sobra para respaldar su coartada. Además de imágenes de las cámaras de seguridad del casino. Ese material no se recicla cada doce o veinticuatro horas; ese material se archiva durante al menos un año.

Si Giorgio guarda silencio. Pero ¿respetaría Giorgio todo ese rollo de la omertà si fuera él quien iba a ser extraditado? ¿Si fuera él quien se enfrentara a la posibilidad de una inyección letal como cómplice de asesinato?

Georgie Pigs no puede hablar si está bajo dos metros de desierto, piensa Billy. Es la regla principal en asuntos como este.

Deja de lanzarse el teléfono de una mano a la otra y escribe a Giorgio una vez más. Tampoco recibe respuesta. Podría intentar mandar un mensaje o llamar a Nick, pero ¿se fiaría de lo que pudiera decir Nick? No. Lo único que puede inspirar confianza a Billy es una transferencia de un millón y medio a su cuenta en un paraíso fiscal, desde la que posteriormente, por medio de ciertos tejemanejes electrónicos, se efectuara otra a una cuenta a la que Dalton Smith tenga acceso. Bucky se ocuparía de esa parte cuando llegase al lugar adonde ha decidido ir, pero solo si el dinero está ya ingresado para transferirlo.

Por esta noche, Billy no puede hacer nada más, así que se acuesta. No son ni las nueve, pero ha sido un día largo.

 

 

8

 

Está tumbado con las manos bajo la almohada, en ese hueco de frescor efímero, pensando que es una idea absurda. Totalmente absurda.

Ken Hoff sí, vale. Existe cierta clase de listillo de ciudad pequeña con propensión al negocio rápido que, aun con la mierda hasta el cuello, cree que siempre habrá alguien que le eche un cable. Son embaucadores con una amplia sonrisa y un firme apretón de manos que visten polos Izod y mocasines Bally y podrían venir con el sello optimista egocéntrico estampado en la partida de nacimiento. Pero Giorgio Piglielli es distinto. Está matándose a comer, eso desde luego, pero, por lo que Billy ha visto, en la mayoría de los sentidos es un realista a ultranza. Y, sin embargo, participa de pleno en este asunto. ¿Eso por qué?

Billy lo deja correr. Se duerme y sueña con el desierto. Pero no el de su paso por el ejército, donde todo huele a pólvora, cabras, petróleo y gases de escape. El de Australia. Allí hay una roca enorme, Ayers Rock, la llaman, pero su verdadero nombre es Uluru, una palabra que da miedo incluso pronunciarla, que suena como el silbido del viento en los aleros. Un lugar sagrado para los aborígenes que la vieron por primera vez. La vieron, la veneraron, pero nunca se atrevieron a pensar que era de su propiedad. Entienden que, si hay un dios, es la roca de Dios. Billy nunca ha estado allí, pero ha visto imágenes en películas como Un grito en la oscuridad y revistas como National Geographic y Travel. Le gustaría ir, incluso ha fantaseado con mudarse a Alice Springs, que se encuentra a solo cuatro horas en coche de Uluru, donde la Roca alza su inverosímil cabeza. Vivir allí plácidamente. Escribir, quizá, en una habitación soleada, con un pequeño jardín fuera.

Ha dejado los dos teléfonos en la mesilla de noche junto a la cama, pero cuando se despierta a eso de las tres, para ir a vaciar la vejiga, pulsa el botón de encendido de ambos para ver si ha llegado algo. No hay noticias de Giorgio en el dese­chable, lo cual no le sorprende. No espera saber nada del gordo nunca más, aunque supone que en un mundo donde un timador puede salir elegido presidente todo es posible. Pero en el móvil de Dalton Smith sí tiene un mensaje. Es una notificación del periódico local. «Destacado hombre de negocios se suicida.»

Billy va al baño; luego se sienta en la cama y lee la noticia. El destacado hombre de negocios es, por supuesto, Kenneth P. Hoff. Uno de sus vecinos de Green Hills había salido a correr por la zona y oyó un disparo que aparentemente procedía del garaje de Hoff. Eso ocurrió alrededor de las siete de la tarde. El vecino llamó al 911. La policía, al llegar, encontró a Hoff al volante de su coche, que estaba en marcha. Tenía un orificio de bala en la cabeza y un revólver en el regazo.

Más tarde, hoy mismo o tal vez mañana, habrá una versión más larga y pormenorizada de la noticia. Resumirá la trayectoria profesional de Hoff. Incluirá las habituales declaraciones de asombro de sus amigos y colegas. Se aludirá a «actuales dificultades económicas», pero sin entrar en detalles, porque eso disgustaría a otras personas influyentes de la ciudad, todavía muy vivas. Sus exmujeres expresarán opiniones sobre él más amables seguramente que las que compartían con los abogados a cargo de sus divorcios y asistirán de luto al funeral, donde, provistas de pañuelos de papel, se enjugarán los ojos con cuidado para que no se les corra el rímel. Billy no sabe si el periódico dirá que el coche en el que fue hallado era un Mustang descapotable rojo, pero está seguro de que lo era.

La conexión con el atentado de Allen, muy posiblemente el motivo de su suicidio, aparecerá más tarde.

El diario no dará a conocer la probable hipótesis del forense: que el hombre, deprimido, decidió quitarse la vida inhalando monóxido de carbono, pero al final, impaciente, se voló la tapa de los sesos. Billy sabe que no es eso lo que ocurrió. Lo único que no sabe es cuál de los rufianes administró el tiro de gracia. Podrían haber sido Frank o Paulie o Reggie o alguno a quien él ni siquiera conoce, posiblemente llegado de Florida o Atlanta, pero a Billy le cuesta imaginar a otro que no sea Dana Edison, con sus brillantes ojos azules y el moño de color rojo oscuro.

¿Obligó a entrar a Hoff en el garaje a punta de pistola? Tal vez ni siquiera hizo falta, tal vez solo dijo a Hoff que se sentarían en el coche y hablarían de cómo iba a resolverse la situación, y en beneficio de Hoff. Como optimista egocéntrico y chivo expiatorio designado, es posible que Hoff se lo tragara. Se sienta al volante. Dana ocupa el lado del acompañante. Ken dice «cuál es el plan». Dana dice «es este» y le pega un tiro. Luego pone el motor en marcha, sale por la puerta trasera de la casa y se marcha, en silencio, en un carrito de golf. Porque Green Hills es eso, un campo de golf con edificios de apartamentos.

Quizá no sucedió exactamente de esa manera, y quizá no se encargó Edison, pero Billy está casi seguro de que fue así a grandes rasgos. Con lo que solo queda Giorgio, el último elemento de ese asunto inacabado.

Bueno, no. Piensa Billy. También estoy yo.

Vuelve a acostarse, pero esta vez no logra conciliar el sueño. En parte se debe a los crujidos de esa casa de tres plantas. Se ha levantado viento, y, sin la estación de tren para bloquearle el paso, sopla a través del solar y por Pearson Street. Cada vez que Billy empieza a adormecerse, el viento aúlla en los aleros, diciendo Uluru, Uluru. O se oye otro crujido semejante a una pisada en una tabla suelta.

Billy se dice que un poco de insomnio no tiene importancia, que mañana podrá dormir todo el día si quiere, no va a ir a ninguna parte, pero las horas de la madrugada son muy largas. Hay mucho que imaginar, y nada bueno.

Se plantea levantarse a leer. Excepto Thérèse Raquin, no tiene ningún libro de verdad, pero puede descargarse algo en el portátil y leer en la cama hasta que lo venza el sueño.

De pronto se le ocurre otra idea. Tal vez no sea buena, pero lo ayudará a dormirse. Billy se levanta y saca el dibujo de Shan del bolsillo del pantalón. Lo desdobla. Mira a la niña sonriente con cintas rojas en el pelo. Mira los corazones que se elevan desde la cabeza del flamenco. Recuerda que Shan se quedó dormida a su lado en la séptima entrada de aquel partido de la fase final. Con la cabeza apoyada en su brazo. Billy deja el dibujo en la mesilla de noche, junto a los dos móviles, y no tarda en dormirse.