12

 

 

 

 

1

 

Billy se despierta desorientado. La habitación está totalmente a oscuras, pues por la persiana de la ventana que da al jardín trasero no se filtra ni un asomo de luz. Por un momento permanece ahí tumbado, aún medio dormido, y de pronto recuerda que no hay ventana, no en esta habitación. Aquí la única ventana está en su nuevo salón. La que llama su periscopio. Esta habitación no es el amplio dormitorio de la planta superior de Evergreen Street, sino el cuarto mucho más pequeño de Pearson Street. Billy recuerda que es un fugitivo.

Saca un zumo de naranja de la nevera, toma solo un par de tragos para que le dure, y después se ducha para quitarse el sudor de ayer. Se viste, vierte leche en un tazón lleno de cereales Alpha-Bits y pone las noticias de las seis de la mañana.

Lo primero que ve es a Giorgio Piglielli. No una fotografía sino un retrato robot, tan asombrosamente fiel que podría pasar por una foto. Billy sabe de inmediato quién ha colaborado con el dibujante de la policía. Irv Dean, el guardia de seguridad de la Torre Gerard, es expolicía, y al parecer conserva intactas sus dotes de observación, al menos cuando no está leyendo Motor Trend o examinando pechos y traseros en el número dedicado a la natación de Sports Illustrated. En las noticias de cabecera no aparece nada sobre Ken Hoff. Si la policía ha establecido la conexión con el atentado de Allen, no ha compartido el dato con la prensa. Al menos de momento.

La alegre meteoróloga rubia ofrece una rápida actualización del parte, anunciando que las temperaturas bajarán más de lo habitual para la época del año. Promete un informe más detallado después y da paso a la alegre presentadora rubia de la sección dedicada al tráfico, que advierte a quienes entran en la ciudad desde la periferia que esta mañana esperen retenciones «debido a una mayor presencia policial».

Eso significa controles de carretera. La policía sospecha que el francotirador todavía se encuentra en la ciudad, y en eso aciertan. Sospechan asimismo que el gordo que se hace llamar George Russo sigue también en la ciudad. A este respecto, como Billy sabe, se equivocan. Su antiguo agente literario está en Nevada, seguramente bajo tierra, donde su considerable mole empieza ya a descomponerse.

Después de un anuncio de camionetas Chevrolet, los presentadores vuelven acompañados de un inspector de policía retirado. Le piden que comparta sus conjeturas sobre las posibles causas del homicidio de Joel Allen. El inspector retirado dice: «Solo concibo una. Alguien quería cerrarle la boca antes de que pudiera ofrecer información a cambio de una reducción de condena».

«¿Qué clase de reducción de condena podía esperar?», pregunta la presentadora, una alegre morena. ¿Cómo pueden estar todas tan alegres a estas horas de la mañana? ¿Será por alguna droga?

«Cadena perpetua en lugar de la aguja», contesta el inspector sin detenerse siquiera a pensarlo.

Billy está seguro de que también en eso acierta. La única cuestión es qué sabía Allen, y por qué tenía que ser tan público el asesinato. ¿Como advertencia para disuadir a otros de compartir la información que poseía Allen? Normalmente a Billy le traería sin cuidado. Normalmente él no es más que el mecánico. Pero la situación en la que se encuentra no tiene nada de normal.

Los presentadores dan paso a un corresponsal que está entrevistando a John Colton, uno de los Jóvenes Abogados, y Billy no quiere verlo. Hace solo una semana Johnny, Jim Albright y él estaban jugándose a los chinos quién pagaba los tacos. Se reían y se lo pasaban bien en la plaza. Ahora John parece atónito y apesadumbrado. Billy llega hasta «todos pensábamos que era una persona decente…» y apaga el televisor.

Enjuaga el tazón de los cereales y comprueba el teléfono de Dalton Smith. Tiene un mensaje de Bucky, solo tres palabras: Aún sin transferencia. Es lo que esperaba, pero, unido a la expresión en el rostro de Johnny Colton, no es forma de empezar su primer día de —bien puede llamarlo por su nombre— cautividad.

Si aún no se ha recibido la transferencia, probablemente no llegue nunca. Le pagaron quinientos mil por adelantado, y eso es mucha pasta, pero no es lo que le habían prometido. Hasta esta mañana, Billy, ocupado como estaba, no ha tenido tiempo de indignarse realmente por haber sido víctima de un engaño a manos de alguien en quien confiaba, pero ahora ya no está ocupado y se pone como una fiera. Ha hecho el trabajo, y no solo ayer. Ha estado haciéndolo más de tres meses, y a un coste personal mucho mayor de lo que habría pensado. Se lo han prometido, ¿y quién rompe sus promesas?

—Las malas personas, esas las rompen —dice Billy.

Accede al periódico local. El titular es grande —¡ASE­SINATO EN EL JUZGADO!—, pero probablemente queda más grande y mejor en papel que en la pantalla de su iPhone. El texto no le dice nada que no sepa ya, pero la foto principal deja claro por qué no estaba presente el sheriff Vickery en la rueda de prensa de la jefa Conlee. La foto muestra el absurdo sombrero vaquero caído en la escalinata, sin sheriff del condado que lo luzca. El sheriff Vickery salió por piernas. El sheriff Vickery puso tierra de por medio. Esa foto vale más que mil palabras. Para él no habría sido una rueda de prensa; habría sido un paseo de la vergüenza.

Con esa foto que explicar, va a hacerte falta mucha suerte para salir reelegido, piensa Billy.

 

 

2

 

Sube al piso de arriba a atender a Daphne y a Walter. De pronto, con el pulverizador en la mano, se detiene y se pregunta si se ha vuelto loco. Se supone que debe regarlas, no ahogarlas. Mira en la nevera de los Jensen y no ve nada que le apetezca, pero hay un paquete de panecillos en el que queda uno. Lo pone a tostar, diciéndose que, si no lo consume, le saldrá moho. Aquí arriba hay ventanas corrientes, y se sienta en una franja de sol a comerse el panecillo y a pensar qué es lo que está eludiendo. El relato de Benjy, por supuesto. Es su única tarea ahora que ha terminado la que lo ha llevado hasta este punto. Pero implica escribir sobre los marines, y hay mucho que contar, empezando por el autobús a Parris Island, el período básico de… sencillamente mucho.

Billy enjuaga el plato que ha utilizado, lo seca, lo guarda de nuevo en el armario y baja. Mira por la ventana periscopio y, como de costumbre, no ve gran cosa. El pantalón que llevaba ayer está en el suelo del dormitorio. Lo coge y palpa los bolsillos, casi con la esperanza de haber perdido el lápiz USB en el camino, pero está ahí junto con las llaves, una de ellas la del Ford Fusion de alquiler de Dalton Smith, estacionado en un parking al otro lado de la ciudad. En espera hasta que considere que puede marcharse sin correr peligro. «Cuando la pasma no le pise los talones», como dicen en esas películas sobre el último golpe que siempre sale mal.

Da la impresión de que el lápiz USB haya ganado peso. Al contemplar el objeto, un dispositivo de almacenamiento extraordinario que habría parecido ciencia ficción solo treinta años atrás, hay dos cosas que le cuesta creer. Una es la cantidad de palabras que ya ha guardado en él. La otra es que puede haber más. El doble. Cuatro veces más. Diez, veinte.

Abre el portátil que creía haber perdido, un amuleto más caro que un zapato de bebé maltrecho y polvoriento pero, al margen de eso, con la misma función poco más o menos, y lo enciende. Introduce la contraseña, conecta el lápiz USB y arrastra el único documento almacenado hasta la pantalla del portátil. Mira la primera frase —«El hombre con el que vivía mi madre llegó a casa con un brazo rompido»— y lo asalta una especie de desesperación. Es un buen texto, está seguro, pero la sensación de ligereza con la que antes se ponía a trabajar se ha convertido ahora en un peso, porque siente la responsabilidad de intentar que el resto esté al mismo nivel, y no sabe hasta qué punto será capaz.

Va a la ventana periscopio y vuelve a contemplar la nada, preguntándose si acaba de descubrir por qué muchos aspirantes a escritor son incapaces de terminar lo que han empezado. Piensa en Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, seguramente uno de los mejores libros sobre la guerra que se han escrito, quizá el mejor. Piensa que escribir es también una especie de guerra, una en la que el autor lucha contra sí mismo. El relato es aquello que llevas y cada vez que añades algo pesa más.

Por todo el mundo hay libros inacabados —memorias, poesía, novelas, planes infalibles para adelgazar o hacerse rico— en cajones de escritorio, porque el peso del trabajo superó a las personas que trataban de llevar la carga y lo abandonaron.

En otro momento, piensan. Quizá cuando los niños sean un poco mayores. O cuando me retire.

¿Es así? ¿Será una carga demasiado pesada si intenta escribir sobre el viaje en autobús y el corte al cero y la primera vez que el sargento Uppington le preguntó: «¿Quieres chuparme la polla, Summers? ¿Quieres? Porque a mí me pareces un chupapollas.»

¿Le preguntó?

Ah, no, no me lo preguntó, piensa Billy, a menos que fuera lo que se denomina una pregunta retórica. Me gritó a la cara, con su nariz a solo dos centímetros de la mía, su saliva caliente en mis labios, y yo dije: «Señor, no, señor, no quiero chuparle la polla», y él dijo: «¿No te parece mi polla lo bastante buena para ti, soldado Summers, patético recluta soplapollas?».

Cómo vuelve todo, ¿y puede escribirlo todo, aunque sea como Benjy Compson?

Billy decide que no. Corre la cortina y se acerca al portátil con la intención de apagarlo y pasar el día viendo la televisión. Ellen DeGeneres, Hot Bench, Kelly and Ryan y El precio justo antes de comer. Luego una siesta y, por la tarde, unos cuantos culebrones. Puede terminar con John Law, que blande el mazo como Coolio en los antiguos vídeos musicales y no aguanta chorradas en su sala. Pero, cuando tiende la mano hacia el botón de apagado, lo asalta una idea, como salida de la nada. Es casi como si se la hubieran susurrado al oído.

Eres libre. Puedes hacer lo que quieras.

No físicamente libre, Dios, no. Permanecerá enjaulado en este apartamento al menos hasta que la policía decida retirar los controles de carretera, e incluso entonces lo sensato sería quedarse unos días más por si acaso. Pero, en lo que se refiere a su relato, es libre de escribir lo que le dé la puta gana. Y como le dé la gana. Sin nadie que mire por encima de su hombro, que vigile lo que escribe, ya no tiene por qué fingir que es una persona tonta que escribe sobre una persona tonta. Puede ser una persona inteligente que escribe sobre un hombre joven (ya que eso será Benjy si Billy reanuda la narración), un hombre ingenuo e inculto pero ni mucho menos estúpido.

Puedo prescindir de las chorradas a lo Faulkner, piensa Billy. Puedo escribir le en lugar de la. Puedo escribir hay en lugar de ay. Incluso puedo utilizar guiones en los diálogos si me apetece.

Si está escribiendo exclusivamente para sí mismo, puede decir lo que sea importante para él y saltarse el resto. No tiene por qué escribir sobre el pelo al cero, aunque pueda. No tiene por qué escribir sobre Uppington gritándole a la cara, aunque pueda. No tiene por qué escribir sobre el chico —Haggerty o Haverty, Billy no lo recuerda— que tuvo un infarto mientras corría y fue trasladado a la enfermería de la base, y luego el sargento Uppington dijo que estaba bien y quizá lo estaba o quizá había muerto.

Billy descubre que la desesperación ha dado paso a una especie de afán obstinado. Puede que incluso arrogancia. Y si es así, ¿qué más da? Puede contar lo que le dé la gana. Y eso hará.

Empieza con la función «Reemplazar todos» y cambia Benjy por Billy y Compson por Summers.

 

 

3

 

Inicié mi período básico de instrucción en Parris Island. En principio debía pasar allí tres meses, pero estuve solo ocho semanas. Tuvimos que aguantar los gritos y chorradas habituales, y algunos reclutas se rajaron o fueron descartados, pero yo no fui uno de ellos. Los rajados y los descartados tal vez tuvieran un sitio al que volver, pero yo no.

La sexta semana era la Semana de la Hierba, cuando aprendimos a desmontar y montar las armas. Me gustó y se me dio bien. Cuando el sargento Uppington nos pedía que hiciéramos lo que él llamaba «carrera de armas», yo siempre quedaba primero. Rudy Bell, a quien por supuesto todo el mundo llamaba Taco, solía ser el segundo. Nunca me ganó, aunque alguna vez estuvo cerca. Por lo general, George Dinnerstein era el último y tenía que tirarse al suelo y hacer veinticinco flexiones para el sargento Uppington, alias A Tomar Por, con el pie de este apoyado en el culo de George. Pero George era buen tirador. No tan bueno como yo, pero podía dar en el centro de la masa de una diana de papel a trescientos metros en tres de cada cuatro disparos. Yo, por mi parte, podía dar en el centro de la masa a setecientos metros cuatro de cada cuatro veces, casi siempre.

Pero durante la Semana de la Hierba no había prácticas de tiro. Esa semana nos limitábamos a desmontar y volver a montar nuestras armas, entonando el Credo del Tirador: «Este es mi rifle. Hay muchos como él, pero este es mío. Mi rifle es mi mejor amigo. Es mi vida». Y demás. La parte que mejor recuerdo es la que dice: «Sin mí, mi rifle no sirve de nada. Sin mi rifle, yo no sirvo de nada».

Lo otro que hacíamos durante la Semana de la Hierba era plantar el culo en la hierba. A veces durante seis horas seguidas.

Billy se interrumpe y sonríe un poco al recordar a Pete Cashman, alias Nabo. Una vez, estando sentados en la hierba alta de Carolina del Sur, Nabo se quedó dormido, y A Tomar Por se arrodilló y le gritó a la cara para despertarlo. «¿Esto te aburre, marine?»

Nabo se levantó de un salto tan rápido y con tal brío que estuvo a punto de caerse y exclamó: «¡Señor, no, señor!» incluso antes de despertarse del todo. Era el colega de George Dinnerstein, y lo apodaron Nabo porque tenía la costumbre de llevarse la mano a la entrepierna y decir a voz en cuello: «Pavo, tócame el nabo». Pero a Up nunca le pidió que se lo tocara.

Los recuerdos se van amontonando como Billy sospechaba que ocurriría —en realidad, lo sabía—, pero no es sobre la Semana de la Hierba sobre lo que quiere escribir. De momento, tampoco quiere escribir acerca de Nabo, aunque quizá más adelante sí. Quiere escribir sobre la Semana 7 y todo lo que sucedió después.

Billy se centra en eso. Pasan las horas, y ni las ve ni las siente. En la habitación reina la magia. La inhala y exhala.

 

 

4

 

Después de la Semana de la Hierba venía la Semana de Disparar. Utilizábamos el M40A, que es la versión militar del Remington 700. Cargador de cinco balas, montado en trípode, cartuchos de cuello de botella de la OTAN.

—Vosotros debéis ver a vuestro blanco, pero vuestro blanco no debe veros a vosotros. —Up nos lo repetía una y otra vez—. Y da igual lo que hayáis visto en las películas, los francotiradores no trabajan solos.

Pese a que aquello no era la Academia de Francotiradores, Uppington nos distribuía en parejas, el observador y el tirador. Yo formé equipo con Taco, y George formó equipo con Nabo. Los menciono porque acabamos juntos en Faluya, tanto en Resolución Vigilante en abril de 2004 como en Furia Fantasma ese noviembre. Yo y Taco

Billy se interrumpe y niega con la cabeza, recordándose que su lado tonto es cosa del pasado. Borra y empieza otra vez.

Taco y yo alternábamos nuestras funciones durante la Semana de Disparar, yo disparando y él observando, luego él disparando y yo observando. George y Nabo también empezaron así, pero A Tomar Por los obligó a cambiar de táctica.

—Tú disparas, Dinner Winner. Cash, tú solo observas.

—¡Señor, a mí también me gustaría disparar, señor! —vociferó Nabo. Había que vociferar cuando uno se dirigía a A Tomar Por. Era lo propio entre marines.

—Y a mí me gustaría arrancarte las tetas y metértelas por ese patético culo tuyo —contestó A Tomar Por.

De modo que a partir de ese momento George fue el tirador y Nabo fue el observador de la pareja. Siguieron así en la Academia de Francotiradores y en Irak.

Cuando ya casi había terminado la Semana de Disparar, el sargento Uppington nos llamó a Taco y a mí a su despacho, que era poco más que un armario.

—Vosotros dos sois un par de especímenes de puta pena, pero disparáis bien —dijo—. Tal vez podáis aprender a surfear.

Así fue como Taco y yo averiguamos que nos trasladaban a Camp Pendleton, donde terminamos nuestro período básico de instrucción, que para entonces consistía fundamentalmente en disparar, porque estaban preparándonos para ser francotiradores. Volamos a California en United Airlines. Era la primera vez que me subía a un avión.

Billy se interrumpe. ¿Quiere escribir sobre Pendleton? No. Allí no hubo surf, al menos para él. ¿Cómo iba a surfear si no había aprendido a nadar? Se compró una camiseta en la que se leía CHARLIE NO SURFEA y la llevó hasta que era prácticamente un andrajo. La llevaba puesta el día que cogió el zapato de bebé y se lo ató a la trabilla del cinturón en la cadera derecha.

¿Quiere escribir sobre la Operación Libertad Iraquí? No. Para cuando llegó a Bagdad, la guerra había terminado. Eso dijo el presidente Bush, desde la cubierta del portaviones Abraham Lincoln. Dijo que se había cumplido la misión, y eso convertía a Billy y los demás marines de su regimiento en «pacificadores». En Bagdad se sintió bien recibido, incluso querido. Las mujeres y los niños lanzaban flores. Los hombres clamaban «nahn nihubu amerikaan»: queremos a Estados Unidos.

Ese rollo no duró mucho, piensa Billy, así que olvidémonos de Bagdad, vayamos directos a la acción. Empieza a escribir otra vez.

En otoño de 2003 estaba destinado en Ramadi, pacificando todavía a todo tren, aunque a veces había tiroteos y los mulás habían empezado a añadir «muerte a Estados Unidos» en sus sermones, que se emitían desde las mezquitas y a veces desde las tiendas. Yo formaba parte del 3.er Batallón, también conocido como Caballo Oscuro. Mi compañía era Eco. Por aquel entonces hacíamos muchas prácticas de tiro. George y Nabo estaban en otra parte, pero Taco y yo seguíamos formando equipo.

Un día un teniente coronel a quien yo no conocía se paró a observarnos mientras disparábamos. Yo, con el M40, acertaba a una pirámide de latas de cerveza a ochocientos metros, derribándolas una por una de arriba abajo. Había que darles a baja altura, como para voltearlas, o se caía toda la pila.

El teniente coronel, Jamieson se llamaba, nos dijo a Taco y a mí que lo acompañáramos. Nos llevó en un jeep no blindado hasta una colina con vistas a la mezquita de al-Dawla. Era una mezquita preciosa. El sermón que salía a todo volumen por los altavoces no era tan bonito. Ensartaba las gilipolleces de costumbre: que si los estadounidenses se proponían dejar que los judíos colonizaran Irak, que si el islam se declararía ilegal, que si los judíos controlarían el gobierno y Estados Unidos se quedaría con el petróleo. No entendíamos el idioma, pero «muerte a Estados Unidos» lo decían siempre en inglés, y habíamos visto panfletos traducidos, supuestamente escritos por los principales clérigos. La insurgencia incipiente los repartía a montones. «¿Moriréis por vuestro país?», preguntaban. «¿Tendréis una muerte gloriosa por el islam?»

—¿A qué distancia está eso? —preguntó Jamieson, señalando la cúpula de la mezquita.

Taco dijo que a mil metros. Yo dije que quizá a novecientos y, procurando dirigirme a Jamieson con respeto, añadí que teníamos prohibido disparar contra emplazamientos religiosos. Por si, claro estaba, era esa la intención del teniente coronel.

—Dios me libre —dijo Jamieson—. Nunca le pediría a un soldado bajo mi mando que apuntara a uno de esos estercoleros sagrados. Pero lo que se oye por esos altavoces es político, no religioso. Así pues, ¿cuál de vosotros quiere intentar echar abajo uno? Sin agujerear la bóveda, por supuesto. Eso no estaría bien, y probablemente acabaríamos en el infierno muyí por ello.

Taco me entregó de inmediato el rifle. Yo no tenía trípode, así que apoyé el cañón en el capó del jeep y disparé. Jamieson miraba por unos prismáticos, pero yo no los necesité para ver que uno de los altavoces se precipitaba hacia el suelo, arrastrando el cable. No perforé la bóveda, y la arenga, al menos la que procedía de ese lado de la mezquita, se redujo de manera sensible.

—¡Le has dado! —exclamó Taco—. ¡Vaya que si le has dado a esa mierda!

Jamieson dijo que debíamos salir de allí a toda hostia antes de que empezaran a dispararnos a nosotros, y eso hicimos.

Al volver la vista atrás, pienso que ese día resumió todo lo que iba mal en Irak, la razón por la que «queremos a Estados Unidos» se convirtió en «muerte a Estados Unidos». El teniente coronel se cansó de escuchar aquella sarta interminable de paridas y nos ordenó que disparáramos contra uno de los altavoces, lo cual era una estupidez y no tenía ningún sentido, considerando que había al menos seis más orientados en otras direcciones.

Vi a hombres en las puertas y a mujeres asomadas a las ventanas cuando regresábamos a la base. Sus rostros no eran rostros felices de «queremos a Estados Unidos». Nadie nos disparó —ese día—, pero sus caras anunciaban que el día llegaría. Desde su punto de vista, no habíamos disparado contra un altavoz. Habíamos disparado contra la mezquita. Tal vez no hubiera un agujero en la bóveda, pero habíamos disparado contra sus creencias más profundas.

Nuestras patrullas en Ramadi empezaron a ser cada vez más peligrosas. La policía local y la Guardia Nacional iraquí perdían gradualmente el control a manos de los insurgentes, pero las fuerzas estadounidenses no estaban autorizadas a sustituirlas porque los políticos, tanto en Washington como en Bagdad, se habían comprometido a favorecer el autogobierno. La mayor parte del tiempo lo pasábamos de brazos cruzados en el campamento, con la esperanza de no acabar asignados a labores de protección mientras una cuadrilla de reparación trabajaba en una cañería rota (o destrozada en un acto vandálico) o un grupo de técnicos, estadounidenses e iraquíes, intentaba poner de nuevo en funcionamiento una central eléctrica averiada (o saboteada). Participar en las labores de protección era exponerte a que te pegaran un tiro, y a finales de 2003 teníamos ya a cinco o seis marines muertos en acto de servicio, y otros muchos heridos. Los francotiradores muyíes daban pena, pero sus artefactos explosivos improvisados nos aterraban.

Todo el castillo de naipes se vino abajo el último día de marzo de 2004.

Bien, piensa Billy, aquí es donde empieza realmente el relato. Y he llegado hasta aquí con un mínimo de gilipolleces, como habría dicho A Tomar Por.

Para entonces nos habíamos trasladado de Ramadi a la base de Camp Baharia, también conocida como Mundo de Ensueño. Estaba en pleno campo, a unos tres kilómetros de Faluya, al oeste del Éufrates. Los hijos de Sadam solían ir a esa zona a descansar y a relajarse, según nos contaron. George Dinnerstein y Nabo Cash­man volvían a estar con nosotros en la Compañía Eco.

Mientras jugábamos los cuatro al póquer, oímos tiros procedentes del otro lado de lo que llamábamos el Puente de Brooklyn. No tiros aislados, sino una descarga uniforme.

Por la noche se habían acallado los rumores, y por fin supimos qué había ocurrido, al menos a grandes rasgos. Cuatro contratistas de Blackwater que distribuían comida —también para nuestro comedor en Mundo de Ensueño— decidieron atajar por Faluya en lugar de rodearla, que era el protocolo normal. Les tendieron una emboscada poco antes del puente sobre el Éufrates. Supongo que llevaban su equipamiento antibalas, pero nada pudo salvarlos del fuego concentrado que llovió sobre los dos vehículos Mitsubishi en los que viajaban.

Taco dijo:

—Por Dios, ¿qué les ha hecho pensar que podían cruzar por el centro de la ciudad, como si esto fuera Omaha? Vaya estupidez.

George coincidió con él, pero dijo que, estupidez o no, tenía que haber represalias. Todos pensábamos lo mismo. Matar a esa gente ya fue bastante malo, pero la turba no tuvo suficiente con sus muertes. Sacaron a rastras los cadáveres del interior de los Mitsubishi, los rociaron con gasolina y les prendieron fuego. A dos los descuartizaron como a pollos asados. A los otros dos los colgaron del Puente de Brooklyn como a muñecos de Guy Fawkes.

Al día siguiente, mientras nuestro pelotón se preparaba para salir a patrullar, apareció el teniente coronel Jamieson. Nos ordenó a Taco y a mí que bajáramos de la parte de atrás del Hummer en el que íbamos y nos dijo que lo acompañáramos, porque un hombre quería vernos.

El hombre estaba sentado en un pila de neumáticos en un garaje vacío que apestaba a aceite de motor y gases de escape. Además, hacía un calor insoportable, porque todas las puertas estaban cerradas y en esos garajes no había aire acondicionado. Se puso en pie cuando entramos y nos miró de arriba abajo. Vestía una cazadora de cuero, lo cual era absurdo en un espacio apestoso cuya temperatura ya debía de rondar los treinta grados. Llevaba en el pecho el emblema del Batallón Caballo Oscuro: PROFESIONALES CONSUMADOS arriba y A POR ELLOS debajo. Pero la cazadora era solo por aparentar. Lo supe nada más verlo, y después Taco comentó lo mismo. Solo había que mirarlo para saber que era un «puto agente de la CIA». Preguntó quién de nosotros era Summers, y dije que era yo. Dijo que se llamaba Hoff.

Billy se interrumpe en el acto, desconcertado. Se le han cruzado los cables y ha mezclado su vida actual con su vida en el ejército. ¿Fue Robert Stone quien dijo que la mente es un mono? Seguro que sí, en Dog Soldiers. Aquella novela en la que Stone también decía que los hombres que disparan a elefantes con ametralladoras desde helicópteros Huey inevitablemente van a querer colocarse. En Irak era a los camellos a los que disparaban los soldados. Pero sí, cuando estaban colocados.

Borra la última frase y consulta con el mono que vive entre sus orejas y detrás de su frente. Tras hacer memoria unos segundos, recuerda el verdadero nombre y decide que es un error justificado. Hoff al menos se le parecía.

Dijo que se llamaba Foss. Sin tenderles la mano, volvió a sentarse en los neumáticos, con lo que sin duda se ensuciaría los fondillos del pantalón. Dijo:

—Summers, he oído que eres el mejor tirador de la compañía.

Como no era una pregunta, me quedé allí plantado sin decir nada.

—¿Serías capaz de dar a un blanco en la otra orilla del río, a mil doscientos metros de distancia, desde nuestro lado?

Lancé una rápida mirada a Taco y vi que él también lo había oído, y supe qué significaba. «Nuestro lado» significaba cualquier sitio fuera de la ciudad. Y si había lados, significaba que íbamos a entrar en acción.

—¿Se refiere a disparar contra un blanco humano, señor?

—Sí. ¿Creías que hablaba de una botella de cerveza?

Una pregunta retórica que no me molesté en contestar.

—Sí, señor, sería capaz.

—¿Es la respuesta del marine o tu respuesta, Summers?

El teniente coronel Jamieson frunció un poco el entrecejo al oírlo, como si creyera que no había más respuesta posible que la del marine, pero calló.

—Las dos, señor. No estaría tan seguro en un día de viento, pero él y yo… —Señalé con el pulgar a Taco—. Él y yo podemos corregir la trayectoria en caso de viento. Sería distinto si hubiera arena en el aire.

—La velocidad del viento prevista para mañana es de cero a diez —informó Foss—. ¿Sería un problema?

—No, señor. —Luego pregunté algo que no era asunto mío, pero debía saberlo—. ¿Estamos hablando de un haji malo, señor?

El teniente coronel dijo que eso no era pertinente, y habría dicho más, pero Foss le dirigió un gesto y Jamieson cerró la boca.

—¿Has hecho blanco alguna vez en un hombre, Summers?

Le dije que no, y era verdad. Hacer blanco presuponía tirar a distancia, y cuando yo disparé contra Bob Raines, lo hice desde muy cerca.

—Pues sería una excelente forma de iniciarte en tu carrera, porque sí, hablamos de un haji muy malo. Doy por supuesto que sabéis lo que ocurrió ayer.

—Lo sabemos, señor —contestó Taco.

—Esos contratistas cruzaron por el centro de Faluya porque alguien que consideraban una fuente fiable les dijo que no había peligro. Les dijo que empezaba a notarse buena voluntad hacia los americanos. Además, les ofreció escolta la policía iraquí. Solo que la escolta la formaban insurgentes con uniformes robados, o policías renegados, o policías auténticos que se acobardaron al ver la de mierda que se les venía encima. Y en todo caso no los mataron ellos. De eso se ocuparon cuatro docenas de chicos malos provistos de AK que… ¿vosotros qué creéis, muchachos? ¿Que aparecieron allí por casualidad?

Me encogí de hombros como si no lo supiera y dejé que Taco llevara la voz cantante. Cosa que hizo.

—Parece poco probable, señor.

—Muy poco probable. Esos muyíes estaban todos allí apostados. A la espera. Un par de camionetas bloqueaban la vía principal. Alguien planeó esa emboscada, y sabemos quién fue, porque teníamos pinchado su móvil. ¿Me seguís?

Taco respondió que sí. Yo me limité a encogerme de hombros otra vez.

—Ese alguien era una comadreja con kufiya llamado Ammar Jassim. De sesenta o setenta años, nadie lo sabe con seguridad, probablemente ni él. Tiene una tienda de ordenadores y cámaras que hace las veces de cibercafé, y también de salón recreativo donde los jóvenes del barrio pueden jugar al Pac Man y al Frogger cuando no están montando artefactos explosivos y colocando bombas en las carreteras.

—Conozco ese sitio —dijo Taco—. Pronto Pronto Photo Photo. Lo he visto al pasar de patrulla.

¿Visto? Por Dios, habíamos estado allí, jugando al Donkey Kong y a Madden Football. Cuando entramos, todos los chicos del barrio recordaron de pronto que tenían algún asunto pendiente en otro sitio y escurrieron el bulto. Taco prefirió callarse esa información, igual que yo.

—Jassim es un baazista de la vieja escuela y un capo insurgente de la nueva escuela. Lo queremos. Le tenemos muchas ganas. No podemos recurrir a un misil guiado por láser porque nos arriesgaríamos a matar a un puñado de chavales mientras juegan a videojuegos, lo cual nos acarrearía otro montón de mala prensa en Al Jazeera. Eso no nos lo podemos permitir. Tampoco podemos esperar, porque Bush va a dar luz verde a una operación de limpieza en cuestión de días, y si se lo decís a alguien, me veré obligado a mataros.

—No tendrá ocasión —intervino Jamieson—. Los mataré yo antes.

Foss hizo como si no lo oyera.

—En cuanto la mierda empiece a salpicar, Jassim desaparecerá en las callejuelas con el resto de sus compinches de armas. Tenemos que liquidarlo antes de que eso ocurra y castigar a esa puta cabra de Judas para que sirva de escarmiento.

Taco preguntó qué era una cabra de Judas. Podría habérselo explicado yo, pero mantuve la boca cerrada y dejé que Foss hiciera los honores. Después se volvió hacia mí y me preguntó de nuevo si era capaz, y yo dije «señor sí señor». Le pregunté desde dónde tenía que disparar y me lo dijo. Habíamos estado allí antes, acarreando mercancías desde los helicópteros de reabastecimiento. Quise saber si podía cambiar la óptica de mi rifle por una de las nuevas miras Leupold o si tendría que arreglármelas con lo que tenía. Foss miró a Jamieson, y este respondió:

—Nos ocuparemos de eso.

De regreso en los barracones —la patrulla se había marchado sin nosotros—, Taco me preguntó hasta qué punto estaba seguro de que podía realizar ese disparo. Dije:

—Si no puedo, le echaré la culpa a mi observador.

Me dio un puñetazo en el hombro.

—Puto capullo. ¿Por qué siempre te haces el tonto?

—No sé de qué me hablas.

—Ahí lo tienes.

—Es más seguro. Lo que no saben de ti no puede perjudicarte. O volverse en tu contra en el futuro.

Rumió acerca de eso durante un rato. Al final dijo:

—Ya, ese disparo está a tu alcance, pero no me refería a eso. Estamos hablando de un tío real. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? ¿Pegarle un tiro a sangre fría en la sesera y quitarle la vida?

Contesté a Tac que no me cabía la menor duda. No le dije que sabía que podía quitar una vida porque ya lo había hecho antes. Disparé a Bob Raines en el pecho. Fue en la Academia de Francotiradores donde aprendí que siempre hay que apuntar a la cabeza.

 

 

5

 

Billy guarda lo que ha escrito, se pone en pie y se tambalea un poco, porque le da la sensación de que tiene los pies en otra dimensión. ¿Cuánto tiempo lleva sentado? Consulta el reloj y ve con asombro que han pasado casi cinco horas. Se siente como un hombre que sale de un sueño vívido. Se apoya las manos en los riñones y se despereza, notando un hormigueo en las piernas. Va del salón a la cocina y al dormitorio, y finalmente vuelve al salón. Hace el recorrido una segunda vez, y luego una tercera. El piso le pareció de tamaño idóneo la primera vez que lo vio, el sitio perfecto para ocultarse hasta que las aguas volvieran a su cauce y pudiera marcharse al norte (o tal vez al oeste) en el coche de alquiler. Ahora se le antoja demasiado escaso, como ropa que se le hubiera quedado pequeña. Le apetecería salir y dar un paseo, quizá incluso correr, pero sería una pésima idea incluso con el disfraz de Dalton Smith. Así que se pasea un poco más por el apartamento y, cuando ya no le basta con eso, hace flexiones en el suelo del salón.

Al suelo y hazme veinticinco, piensa en el sargento A Tomar Por diciéndolo. Y si no te importa, apoyaré el pie en tu culo, mancha de semen inútil.

Billy no puede evitar sonreír. Son muchas las cosas que han vuelto a su memoria. Si lo escribiera todo, el relato se alargaría mil páginas.

Después de las flexiones se siente más tranquilo. Piensa en encender la tele para ver cómo va la investigación, o mirar el móvil para comprobar si hay alguna actualización en el periódico (puede que los periódicos estén de capa caída, pero, por lo que ha observado Billy, aún acceden antes a los hechos destacados). Descarta tanto lo uno como lo otro. No está preparado para volver al presente. Piensa en comer algo, pero no tiene apetito. Debería, pero no tiene. Se conforma con una taza de café solo y lo bebe de pie en la cocina. Luego regresa al portátil y reanuda la narración donde la ha dejado.

 

 

6

 

A la mañana siguiente, el teniente coronel Jamieson en persona nos llevó a Taco y a mí en coche al cruce de la Carretera 10 con la carretera que iba de norte a sur y que los marines llamaban Autopista al Infierno por la canción «Highway to Hell» de AC/DC. Fuimos en la ranchera Eagle del teniente coronel, que usaba exclusivamente él. En la parte de atrás llevaba una calcomanía de un caballo negro con los ojos rojos. No me gustó, porque imaginaba a los observadores iraquíes fijándose en el coche, quizá incluso fotografiándolo.

No había ni rastro de Foss. Había regresado al lugar al que iban los tíos como él después de poner en marcha sus intrigas.

Estacionadas en lo alto de una cuesta, en una rotonda, había dos furgonetas de la Compañía Eléctrica iraquí, o lo que fuera que dijesen los trazos curvos que llevaban escritos en los costados. Eran como las furgonetas de servicios públicos estadounidenses, solo que más pequeñas y pintadas de verde manzana en lugar de amarillo. La pintura era mucho más espesa en los flancos, pese a lo cual no ocultaba totalmente el rostro sonriente de Sadam Huseín, como si fuera un fantasma obstinado que se negara a desaparecer. Había también una cesta elevadora con brazo articulado.

En el cruce de carreteras se alzaban dos postes eléctricos provistos de grandes transformadores para reducir el voltaje de la corriente destinada a los barrios residenciales de Faluya y las afueras. Correteaban por allí hombres con kufiya, además de un par con gorros kufi. Todos vestían chalecos de color naranja de operarios. Pero no se veía ningún casco; supongo que la Agencia para la Seguridad y la Salud en el Trabajo no había llegado a la provincia de al-Anbar. Probablemente, desde la otra orilla del río aquellos hombres parecían una cuadrilla heterogénea de empleados públicos como cualquier otra, pero cuando uno se acercaba a menos de sesenta metros, quedaba claro que eran todos de los nuestros. Albie Stark, de nuestro pelotón, se aproximó a mí, agitando su tocado y cantando aquella canción que recomienda no pisar la capa de Superman. Entonces vio al teniente coronel y le dirigió el saludo militar.

—Vete a algún sitio y aparenta que estás ocupado —le ordenó Jamieson—. Y para de cantar, por lo que más quieras. —Se volvió hacia mí y Taco, pero habló a Taco, porque había decidido que Tac era el inteligente—. Repítemelo, soldado de primera Bell.

—Jassim sale casi todos los días a eso de las diez para fumar un pitillo y hablar con sus fervientes admiradores, algunos de los cuales seguramente son de los que abrieron fuego contra los contratistas. Será el que lleve la kufiya azul. Billy lo elimina. Y se acabó.

Jamie se volvió hacia mí.

—Si lo matas, te propondré para una condecoración. Falla o dale a uno de los que rondan por ahí, lo que sería aún peor, y trasladaré a tu culo la patada de la bota que recibiré en el mío, solo que más fuerte y con más ganas. ¿Entendido, marine?

—Creo que sí, señor.

Lo que yo estaba pensando era que el sargento Uppington habría pronunciado esa frase con mucho más ímpetu y convicción. Así y todo, tuve que reconocerle al teniente coronel el mérito de intentarlo. Meses después, perdió casi toda la cara y la vista a causa de una bomba en la carretera.

Jamieson hizo una seña a Joe Kleczewski. Pertenecía también a nuestro pelotón, al que llamábamos los Nueve Ases. Eran miembros casi todos los «operarios de los servicios públicos». Se habían ofrecido voluntarios para el trabajo. No les quedó más remedio, porque Taco se lo pidió.

—Sargento, ¿entiende lo que debe ocurrir en cuanto Summers dispare?

El Gran Klew sonrió, exhibiendo la mella entre los dientes delanteros.

—Hay que hacerlos bajar lo antes posible y luego salir cagando leches, señor.

Aunque me daba la impresión de que Jamieson estaba nervioso —creo que eso todos lo veíamos—, sonrió. Por lo general, Klew era capaz de arrancar una sonrisa incluso a la persona más impasible.

—Eso más o menos lo resume.

—¿Y si no aparece, señor?

—Siempre podemos aplazarlo hasta mañana. En el supuesto de que el ataque no se produzca mañana, claro. Adelante, marines, y dejaos de gritos de guerra y demás chorradas, si no os importa. —Señaló con el pulgar en dirección al Éufrates y la trampa mortal que constituía la ciudad que se extendía al otro lado—. Como dice la canción, las voces llegan lejos.

Albie Stark y el Gran Klew intentaron apretujarse en la cesta del elevador. En principio cabían dos personas, pero no cuando una era del tamaño de Kleczewski. Estuvo a punto de tirar a Albie por un costado. Se rieron todos menos Jamieson. Podría haber sido una escena de Abbot y Costello.

—Sal de ahí, zoquete —ordenó el teniente coronel a Klew—. Habrase visto. —Dirigió una seña a Nabo, cuyas botas de combate marrones asomaban por debajo del pantalón, que le quedaba corto. Eso también era cómico, porque parecía un niño paseándose por la casa con los zapatos de su padre—. Tú, fantoche. Ven aquí. ¿Cómo te llamas?

—Señor, soy el soldado de primera Peter Cashman, y…

—Nada de saludos militares, cretino, no en plena zona de operaciones. ¿Tu madre te dejó caer de cabeza cuando eras un bebé?

—No, señor, que yo recuerde, se…

—Súbete a la cesta con ese como coño se llame, y cuando lleguéis arriba… —Miró alrededor—. Vaya por Dios, ¿dónde está la puta mortaja?

En rigor, tal vez fuera la palabra apropiada para referirse a aquello de lo que estaba hablando, pero inapropiada en cualquier otro sentido. Vi que Klew se santiguaba.

Albie, todavía en la cesta, miró hacia abajo.

—Esto… creo que la estoy pisando, señor.

Jamieson se enjugó la frente.

—De acuerdo, vale, al menos alguien se ha acordado de traerla.

Ese había sido yo.

—Sube ahí, Cashman. Y despliégala a toda prisa. El tiempo apremia.

La cesta se elevó con un gemido de sistema hidráulico. A su máxima altura, tal vez unos diez o doce metros, se detuvo con un temblor junto a uno de los transformadores. Albie y Nabo danzaron y tiraron de la mortaja hasta que por fin lograron sacarla de debajo de sus pies. A continuación, auxiliados por algún que otro juramento ingenioso —incluidos unos cuantos aprendidos de los niños iraquíes que salían a mendigar caramelos y tabaco—, la desplegaron. El resultado fue un cilindro de lona en torno a la cesta y el transformador. Por arriba se sostenía mediante unos ganchos prendidos de uno de los travesaños del poste, y se abrochaba a lo ancho mediante cierres, como la bragueta de botones de unos Levi’s 501. En el exterior llevaba estampados un montón de trazos curvos de color amarillo intenso. Yo no tenía la menor idea de lo que querían decir ni me importaba, siempre y cuando no significaran EQUIPO DE FRANCOTIRADORES EN ACCIÓN.

La cesta bajó, dejando arriba el cilindro. Ciertamente parecía una mortaja ahora que la barandilla de la cesta, de un metro de altura, ya no mantenía separado el contorno. A Nabo le sangraban las manos, y Albie tenía un arañazo en la cara, pero al menos ninguno de los dos había caído de cabeza desde la cesta. En un par de ocasiones poco faltó.

Taco estiraba el cuello para mirar hacia arriba.

—¿Qué se supone que es eso, señor?

—Protección contra la arena —dijo Jamieson. Luego añadió—: Creo.

—No precisamente discreto —comentó Taco.

Estaba mirando por encima del río las casas y tiendas y almacenes y mezquitas hacinados en la orilla opuesta. Era la zona sudoeste de la ciudad, la que llamábamos Queens. Alrededor de un centenar de marines salieron de allí en bolsas para cadáveres. Varios centenares más salieron con menos partes corporales de las que tenían al entrar.

—Cuando quiera tu opinión, te lo haré saber —contestó el teniente coronel, parafraseando una vieja canción—. Coged vuestro equipo y subid ahí a toda mecha. Poneos un par de esos chalecos naranja antes de entrar en la cesta para que, si alguien mira mientras subís, los vea. Los demás, id de aquí para allá aparentando que estáis ocupados. Lo que menos nos interesa es que alguien vea ese rifle. Summers, quédate de espaldas al río hasta que estéis bajo… —Se interrumpió. No quería decir «hasta que estéis bajo la mortaja», y yo tampoco quería oírlo—. Hasta que estéis a cubierto.

Dije «entendido» y subimos, yo con el M40 ante el pecho y de espaldas a la ciudad, Taco con el material de observador entre los pies. Los francotiradores se llevan la fama, sobre ellos se hacen películas y sobre ellos escribe Stephen Hunter en sus novelas, pero son los observadores quienes de verdad llevan a cabo el trabajo.

No sé a qué huele una mortaja auténtica, pero aquel cilindro de lona apestaba a pescado. Desabroché tres de los cierres laterales para crear una rendija por donde disparar, pero estaba en el sitio equivocado, a menos que mi intención fuera hacer blanco en una cabra que vagase en dirección a Ramadi. Entre los dos conseguimos darle la vuelta, gruñendo y jurando e intentando mantener aquella condenada cosa sujeta a al menos dos de los ganchos del travesaño mientras lo hacíamos. La lona nos azotaba la cara. Apestaba aún más a pescado. Esa vez fui yo quien estuvo a punto de caerse de la cesta. Taco me agarró por el chaleco naranja con una mano y por la correa del rifle con la otra.

—¿Qué hacéis ahí arriba? —preguntó Jamieson alzando la voz.

Desde abajo, lo único que veían los demás eran nuestros pies moviéndose torpemente como los de críos de secundaria que aprendieran a bailar el vals.

—Tareas domésticas, señor —contestó Taco.

—Pues os sugiero que os dejéis de tareas domésticas y os preparéis. Son casi las diez.

—¿Qué culpa tenemos nosotros de que esos dos tarados hayan puesto la rendija mirando en dirección contraria? —me dijo Taco entre dientes.

Comprobé la mira nueva y el rifle —había muchos como él, pero ese era mío— y utilicé una gamuza para limpiarlo todo bien. En el desierto, la arena y el polvo se metían en todas partes. Entregué el arma a Taco para que realizara la segunda comprobación obligatoria. Me la devolvió, se lamió bien la palma de la mano y la asomó a través de la rendija.

—Velocidad del viento cero, Billy. Muchacho, espero que ese cabrón se deje ver, porque no dispondremos de un día mejor que este.

Aparte de mi rifle, el mayor elemento del equipo que teníamos en la cesta era el M151, también conocido como Amigo del Observador. Este

Billy, sobresaltado, sale de su ensoñación y se interrumpe. Se levanta y va a la cocina a echarse agua fría en la cara. Ha llegado a una bifurcación imprevista en lo que, hasta ahora, era una carretera perfectamente recta. Quizá dé igual cuál de los caminos tome, pero quizá no.

Todo tiene que ver con ese M151. Es el telescopio que utilizaba el observador para calcular la distancia desde la boca del cañón hasta el blanco, y con una precisión sobrecogedora (o al menos a Billy se lo parecía). Esa distancia es la base para la medición del minuto de ángulo, conocido como MOA. Billy no necesitó nada de eso para el disparo con que abatió a Joel Allen, pero en la misión que se le encomendó aquel día de 2004, siempre en el supuesto de que Ammar Jassim saliera de su tienda, la distancia de tiro era mucho mayor.

¿Explica todo eso o no?

Si lo explica, significa que prevé, o al menos espera, que algún día alguien lea lo que está escribiendo. Si no, implica que ha renunciado a esa posibilidad. Esa esperanza. Así pues, ¿qué va a hacer?

De pie frente al fregadero de la cocina, acude a su memoria una entrevista que escuchó por la radio no mucho después de abandonar el desierto. Probablemente en uno de esos programas de la NPR en los que todo el mundo parece inteligente y hasta arriba de Prozac. El entrevistado era un escritor, uno ya entrado en años que fue el no va más en los tiempos en que todos los autores importantes eran blancos, varones y medio alcohólicos. Billy no hubiera sido capaz de recordar quién era por nada del mundo, pero desde luego no se trataba de Gore Vidal —no era lo bastante mordaz— ni de Truman Capote: no hablaba con voz de pato. Lo que recuerda es lo que dijo ese hombre cuando el entrevistador le preguntó por su proceso. «Siempre tengo presentes a dos personas cuando me siento a escribir: yo y el desconocido.»

Y eso lleva a Billy de nuevo al M151. Podría describirlo. Podría explicar su función. Podría explicar por qué el MOA es aún más importante que la distancia, pese a que las dos medidas van siempre juntas. Podría hacer todo eso, pero solo es necesario si está escribiendo para un desconocido además de para sí mismo. ¿Es así?

Sé realista, se dice Billy. Aquí el único desconocido soy yo.

Pero eso da igual. Puede hacerlo para sí mismo si no queda más remedio. No necesita… ¿cómo llamarlo?

—Validación —susurra mientras vuelve al portátil. Una vez más, reanuda el relato donde lo ha dejado.

 

 

7

 

Aparte de mi rifle, el mayor elemento del equipo que teníamos en la cesta era el M151, también conocido como Amigo del Observador. Taco instaló el trípode, y yo, en la medida de lo posible, procuré no estorbarlo. La plataforma temblaba un poco, y Taco me dijo que me quedara quieto a menos que quisiera meter la bala en el letrero de encima de la puerta de la tienda en lugar de en la cabeza de Jassim. Permanecí tan inmóvil como pude mientras Taco hacía su trabajo, realizando cálculos y mascullando para sí.

Según la estimación del teniente coronel Jamieson, la distancia era de unos mil doscientos metros. Taco, en sus mediciones, tomó como referencia a un niño que botaba una pelota delante de Pronto Pronto Photo Photo y determinó que eran 1.340. Muy lejos para garantizar nada, pero en un día sin viento como aquel de primeros de abril, las probabilidades eran altas. Yo había dado en el blanco a distancias mayores, y todos habíamos oído hablar de francotiradores de talla mundial capaces de atinar al doble de esa distancia. Por supuesto, no podía contar con que Jassim estuviese totalmente inmóvil, como la cabeza de un blanco de papel. Eso me preocupaba, pero el hecho de que fuese un ser humano con un corazón palpitante y un cerebro vivo, no. Era una cabra de Judas que había atraído a cuatro hombres a una emboscada, personas culpables de nada más que de repartir comida. Era un mal tipo y había que abatirlo.

A eso de las nueve y cuarto, Jassim salió de su tienda. Vestía una camisa azul larga parecida a un dashiki y un pantalón blanco holgado. Ese día llevaba un gorro de punto rojo en lugar de la kufiya azul. Era un blanco perfecto. Empecé a alinear el rifle, pero Jassim se limitó a ahuyentar al niño que botaba la pelota dándole un cachete en el trasero y volvió a entrar.

—Me cago en todo —dijo Taco.

Esperamos. En Pronto Pronto Photo Photo entraron algunos jóvenes. Salieron algunos jóvenes. Se reían y correteaban y se perseguían como hacen los jóvenes en todo el mundo, desde Kabul hasta Kansas City. Algunos seguro que habían disparado contra las camionetas de Blackwater con sus AK un par de días antes. Algunos sin duda dispararían contra nosotros siete meses después mientras íbamos de edificio en edificio, despejándolos. Bien podía ser que algunos estuvieran en lo que llamábamos la Casa de la Risa, donde todo lo que podía salir mal salió mal.

Dieron las diez, luego las diez y cuarto.

—A lo mejor hoy ha salido a fumar a la parte de atrás —dijo Taco.

Por fin, a las diez y media, se abrió la puerta de Pronto Pronto Photo Photo y salió Ammar Jassim con dos de sus jóvenes. Fijé la mira. Los vi reír y hablar. Jassim dio una palmada a uno de ellos en la espalda, y los dos se alejaron rodeándose los hombros con los brazos. Jassim se sacó un paquete de tabaco del bolsillo del pantalón. Observando por el visor, leí Marlboro y vi los dos leones dorados del emblema. Todo resultaba nítido: las cejas pobladas, aquellos labios tan rojos como los de una mujer con carmín, el asomo de barba entrecana.

Taco miraba por el M151, que en ese momento sostenía en la mano.

—El cabrón es clavado a Yasabes Arafat.

—Cállate, Tac.

Centré la retícula en el gorro de punto y esperé a que Jassim se encendiera el cigarrillo. Estaba dispuesto a permitirle una última calada antes de dejarlo fuera de combate. Se llevó un cigarrillo a la boca. Se volvió a guardar el paquete en el bolsillo y sacó un encendedor. No un Bic desechable barato, sino un Zippo. Podía haberlo comprado, en una tienda o en el mercado negro. También podía habérselo robado a uno de los contratistas que habían sido asesinados a tiros, quemados y colgados del puente. Lo abrió con un golpe de muñeca, y un pequeño reflejo en forma de estrella reverberó en la tapa. Vi eso. Lo vi todo. En Pendleton, el brigada Diego Vasquez solía decir que un francotirador de la Infantería de Marina vive para el disparo perfecto. Ese era perfecto. También decía: «Es como el sexo, mis pequeños vírgenes. Nunca olvidaréis vuestra primera vez».

Tomé aire, lo retuve mientras contaba hasta cinco y apreté el gatillo. Noté el retroceso en el hueco del hombro. El gorro de punto de Jassim salió volando y en un primer momento pensé que había fallado, tal vez solo por un centímetro, pero, cuando eres francotirador, un centímetro es como un kilómetro. Se quedó allí plantado con el cigarrillo entre los labios. De pronto el encendedor cayó de entre sus dedos y el cigarrillo cayó de su boca. Fueron a parar a la acera polvorienta. En las películas, la persona que recibe el balazo salta hacia atrás por el impacto. En la vida real casi nunca es así. De hecho, Jassim dio dos pasos al frente. Para entonces yo ya veía que no solo había saltado el gorro; dentro se hallaba la parte superior de la cabeza.

Se postró de rodillas y cayó de bruces. La gente se acercó corriendo.

—La venganza es una putada —dijo Taco, y me dio una palmada en la espalda.

Me volví y grité:

—¡Bajadnos!

La plataforma empezó a descender. Muy lentamente, nos dio la impresión, porque en la otra orilla del río ya se oían disparos. Sonaban como fuegos artificiales. Taco y yo nos agachamos al quedar por debajo del protector de lona contra la arena, no porque agachándonos se redujera el peligro, sino por instinto. Agucé el oído por si las balas silbaban cerca e intenté prepararme para el impacto, pero no oí nada ni sentí nada.

—¡Salid de ahí, salid! —exclamó Jamieson—. ¡Saltad! ¡Largaos echando leches!

Pero se reía, se lo veía triunfal. A todos. Me dieron tantas palmadas en la espalda, y tan fuertes, que estuve a punto de caerme mientras corríamos de regreso al Mitsubishi sucio en el que el teniente coronel nos había llevado hasta allí. Albie, Nabo, Klew y los demás corrieron hacia las pequeñas furgonetas de la Compañía Eléctrica, una treta que ya no podríamos volver a utilizar. Oíamos gritos al otro lado del río, y había arreciado el fuego.

—¡Ya, chupaos esa! —exclamó el Gran Klew—. ¡Chupaos esa, cabrones! ¡A vuestro hombre acaba de arrollarlo el gran caballo oscuro!

La vieja ranchera del teniente coronel estaba aparcada detrás de las furgonetas de la Compañía Eléctrica iraquí en la rotonda. Abrí la puerta de atrás para meter el rifle y el equipo de Taco.

—Deprisa, joder —dijo Jamieson—. Estamos cortando el paso a esos hombres.

A ver, ha sido usted el que ha aparcado aquí, pensé, pero me lo callé. Eché dentro nuestras cosas. Cuando cerré la puerta, vi algo caído en la tierra. Era un zapato de bebé. Debía de haber sido de niña, porque era rosa. Me agaché a cogerlo y en ese momento una bala disparada a voleo alcanzó la luna blindada del portón. Si no me hubiese inclinado, la bala me habría penetrado en la nuca o la parte de atrás de la cabeza.

—¡Adentro, adentro! —vociferaba Jamieson.

Otra bala disparada a voleo rebotó en el blindaje lateral de la ranchera Eagle. O quizá no tan a voleo; para entonces, los tiradores debían de haberse acercado al río desde su orilla.

Cogí el zapato. Entré en la Mitsubishi, y Jamieson, al arrancar, derrapó y levantó una nube de polvo que las furgonetas tendrían que atravesar. El teniente coronel no pensaba en eso; estaba concentrado en salvar el pellejo.

—Están destrozando a tiros esa cesta elevadora —dijo Taco. Seguía riendo, excitado por el asesinato—. ¿Qué tienes ahí?

Se lo enseñé y dije que creía que me había salvado la vida.

—Guárdalo bien, hermano —dijo Taco—. Y llévalo siempre encima.

Eso hice. Hasta la Casa de la Risa, aquel noviembre. Lo busqué cuando empezábamos a despejar aquella casa en el Sector Industrial y había desaparecido.

 

 

8

 

Billy por fin apaga, se sitúa ante la ventana periscopio de su submarino rodeado de tierra y desde ahí observa, por encima de la pequeña franja de césped, la calle y el solar de la otra acera donde tiempo atrás se hallaba la estación de tren. No sabe cuánto lleva ahí de pie. Quizá un buen rato. Se nota el cerebro extenuado, como si acabara de terminar el examen más largo y complicado del mundo.

¿Cuántas palabras ha escrito hoy? Podría consultar el contador del documento —ya no el relato de Benjy sino el de Billy—, pero no es tan obsesivo-compulsivo. Han sido muchas, basta con eso, y aún tiene un largo camino que recorrer. Estuvo el ataque de abril, que empezó menos de una semana después de que matara a Jassim, seguido de la retirada cuando los políticos se achantaron. Luego llegó la pesadilla final, que fue la Operación Furia Fantasma. Cuarenta y seis días de infierno. No lo expresará así (si es que llega hasta ese punto) porque es un tópico, pero fue un infierno. Cuya culminación llegó con la Casa de la Risa, que fue como un compendio de todo lo demás. Podría tratar de pasada parte de lo ocurrido, pero no la Casa de la Risa, porque la Casa de la Risa era lo que daba sentido a Faluya. ¿Y cuál era exactamente el sentido? Que no tenía sentido. Era solo una casa más que despejar, salvo por el precio que pagaron.

Por Pearson Street pasan unas cuantas personas a pie. Unos cuantos coches. Uno es un coche patrulla, pero a Billy no le preocupa. Circula tranquilamente, sin rumbo concreto ni prisa por llegar. Sigue asombrándolo que esta parte de la ciudad, tan cerca del centro, parezca tan vacía. En Pearson Street, la hora punta es la hora valle. Supone que la mayoría de la gente que trabaja en el centro se larga a las afueras al final de la jornada, a sitios más agradables como Bentonville, Sherwood Heights, Plateau, Midwood. Incluso a Cody, donde ganó un peluche para una niña. El barrio del que ahora Billy forma parte ni siquiera tiene nombre, al menos que él sepa.

Necesita ponerse al día. Billy sintoniza el Canal 8, la filial de la NBC, pues prefiere evitar el Canal 6, que seguirá mostrando las imágenes de Allen recibiendo el balazo. En el 8 aparece el rótulo ÚLTIMAS NOTICIAS con una música de violines siniestros y tambores sordos que no augura nada bueno. Billy duda que haya alguna última noticia destacable cuando el asesino sigue suelto. El asesino se ha pasado el día escribiendo un relato que corre el grave peligro de convertirse en un libro.

Resulta que sí que ha habido avances en la investigación, pero nada que Billy no haya previsto y nada que justifique esa música de mal augurio. Uno de los presentadores anuncia que Kenneth Hoff, el hombre de negocios de la ciudad, estaba implicado en la «conspiración para el asesinato cada vez más amplia». La otra presentadora dice que el aparente suicidio de Kenneth Hoff pudo haber sido un homicidio. Holmes, sus deducciones me asombran, piensa Billy.

Los presentadores dan paso a una corresponsal que se encuentra frente a la casa de Hoff, una choza cara que aun así está varios peldaños por debajo de la supermansión alquilada de Nick en la escala de la suntuosidad. La corresponsal es una rubia de piernas largas que parece haber salido de la facultad de Periodismo hace una semana. Explica que se ha «vinculado de forma concluyente» a Kenneth Hoff con el rifle Remington 700 utilizado para matar a Joel Allen. Eso se suma a otros muchos vínculos con el presunto asesino, que ha sido «identificado de forma concluyente» como William Summers, un veterano de la Infantería de Marina que combatió en la guerra de Irak y recibió varias medallas.

La Estrella de Bronce y la Estrella de Plata, piensa Billy. También un Corazón Púrpura con una estrella en la cinta, que indica que fue herido en combate no una vez sino dos. Entiende que prefieran no revelar esos detalles concretos. Es el villano de la noticia, ¿para qué, pues, enredar las cosas con unos antecedentes heroicos? Enredar las cosas es propio de las novelas, no de la prensa.

Muestran dos fotografías juntas. Una es la que le tomó Irv Dean en el mostrador de seguridad de la Torre Gerard su primer día como escritor residente del edificio. En la otra aparece como recién alistado, con un aspecto solemne y a la vez cándido con su pelo al cero. Se la hicieron el Día de la Foto. En ella se lo ve aún más joven que la corresponsal rubia. Probablemente lo era. Deben de haberla obtenido de algún archivo de la Infantería de Marina, porque Billy no tenía parientes a quienes dar una copia el Día de la Familia.

Según la policía local, es posible que Summers haya huido de la ciudad, dice la corresponsal, y como también es posible que haya huido del estado, el caso ha pasado al FBI. Dicho esto, la rubia devuelve la conexión al estudio, donde los presentadores muestran a continuación un retrato de Giorgio Piglielli, y sí, dan su apodo en la mafia, como si Georgie Pigs fuera un alias con el pudiera estar viajando. Se lo ha vinculado a operaciones del crimen organizado en Las Vegas, Reno, Los Ángeles y San Diego, pero aún no ha sido detenido. El subtexto es: si ve usted a un italiano de mediana edad que ronda los ciento setenta kilos y posiblemente calza zapatos de cocodrilo y bebe un batido, póngase en contacto con las fuerzas del orden locales.

Conclusión, piensa Billy: Hoff está muerto, Giorgio casi con toda seguridad también, y Nick tiene coartadas para parar un tren. Lo que me convierte a mí en el último melón del huerto, el último guisante de la vaina, el último bombón de la caja, que cada cual elija su metáfora.

Después de un anuncio de cierta píldora milagrosa con una veintena de efectos secundarios posibles, algunos letales, ofrecen entrevistas con sus vecinos de Evergreen Street. Billy se levanta para apagar el televisor, pero vuelve a sentarse. Ha navegado bajo pabellón falso y ha hecho daño a esa gente. Tal vez se merece mirar y escuchar mientras expresan su dolor. Y su perplejidad.

Jane Kellogg, la alcohólica oficial de la manzana, no parece perpleja en absoluto. «Supe que escondía algo raro la primera vez que lo vi —dice—. Tenía una mirada furtiva.»

Qué mierda ibas a saber tú, piensa Billy.

Diane Fazio, la madre de Danny, cuenta el horror que sintió al enterarse de que habían permitido a sus hijos pasar el rato con un asesino despiadado.

Paul Ragland se maravilla de lo tranquilo que se lo veía, de su naturalidad. «Realmente pensaba que Dave era un tío auténtico. Parecía de lo más majo. Eso viene a demostrar que no puedes fiarte de nadie.»

Es Corinne Ackerman quien alude a un detalle que todos los demás han pasado por alto. «Claro que es un horror, pero ese hombre contra el que disparó no iba al juzgado por robar en una tienda, ¿no? Según tengo entendido, era un asesino impasible. Si quiere saber lo que pienso, David le ha ahorrado al condado el coste de un juicio.»

Dios te bendiga, Corrie, piensa Billy, y advierte que de hecho se le empañan los ojos, como si estuviera viendo el final de una película en el canal Lifetime donde todo acaba bien. Siempre y cuando la idea que uno tiene del bien incluya una dosis de justicia paralela… y en casos como el Joel Allen, Billy no ve ningún problema en eso.

Antes de pasar al tráfico (continúan las retenciones por los controles policiales, lo siento, amigos) y el tiempo (bajan las temperaturas), hay una última noticia sobre el caso del asesinato en el juzgado, y Billy no puede evitar sonreír. La razón por la que el sheriff Vickery fue apartado inicialmente de la investigación no es que saliera por piernas cuando el reo fue abatido, sin dejar atrás más que el ridículo sombrero vaquero, o no es la única. El motivo es que hizo entrar al reo en el juzgado por la escalinata en lugar de utilizar la puerta de empleados, situada más abajo. En un principio se sospechó que podía haber formado parte del complot. Posteriormente ha convencido a las autoridades de que no era así, quizá admitiendo que buscaba la atención de la prensa.

Y yo podría haber hecho el disparo en cualquier caso, piensa Billy. Qué demonios, podría haberlo hecho incluso lloviendo, a menos que cayera el diluvio universal.

Apaga el televisor y entra en la cocina para inspeccionar sus existencias de cenas congeladas. Ya está pensado en lo que escribirá mañana.