15

 

 

 

 

1

 

Billy está otra vez en Faluya, y el zapato de bebé ha desaparecido.

Pil, Taco, Albie Stark y él se encuentran detrás de un taxi volcado; el resto de los Nueve, detrás de una furgoneta de reparto de pan quemada. Albie yace con la cabeza en el regazo de Taco mientras Pil intenta remendarlo, lo cual es una puta broma, porque no podrían remendarlo ni todos los médicos de la Clínica Mayo juntos. El regazo de Tac es un charco de sangre.

«No es nada, solo me ha rozado», dijo Albie cuando, sorprendidos por los hajis en una emboscada, se agacharon los cuatro detrás del Corolla volcado. Se apretaba un lado del cuello con la mano, pero sonreía. De pronto empezó a respirar con dificultad y la sangre le manó a borbotones entre los dedos.

Una intensa lluvia de fuego cae sobre ellos desde una casa a dos puertas de la esquina, los muyíes disparan desde las ventanas de la planta superior y la azotea, y las balas repican en el chasis del taxi. Tac ha solicitado apoyo aéreo y grita a los que están detrás de la furgoneta de reparto de pan que hay un helicóptero en camino, un par de misiles Hellfire harán callar a esos capullos, en dos minutos, tal vez cuatro, y Pil, de rodillas, con el culo polvoriento en alto, aprieta el cuello de Albie con las manos, pero el burdeos sigue manando, un nuevo chorro con cada latido de su corazón, y Billy ve la verdad en los ojos desorbitados de Taco.

George, Nabo, Johnny, Pie Grande y Klew devuelven el fuego desde detrás de la furgoneta porque ven que los tipos apostados en la azotea casi disponen del ángulo necesario para alcanzar a Billy y a los otros situados detrás del taxi; es una protección exigua y una geometría letal. Quizá puedan resistir hasta que llegue el Cobra con los Hellfire, quizá no.

Billy busca alrededor el zapato de bebé, pensando que podría haberlo perdido hace solo un momento, pensando que podría estar cerca, pensando que si logra recuperarlo, todo se arreglará por arte de magia, será como cantar «El picnic de los ositos de peluche», pero el zapato no está cerca, y él sabe que no está cerca, pero si lo busca, no tiene que mirar a Albie, que ahora exhala sus últimos alientos e intenta absorber todo el mundo posible antes de abandonarlo, y Billy se pregunta qué está viendo y qué verá cuando pase al otro lado, puertas nacaradas y orillas doradas o solo la nada negra, y desde detrás de la furgoneta Johnny Capps grita: «¡Dejadlo, dejadlo, dejadlo y volved aquí!», pero ellos no lo dejarán, porque eso no se hace, no se deja a nadie atrás, esa era la puta regla más importante del sargento de instrucción Uppington, y el zapato no está aquí, el zapato no está en ningún sitio, lo ha perdido y con él se les ha escapado la suerte, y Albie se va, casi se ha ido, con esos estertores horrendos, y Billy tiene un agujero en la bota y se da cuenta de que sangra, le han herido en el puto pi…

 

 

2

 

Billy se incorpora tan deprisa que casi se cae del sofá. Está en Pearson Street, no en Faluya, y no es Albie quien tiene la respiración entrecortada.

Corre al dormitorio y encuentra a Alice sentada en la cama, agarrándose el cuello con una mano. Presenta un siniestro parecido con Albie cuando este, al principio, pensaba que la bala solo lo había rozado. Sus ojos, muy abiertos, rebosan pá­nico.

—¡Toa… —silbido—, lla! —Silbido.

Billy entra en el cuarto de baño y coge una. La moja sin esperar a que el agua salga caliente, vuelve y se la coloca sobre la cara, alegrándose de taparle los ojos, tan abiertos que parecen a punto de salirse de las órbitas y quedar colgando sobre las mejillas.

Alice sigue respirando con dificultad.

Billy le canta el primer verso de «El picnic de los ositos de peluche».

Dos silbidos consecutivos son su respuesta.

—¡Repite conmigo, Alice! ¡Canta! ¡Te despejará! Si hoy al bosque vas…

—Si hoy… al bosque… vas… —Aspira cada una o dos palabras.

—… una gran sorpresa te llevarás.

Debajo de la toalla, Alice mueve la cabeza en un gesto de negación. Billy la agarra por el hombro, el hombro magullado; sabe que le hace daño, pero la agarra de todos modos. Cualquier cosa que le permita llegar a ella.

—De un tirón: una gran sorpresa te llevarás.

—Una gran sorpresa te llevarás… —Silbido.

—No es perfecto, pero no está mal. Ahora los dos versos juntos, y ponle un poco de sentimiento. Si hoy al bosque vas, una gran sorpresa te llevarás. Conmigo. A dúo.

Alice lo repite con él, su mitad del dúo ahogada por la toalla húmeda, donde aparece una sombra con forma de boca cada vez que toma aire.

Billy se sienta al lado de Alice cuando por fin empieza a res­pirar de manera acompasada. Le rodea los hombros con el brazo.

—Ya estás bien. Ya ha pasado.

Alice se quita la toalla de la cara. Unos rizos mojados de cabello oscuro se le quedan adheridos a la frente.

—¿Qué canción es esa?

—«El picnic de los ositos de peluche.»

—¿Siempre da resultado?

—Sí. —A menos, claro, que te hayan volado media garganta de un tiro.

—Me conviene tenerla en el teléfono. —De pronto se acuerda—. Mierda, me ha desaparecido el teléfono.

—La anotaré en uno de los portátiles —dice Billy, y señala hacia el salón.

—¿Por qué tienes tantos? ¿Para qué son?

—Verosimilitud. Significa…

—Ya sé lo que significa. Parte del disfraz. Como la peluca y la barriga postiza. —Se aparta los rizos húmedos de la frente con el pulpejo de la mano—. He soñado que estaba estrangulándome. Tripp. Pensaba que iba a matarme. Decía «Bájate las bragas» con una voz rara, gutural, distinta de la suya normal. Entonces me he despertado…

—… y no podías respirar.

Ella asiente.

—¿Has visto una película que se titula Defensa? ¿De unos tíos que van en canoa?

Alice lo mira como si se hubiera vuelto loco.

—No. ¿Qué tiene que ver la velocidad con el tocino?

—Hay una escena de la película en la que dicen algo parecido a «Bájate las bragas». —Billy, con mucha delicadeza, le toca las marcas a un lado del cuello—. Ese sueño es un recuerdo recuperado. Posiblemente es lo último que oíste antes de perder el conocimiento del todo, no solo por lo que te echó en la bebida, sino porque te asfixió. Tienes suerte de que no te matara. Supongo que no habría sido adrede, pero habrías acabado muerta igualmente.

—Si hoy al bosque vas, una gran sorpresa te llevarás. Vale, ¿cómo sigue?

—No recuerdo toda la canción, pero la primera estrofa dice así: Si hoy al bosque vas, una gran sorpresa te llevarás. Si hoy al bosque vas, mejor que te pongas un disfraz. ¿Tu madre nunca te la cantó?

—Mi madre no cantaba. Tú tienes buena voz.

—Si tú lo dices.

Se quedan los dos juntos durante un rato. Alice vuelve a respirar con normalidad, y ahora que ha pasado la crisis, Billy cae en la cuenta de que ella no lleva más que la camiseta de Black Keys (que por alguna razón no se vomitó) y él va en calzoncillos. Se pone en pie.

—Vas a estar bien.

—No te vayas. Todavía no.

Billy se sienta de nuevo. Ella se corre para dejarle sitio. Billy se tiende a su lado, al principio tenso, con el brazo bajo la cabeza a modo de almohada improvisada.

—Cuéntame por qué mataste a ese tío. —Un silencio—. Por favor.

—No es precisamente un cuento para dormir.

—Quiero saberlo. Entenderlo. Porque no pareces mala persona.

Siempre me he dicho a mí mismo que no lo soy, piensa Billy, pero desde luego, tras los acontecimientos recientes, está en tela de juicio. Lanza una ojeada de culpabilidad a Dave el Flamenco, en la mesita de noche.

—Lo que digamos aquí quedará entre nosotros —dice ella, y le dirige una sonrisa vacilante.

Como cuento para dormir es una mierda, pero se lo cuenta, empezando por el momento en que Frank Macintosh y Paul Logan fueron a recogerlo al hotel. Se plantea cambiar los nombres (como hizo inicialmente en el relato que ha estado escribiendo) y al final decide que no tiene mucho sentido. Ella conoce a Ken Hoff por las noticias, igual que a Giorgio. Hace una excepción: Nick Majarian se convierte en Benjy Compson. Saber su nombre podría ponerla en peligro en el futuro.

Pensaba que tal vez contarlo todo en voz alta le serviría para aclarar las cosas en su cabeza. No ha sido así, pero ella vuelve a respirar de forma acompasada. Está tranquila. Al menos el cuento ha servido para eso. Después de reflexionar un momento, dice:

—Ese Benjy Compson te contrató a ti, pero ¿quién lo contrató a él?

—No lo sé.

—¿Y por qué implicar a ese otro tío, a Hoff? ¿No podría haberte encontrado un arma uno de esos gángsters? ¿Sin que lo descubrieran?

—Porque Hoff es el dueño del edificio, supongo. El sitio desde donde disparé. Mejor dicho, lo era.

—El edificio donde tuviste que esperar una eternidad. Empotrado, como si dijéramos.

Empotrado, piensa Billy. Sí. Como los periodistas que iban y venían en Irak, poniéndose chalecos antibalas y cascos que se quitaban una vez que entregaban sus reportajes y podían volver a casa.

—No fue tanto tiempo.

—Aun así, parece muy complicado.

También a Billy se lo parece.

—Creo que ya puedo volver a dormirme. —Sin mirarlo, añade—: Quédate si quieres.

Billy, consciente de que su cuerpo podría traicionarlo de cintura para abajo, dice que será mejor que se vaya al sofá. Es posible que Alice lo entienda, porque lo mira y asiente con la cabeza; después se vuelve de costado y cierra los ojos.

 

 

3

 

Por la mañana, Alice anuncia que casi se les ha terminado la leche y que los Cheerios a palo seco no están buenos. Como si yo no lo supiera, piensa Billy. Sugiere huevos, y ella dice que solo queda uno.

—No entiendo por qué compraste solo media docena.

Porque no esperaba compañía, piensa Billy.

—Ya sé que no esperabas tener otra boca que alimentar —dice Alice.

—Iré a Zoney’s. Allí tendrán leche y huevos.

—Si fueras al Harps de Pine Plaza, podrías comprar unas chuletas de cerdo o algo así. Podríamos asarlas en la barbacoa de atrás si para de llover en algún momento. Y ensalada, de esa que viene en bolsa. No está muy lejos.

Lo primero que piensa Billy es que intenta deshacerse de él para poder fugarse. Luego observa los hematomas amarillentos de su mejilla y su frente, la nariz hinchada que justo empieza a desinflamarse, y piensa no, todo lo contrario. Se está instalando. Tiene intención de quedarse. Al menos de momento.

Visto desde fuera, cabría pensar que es una locura, pero aquí dentro tiene sentido. Podría haber muerto en la alcantarilla de no ser por Billy, y este no ha dado señal alguna de querer violarla también. Al contrario, fue a comprarle el anticonceptivo de emergencia por si uno de aquellos gilipollas la había dejado embarazada. Además, Billy tiene que pensar en el Ford Fusion de alquiler. Está esperándolo en la otra punta de la ciudad. Ha llegado el momento de traerlo para poder marcharse a Nevada en cuanto considere que no hay peligro.

Aparte, Alice le cae bien. Le gusta la forma en que se está recuperando. Ha tenido un par de ataques de pánico, sí, pero ¿quién no los tendría después de que te droguen y violen en grupo? No ha hablado de reanudar los estudios, no ha mencionado a amigos o conocidos que pudieran estar intranquilos por ella y no ha mostrado la menor preocupación por llamar a su madre (o tal vez a su hermana, la peluquera). Piensa que Alice se encuentra en una especie de paréntesis. Ha puesto su vida en pausa mientras trata de decidir cuál debe ser el siguiente paso. Billy no es psiquiatra, pero tiene la impresión de que en realidad eso también puede ser saludable.

Qué cabrones, piensa Billy, y no por primera vez. Violar a una chica inconsciente, los gilipollas. ¿Quién hace una cosa así?

—Vale, comida. Te quedarás aquí, ¿verdad?

—Verdad. —Como si fuera la conclusión inevitable—. Voy a tomarme los cereales con lo que queda de leche. Tú puedes comerte el huevo. —Lo mira con expresión de incertidumbre—. Si te parece bien. Si no, podemos hacerlo al revés. Al fin y al cabo, son tus provisiones.

—Me parece bien. ¿Me ayudarás otra vez con la barriga después del desayuno?

Alice se ríe. Es la primera vez.

 

 

4

 

Mientras comen, Billy le pregunta si sabe qué es el síndrome de Estocolmo. Alice no lo sabe, así que se lo explica.

—Si la policía me localiza y me detiene, vendrán aquí. Diles que tenías miedo de marcharte.

—Lo tengo —dice Alice—, pero no porque te tenga miedo a ti. No quiero que la gente me vea así. No quiero que la gente me vea en absoluto, al menos durante un tiempo. Además, no te detendrán. Con todo eso puesto, estás muy distinto. —Alza un dedo en un gesto de advertencia—. Pero.

—Pero ¿qué?

—Necesitas un paraguas, porque bajo la lluvia una peluca siempre parece una peluca. El agua queda en forma de gotitas. El pelo real simplemente se moja y se aplana, como si dijéramos.

—No tengo paraguas.

—Hay uno en el armario de los Jensen. Al lado de la puerta, nada más entrar.

—¿Cuándo miraste en el armario?

—Mientras preparabas las palomitas. A las mujeres les gusta ver qué tienen otras personas. —Lo mira por encima de la mesa de la cocina, ella con sus Cheerios, él con su huevo—. ¿De verdad no lo sabías?

 

 

5

 

El paraguas no solo le protege la peluca rubia de la lluvia, sino que además le cubre la cara, con lo que, al salir de la casa y encaminarse hacia la parada de autobús más cercana, no se siente tanto como un bicho en el portaobjetos de un microscopio. Entiende perfectamente cómo se siente Alice, porque él se siente igual. Ir a la farmacia fue estresante, pero esto es peor, porque debe desplazarse más lejos. Podría ir andando hasta Pine Plaza, porque está relativamente cerca y la lluvia ha vuelto a aflojar, pero no puede cruzar toda la ciudad a pie. Y hay otra cuestión: cuanto más se acerca el momento de abandonar la ciudad, más teme que lo capturen antes de marcharse.

Más que la poli o los hombres de Nick, le preocupa encontrarse con alguien de su anterior vida como David Lockridge. Se imagina que está en Harps, con su pequeña cesta de la compra en el brazo, y de pronto, al doblar una esquina, se tropieza con Paul Ragland o Pete Fazio. Tal vez ellos no lo reconocerían, pero una mujer sí. Por mucho que Alice diga que se lo ve distinto con la peluca y la barriga postiza, Phil lo reconocería. Corinne Ackerman lo reconocería. Hasta Jane Kellogg lo reconocería incluso. No le cabe la menor duda. Sabe que ese encuentro es estadísticamente improbable, pero son cosas que pasan a todas horas. El caminar termina con el encuentro de los enamorados, como bien sabe todo hijo de hombre sensato.

Antes de salir ha consultado en internet los horarios del autobús y espera el número 3 en Rampart Street, de pie bajo la marquesina de la parada en compañía de otras tres personas, con el paraguas plegado porque dejarlo abierto habría quedado raro. Nadie lo mira. Todos están pendientes del móvil.

Pasa por un momento tenso en el parking cuando el Fusion no arranca; enseguida recuerda que debe mantener el pie en el pedal de freno. Obvio, piensa.

Va en coche a Pine Plaza. Por un lado, disfruta de la sensación de estar al volante; por otro, sucumbe a la paranoia ante la posibilidad de chocar con otro vehículo o atraer de alguna otra manera la atención de la policía (se cruza con dos coches patrulla en el trayecto de cinco kilómetros). En Harps, compra carne, leche, huevos, pan, galletas saladas, una bolsa de ensalada, aliño y unas cuantas latas. No se encuentra con nadie conocido, y en realidad ¿por qué habría de encontrarse con alguien? Evergreen Street está en Midwood, y los vecinos de Midwood compran en Save Mart.

Paga con la Mastercard de Dalton Smith y regresa en coche a Pearson Street. Aparca en el deteriorado camino de acceso junto a la casa y baja por las escaleras con la compra. El apartamento está vacío. Alice se ha ido.

 

 

6

 

Ha comprado un par de bolsas de tela para cargar la comida —llevan estampado HARPS y ALIMENTOS FRESCOS Y DE PROXIMIDAD— que casi arrastran por el suelo mientras contempla el salón y la cocina vacíos. La puerta del dormitorio está abierta, y ve que tampoco ahí hay nadie, pero la llama de todos modos, pensando que podría haber entrado en el cuarto de baño. Solo que también esa puerta está abierta, y ella, incluso en ausencia de Billy, la habría cerrado si estuviera dentro. Él lo sabe.

Lo que siente no es miedo exactamente. Es más bien… ¿qué? ¿Pena? ¿Decepción?

Supongo que sí, piensa. Es una estupidez, pero ahí está. Ella ha reconsiderado sus opciones, así de sencillo. Sabías que podía ocurrir. O deberías haberlo sabido.

Entra en la cocina, deja las bolsas en la encimera, ve los platos del desayuno en el escurridor. Se sienta a pensar qué hacer a continuación y ve una servilleta de papel sujeta por el azucarero. Alice ha escrito dos palabras: ESTOY ATRÁS.

Vale, piensa, y deja escapar un largo suspiro. Solo está atrás.

Después de guardar lo que va en la nevera, sale y rodea la casa, una vez más con el paraguas. Alice ha sacado la barbacoa del charco y está restregando la parrilla, de espaldas a él. Debe de haber hecho una nueva incursión en el armario delantero de los Jensen, porque el chubasquero verde que lleva puesto tiene que ser de Don. Le llega hasta las pantorrillas.

—¿Alice?

Ella suelta un chillido y da un brinco, con lo que casi vuelca la barbacoa. Billy alarga el brazo hacia Alice para evitar que se caiga.

—¡Vaya susto me has pegado! —protesta ella, y toma una bocanada de aire con un silbido.

—Perdona. No era mi intención sobresaltarte.

—Pues… —silbido—, eso has hecho.

—Canta el primer verso de «El picnic de los ositos de peluche» —bromea, pero solo hasta cierto punto.

—No… —silbido—, me acuerdo.

—Si hoy al bosque vas… —Billy levanta las manos y mueve los dedos para animarla a seguir.

—Si hoy al bosque vas, una gran sorpresa te llevarás —canta Alice. Luego pregunta—: ¿Has traído algo?

—Sí.

—¿Chuletas de cerdo?

—Sí. Al principio he pensado que te habías ido.

—Pues no. Todavía. No habrás comprado estropajos, ¿verdad? Porque este es el último de los vecinos, y está bastante gastado.

—Los estropajos no estaban en la lista. No sabía que iba a darte por limpiar bajo la lluvia.

Alice cierra la tapa de la barbacoa y lo mira con expresión ilusionada.

—¿Quieres ver un poco más de The Blacklist?

—Sí —contesta él, y eso hacen. Otros tres episodios.

Entre el segundo y el tercero, Alice se acerca a la ventana y anuncia:

—Está parando. Casi ha salido el sol. Me parece que esta no­che podemos hacer barbacoa. ¿Te has acordado de la ensalada?

Esto va a salir bien, piensa Billy. No debería, es un disparate, pero va a salir bien tanto tiempo como sea necesario.

 

 

7

 

Esa tarde sale el sol, aunque lentamente, como si en realidad no quisiera. Alice asa las chuletas, y si bien están un poco quemadas por fuera y un poco rosadas en el centro («No soy muy buena cocinera, lo siento», se disculpa), Billy se come las suyas y roe el hueso. Le saben bien, pero la ensalada le sabe aún mejor. No se da cuenta de lo mucho que necesitaba unas hortalizas hasta que empieza a co­merlas.

Suben para seguir viendo The Blacklist, pero Alice, inquieta, se va del sofá al sillón de muelles que debe de ser el asiento preferido de Don Jensen cuando está en casa y luego vuelve al sofá. Billy se recuerda que ella ya ha visto antes todos esos episodios, probablemente con su madre y su hermana. A él mismo empieza a aburrirle un poco la serie ahora que ya ha calado a Red Reddington.

—Deberías dejarles algo de dinero —sugiere Alice cuando apagan el televisor y se disponen a bajar—. Por usar Netflix.

Billy responde que lo hará, aunque supone que Don y Bev, tras embolsarse ese dinero caído del cielo, no necesitan ayuda económica precisamente.

Alice le dice que hoy le toca a él ocupar la cama, y Billy, después de una noche en el sofá, no se resiste. Lo vence el sueño casi de inmediato, pero una parte profunda de su cerebro debe de haber interiorizado ya la necesidad de permanecer alerta por si ella sufre un ataque de pánico, porque a las dos y cuarto se despierta por completo al oír los silbidos de Alice en su esfuerzo por respirar.

Ha dejado la puerta entornada por si ocurría. Alarga el brazo, pero se detiene con la mano en el pomo. Alice está cantando, en voz muy baja.

—Si hoy al bosque vas…

Completa la primera estrofa dos veces. Sus inspiraciones anhelantes son cada vez más espaciadas y al final cesan. Billy regresa a la cama.

 

 

8

 

Ninguno de los dos sabe —nadie sabe— que un virus incontrolable va a paralizar Estados Unidos y la mayor parte del mundo dentro de medio año, pero Billy y Alice, ya en su cuarto día en el apartamento del sótano, experimentan anticipadamente el aislamiento en casa. En esa cuarta mañana, cuando Billy ya ha decidido izar velas rumbo al dorado oeste al día siguiente, está haciendo esprints en la escalera, subiendo hasta la segunda planta y volviendo a bajar. Alice ha recogido el apartamento, cosa que apenas era necesaria porque ninguno de los dos es especialmente desordenado. Hecho eso, se ha dejado caer en el sofá. Cuando Billy entra, sin aliento después de media docena de carreras arriba y abajo, ella está viendo un programa de cocina en televisión.

—Pollo asado —dice él—. Tiene buena pinta.

—¿Por qué vas a hacerlo en casa cuando puedes comprar uno igual de bueno en el supermercado? —Alice apaga la tele—. Ojalá tuviera algo que leer. ¿Podrías descargarme un libro? ¿Quizá una novela policíaca? En uno de los ordenadores baratos, no en el tuyo.

Billy no contesta. Se le ha ocurrido una idea, audaz y un tanto escalofriante.

Alice malinterpreta su expresión.

—No he mirado ni nada, sé que es el tuyo porque el maletín está rayado. Los otros parecen recién estrenados.

Billy no está pensando que ella haya intentado curiosear en su ordenador. En cualquier caso, sería incapaz de ir más allá de la solicitud de contraseña. Está pensando en el M151, el telescopio del observador, y en que no explicó su finalidad porque lo que estaba escribiendo era solo para él. Nadie más iba a leerlo nunca. Solo que ahora sí hay alguien, ¿y qué habría de malo, teniendo en cuenta lo que ya sabe de él?

Pero sí habría algo de malo, por supuesto. El efecto que pudiera tener en él. Si a ella no le gustara. Si dijera que era aburrido y pedía algo más interesante.

—¿Qué te pasa? —pregunta Alice—. ¿Por qué pones esa cara?

—Por nada. O sea… he estado escribiendo una cosa. Una especie de biografía. Imagino que no querrás…

—Sí.

 

 

9

 

Billy no soporta verla sentada con su Mac Pro en el regazo, leyendo las palabras que él ha escrito aquí y en la Torre Gerard, así que se va al piso de los Jensen a rociar a Daphne y a Walter. Deja en la mesa de la cocina un billete de veinte junto con una nota que dice «Por Netflix» y luego se limita a deambular por la casa. Más bien a pasearse impaciente de un lado a otro, como un futuro padre durante un parto en unos dibujos animados antiguos. Echa un vistazo al Ruger en el cajón de la mesilla de Don, lo coge, lo deja, cierra el cajón.

Ese nerviosismo es absurdo. Alice está estudiando gestión administrativa, no es crítica literaria. Es probable que en el instituto asistiera sonámbula a las clases de Lengua y Literatura, conformándose con bienes y aprobados, y casi con toda seguridad lo único que sabe de Shakespeare es que el nombre rima con «escupir». Billy es consciente de que está infravalorando su inteligencia para proteger su propio ego por si a ella no le gusta el texto, y es consciente de que es una estupidez, porque su opinión debería traerle sin cuidado, el propio relato debería traerle sin cuidado, tiene cosas más importantes de qué ocuparse. Sin embargo, no le trae sin cuidado.

Finalmente vuelve abajo. Ella sigue leyendo, pero cuando aparta la vista de la pantalla, Billy ve, alarmado, que tiene los ojos enrojecidos y los párpados hinchados.

—¿Qué te pasa?

Ella se limpia la nariz con el pulpejo de la mano, un gesto infantil, curiosamente entrañable.

—¿De verdad le pasó esto a tu hermana? ¿De verdad ese hombre… la pateó hasta matarla? ¿No te lo has inventado?

—No. Es lo que pasó. —De pronto el propio Billy siente ganas de llorar y no sabe por qué. No lloró al escribirlo.

—¿Por eso me salvaste? ¿Por ella?

Te salvé porque, si te hubiera dejado en la calle, la poli habría acabado viniendo aquí, piensa. Solo que probablemente no es toda la verdad. ¿Nos decimos alguna vez toda la verdad?

—No lo sé.

—Siento mucho que os pasara una cosa así. —Alice se echa a llorar—. Pensaba que lo que me pasó a mí era malo, pero…

—Lo que te pasó a ti fue malo.

—… pero lo que le pasó a ella es peor. ¿De verdad le pegaste un tiro?

—Sí.

—Bien. ¡Bien! ¿Y te mandaron a una casa de acogida?

—Sí. Puedes dejar de leer si te altera. —Pero Billy no quiere que lo deje, ni lamenta que la altere. Se alegra. Le ha llegado adentro.

Alice agarra el ordenador como si temiera que fuese a quitárselo.

—Quiero leer el resto. —Casi en tono acusador, añade—: ¿Por qué no has seguido con esto en lugar de subir a ver una serie absurda?

—Me incomodaba.

—Ya. Lo entiendo, eso mismo siento yo ahora, así que no me mires. Déjame leer.

Billy quiere darle las gracias por llorar, pero quedaría raro. Opta, pues, por preguntarle qué talla usa.

—¿Qué talla? ¿Por qué?

—Cerca de Harps hay una tienda de segunda mano, de Goodwill. Podría traerte un par de pantalones y unas camisetas. Quizá unas zapatillas. No quieres que te vea leer y yo no quiero verte mientras lees. Y debes de estar harta de esa falda.

Ella le dirige una sonrisa traviesa, que la favorece. O la favorecería de no ser por los hematomas.

—¿No te da miedo salir sin el paraguas?

—Iré en coche. Pero recuerda que, si viene la policía y no yo, tenías miedo de marcharte. Dije que te buscaría y te haría daño.

—Volverás —asegura Alice, y anota la talla y el número de pie.

Billy se lo toma con calma en Goodwill, para darle tiempo también a ella. No ve a nadie conocido, y nadie le presta especial atención. Cuando regresa, Alice ha terminado. Lo que él ha tardado meses en escribir, ella lo ha leído en menos de dos horas. Tiene preguntas que hacerle. Ninguna guarda relación con el telescopio del observador; hacen referencia a las personas, especialmente a Ronnie y a Glen y «esa pobre niña tuerta» de la Casa de la Pintura Interminable. Dice que le gusta que haya escrito como un niño cuando era niño pero lo haya cambiado al hacerse mayor. Dice que debería seguir escribiendo. Dice que ella se marchará al piso de arriba cuando él escriba, verá la tele y se echará una siesta.

—Estoy cansada a todas horas. Es absurdo.

—No lo es. Tu cuerpo aún está recuperándose de lo que te hicieron esos cabrones.

Alice se detiene en la puerta.

—¿Dalton? —Así lo llama, pese a que sabe que no es su verdadero nombre—. ¿Murió tu amigo Taco?

—Murió mucha gente antes de que aquello acabara.

—Lo siento —dice, y cierra la puerta al salir.

 

 

10

 

Escribe. La reacción de Alice le levanta el ánimo. No se extiende mucho en el período de relativa calma entre abril y noviembre de 2004, cuando su misión supuestamente consistía en ganarse los corazones y las voluntades y no se ganaron ni lo uno ni lo otro. Le dedica unos cuantos párrafos más y pasa a la parte que aún le duele.

Después de la muerte de Albie, los retiraron durante un par de días, porque se hablaba de un alto el fuego, y cuando los Nueve Ases (para entonces los Ocho Ases, todos con el nombre ALBIE S. escrito en el casco) regresaron a la base, Billy buscó el zapato de bebé por todas partes, pensando que podría haberse quedado allí. Los demás también buscaron, pero no apareció, y después volvieron a entrar en la ciudad, volvieron a la tarea de despejar casas, y en las primeras tres no hubo ningún problema: dos estaban vacías y una solo la ocupaba un niño de doce o catorce años que levantó las manos y gritó: «¡Desarmado americanos, desarmado, gustar Yankees de Nueva York no disparar!».

La cuarta era la Casa de la Risa.

Billy se interrumpe en ese punto para hacer ejercicio. Piensa que a lo mejor Alice y él se quedarán en Pearson Street algo más de tiempo, tal vez otros tres días. Hasta que él termine con el episodio de la Casa de la Risa y lo que ocurrió allí. Quiere escribir que la pérdida del zapato de bebé no tuvo incidencia alguna, por supuesto que no. También quiere escribir que su corazón aún se niega a creerlo.

Antes de correr arriba y abajo por las escaleras, hace estiramientos, porque no puede ir a un dispensario si tiene un desgarro del ligamento de la corva. No oye el televisor al otro lado de la puerta de los Jensen, así que es probable que Alice esté dormida. Y recobrándose, espera Billy, aunque duda que una mujer se recobre completamente después de una violación. Una experiencia así deja una cicatriz, y algunos días, supone Billy, esa cicatriz duele. Supone que incluso diez años después —veinte, treinta— todavía duele. Quizá sea así, quizá sea de otra manera. Quizá los únicos hombres que pueden saberlo con certeza son aquellos que también han sido violados.

Mientras corre por las escaleras, piensa en los hombres que la violaron a ella, porque son hombres. Alice dijo que Tripp Donovan tiene veinticuatro años, y Billy imagina que Jack y Hank, los compañeros de violación de Donovan, deben de rondar la misma edad. Hombres, no chicos. Malos.

Regresa sin aliento al apartamento del sótano, pero ha entrado en calor y se siente distendido, listo para ponerse de nuevo manos a la obra durante otra hora o quizá incluso dos. Cuando aún no ha cogido el ritmo, el portátil notifica un mensaje. Es de Bucky Hanson, ahora escondido en el Gran Donde Sea. No se ha transferido el dinero. No creo que llegue a ocurrir. ¿Qué vas a hacer?

Ir a buscarlo, responde Billy.

 

 

11

 

Esa noche se sienta junto a Alice en el sofá. Ella tiene buen aspecto con sus pantalones negros y su camiseta a rayas. Cuando Billy apaga el televisor y dice que quiere hablar con ella, parece asustarse.

—¿Es algo malo?

Billy se encoge de hombros.

—Tendrás que decírmelo tú.

Alice lo escucha con atención, fijando en él la mirada con los ojos muy abiertos. Cuando Billy termina, ella dice:

—¿Lo harías?

—Sí. Tienen que pagar por lo que te hicieron, pero no es la única razón. Lo que esa clase de hombres hace una vez, lo repite. Puede que tú ni siquiera seas la primera.

—Correrías un riesgo. Podría ser peligroso.

Billy piensa en el arma que hay en la mesilla de Don Jensen y dice:

—Probablemente no mucho.

—No puedes matarlos. No es eso lo que quiero. Dime que no los matarás.

A Billy no se le ha pasado siquiera por la cabeza. Tienen que pagar, pero también tienen que aprender, y aquellos a quienes se elimina no extraen ninguna enseñanza.

—No —dice—. No los mataré.

—Y la verdad es que Jack y Hank me traen sin cuidado. No fueron ellos quienes fingieron que yo les gustaba y me convencieron de ir a ese piso.

Billy calla, pero a él Jack y Hank no le traen sin cuidado, en el supuesto de que participaran, y basándose en lo que vio en el cuerpo de ella cuando estaba desnuda, está seguro de que al menos uno de ellos participó. Probablemente los dos.

—Pero Tripp no me trae sin cuidado —dice Alice, y apoya la mano en el brazo de Billy—. Si sufriera, me alegraría. Supongo que eso me convierte en mala persona.

—Te convierte en humana —corrige Billy—. Las malas personas tienen que pagar un precio. Y el precio debería ser alto.