16

 

 

 

 

1

 

Oíamos fuego intenso de armas pequeñas y explosiones en otras partes de la ciudad, pero, hasta que empezó a salpicar la mierda, nuestra zona del barrio de Al Jolan permaneció relativamente en calma. Despejamos las tres primeras casas de nuestra sección, Manzana Lima, sin problemas. Dos estaban vacías. En la tercera había un niño, desarmado y sin explosivos adosados al cuerpo. Lo obligamos a quitarse la camiseta para asegurarnos. Lo mandamos a la comisaría acompañado de un par de soldados de infantería que iban en esa dirección con sus propios prisioneros. Sabíamos que era probable que el niño volviera a estar en las calles al anochecer, porque la comi era en esencia una puerta giratoria. Tenía suerte de seguir vivo, porque aún estábamos de muy mala uva por haber perdido a Albie Stark. Din-Din de hecho levantó el arma, pero el Gran Klew lo obligó a bajar el cañón y le dijo que dejara al niño en paz.

—La próxima vez que lo veamos, llevará un AK —dijo George—. Tendríamos que matarlos a todos. Putas cucarachas.

La cuarta casa era la más grande de la manzana, toda una finca. Tenía una cúpula en el tejado y un patio con palmeras en el interior para darle sombra. La choza de un baazista rico, sin duda. Circundaba el recinto una tapia de hormigón alta con un mural de unos niños jugando al balón y saltando a la comba y corriendo de acá para allá bajo la mirada de varias mujeres. Probablemente estas los obser­vaban con aprobación, pero costaba saberlo, porque todas iban envueltas en sus abayas. También había un hombre, de pie a un lado. Nuestro terpre, Fareed, dijo que era el mutaween. Las mujeres vigilaban a los niños, explicó Fareed, y el mutaween vigilaba a las mujeres para asegurarse de que no hacían nada que pudiera incitar a la lujuria.

Fareed era la monda, porque tenía un acento tan cerrado que bien habría podido ser de Traverse City, Michigan. Muchos terpres hablaban como si fueran de Michigan, a saber por qué.

—Ese mural indica que los al’atfal, los chavales, pueden venir a jugar a esta casa.

—Es una casa de la risa, pues —dijo Nabo—. Vienen aquí a divertirse.

—No, dentro de la casa no se permite ninguna forma de diversión —dijo Fareed—. Solo en el jardín.

Nabo alzó la vista al cielo y rio con disimulo, pero nadie se rio abiertamente. Seguíamos pensando en Albie, y en que podría sido cualquiera de nosotros.

—Vamos, tíos —dijo Taco—. A por ellos. —Entregó a Fareed el megáfono, en cuyo costado se leía, escrito con rotulador, BUENOS DÍAS VIETNAM, y le dijo

 

 

2

 

A Billy lo arrancan de Faluya los pasos de Alice, que baja corriendo por las escaleras. Irrumpe en el apartamento, con el pelo ondeando a la espalda.

—¡Viene alguien! ¡Mientras estaba regando las plantas, he visto que entraba el coche en el camino de acceso!

Con solo mirarla a la cara Billy sabe que no debe perder el tiempo preguntándole si está segura. Se pone en pie y se acerca a la ventana periscopio.

—¿Serán ellos? ¿Los Jensen, que vuelven antes de lo previsto? ¡He apagado la tele, pero había tomado café, todavía huele en el piso, y hay un plato en la encimera! ¡Mecachis! ¡Sabrán que alguien ha estado…!

Billy descorre la cortina unos centímetros. Si el otro coche hubiera podido entrar hasta el final, no lo vería, porque el ángulo no lo permite, pero como su Fusion está en el camino de acceso, sí lo ve. Es un todoterreno azul con un arañazo en el costado. Por un momento no sabe dónde lo ha visto antes, pero le viene a la memoria incluso antes de que se apee el conductor. Es Merton Richter, el agente inmobiliario que le alquiló el piso.

—¿Has cerrado con llave? —Billy señala hacia arriba con el mentón.

Alice niega con la cabeza, con los ojos muy abiertos y expresión de miedo, pero quizá no sea un problema. Podría no serlo incluso si Richter, al no recibir respuesta, abre y echa un vistazo dentro. Al fin y al cabo, los Jensen le pidieron que regara las plantas. Pero tal vez entre ahí, y Billy no lleva la peluca, ni, por supuesto, la barriga postiza. Viste su pantalón corto de deporte y una camiseta.

La puerta de la calle se abre y oyen entrar a Richter. Han limpiado el vómito, pero ¿percibirá el olor? No tuvieron la cautela de dejar abierto para ventilar el vestíbulo.

Billy preferiría esperar para ver si Richter sube a casa de los Jensen, pero sabe que no puede permitírselo.

—Enciende los ordenadores. —Abarca con un amplio gesto de la mano los AllTech. Y, maldita sea, Richter no sube, baja—. Eres mi sobrina.

No tiene tiempo para más. Baja la tapa del Mac Pro, corre hacia el dormitorio y cierra la puerta. Mientras se dirige al cuarto de baño, tras cuya puerta cuelga la barriga postiza, oye que llama Richter. Alice tendrá que abrir, porque el agente inmobiliario, después de ver el Fusion en el camino de acceso, sabrá que hay alguien en casa. Cuando abra, verá a una joven a quien Billy dobla la edad, magullada y aún sonrojada después de la carrera escaleras abajo. Solo que no es la clase de ejercicio que primero acudirá a la mente de Richter. Pinta mal.

Billy se coloca la barriga en la espalda para poder ajustar la correa, pero se le resbala la hebilla y la barriga cae al suelo. La recoge y lo intenta de nuevo. Esta vez consigue abrochársela, aunque se la ciñe demasiado y no puede desplazarse la barriga hacia la parte delantera ni aun encogiendo el abdomen. Cuando afloja la correa, el puto artilugio vuelve a caerse. Billy se golpea la cabeza con el lavabo, coge el accesorio, se obliga a serenarse y abrocha la correa. Hace girar la barriga para ponérsela en su sitio.

Al salir al dormitorio, oye el murmullo de voces. Alice deja escapar una risita, que parece fruto del nerviosismo más que verdaderas ganas de reír. Joder, joder, joder.

Se pone unos chinos a tirones y luego la sudadera, porque es más rápido que una camisa y también porque Alice tenía razón: los gordos creen que con ropa holgada se los ve menos gordos. La peluca rubia está en la cómoda. La coge y se la encasqueta sobre el cabello negro. En el salón, Alice vuelve a reír. Billy se recuerda que no debe llamarla por su nombre, ya que tal vez ella haya dado uno falso al visitante.

Respira hondo un par de veces para tranquilizarse, adopta una sonrisa que refleja bochorno —como si lo hubieran sorprendido haciendo sus necesidades—, o eso espera, y abre la puerta.

—Tenemos compañía, veo.

—Sí —dice Alice. Se vuelve hacia él con una sonrisa en los labios y una expresión de manifiesto alivio en los ojos—. Dice que te alquiló el apartamento.

Billy frunce el ceño, haciendo memoria, y acto seguido sonríe como si acabara de acordarse.

—Ah, sí, es verdad. El señor Ricker.

—Richter —corrige él, y le tiende la mano.

Billy se la estrecha, aún sonriente, intentando adivinar qué está pensando Richter. No lo consigue. Pero Richter habrá reparado en los hematomas en la cara de Alice y en su nerviosismo. Es imposible pasarlos por alto. ¿Y tiene Billy la mano sudorosa? Probablemente.

—Estaba en el… —Billy dirige un gesto distraído en dirección al dormitorio y el cuarto de baño.

—Descuide —dice Richter. Mira las pantallas de los portátiles AllTech, en las que aparecen sucesivamente los más diversos ciberanzuelos precargados: los prodigios del azaí, dos trucos poco corrientes para eliminar las arrugas, los médicos te suplican que no comas esta verdura, mira cómo son ahora estos diez niños que en su día fueron estrellas—. Así que ¿se dedica a eso? —pregunta.

—Como actividad complementaria. Me gano el pan básicamente con mi trabajo de informático. Viajo mucho, ¿verdad, cariño?

—Sí —contesta Alice, y suelta otra de esas risitas entrecortadas.

Richter le lanza una fugaz mirada de reojo, y en ella Billy adivina que, al margen de lo que Alice le haya contado mientras él manipulaba con torpeza la puta barriga postiza, ese hombre cree que es la sobrina de Dalton Smith en igual medida que cree que la luna está hecha de queso verde.

—Fascinante —comenta Richter, que se inclina para mirar con los ojos entornados la pantalla en la que la verdura peligrosa (casualmente el maíz, que ni siquiera es una verdura) acaba de dar paso a diez asesinatos famosos sin resolver (encabezados por el de JonBenét Ramsey)—. Sencillamente fascinante. —Se yergue y mira alrededor—. Me gusta cómo tiene el piso.

Alice ha puesto un poco de orden, pero, por lo demás, el piso está igual que cuando Billy se mudó.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Richter?

—Verá, solo he venido para informarlo de un asunto. —Rich­ter, de nuevo en el papel de agente inmobiliario, se alisa la corbata y adopta una sonrisa profesional—. Un consorcio llamado Southern Endeavor ha comprado los almacenes de Pond Street y las casas de esta calle, de Pearson Street, las pocas que quedan. Esta incluida. Tienen previsto abrir un nuevo centro comercial que debería revitalizar toda esta zona de la ciudad.

Billy duda que los centros comerciales pueden revitalizar nada en los tiempos de internet, ni siquiera a sí mismos, pero calla.

Alice se está calmando, y eso es bueno.

—En fin, me voy al dormitorio y los dejo con lo suyo —dice, y hace justo eso, se va a la habitación y cierra la puerta.

Billy se mete las manos en los bolsillos y se balancea, con lo que el vientre postizo se recorta un poco contra la sudadera.

—Van a demoler los almacenes y las casas, ¿es eso lo que quiere decir? Incluida esta, supongo.

—Sí, pero dispondrá de seis semanas para buscar un nuevo sitio donde vivir. —Richter lo dice como si le concediera un gran don—. Seis semanas es el plazo inamovible, me temo. Antes de marcharse, jefe, facilíteme una dirección adonde enviarle el correo, y con mucho gusto le reembolsaré el alquiler que quede adeudado. —Richter suspira—. Ahora tendré que subir a decírselo a los Jensen. Eso puede ser más duro, porque llevan aquí más tiempo.

No es asunto de Billy informar a Richter de que Don y Beverly en cualquier caso buscarán una casa nueva, quizá de compra en lugar de alquiler, cuando regresen de su crucero. Pero sí le dice que los Jensen estarán fuera durante un tiempo y que él se ocupa de sus plantas.

—Bueno, mi sobrina y yo.

—Todo un detalle de buen vecino por su parte. Y la chica es encantadora. —Richter se lame los labios, quizá solo para humedecérselos, quizá no—. ¿Tiene un número de teléfono para ponerse en contacto con los Jensen?

—Sí. En la cartera. Si me disculpa un segundo.

—Cómo no.

Alice, sentada en la cama, lo mira con los ojos muy abiertos. Está pálida, con lo que los hematomas destacan aún más. «¿Qué?», dicen esos ojos. Y «¿Es grave?».

Billy alza una mano y da palmadas al aire: «Calma, calma».

Coge la cartera y vuelve al salón, recordando que debe andar como un gordo. Richter, inclinado sobre uno de los AllTech, con las manos apoyadas en las rodillas y la corbata colgando como un péndulo detenido, consulta las prodigiosas cualidades del aguacate, la verdura más perfecta de la naturaleza (una fruta, en realidad). Por un momento, Billy se plantea seriamente entrelazar los dedos y asestarle un golpe en la nuca con los dos puños, pero cuando este se vuelve, Billy se limita a abrir la cartera y extraer un papel.

—Aquí tiene.

Richter saca un bloc pequeño del bolsillo interior y anota el número con un lápiz plateado.

—Les haré una llamadita.

—Puedo llamarlos yo, si quiere.

—Claro, claro, pero yo tendré que llamarlos de todos modos. Forma parte del trabajo. Perdone las molestias, señor Smith. Lo dejo para que vuelva con… —Lanza una breve mirada a la puerta del dormitorio—. Con lo que sea que estaba haciendo.

—Lo acompaño —se ofrece Billy. Bajando la voz, añade—: Quiero comentarle una cosa sobre… —Ladea la cabeza en dirección al dormitorio.

—No es cosa mía, jefe. Vivimos en el siglo XXI.

—Lo sé, pero no se trata de eso.

Suben por las escaleras hasta el vestíbulo. Billy se rezaga, resollando un poco.

—Tengo que perder peso.

—Bienvenido al club —dice Richter.

—Esa pobre chica es hija de mi hermana Mary —explica Billy—. A Mary la abandonó su marido hace un año, y conoció a cierto individuo, un fracasado… en un bar, creo. Bob no sé qué más. Ese hombre le iba detrás a la chica y le pegaba al ver que ella no se prestaba, no sé si me entiende.

—Lo capto. —Richter mira hacia la calle a través de la puerta del vestíbulo como si estuviera impaciente por volver a su coche. Quizá esas confidencias lo incomodan, piensa Billy. O quizá simplemente quiere alejarse de mí.

—He aquí la otra cuestión. Mary tiene muy mal carácter, no le gusta que se metan en sus cosas.

—Conozco a alguna así —dice Richter, mirando aún por la puerta—. Vaya que si la conozco.

—Me quedaré a mi sobrina aquí una semana, a lo mejor diez días, hasta que mi hermana se tranquilice un poco, y luego la llevaré y hablaré con ella sobre Bob.

—Entiendo. Le deseo suerte.

Se vuelve hacia Billy y le ofrece la mano junto con una sonrisa. La sonrisa parece sincera. Puede que Richter se haya creído la explicación; aunque también es posible que esté actuando como si su vida dependiera de ello, y acaso piensa que así es. Billy le da un firme apretón.

—¡Mujeres! —exclama Richter—. ¡No se puede vivir con ellas y no se las puede echar a tiros del estado de Alabama!

Es una broma, así que Billy se ríe. Richter le suelta la mano, abre la puerta y se gira otra vez.

—Veo que se ha afeitado el bigote.

Sobresaltado, Billy se lleva dos dedos al labio superior. En realidad, con las prisas, se ha olvidado de ponérselo, y quizá mejor así. El bigote tiene su complicación, necesita pegamento acrílico para adherírselo, y si se lo hubiera puesto torcido, o se hubiera visto el pegamento, Richter habría sabido que era postizo y se habría preguntado qué coño pasaba.

—Me cansé de sacarme restos de comida —dice Billy.

Richter se ríe. Billy no sabría decir si es una risa forzada. Podría serlo.

—Lo entiendo, jefe. Perfectamente.

Desciende por los escalones al trote hacia su todoterreno rayado, con los hombros un poco encorvados, quizá porque la mañana es fría, quizá porque teme que Billy le meta una bala en la nuca.

Se despide con un gesto antes de entrar. Billy le devuelve el saludo. Luego baja a toda prisa al sótano.

 

 

3

 

—Hoy voy a visitar a tu pretendiente, el de la cita que acabó mal. Mañana me largo de aquí.

Alice se lleva una mano a la boca, pero la baja al rozarse la nariz hinchada con el índice.

—Dios mío. ¿Te ha reconocido?

—No lo sé. La intuición me dice que no, pero es observador, se ha dado cuenta de que ya no llevo bigote…

—¡No me digas!

—Ha dado por sentado que me lo había afeitado, o sea que no hay problema. O al menos eso creo. Estoy dispuesto a tentar a la suerte un día más. ¿Le has dado algún nombre?

—Brenda Collins, mi mejor amiga del instituto. ¿Le has dado tu…?

—¿Un nombre distinto? No, solo he dicho que eras mi sobrina. Le he contado que el novio de tu madre te pega porque te niegas a acostarte con él.

Alice asiente.

—Buena idea. Lo abarca todo.

—Lo que no significa que él se lo crea. Las explicaciones son una cosa, lo que uno ve es otra. Lo que él ha visto ha sido a un gordo de mediana edad con una menor maltratada.

Alice se yergue, visiblemente ofendida. En otras circunstancias tal vez habría resultado gracioso.

—¡Tengo veintiún años! ¡Soy mayor de edad por ley!

—¿Te piden el carnet en los bares?

—Bueno…

Billy mueve la cabeza en un gesto de asentimiento, caso cerrado.

—Si de verdad tienes intención de… bueno… encararte con Tripp —dice Alice—, quizá no deberíamos esperar hasta mañana. Quizá deberíamos irnos ahora mismo.

 

 

4

 

Billy se queda mirándola. Se cree y a la vez no se cree que Alice haya usado la primera persona del plural. Y lo que es peor, ella lo mira como si fuese la conclusión inevitable.

—Joder —dice Billy—. Está claro que tienes síndrome de Estocolmo.

—No lo tengo porque no soy una rehén. Podría haberme marchado del piso de los Jensen en cualquier momento, solo habría tenido que bajar las escaleras sin hacer ruido. No te habrías dado cuenta, porque has estado absorto escribiendo.

Probablemente es verdad, piensa Billy. Y por otra parte…

Alice lo dice por él.

—Si tuviera intención de fugarme, podría haberlo hecho la primera vez que saliste. A por la píldora del día después. —Hace una pausa y añade—: Además, le he dado un nombre falso a ese tío.

—Porque tenías miedo.

Alice niega con la cabeza en un gesto vehemente.

—Tú estabas en la habitación de al lado. Podría haberle dicho en un susurro que eras William Summers, el que mató al hombre en el juzgado. Habríamos estado arriba y en su coche antes de que tú acabaras de ponerte eso. —Hinca el dedo en la barriga postiza.

—No puedes venir conmigo. Es un disparate.

Aun así, la idea empieza a penetrar, como agua en tierra seca. No puede acompañarlo hasta Las Vegas, eso queda descartado, pero si se les ocurre una tapadera que preserve la identidad de Dalton Smith, que ahora corre grave peligro, tal vez…

—Tal vez podrías irte solo si prescindieras de ir a por Tripp y sus amigos. Porque, si les pasa algo a ellos, lo relacionarán conmigo. Tripp y sus amigos, quiero decir. No acudirían a la policía, pero quizá decidieran hacerme daño.

Billy tiene que disimular una sonrisa. Alice está poniéndose en la piel de él, y lo hace francamente bien pese al poco tiempo transcurrido desde que se conocen. Representa todo un cambio con respecto a la chica semiinconsciente en plena vomitera a la que rescató de la lluvia, la que a veces padece ataques de pánico por la noche. Billy considera que es un cambio para mejor. Además, tiene razón: haga lo que haga a esos tres, lo relacionarán con ella. En el supuesto, claro, de que Alice sea la única mujer a la que violaron durante una cita la semana pasada, lo que parece probable.

—Sí —dice Alice, observándolo desde debajo de sus cejas, todavía metida de pleno en la piel de él—. Supongo que lo mejor es que los dejes sin castigo.

Luego le pregunta por qué sonríe.

—Por nada. Es solo que me caes bien. Mi amigo Taco habría dicho que tienes don.

—No sé si lo entiendo.

—Da igual. Pero sí, esos tíos necesitan pagar por lo que hicieron. Tengo que pensarlo.

—¿Puedo ayudarte a hacer el equipaje mientras piensas? —pregunta Alice.

 

 

5

 

Es Billy quien hace el equipaje. No le lleva mucho tiempo. En su bolsa de viaje no cabe la ropa nueva de ella, pero encuentra una de plástico de Barnes & Noble, de esas con asas, en el estante superior del armario del dormitorio y mete ahí las cosas de Alice. Apila los AllTech y los lleva al Fusion.

Entretanto, Alice recorre el piso de los Jensen provista de un paño y un pulverizador con Lysol y agua, limpiando todas las superficies. Presta mayor atención al mando a distancia del televisor, que han utilizado los dos, y no se olvida de los interruptores de la luz. Cuando baja, Billy la ayuda a limpiar el apartamento del sótano, poniendo especial cuidado en el cuarto de baño: los muebles, el brazo de la ducha, el espejo, el tirador de la cisterna. Tardan alrededor de una hora.

—Creo que ya hemos terminado —dice Alice.

—¿Y la llave del piso de los Jensen?

—¡Uy! —exclama ella—. Todavía la tengo yo. La limpiaré y… ¿qué hago? ¿La paso por debajo de la puerta?

—Ya me encargo yo.

Billy lo hace, pero antes entra a por el Ruger de Don Jensen. Se lo coloca entre el cinturón y la piel, bajo la barriga de embarazada. La sudadera XL lo tapa. Es un revólver caro, de quinientos o seiscientos dólares, y Billy no dispone de esa cantidad en efectivo. Deja dos billetes de cincuenta y uno de cien en la mesilla junto con una nota que dice: He cogido tu arma. Te enviaré lo que falta en cuanto pueda. Si es que puede, más bien. Mientras tanto, ¿qué será de Daphne y Walter? ¿Se morirán de sed en el alféizar de la ventana? ¿Un Romeo y una Julieta del mundo vegetal? Es una estupidez planteárselo siquiera, en vista de sus otras muchas preocupaciones.

Es porque Bev les puso nombre, piensa. Las rocía una última vez para darse suerte. Se palpa el bolsillo trasero, donde lleva plegado y guardado el dibujo del flamenco de Shan.

Ya abajo, se saca el móvil de Alice del bolsillo y se lo entrega. Ha vuelto a insertar la tarjeta SIM.

Ella lo acepta con una mirada acusadora.

—No se perdió. Lo tenías tú desde el principio.

—Porque no me fiaba de ti.

—¿Y ahora sí?

—Ahora sí. Y conviene que en algún momento llames a tu madre. O se preocupará.

—Supongo que sí se preocuparía —dice Alice. Con un asomo de amargura, añade—: Al cabo de un mes o algo así. —Suspira—. Vale, ¿y qué le digo? Tengo un amigo, hemos hecho buenas migas tomando caldo de pollo con fideos y viendo The Blacklist.

Billy se detiene a pensarlo, pero no se le ocurre nada.

Alice, entretanto, despliega una sonrisa.

—¿Sabes qué? Voy a decirle que he dejado los estudios. Eso se lo creerá. Y que me marcho a Cancún con unos amigos. Eso también se lo creerá.

—¿De verdad se lo creerá?

.

Billy piensa que esa sola palabra encierra en sí misma toda una relación entre madre e hija, con llanto, reproches y portazos.

—Tienes que elaborar eso un poco más —dice—. Ahora hay que marcharse.

 

 

6

 

En la interestatal hay dos salidas a Sherwood Heights, y en ambas se concentran restaurantes de comida rápida, gasolineras autoservicio y moteles. Billy indica a Alice que busque un motel que no pertenezca a ninguna cadena. Mientras ella permanece atenta a los letreros, él se saca el Ruger del cinturón y lo esconde bajo el asiento. En la segunda salida, Alice señala el Penny Pines Motel y le pregunta qué opina. A Billy le parece bien. Utilizando una de las tarjetas de crédito de Dalton Smith, toma dos habitaciones contiguas. Alice espera en el coche, lo que lleva a Billy a pensar en una vieja canción de los Amazing Rhythm Aces, «Third Rate Romance».

Entran sus cosas. Billy saca el Mac Pro del maletín, lo deja en la única mesa de la habitación (tambaleante, necesitada de una cuña), vuelve a cerrar la cremallera del maletín y se la cuelga al hombro.

—¿Para qué necesitas eso?

—Tengo que hacer unas compras. Y mejora el aspecto. Queda profesional. ¿Cuál es tu número de teléfono?

Alice se lo da, y él lo añade a sus contactos.

—¿Tienes la dirección del edificio donde viven esos tíos? —Debería haberle hecho esa pregunta antes, pero han estado un poco ocupados.

—No sé el número, pero está en Landview Estates, en la Estatal 10. Es la última parada del autobús antes de llegar al aeropuerto e iniciar el trayecto de vuelta. —Alice lo agarra de la manga y lo lleva hacia la ventana. Señala—. Casi seguro que eso es Landview Estates, esos tres bloques de la izquierda. Tripp vive… los tres viven en el Edificio C.

—Segunda planta.

—Exacto. No me acuerdo del número de la puerta, pero está al final del pasillo. Hay que introducir un código para acceder al vestíbulo, y no lo vi mientras Tripp lo tecleaba. En ese momento no le di importancia.

—Entraré. —Billy confía en no equivocarse a ese respecto. Él es un experto en armas, no en la entrada a edificios con puertas de seguridad.

—¿Volverás aquí antes de ir allí?

—No, pero estaremos en contacto.

—¿Vamos a quedarnos aquí esta noche?

—No lo sé. Depende de cómo vayan las cosas.

Alice le pregunta si está seguro de que quiere hacerlo. Billy contesta que sí, y es cierto.

—Puede que sea mala idea.

Es posible, pero Billy se propone llevarla a cabo, si puede. Esos hombres tienen que pagar.

—Dime que no lo haga y lo dejaré correr.

En lugar de eso, Alice le coge una mano y le da un apretón. Ella tiene la piel fría.

—Ten cuidado.

Billy se marcha, pero hacia la mitad del pasillo se da la vuelta. Hay otra pregunta que se le ha olvidado hacer. Llama a la puerta y ella abre.

—¿Cómo es Tripp?

Alice saca el teléfono y le enseña una foto.

—Se la tomé la noche que fuimos al cine.

El hombre que le echó droga en una copa y la violó y luego, junto con sus dos amigos, la tiró de la vieja furgoneta como si fuera basura sostiene una bolsa de palomitas de maíz y sonríe. Le brillan los ojos. Tiene los dientes blancos y alineados. Billy piensa que parece el actor de un anuncio de dentífrico.

—Bien. ¿Y los otros dos?

—Uno era bajo y pecoso. El otro era mucho más alto, de piel aceitunada. No recuerdo cuál de ellos era Jack y cuál Hank.

—Eso da igual.

 

 

7

 

El centro comercial del aeropuerto está a un paso del motel por la carretera, enclavado junto a un Walmart aún más grande que el de Midwood. Billy cierra bien el coche, pensando en el arma oculta bajo el asiento del conductor, y hace sus compras. La máscara no representa el menor problema. Aún faltan semanas para Halloween, pero las tiendas siempre colocan sus chorradas para la fiesta con mucha antelación. También coge unos prismáticos baratos, un paquete de bridas resistentes, un par de guantes finos, una batidora de mano Magic Wand y un limpiador para hornos Easy-Off. Fuera, un par de polis —auténticos, no guardias de seguridad de Walmart— toman café y hablan de motores fuera borda. Billy los saluda con la cabeza. «Buenas tardes, agentes.»

Ellos le devuelven el saludo y siguen con su conversación. Billy recorre un buen trecho del aparcamiento con andares de gordo y luego aprieta el paso hasta el Fusion. Pasa el arma y las compras al maletín del portátil y va en el coche a Landview Estates, a poco más de dos kilómetros. Es una urbanización bastante selecta, el lugar perfecto para solteros libertinos, pero no tan selecta como para disponer de una garita de seguridad con un vigilante, y a esta hora del día el aparcamiento situado delante del Edificio C está casi vacío.

Billy ocupa una plaza frente a la puerta, se quita la barriga postiza y espera. Al cabo de unos veinte minutos, aparca un Kia Stinger deportivo y salen dos mujeres jóvenes con bolsas de la compra. Billy levanta los prismáticos. Van hasta la puerta y pulsan unos botones en el panel numérico de la cerradura, pero una de ellas se sitúa en su línea de visión y Billy no ve nada. El siguiente en llegar, veinte minutos después, es un hombre… pero no de los que busca Billy. Este es un cincuentón. También se coloca entre Billy y el panel, con lo que los prismáticos no le sirven de nada.

Esto no va a dar resultado, piensa.

Podría tratar de entrar con un vecino legítimo («¿Podría aguantarme la puerta un segundo? ¡Gracias!»), pero eso segu­ramente solo funciona en las películas. Además, a esta hora del día hay poco movimiento. Solo han entrado dos personas en cuarenta minutos, y no ha salido nadie.

Billy se cuelga al hombro el maletín del ordenador y rodea el edificio hacia la parte de atrás. Lo primero que ve en el aparcamiento auxiliar de menor tamaño es la furgoneta. Ahora sí lee el adhesivo del parachoques: SI ERES FAN DE LOS GRATEFUL DEAD, DAS PENA. A no ser que la furgoneta esté averiada, posibilidad que no puede descartarse, al menos uno de esos tarados está en casa.

A la izquierda de lo que debe de ser una puerta de servicio ve dos contenedores de basura grandes. A la derecha hay una silla plegable y una mesa pequeña oxidada con un cenicero encima. Alguien ha dejado la puerta entornada unos centímetros con ayuda de un ladrillo, porque es de esas puertas con picaporte de resbalón, y quien sea que sale ahí a fumar no quiere tomarse la molestia de abrir con llave cada vez que vuelve a entrar.

Billy se acerca y echa un vistazo por la abertura. Ve un pasillo en penumbra, vacío. Se oye música, Axl Rose gimiendo «Welcome to the Jungle». A unos diez metros hay puertas abiertas a la izquierda y a la derecha. La música procede de una a la derecha. Billy entra y recorre el pasillo con paso enérgico. Cuando uno está en un lugar donde no le corresponde estar, debe actuar como si le correspondiera. La habitación de la izquierda es una lavandería, con unas cuantas lavadoras y secadoras que funcionan con monedas. La de la derecha desciende hacia el sótano.

Abajo alguien canta al ritmo de la música. Y no solo canta. Billy no lo ve, pero ve su sombra, y la sombra baila. Alguien, probablemente el encargado de mantenimiento del edificio, se ha tomado un respiro en la tarea que lo ha llevado ahí abajo —accionar el interruptor general de un cuadro eléctrico, buscar una lata de pintura para retoques— y se ha abandonado a la fantasía de que participa en Bailando con las estrellas.

Al final del pasillo hay un montacargas enorme, con las puertas abiertas y protectores acolchados para mudanzas en los laterales, pero Billy no se plantea siquiera utilizarlo. La maquinaria debe de estar en el sótano, y si el montacargas se pone en marcha, el bailarín que proyectaba la sombra lo oirá. Hay una puerta con el rótulo ESCALERAS a la izquierda del montacargas. Billy sube hasta el descansillo de la segunda planta. Allí descorre la cremallera del maletín del portátil. Se pone los guantes y la máscara. Se guarda las bridas en el bolsillo del pantalón. Tiene el Ruger en la mano izquierda y el aerosol de limpiador para hornos en la derecha. Entreabre la puerta de la escalera y echa un vistazo al pequeño vestíbulo. Está vacío. Lo mismo que el pasillo más allá. Ve una puerta a la izquierda, una a la derecha y una al fondo. Esa debe de ser la del piso donde viven los violadores.

Billy recorre el pasillo. Hay un timbre, pero en lugar de utilizarlo, llama ruidosamente con el puño. Deja pasar un momento y vuelve a llamar, aún más fuerte.

Se acercan unos pasos.

—¿Quién es?

—La policía, señor Donovan.

—No está aquí. Solo soy un compañero de piso.

—No van a darle un premio por eso. Abra.

El hombre que abre la puerta es de piel aceitunada y al menos quince centímetros más alto que Billy. Alice Maxwell mide poco más de uno sesenta, y la idea de que este grandullón la forzara enfurece a Billy.

—¿Qué…? —El tipo se queda boquiabierto al ver a un hombre con una máscara de Melania Trump y un maletín de ordenador al hombro.

—Bájate las bragas —dice Billy, y le rocía los ojos con Easy-Off.

 

 

8

 

Jack o Hank, sea cual sea, retrocede a trompicones frotándose los ojos con los puños. La espuma le resbala por las mejillas y le gotea de la mandíbula. Tropieza con un escabel colocado ante un sillón de mimbre con un respaldo alto abovedado a modo de caparazón —lo que, cree Billy, llaman «sillón bungalow»— y se desploma. Es sin duda un salón de solteros libertinos, con un sofá curvo para dos personas —ese sí sabe cómo se llama, es un «biplaza»— frente a un televisor de pantalla grande. Hay una mesa redonda con un portátil encima y un mueble bar ante una ventana amplia con vistas al aeropuerto. Billy ve despegar un avión, y está seguro de que si el tarado pudiera verlo, desearía estar a bordo. Billy cierra de un portazo. El tipo dice a gritos que se ha quedado ciego.

—No, pero te quedarás si no te enjuagas los ojos enseguida, así que presta atención. Tiende las manos.

¡No veo! ¡No veo!

—Tiende las manos, y yo me ocupo de ti.

Jack o Hank rueda por el suelo sobre la moqueta. No tiende las manos e intenta incorporarse. En vista de lo grande que es, Billy no está dispuesto a andarse con contemplaciones. Deja el maletín del portátil y le asesta un puntapié en el estómago. El tipo suelta una bocanada de aire acompañada de una exclamación. Salpica de espuma la moqueta.

—¿Acaso he tartamudeado? Tiende las manos.

El otro obedece, con los párpados apretados, las mejillas y la frente de un rojo encendido. Billy se arrodilla, le junta las muñecas y se las inmoviliza con una brida antes de que el hombre tendido en el suelo sepa qué ocurre.

—¿Hay alguien más en el piso? —Billy está casi seguro de que no hay nadie. De ser así, los berridos de este individuo lo habrían atraído en el acto.

—¡No hay nadie! ¡Dios, los ojos! ¡Me arden!

—Levántate.

Jack o Hank se pone en pie como buenamente puede. Billy lo agarra por los hombros y lo orienta hacia el corto pa­sillo que lleva a la cocina.

—En marcha.

Jack o Hank no avanza dando pasos, sino a trompicones, agitando los brazos al frente por si hay algún obstáculo. Tiene la respiración acelerada y anhelante, pero no resuella por falta de aliento como Alice; no es necesario enseñarle la primera estrofa de «El picnic de los ositos de peluche». Billy lo empuja hasta que choca contra el fregadero con la hebilla del cinturón. El grifo lleva incorporado un rociador extraíble. Billy lo abre y apunta el rociador hacia el rostro de Jack o Hank. Él se moja también, pero no le importa. En realidad resulta refrescante.

—¡Me arden! ¡Todavía me arden!

—Se te pasará —dice Billy, y así será, pero cabe esperar que no demasiado pronto. Seguramente a Alice le ardió bastante. Tal vez todavía le arda—. ¿Cómo te llamas?

—¿Qué quieres? —Ahora está llorando. Debe de tener entre veinticinco y treinta años, es alto y pesa unos cien kilos, pero llora como un bebé.

Billy le hinca el Ruger en los riñones.

—Esto es un arma, así que no me obligues a preguntártelo otra vez. ¿Cómo te llamas?

¡Jack! —casi grita—. ¡Jack Martinez! ¡Por favor, no me dispares, por favor!

—Vamos al salón, Jack. —Billy lo hace avanzar a empujones frente a él—. Siéntate en el sillón de mimbre. ¿Lo ves?

—Un poco —responde Jack entre sollozos—. Está todo borroso, joder. ¿Quién eres? ¿Por qué…?

—Siéntate.

—Puedes quedarte mi cartera. No hay gran cosa, pero Tripp guarda un par de cientos en su habitación, en el primer cajón del escritorio. ¡Cógelos y márchate!

—Siéntate.

Agarra a Martinez por los hombros, lo obliga a darse la vuelta y lo lanza al sillón bungalow. Este se halla suspendido del techo mediante una combinación gancho-cordel e inicia un suave balanceo cuando el hombre cae en el asiento con todo su peso. Martinez escruta a Billy con los ojos inyectados en sangre.

—Quédate ahí quieto un momento y serénate.

En el mueble bar, junto a una cubitera, hay servilletas. De tela, no de papel, muy bonitas. Billy coge una y se acerca a Martinez.

—No te muevas.

Martinez se queda inmóvil, y Billy, enjugándole el rostro, retira los últimos chorretes de espuma. Luego retrocede.

—¿Dónde están los otros dos?

—¿Por qué?

—Las preguntas no las haces tú, Jack. Las hago yo. Tu tarea consiste en contestar, a menos que quieras que te rocíe de espuma otra vez. O que te meta una bala en la rodilla si me exasperas de verdad. ¿Entendido?

—¡Sí! —La entrepierna de los chinos de Martinez se ha oscurecido.

—¿Dónde están?

—Tripp ha ido a la UPRB a ver a su tutor. Hank está en el trabajo. Es dependiente en JossBank.

—¿Qué es JossBank?

—Joseph A. Bank, una tienda de ropa para hom…

—Vale, ya sé lo que es. ¿Y qué es el UPRB?

—La Universidad Pública de Red Bluff. Tripp es estudiante de posgrado. A tiempo parcial. Historia. Está haciendo un trabajo sobre la guerra entre Australia y Hungría.

Billy se plantea explicarle a ese idiota que Australia no tuvo nada que ver con la revolución húngara de 1848, pero ¿para qué? Ha venido a impartir otro tipo de lección.

—¿Cuándo vuelve?

—No lo sé. Creo que ha dicho que la reunión era a las dos. Después puede que pare a tomar un café, a veces lo hace.

—Para engatusar a alguna camarera, quizá —dice Billy—. Es decir, si ella acaba de llegar a la ciudad y tiene la esperanza de conocer a alguien agradable.

—¿Eh?

Billy le asesta una patada en la pierna. No muy fuerte, pero Martinez lanza un alarido y el sillón bungalow empieza a balancearse de nuevo. Es un columpio para tres compañeros de piso propensos a columpiarse.

—¿Y Hank? ¿Cuándo vuelve?

—Sale a las cuatro. ¿Por qué te…?

Billy levanta el bote de Easy-Off. Martinez aún debe de verlo borroso, pero sabe qué es y baja el tono.

—¿Y tú qué, Jack? ¿Cómo te ganas el pan?

—Me dedico al trading intradía.

Billy se acerca al portátil que hay en la mesa redonda. Por la pantalla se deslizan números, la mayoría verdes.

—¿La furgoneta de ahí atrás es tuya?

—No, de Hank. Yo tengo un Miata.

—¿Está averiada la furgoneta?

—Sí, se le ha roto una junta de culata. Esta semana Hank va al trabajo en mi coche. La tienda está en el centro comercial del aeropuerto.

Billy acerca una silla normal al sillón bungalow colgante. Se sienta delante de Martinez.

—Puede que haya terminado contigo, Jack. Si te portas bien. ¿Eres capaz de portarte bien?

—¡Sí!

—Eso significa que, cuando tus compañeros de piso lleguen a casa, te quedarás totalmente callado. No los avisarás a gritos. El que más me interesa es Tripp, pero si lo alertas, a él o a Hank, haré contigo lo que me proponía hacer con Tripp. ¿Me entiendes? ¿Queda claro?

—¡Sí!

Billy saca el teléfono y llama a Alice. Ella le pregunta si está bien, y Billy contesta que sí.

—Estoy con un tal Jack Martinez. Tiene algo que decirte. —Billy tiende el móvil a Jack—. Dile que eres un mierda inútil.

Jack no protesta, quizá porque está acobardado, quizá porque es así como se siente en este preciso momento. Billy espera que así sea. Espera que incluso los traders intradía sean capaces de aprender.

—Soy… un mierda inútil.

—Ahora di que lo sientes.

—Lo siento —dice Martinez por el teléfono.

Billy recupera el móvil. Parece que Alice está llorando. Le dice que tenga cuidado, y Billy le asegura que lo tendrá. Corta la llamada y devuelve la atención al hombre del rostro enrojecido sentado en el sillón bungalow.

—¿Sabes por qué te has disculpado?

Martinez asiente, y Billy decide que con eso basta.

 

 

9

 

Permanecen ahí sentados y el tiempo pasa. Martinez dice que aún le escuecen los ojos, así que Billy humedece otra servilleta en el fregadero del mueble bar y le enjuga la cara, prestando especial atención a los ojos. Martinez le da las gracias. Billy piensa que tal vez con el tiempo ese tipo recupere su andar chulesco a lo Make America Great Again, pero da igual, porque también cree que Martinez nunca volverá a violar a una mujer. Se ha rehabilitado.

A eso de las tres y media, alguien se acerca a la puerta. Billy se coloca detrás no sin antes mirar a Martinez con un dedo en los labios de la máscara de Melania. Martinez asiente. Tiene que ser Tripp Donovan, porque es demasiado temprano para Hank. La llave tintinea en la cerradura. Donovan está silbando. Billy sostiene el Ruger por el cañón y lo levanta a la altura de la cara.

Donovan entra, todavía silbando. Con sus vaqueros de diseño y su cazadora corta de cuero, tiene aires de joven mundano, imagen que completan a la perfección un maletín con las iniciales grabadas y una gorra irlandesa calada con desenfado sobre el cabello oscuro. Ve a Martinez maniatado en el sillón bungalow y deja de silbar. Billy da un paso al frente y lo golpea con la culata del arma. No muy fuerte.

Donovan se tambalea hacia delante, pero no se desploma como los personajes de las series de televisión cuando reciben un culatazo. Se da media vuelta, con los ojos muy abiertos y la mano en la parte de atrás de la cabeza. Ahora Billy lo encañona. Donovan se mira la mano. La tiene manchada de sangre.

—¡Me has pegado!

—Peor es lo que me ha hecho a mí —se queja Martinez en un tono rezongón que resulta casi gracioso.

—¿Por qué llevas esa máscara?

—Junta las manos. Muñeca con muñeca.

—¿Por qué?

—Porque, si no, te pego un tiro.

Donovan junta las manos, muñeca con muñeca, sin rechistar más. Billy se coloca el Ruger bajo el cinturón en la parte delantera. Donovan se abalanza sobre él, cosa que Billy preveía. Se aparta y, aprovechando el impulso del propio Donovan, lo estampa de un vigoroso empujón contra la puerta cerrada. Donovan deja escapar un grito. Billy lo agarra por el cuello de la moderna cazadora de cuero —quizá comprada en Joseph A. Bank— y tira de él hacia atrás a la vez que extiende una pierna para zancadillearle. Tripp cae de espaldas. Le sangra la nariz.

Billy se arrodilla junto a él, no sin antes pasarse el arma de Don Jensen a la espalda para que Donovan no pueda alcanzarla, luego saca una de las bridas.

—Junta las manos, muñeca con muñeca.

—¡No!

—Te sangra la nariz, pero no la tienes rota. Junta las manos o pongo remedio a eso.

Donovan junta las manos. Billy le ciñe las muñecas y después llama a Alice para decirle que ya han caído dos y solo falta uno. No pone a Donovan al teléfono, porque da la impresión de que no está en situación de disculparse, al menos todavía.

 

 

10

 

Tripp Donovan, sentado en el biplaza, intenta una y otra vez entablar conversación con Billy. Dice que sabe qué lo ha llevado hasta ahí, pero lo que sea que esa Alice le haya dicho es una patraña para protegerse a sí misma. Estaba cachonda, lo deseaba, lo consiguió, todos se separaron tan amigos, y punto.

Billy asiente afablemente.

—La llevasteis a su casa.

—Exacto, la llevamos a su casa.

—En la furgoneta de Hank.

Ante eso se observa un cambio en los ojos de Donovan. Posee esa peculiar mezcla mágica de encanto y gilipollez, que le ha dado resultado toda su vida, y espera que le funcione también con el intruso oculto tras la máscara de Melania Trump, pero no le gusta esa pregunta. Es una pregunta de alguien que sabe.

—No, la Máquina del Amor está averiada en el aparcamiento de atrás.

Billy calla. Martinez calla, y Donovan no ve la mirada de su compañero de piso con la que dice: «La has cagado». Donovan está concentrado en Billy.

—¿Eso es un Pro? —Señala con la barbilla el maletín del ordenador en el suelo—. Una pasada de aparato, tío.

Billy calla. Está sudando bajo la máscara de plástico y se muere de ganas de quitársela. Se muere de ganas de poner fin al asunto y salir de ese picadero de solteros.

A las cinco y cuarto se oye el tintineo de otra llave en la cerradura y entra el tercer cerdito, un gorrino pequeño y peripuesto con un traje de tres piezas negro que realza la corbata, tan roja como la sangre que Billy limpió de los muslos de Alice Maxwell. Hank no causa problemas. Ve la sangre en la cara de Donovan y los ojos hinchados de Martinez, y cuando Billy le ordena que tienda las manos, obedece sin más reacción que una protesta simbólica y permite que Billy le inmovilice las muñecas con la brida. Billy lo lleva a la mesa redonda.

—Aquí estamos —dice—. Todos en nuestros puestos, alegres y contentos.

—En mi mesa hay dinero —informa Donovan—. En mi habitación. Y también algo de coca. De primera, tío. Tres gramos y medio.

—Yo también tengo un poco de efectivo —añade Hank—. Solo cincuenta, pero… —Encoge los hombros como diciendo qué se le va a hacer. Este casi le cae bien a Billy. Es una estupidez teniendo en cuenta lo que hizo, pero no lo puede evitar. Tiene lívida la piel bajo los ojos y alrededor de la boca a causa del terror, pero se porta bien y salva las apariencias.

—Venga, ya sabéis que no es una cuestión de dinero.

—Ya te he dicho… —empieza Donovan.

—Lo sabe todo, Tripp —lo interrumpe Martinez.

Billy se vuelve hacia Hank.

—¿Cómo te apellidas?

—Flanagan.

—Y la furgoneta que hay atrás, la Máquina del Amor… es tuya, ¿no?

—Sí. Pero está averiada. La junta de culata…

—Se rompió, lo sé. Pero la semana pasada funcionaba, ¿verdad? ¿Llevasteis a Alice a su casa en esa furgoneta después de acabar con ella?

—¡No digas nada! —brama Donovan.

Hank no le presta atención.

—¿Tú quién eres? ¿Su novio? ¿Su hermano? Dios mío.

Billy calla. Hank exhala un suspiro. Es un sonido húmedo.

—Ya sabes que no la llevamos a su casa.

—¿Qué hicisteis con ella?

—¡No digas nada! —insiste Donovan. Parece que esa es su norma.

—Ese es un mal consejo, Hank. Cuéntalo y te ahorrarás mucho dolor.

—La dejamos en un sitio.

—¿La dejasteis en un sitio? ¿Así es como quieres describirlo?

—Vale, la dejamos tirada —dice—. Pero, tío… hablaba, ¿vale? Y sabíamos que tenía su móvil y dinero para un Uber. ¡Hablaba!

—¿Y se entendía lo que decía? —pregunta Billy—. ¿Podía mantener una conversación? Dime que sí si tienes cojones.

Hank no dice que sí. Se echa a llorar, lo que revela a Billy que la respuesta es muy distinta.

Billy llama a Alice. No obliga a Hank a decirle que es un mierda inútil, porque las lágrimas de este dejan claro que eso ya lo sabe. Solo le pide que se disculpe. Cosa que Hank hace con aparente sinceridad. Si eso sirve de algo.

Billy se vuelve hacia Donovan.

—Ya solo quedas tú.

 

 

11

 

Los libertinos compañeros de piso están amedrentados. Nadie va a echar a correr hacia la puerta, porque saben que el intruso de la máscara los derribaría si lo intentaran. Billy se acerca al maletín del ordenador y saca la batidora de mano Magic Wand. Es un cilindro de acero inoxidable estilizado, de unos veinte centímetros de largo. El cable eléctrico, enrollado, forma un pulcro lazo que se halla sujeto mediante dos alambres plastificados.

—Veréis lo que he pensado —dice Billy—. Que los hombres no saben lo que es ser violados a menos que los violen a ellos. Tú, Donovan, estás a punto de probar una imitación aceptable de esa experiencia.

Donovan intenta levantarse al instante del sofá biplaza, y Billy lo obliga a sentarse otra vez de un empujón. Cuando cae, el cojín emite un sonido similar a un pedo. Martinez y Flanagan, inmóviles, se limitan a mirar la batidora con los ojos desor­bitados.

—Lo que tienes que hacer es levantarte, bajarte los pantalones y los calzoncillos, y tumbarte boca abajo.

—¡No!

Donovan se ha quedado pálido. Tiene los ojos aún más abiertos que sus compañeros de piso. Billy no preveía una obediencia inmediata. Se saca el Ruger de debajo del cinturón. Se acuerda de Pablo Lopez, una de las bajas del pelotón en la Casa de la Risa. Lopez Pie Grande se sabía de memoria un diálogo de Harry el Sucio, aquel en el que Harry al final dice: «Tienes que hacerte una pregunta: ¿me siento con suerte? Pues bien, ¿te sientes así, desgraciado?». Billy no se acuerda de todo, pero sí de lo esencial.

—Esta arma no es mía —dice—. La he cogido prestada. Sé que está cargada, pero no sé cuál es la munición. No lo he comprobado. Si no te bajas los pantalones y te tumbas boca abajo, te dispararé en el tobillo. A quemarropa. Así que tienes que hacerte una pregunta: ¿punta hueca o redonda? Si las balas son de punta dura, probablemente volverás a andar, pero solo después de mucho dolor y terapia, y cojearás el resto de tu vida. Si son de punta blanda, despídete de la mayor parte del pie. O sea, este es el trato: o pruebas suerte con la bala o te dejas encular. Tú eliges.

Donovan balbucea. Sus lágrimas no despiertan compasión en Billy; le despiertan el deseo de darle un culatazo en la boca con el Ruger y ver cuántos de esos dientes de anuncio de dentífrico le saltan.

—Te lo diré de otra manera. O soportas un dolor y una humillación breves o arrastras el pie izquierdo durante el resto de tu vida. En el supuesto de que los médicos no te lo amputen. Tienes cinco segundos para decidirte. Cinco… cuatro…

Al llegar a tres, Tripp Donovan se pone en pie y se baja los pantalones. La polla se le ha quedado del tamaño de un fideo y los huevos apenas se le ven.

—Oye, ¿tienes que…? —empieza a decir Martinez.

—Cállate —dice Hank—. Se lo merece. Probablemente nos lo merecemos todos. —Dirigiéndose a Billy, dice—: Solo para que lo sepas, yo no se la metí, solo se la restregué en la barriga.

—¿Te corriste? —Billy conoce la respuesta a esa pregunta.

Hank baja la cabeza.

Donovan está tendido en la moqueta. Tiene el culo blanco, las nalgas apretadas.

Billy apoya una rodilla en el suelo al lado de la cadera del hombre.

—Te conviene quedarte quieto, Donovan. O al menos lo más quieto posible. Puedes darme las gracias por no enchufar esta cosa. Me lo he planteado, créeme.

—Te voy a joder —dice Donovan entre sollozos.

—El único al que van a joder hoy eres tú.

Billy apoya el extremo de la batidora en la nalga derecha de Donovan. Este se revuelve, con la respiración agitada.

—Mientras compraba, he pensado en llevarme algún mejunje… ya me entiendes, loción corporal, aceite de masaje o incluso vaselina… pero lo he descartado. Alice no dispuso de lubricante, ¿verdad? A no ser que te escupieras en la mano antes de metérsela.

—No, por favor —suplica Donovan, sollozando.

—¿Eso dijo Alice? Seguramente no, seguramente estaba demasiado grogui para decir nada. Pero no me cabe duda de que lo habría dicho si hubiera podido. Allá vamos, señor Donovan. Quédate quieto. No voy a decirte que te relajes y disfrutes.

 

 

12

 

Billy no lo alarga tanto como se proponía. No tiene valor para seguir. Ni estómago. Al acabar, toma fotografías de Tripp y los otros dos con el móvil. A continuación extrae la batidora de Tripp, limpia las huellas y la tira al suelo. El cilindro rueda por debajo de la mesa redonda donde se encuentra el ordenador de Martinez.

—Quedaos todos donde estáis. Esto casi ha terminado, no la caguéis en el tramo final.

Billy entra en la cocina y coge un cuchillo de mondar. Cuando vuelve, ninguno de ellos se ha movido. Le dice a Hank Flanagan que tienda las manos. Hank obedece, y Billy corta la brida que se las sujeta.

—Oye —dice Hank, visiblemente cohibido—. Has perdido la peluca.

Es verdad. La peluca rubia está junto al zócalo, como un pequeño animal muerto. Un conejo, quizá. Debe de habérsele desprendido cuando Donovan se ha abalanzado sobre él y Billy lo ha empujado contra la puerta. ¿Se ha acordado de asegurársela con adhesivo antes de salir del piso del sótano? Billy no lo recuerda, pero supone que no. No intenta ponérsela, porque la máscara es una dificultad añadida; se limita a sostenerla en la mano con la que no empuña el Ruger GP.

—He tomado fotografías de todos vosotros, pero como Donovan es el único con una batidora metida en el culo, es la estrella del espectáculo. No creo que aviséis a la policía, porque tendríais que explicar por qué he entrado en esta casa y me he marchado sin llevarme dinero u objetos de valor, pero si decidierais inventaros alguna historia que no incluya una violación en grupo, esta foto aparecerá en internet. Junto con una explicación. ¿Alguna pregunta?

No hay preguntas. Es hora de que Billy se marche. Puede guardarse la máscara y ponerse la peluca de camino al vestíbulo de la segunda planta. Pero quiere decir una cosa más antes de irse. Se siente obligado. Lo primero que acude a su cabeza es una pregunta: ¿Ninguno de vosotros tiene hermanas? Y sin duda tienen madres, incluso Billy tuvo una, pese a que no hacía muy bien su trabajo. Pero sería una pregunta retórica. Predicar, no aleccionar.

—Debería daros vergüenza —dice Billy.

Se marcha. Mientras recorre el pasillo a toda prisa, se quita la máscara y la guarda en el maletín del ordenador sin cerrar. Piensa que en realidad él no es mucho mejor que esos hombres. Todos son harina del mismo costal. Pero pensar así no sirve de nada. Lo que se dice mientras se pone la peluca y trota escaleras abajo es que debe aceptarse tal como es y sacar el mayor provecho. Resulta un pobre consuelo, pero es mejor que nada.