17

 

 

 

 

1

 

Alice debía de estar esperándolo junto a la puerta de su habitación, porque cuando llama Billy, abre al instante. Y lo abraza. Él se sorprende un momento y hace ademán de apartarse, pero al ver la expresión dolida en la cara de Alice, le devuelve el abrazo. Salvo por algún que otro abrazo de camaradería sin ningún valor de personas como Nick y Giorgio, hace mucho tiempo que no recibe un abrazo de verdad. De pronto cae en la cuenta de que eso no es cierto: lo abrazó Shanice Ackerman. Esos eran buenos, y este, también.

Pasan adentro. Billy ya le ha dicho que estaba bien al llamarla desde el coche después de salir de Landview Estates, pero Alice vuelve a preguntárselo ahora y él repite la respuesta.

—¿Y te has… ocupado de ellos?

—Sí.

—¿De los tres?

—Sí.

—¿Me conviene saber cómo?

—Ninguno va a necesitar ir al hospital, pero los tres han pagado un precio. Dejémoslo en eso.

—Bien, pero ¿puedo hacerte una pregunta que ya te hice?

Billy dice que sí.

—¿Lo has hecho por mí o por tu hermana?

Billy se detiene a pensarlo y responde:

—Creo que por las dos.

Ella mueve la cabeza en un gesto de asentimiento, como dando el caso por cerrado.

—Se diría que por esa peluca ha pasado un huracán. ¿Tienes un peine?

Sí que tiene, en el neceser. Alice se acomoda la peluca sobre los dedos extendidos y empieza a peinarla con pasadas enérgicas.

—¿Vamos a quedarnos aquí esta noche?

Billy se ha planteado esa opción durante el corto camino de regreso.

—Creo que sería lo más conveniente. Dudo que haya que preocuparse por que los Tres Chiflados llamen a la poli. —Está pensando en las fotos del móvil—. Y empieza a hacerse tarde.

Alice deja de peinar y lo mira fijamente.

—Llévame contigo cuando te vayas. Por favor. —Confunde el silencio de Billy con renuencia—. Aquí no me retiene nada. No puedo volver a mis clases de gestión administrativa y a servir capuchinos. No después de todo esto. Tengo que largarme de esta ciudad. Tengo que empezar de cero en otro sitio. Por favor, Dalton. Por favor.

—De acuerdo. Pero llegará un punto en el que nuestros caminos se separarán. Eso lo entiendes, ¿no?

—Sí. —Sostiene en alto la peluca—. ¿Mejor?

—Pues sí. Y los amigos me llaman Billy. ¿Vale?

Ella sonríe.

—Vale.

 

 

2

 

Hay un Slim Chickens a quinientos metros por la carretera de servicio. Billy se acerca en coche y vuelve con comida y batidos. Le complace la forma en que ella mantiene la vista fija en su bocadillo de pollo y beicon, planeando el bocado siguiente mientras aún mastica el anterior. Billy no tiene la menor idea de por qué, pero le gusta. Ven las noticias locales. Solo en una se menciona el asesinato del juzgado. No es nada nuevo, apenas dos minutos de relleno antes del parte meteorológico. El mundo sigue adelante.

—¿Estarás bien esta noche?

—Sí. —Como para demostrarlo, le roba una patata frita.

—Si notas que te falta el aliento…

—«El picnic de los ositos de peluche», ya sé.

—Y si eso no da resultado, da unos golpes en la pared. Vendré.

—De acuerdo.

Billy se pone en pie y tira los restos de la cena.

—Entonces te doy las buenas noches. Tengo cosas que hacer.

—¿Vas a trabajar en tu historia?

Billy mueve la cabeza en un gesto de negación.

—Otras cosas.

Alice parece preocupada.

—Billy… no te largarías en plena noche y me dejarías aquí plantada, ¿verdad?

Es un giro tan extremo en la conversación que él no puede evitar reírse.

—No, no voy a hacer una cosa así.

—Prométemelo.

Él contrae el dedo pequeño como a veces hacía con Shan y a menudo con Cathy.

—El juramento del meñique.

Ella contrae el suyo, sonriente, y los entrelazan.

—Acuéstate temprano porque tendremos que madrugar. Será un largo viaje.

Ahora lo único que le queda por hacer es averiguar adónde irán.

 

 

3

 

En su habitación al otro lado de la habitación, escribe un mensaje a Bucky Hanson.

¿Puedo ir a donde estás tú? Mejor dicho, podemos, me acompaña una persona. Es de fiar, pero necesitará una nueva identidad. No nos quedaremos mucho tiempo. Cuando reciba el resto de lo que se me debe, tendrás lo que te prometí.

Lo envía y espera. Su relación con Bucky se remonta casi al principio. Billy confía plenamente en él y cree que la confianza es mutua. Además, un millón de dólares es mucha pasta.

Al cabo de cinco minutos, suena el móvil con un mensaje de texto.

SCOTS en directo Skipper’s Smokehouse 2007 69 El Camino YT. Borrar y NC.

No se comunicaban de esa manera desde hacía años, pero Billy recuerda qué significa NC: «No contestar». Si Bucky se toma tantas molestias, quiere decir que está siendo muy muy cauto. Quizá se ha enterado de algo. Si es así, no es nada bueno.

Billy también sabe interpretar SCOTS. Se refiere a los Southern Culture on the Skids, el grupo preferido de Bucky. «69 El Camino» es una de sus canciones. Billy va a YouTube e introduce «SCOTS en directo en Skipper’s Smokehouse». Southern Culture on the Skids debe de haber actuado en ese local en concreto muchas veces a lo largo de los años, porque salen más de cuarenta vídeos de varias canciones. Cinco corresponden a «69 El Camino», pero solo hay uno de 2007. Billy lo selecciona, aunque no lo reproduce. Es un vídeo borroso grabado con un teléfono móvil, el sonido será lamentable, y lo que él anda buscando no es música.

Tiene poco más de cuatro mil visitas y cientos de personas han dejado comentarios. Billy los desliza hasta llegar al último, cuyo nombre de usuario es Hanson 199. Se ha publicado hace dos minutos.

Gran tema, dice el comentario. Los vi interpretar una versión de diez minutos de puta madre en el Edgewood Saloon de Sidewinder.

Billy añade su propio comentario, con el nombre Taco04. Es breve. ¡Espero verlos pronto!

Borra su mensaje a Bucky y la respuesta de Bucky sobre el vídeo de los SCOTS y luego entra en Google. En el territorio continental de Estados Unidos solo hay un pueblo que se llame Sidewinder. Está en Colorado. No hay ningún Edgewood Saloon allí, pero sí una calle que se llama Edgewood Mountain Drive.

Envía un mensaje a Alice: Salimos a las 5 h, ¿vale?

La respuesta —recibido— llega de inmediato.

Billy descarga una aplicación en uno de los portátiles AllTech. Tarda un rato porque el wifi de Penny Pines da pena. Cuando se completa la descarga, lee durante una hora y luego se da una larga ducha con agua caliente. Pone la alarma del móvil antes de acostarse, pese a que sabe que no la necesitará. Sueña con Lalafaluyah. Nada nuevo a ese respecto.

 

 

4

 

Aún no ha amanecido cuando cargan sus escasas pertenencias en el asiento trasero del Fusion. Billy coloca uno de los AllTech baratos en la consola entre los asientos delanteros y lo enchufa a la toma de corriente.

—Ya sabía yo que alguna de estas baratijas sería muy útil tarde o temprano.

—¿En serio? —Alice aún parece medio dormida.

—No, pero a veces uno tiene suerte.

Mientras ella se pone el cinturón de seguridad, Billy abre la aplicación que descargó anoche. Se oye un chirrido, similar al que emitían los módems antiguos al conectarse. Baja el volumen.

—¿Para qué es eso?

Billy se inclina hacia delante y señala un discreto panel situado a la izquierda de la guantera, muy abajo.

—Eso es el OBD, el diagnóstico de a bordo. Hace todo tipo de cosas, y como esto es un coche de alquiler, una de las cosas que hace es indicar nuestra ubicación si alguien desea comprobarla desde el concesionario. Y la comprobarán en cuanto crucemos la línea divisoria del estado, porque está programado para enviar una notificación. La aplicación es un inhibidor de frecuencia. Si alguien lo comprueba, pensará que el OBD se ha escacharrado.

—O eso esperas tú que piense.

—Las probabilidades son altas —contesta Billy—. ¿Estás lista? ¿No quieres echar un último vistazo a la habitación?

—Estoy lista. —Ya está totalmente despierta—. ¿Adónde vamos?

—A Colorado.

—Colorado, Dios mío. —Por su tono de voz en ese momento, aparenta ser aún más joven—. ¿A cuánto está de aquí?

—Más de mil quinientos kilómetros. Dos días de viaje.

Alice sonríe.

—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.

—Entendido —dice Billy, y acciona la palanca de marchas del Fusion.

Al cabo de cinco minutos viajan por la autopista en dirección oeste.

 

 

5

 

Paran a repostar y a comprar comida en Muskogee, la ciudad que hizo famosa Merle Haggard. Alice ha estado entretenida con el AllTech e indica a Billy el camino para llegar al centro comercial Arrowhead. Una vez allí, señala un edificio con toldos de un color naranja vivo.

—¿Qué es Ulta? —pregunta Billy.

—Una tienda de maquillaje. Entra tú. Yo no quiero que me vean con esta cara.

A Billy no le extraña. Es una persona joven y sana, y los hematomas han empezado a diluirse, pero aún salta a la vista que alguien le ha puesto la mano encima en el pasado reciente. Alice le dice qué comprar y él lo compra. El producto básico es un maquillaje corrector llamado Dermablend. Es más barato que la píldora del día después, pero cuando añade la brocha y los polvos fijadores, la cuenta sube a casi ochenta pavos.

—Me estás saliendo cara —comenta cuando le entrega la bolsa.

—Espera a ver los resultados.

Adopta un tono coqueto. Eso a Billy le gusta. Alice ha recorrido un largo camino desde el día que no soportaba mirarse en el espejo… pero aún le queda un buen trecho para volver a ser la que era. Esa tarde se queda dormida mientras siguen viaje hacia el noroeste, y al cabo de una hora aproximadamente la oye gimotear. Alza las manos en actitud defen­siva. Golpea el salpicadero con una de ellas y despierta con un jadeo. Luego otro. Y un tercero, esta vez llevándose la mano al cuello.

—¡«El picnic de los ositos de peluche», enseguida! —dice Billy. Ya ha empezado a aflojar la marcha y desviarse hacia el arcén.

—Estoy bien, sigue. Ya estoy bien. Solo ha sido una pesadilla.

—¿Qué has soñado? —pregunta Billy al tiempo que quita el intermitente y se reincorpora al carril.

—No me acuerdo.

Miente, pero no pasa nada.

 

 

6

 

Paran a hacer noche en Protection, un pueblo de Kansas, porque se encuentra casi a medio camino, pero también porque a los dos les gusta la idea de alojarse en un motel llamado Protection. Esta vez Alice acompaña a Billy cuando va a recepción, y el hombre sentado tras el mostrador apenas la mira. Quizá una mujer sí se habría fijado en ella, piensa Billy. El maquillaje cumple su función y se lo ha aplicado con destreza, pero no es del todo perfecto. Le pregunta si quiere que vaya a comprar comida preparada y Alice mueve la cabeza en un gesto de negación. Está preparada para presentarse en público, y eso también es bueno. Comen en Don’s Place, que es casi el único sitio de Protection en lo que se refiere a comida. El menú se reduce en esencia a hamburguesas y perritos calientes empanados.

—Ese hombre al que vamos a ver… —dice Alice—. ¿Cómo es?

—Bucky ya tiene entre sesenta y cinco y setenta años. Flaquísimo. Exmarine. Vive básicamente de cerveza, tabaco, cecina y rock and roll. Se le dan bien los ordenadores, tiene muchos contactos y ayuda a montar bandas.

—¿Bandas?

—Atracadores profesionales. Nada de críos, nada de yonquis, nada de pistoleros descontrolados. Es en parte representante, en parte cazatalentos.

—En los bajos fondos.

Billy sonríe.

—No sé si los bajos fondos aún existen. Creo que eso prácticamente se acabó con la era de la informática.

—Y encuentra trabajos a personas como tú. —Baja la voz—. Asesinos a sueldo.

Que Billy sepa, él es el único asesino a sueldo con el que trabaja Bucky, pero no lo desmiente. ¿Cómo iba a desmentirlo si es verdad? Podría repetirle que solo mata a personas que merecen morir, pero ¿para qué molestarse? Ella tal vez se lo ha creído, tal vez no. En cualquier caso, es una cuestión discutible. No puede cambiar su pasado, pero se propone cambiar su futuro. También tiene intención de cobrar su sueldo. Se lo ha ganado.

—Bucky tendrá documentos de identidad para ti, creo. Es una de las cosas a las que se dedica. Podrás ser una persona nueva. Si quieres.

—Sí quiero. —No se detiene a pensárselo—. Aunque en algún momento supongo que me gustaría volver a llamar a mi madre. —Deja escapar una breve risa y menea la cabeza—. ¿Sabes?, ni me acuerdo de la última vez que me llamó ella a mí. De verdad que no.

—Pero ¿has hablado con ella?

—Sí. Mientras estabas… hum, de visita en casa de Tripp y sus compañeros.

—No llegaste a decirle que te ibas a Cancún, ¿verdad?

Alice sonríe.

—Estuve tentada, pero no. Le dije que tenía un novio, y que rompimos cuando dejé los estudios, y que necesitaba un tiempo para pensar qué hacer a continuación.

—¿Y le pareció bien?

—Hace mucho tiempo que no le parece bien nada de lo que hago. ¿Podemos cambiar de tema, por favor?

 

 

7

 

Al día siguiente no hacen más que viajar, casi todo el tiempo por la I-70. Alice, recuperándose aún del trauma físico y psicológico, duerme mucho. Billy piensa en la parte correspondiente a Faluya de su relato, ahora guardado en un lápiz USB en el maletín del ordenador. Eso lo lleva a Albie Stark, que hablaba de sacar su Harley del almacén cuando llegara a casa y viajar de Nueva York a San Francisco. «Pero paso de carreteras secundarias y esas gilipolleces», decía. «Haría todo el camino por autopista. La pondría a ciento treinta, y caña.» Albie no tuvo ocasión de hacerlo. Albie murió detrás de un taxi viejo y oxidado en Faluya, y sus últimas palabras fueron: «No es nada, solo me ha rozado». Pero acto seguido empezó a costarle respirar, como a Alice durante los ataques de pánico, y no pudo cantar siquiera la primera estrofa de «El picnic de los ositos de peluche».

Paran a repostar y a comer en Quinter, un pueblo pequeño de Kansas. Van a un Waffle Delite, y cuando salen del Fusion y se acercan, ven a un par de agentes de la policía estatal sentados a la barra. Alice vacila, pero Billy sigue adelante y todo sale bien. Los polis apenas los miran.

—Si actúas con normalidad, por lo general ni se fijan en ti —dice Billy mientras regresan al coche.

—¿Por lo general?

Billy se encoge de hombros.

—A cualquiera puede ocurrirle cualquier cosa. Uno se arriesga y espera lo mejor.

—Eres un fatalista.

Billy se ríe.

—Soy realista.

—¿Hay alguna diferencia?

Se detiene con la mano en el tirador del Fusion y la mira. Alice no para de sorprenderlo.

—Puede que seas demasiado lista para la gestión administrativa —dice—. Creo que podrías aspirar a algo más.

 

 

8

 

Alice se vuelve a dormir, con el buche lleno de gofres y beicon. Billy le lanza algún que otro vistazo. Cada vez le gusta más. Le gusta quien es. ¿Dar un portazo a una vida y abrir la puerta a otra nueva sin más? ¿Cuántas personas harían una cosa así aun teniendo la posibilidad?

A eso de las cuatro despierta, se despereza y ahoga una exclamación. Mira a través del parabrisas con los ojos muy abiertos.

—¡Por mi santo gorro!

Billy se echa a reír.

—Esa no la había oído nunca.

—¡Son las Rocosas! ¡Dios mío, fíjate!

—Son impresionantes, desde luego.

—Las había visto en fotos, pero no es lo mismo. O sea, aparecen así de pronto.

Es cierto. Han atravesado cientos de kilómetros de llanuras y de repente ahí están.

—Pensaba que a lo mejor llegábamos hoy a casa de Bucky, y supongo que aún podríamos, pero no quiero adentrarme en las montañas ya de noche por la 19. Probablemente es una carretera con muchas curvas. —Lo que no le dice es que no querría que Bucky viera detenerse unos faros en su camino de acceso entre las diez y las doce. No después de mostrar tanta cautela al comunicarle su ubicación—. A ver si encuentras un motel que no sea de una cadena al este de Denver.

Alice utiliza el teléfono de Dalton con la destreza de la gente muy joven.

—Hay un sitio llamado Pronghorn Motor Rest. ¿Te parece lo bastante alejado de una cadena?

—Pues sí. ¿A qué distancia está?

—A unos cincuenta kilómetros. —Vuelve a teclear y deslizar pantallas—. Está en un pueblo llamado Byers. Tienen una competición de tiro al blanco seguida de un gran baile, pero no es hasta noviembre. Imagino que nos lo perderemos.

—Una lástima.

—Bueno —dice ella—, cosas que pasan. La vida es una fiesta, y las fiestas se terminan.

Billy la mira de soslayo, un poco sorprendido.

—¿Eso es F. Scott Fitzgerald?

—Prince —responde Alice—. Qué pasada de montañas, vaya espectáculo. En la puesta de sol, creo que no miraré. Se me podría partir el corazón. Y la única razón por la que estoy aquí es que esos hombres me violaron y me dejaron tirada bajo la lluvia. Supongo que todo ocurre por algún motivo.

Billy ha oído ese comentario muchas veces y siempre lo saca de quicio.

—Eso no lo creo. Ni lo creeré nunca.

—Vale. Perdona. —Parece un poco asustada—. No era mi intención…

—Creer eso equivaldría a creer que alguien o algo que llegaría en el futuro era más importante que mi hermana. Lo mismo con respecto a Albie Stark. Taco. Johnny Capps, que nunca volverá a andar. No hay ninguna razón para nada de eso.

Alice no contesta. Cuando Billy la mira, ella tiene la vista fija en sus manos, firmemente entrelazadas, y lágrimas en las mejillas.

—Vamos, Alice, no quería hacerte llorar.

—No me has hecho llorar —dice ella al tiempo que se limpia las mejillas para eliminar la prueba.

—Es solo que si hay Dios —añade Billy—, está haciendo un trabajo de mierda.

Alice señala al frente, hacia los dientes azules de las Ro­casas.

—Si hay Dios, hizo esas montañas.

En fin, piensa Billy, a la chica no le falta razón.

 

 

9

 

En el Pronghorn Motor Rest encuentran habitaciones contiguas sin problema; a juzgar por el número de coches que hay en el aparcamiento, Billy calcula que podrían disponer de todas las habitaciones del pasillo para ellos solos. Comen en un Burger Barn cercano. De vuelta en el motel, Billy conecta el lápiz USB que contiene su relato. Abre el documento y va al punto donde lo dejó: Taco entrega a Fareed el megáfono con el rótulo BUENOS DÍAS VIETNAM. Luego vuelve a cerrarlo. No es que tema escribir sobre lo que ocurrió en la Casa de la Risa, no exactamente, pero prefiere no hacerlo por entregas. Quiere estar en un sitio tranquilo donde verterlo como veneno de un frasco. No cree que le lleve mucho tiempo, pero esas horas serán intensas.

Se acerca a la ventana y se asoma. Frente a cada unidad hay un par de hamacas baratas. Alice, sentada en una, contempla las estrellas. Billy la observa durante largo rato mientras ella mira. No necesita un psiquiatra para que le diga qué representa Alice para él; es una versión de Cathy, solo que mayor. Tal vez un psiquiatra también sostendría que es Robin Maguire, también conocida como Ronnie Givens, de la Casa de la Pintura Interminable, pero no sería cierto, porque él quería follarse a Robin, muchas noches se la peló con esa vana fantasía, y no quiere follarse a Alice. Siente afecto por ella, y eso significa más que follar.

¿Es peligroso ese afecto por ella? Claro que sí. ¿Es igual de peligroso el afecto que Alice ha acabado sintiendo por él, la forma en que confía en él, depende de él? Claro que sí. Pero verla ahí sentada, mirando a las estrellas, eso significa algo. Podría no ser así si las cosas se tuercen, pero en este momento es así. Él le ha entregado las montañas y las estrellas, no en propiedad, pero sí al menos para mirarlas, y eso significa mucho.

 

 

10

 

Salen temprano y circunvalan Denver a las ocho de la mañana. Es terreno llano. Cruzan Boulder a las nueve menos cuarto. También llano. De pronto, pum, están en las montañas. La carretera es tan tortuosa como Billy preveía. Alice permanece erguida, con la cabeza como una veleta y los ojos muy abiertos mientras contempla los profundos despeñaderos a su derecha y las escarpadas pendientes boscosas a su izquierda. Billy lo entiende. Es una chica de Nueva Inglaterra que ha hecho una excursión breve y, en última instancia, desagradable al medio sur, y todo esto es nuevo para ella, todo asombroso. Billy nunca creerá que tenía que acabar violada para llegar aquí, a las estribaciones de las montañas Rocosas, pero le alegra que ella pueda creerlo. Le gusta su asombro. No, le encanta.

—Podría vivir aquí —dice Alice.

Cruzan Nederland, un pueblecito que parece tan solo un anexo a un amplio centro comercial de los aledaños. El aparcamiento está abarrotado. Billy, que puede creérselo casi todo, tendría serias dificultades para creerse que a principios de la primavera del año siguiente ese aparcamiento estará casi vacío en un día laborable, con la mayor parte de las tiendas cerradas.

—Tengo que entrar ahí —dice Alice, y señala. Le asoman unas manchas de color a las mejillas—. En la farmacia.

Billy accede al aparcamiento y encuentra una plaza libre.

—¿Te pasa algo?

—No, pero voy a tener una visita de mi amiga. Se ha adelantado dos semanas, pero ya lo noto. Retortijones.

Billy recuerda el prospecto que acompañaba la píldora del día después.

—¿Seguro que no quieres que vaya yo…?

—No, ya voy yo. No tardaré. Dios, espero no mancharme estos pantalones.

—Si se te manchan, compraremos… —«Unos nuevos» es como pretendía acabar la frase, pero ella ya ha salido del coche y se dirige apresuradamente, casi corriendo, hacia Walgreens. Vuelve al cabo de unos minutos con una bolsa.

Billy le pregunta si se encuentra bien. Ella, casi con tono cortante, responde que está perfectamente. Fuera del pueblo llegan a un mirador y ella le pide que pare y estacione a cierta distancia de los otros pocos coches. Luego le dice que mire en otra dirección. Billy obedece y ve a un loco volar en ala delta por encima de un barranco profundo como una cuchillada. Desde esa distancia, el tipo parece casi inmóvil. La oye re­volverse, bajarse la cremallera, los crujidos de la bolsa, más crujidos cuando retira el papel de lo que necesita —una compresa, supone él, no le convenía probar a ponerse un tampón, todavía no— y luego otra vez la cremallera.

—Ya puedes mirar.

—No, mira —dice Billy, y señala el ala delta. El tipo lleva un maillot de color rojo vivo y un casco amarillo que no le servirá para una mierda si se estampa contra la ladera de la montaña.

—¡Ay… Dios…! —Alice se protege los ojos del sol con la mano.

—Por no hablar de tu santo gorro.

Alice sonríe. Es una sonrisa de verdad. Muy grata de ver. Repite:

—Podría vivir aquí.

—¿Y hacer eso? —Billy señala.

—Quizá eso no. —Guarda silencio y se lo piensa—. Pero quizá sí.

—¿Preparada para ponernos en marcha? ¿Todo listo y a punto?

—Recibido, alto y claro —contesta Alice, espontánea a más no poder.

 

 

11

 

Billy se alegra de haber dejado el último tramo para hoy, porque les cuesta otras dos horas llegar a Sidewinder. Aquí no hay centro comercial, sino una sola calle llena de tiendas de souvenirs, restaurantes, tiendas de ropa con prendas del oeste y bares, muchos bares, con nombres como Rough Rider Saloon, Boots ‘N Spurs, Homestead y 187. No hay ningún Edgewood Saloon, pero Billy tampoco lo esperaba.

—Un nombre curioso para un bar —comenta Alice, señalando el 187.

—Pues sí —coincide Billy, pero a juzgar por la fila de motos aparcadas delante, el nombre no le extraña en absoluto. El 187 es el número con el que se designa el asesinato en el Código Penal de California.

Alice utiliza el teléfono de Billy para navegar, porque el inhibidor bloquea tanto la señal del localizador como la del GPS del Fusion.

—Otro par de kilómetros o poco más. A la izquierda.

Al cabo de dos kilómetros salen del pueblo. Billy reduce la marcha y ve el indicador de Edgewood Mountain Drive. Gira. Pasan por delante de casas bonitas y chalets de estilo suizo alejados de la acera, muchos con cadenas en los caminos de acceso porque aún faltan seis semanas para la temporada de esquí. En el número 108 de Edgewood termina el asfalto. La carretera, antes lisa, pasa a estar primero salpicada de baches y después de verdaderos socavones. Billy toma una doble curva cerrada y atraviesa con el Fusion una hondonada allí donde el agua se ha llevado el paso sobre una alcantarilla. Esta vez el coche se balancea de tal modo que se les traban los cinturones de seguridad.

—¿Seguro que es por aquí? —pregunta Alice.

—Seguro. Buscamos el 199.

Alice consulta el teléfono.

—Aquí dice que ese número no existe.

—No me sorprende.

A menos de un kilómetro acaba la carretera de tierra y empieza un camino cubierto de hierba; en el lomo entre las roderas crecen flores silvestres. Billy piensa que quizá sea lo que queda de una antigua pista maderera. Los árboles se les echan encima. Las ramas azotan los costados del Fusion. La pendiente aumenta. Billy esquiva afloramientos de roca que dejó al descubierto la última glaciación. Alice parece cada vez más intranquila.

—Si esto queda cortado de pronto, vas a tener que volver marcha atrás tres kilómetros, porque no hay ningún sitio para…

Billy traza una curva aún más cerrada que las anteriores, y el camino en efecto termina. Justo enfrente se alza una casa de troncos cuyo extremo, sostenido en pilotes que parecen postes telefónicos aserrados, sobresale por encima de una cuesta pronunciada. Hay un Jeep Cherokee estacionado bajo un porche abierto. Billy oye el sonido de un generador, grave pero fuerte y uniforme, procedente de algún lugar en la parte de atrás.

Billy y Alice se apean y miran hacia el porche protegiéndose los ojos del sol con las manos. Bucky Hanson se levanta de la mecedora en la que estaba sentado y se acerca a la baranda, hecha también con troncos. Lleva una gorra de los Rangers de Nueva York y fuma un cigarrillo.

—Eh, Billy. Pensaba que te habías perdido.

—Ella también lo pensaba. Bucky, te presento a Alice Maxwell.

—Encantado de conocerte, Alice. Y vaya, Billy, dichosos los ojos. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos las caras?

—Cuatro años por lo menos —dice Billy—. Quizá cinco.

—Bueno, subid. La escalera está a un lado. ¿Tenéis hambre?

 

 

12

 

Billy temía que su mediador y agente desde hace tantos años pudiera tomarse a mal que llevara a una desconocida hasta este lugar, a todas luces un refugio para situaciones de emergencia, pero Bucky trata a Alice con amabilidad. No llega al punto de decir que los amigos de Billy, etcétera, pero lo deja claro, y ella, tras unos momentos iniciales de timidez (o acaso cautela), se relaja. Aun así, procura permanecer cerca de Billy.

La cocina, espaciosa y soleada, está en orden. Bucky calienta unos macarrones con queso en el microondas.

—Me encantaría prepararos unos huevos rancheros, no se me dan del todo mal, pero todavía no estoy instalado al cien por cien. Tengo que acabar de aprovisionarme. Después me apoltronaré sin más hasta que este asunto llegue a su conclusión. Una conclusión feliz sería lo ideal.

—Te he metido en un lío, y lo siento —dice Billy.

Bucky le resta importancia con un gesto.

—Yo medié en el trato y conocía los riesgos. —Coloca ante ellos sendos cuencos humeantes—. ¿Y tú qué cuentas, Alice? ¿Cómo conociste a este veterano de la guerra de Georgie Bush?

Alice baja la vista y la fija en sus macarrones con queso como si los encontrara fascinantes. Se sonroja.

—Supongo que podríamos decir que me recogió en la calle.

—¿Es así? Ya. ¿Te ha enseñado el número del tonto? Es digno de verse. Hazle una demostración, Billy.

A Billy no le apetece. Alice no tiene nada que ver con zoquetes como Nick y Giorgio. Pero Bucky les ha proporcionado un sitio donde quedarse durante un tiempo, y a Billy no le parece bien negarse a una petición tan sencilla. Sin embargo, puede ahorrárselo.

—Ya lo he visto. —Alice se interrumpe y luego añade—: Por así decirlo.

Antes de centrarse de nuevo en la comida, lanza a Billy una mirada, una fugaz, pero a él le basta para tener la certeza de que se refiere a la primera parte de su relato. La parte que escribió sabiendo que Nick o Giorgio probablemente leían por encima de su hombro.

—Es genial, ¿no? —dice Bucky. Va a por su propio cuenco y se sienta—. Billy se lee todos los libros difíciles, pero también es capaz de decirte los nombres de todos los chicos del instituto de Riverdale y cómo consiguió Batman la capa.

Qué demonios, piensa Billy, por una pequeña muestra no pasa nada. Agranda los ojos y, hablando despacio, dice:

—Esa parte no la conozco, la verdad.

Bucky se ríe y señala a Billy con el tenedor, con un macarrón ensartado aún en una púa.

—Tío, no pierdes facultades.

Se vuelve hacia Alice.

—Te recogió en la calle, así sin más, ¿eh? ¿Qué quiere decir eso exactamente?

—Que me salvó la vida.

Bucky enarca las cejas.

—¿Ah, sí? Quiero oír hasta el último detalle de esa historia. De esa historia y de todo lo demás, de hecho. En especial, qué salió mal.

Billy se detiene a pensarlo.

—Todo menos Alice —dice, y se echa a reír. No puede evitarlo.

 

 

13

 

Vuelve a empezar por el momento en que Frank Macintosh y Paulie Logan lo recogieron en el hotel, y sigue hasta el final, omitiendo solo la última parte, que zanja diciendo que unos individuos maltrataron a Alice y él se ocupó de ellos.

Bucky no le pregunta cómo. Se limita a recoger los platos, los lleva al fregadero y abre el agua caliente. La casita de la punta de Edgewood Mountain Drive tiene microondas y antena parabólica en el tejado, pero no lavavajillas.

—Ya los friego yo —se ofrece Alice al tiempo que se pone en pie.

—De eso nada —contesta Bucky—. Son solo unos pocos, y dejaré la cazuela en remojo. Ese queso endurecido es un horror. Billy, ¿hasta cuándo quieres quedarte? Lo pregunto solo porque, si vais a estar aquí mucho tiempo, tendré que hacer una escapada al King Soopers.

—No lo sé, pero con mucho gusto haré yo la compra.

—Yo también voy —dice Alice—. Solo tenéis que darme una lista. —Mira dentro de la nevera—. Hacen falta verduras.

Bucky no presta atención. Desde el fregadero, de espaldas a ellos, dice:

—Te van detrás, Billy. No solo la organización de Nick, sino también otras cuatro de la competencia, más Dios sabe cuántos independientes. Se trata de una de esas ocasiones, poco comunes pero no insólitas, en las que concuerdan los intereses de todas las partes. Eres uno de los principales temas de conversación en ciertos chats donde te llaman señor Summerlock.

—Combinación de Billy Summers y David Lockridge —deduce Billy.

—Exacto.

—¿Habla alguien de Dalton Smith en esos chats?

Dios mío, no, por favor, piensa.

—Por el momento, que yo sepa, Dalton Smith sigue a salvo, pero esos individuos tienen acceso a las mejores agencias de investigación, organizaciones que dejan al FBI como una panda de catetos, y si has dejado algún cabo suelto, el más mínimo, Dalton Smith está perdido.

Bucky se da la vuelta ante el fregadero y, mientras se seca las manos enrojecidas con un paño de cocina, mira fijamente a Alice. No tiene que decir nada para dejar claro lo que piensa.

—Ella no es un cabo suelto —asegura Billy—. Cuando me marche de aquí, seguirá su camino con otra identidad. Si tú puedes conseguirle la documentación, claro.

—Ah, eso sí puedo hacerlo. Ya me he puesto con ello. No hay nada como internet cuando está conectado a un equipo de última generación. —Vuelve a la mesa y se sienta—. ¿Cómo verías llamarte Elizabeth Anderson?

Alice parece sorprenderse, pero enseguida esboza una sonrisa vacilante.

—Bien, supongo. ¿No puedo escoger mi propio nombre?

—Mejor que no. Fácilmente elegirías uno que tuviera alguna relación con tu pasado. Tampoco lo he elegido yo. Ha sido el ordenador. Una web que se llama Name Generator. —Mira a Billy—. Si tú confías en ella, a mí me vale. ¿Y esos Jensen? ¿O el agente inmobiliario? ¿Tienen la menor sospecha de que en realidad no eras Dalton Smith?

Billy niega con la cabeza.

—Entonces estás limpio, y es bueno, porque han puesto precio a tu cabeza.

—¿Cuánto?

—En los chats se habla de seis millones de dólares.

Billy se queda boquiabierto.

—¿Estás de coña? ¿Por qué? ¡Solo me pagaban dos por hacer el trabajo!

—No lo sé.

Alice vuelve la cabeza de uno a otro como si estuviera viendo un partido de tenis.

Bucky dice:

—El asunto está en manos de Nick, pero no creo que sea su dinero, como tampoco lo era el dinero que se te prometió.

Billy apoya los codos en la mesa y se lleva a la cara los puños semicerrados.

—¿Quién paga seis millones de dólares por matar a un asesino a sueldo que mató a otro asesino a sueldo?

Bucky se ríe.

—Apúntate ese trabalenguas. Está a la altura de los tres tristes tigres.

—¿Quién? ¿Y por qué? Joel Allen no era nadie, que yo sepa.

Bucky mueve la cabeza en un gesto de negación.

—No lo sé. Pero seguro que Nick Majarian sí. Quizá tengas ocasión de preguntárselo.

—¿Quién es Nick Majarian? —pregunta Alice.

Billy exhala un suspiro.

—Benjy Compson. El tipo que me metió en este lío.

Lo que en cierto modo es mentira. Se metió en todo este lío él solo.

 

 

14

 

Al final Billy decide que Alice y él se quedarán con Bucky tres días, tal vez cuatro. Quiere acabar de escribir sobre la Casa de la Risa. Eso no le llevará mucho tiempo, pero también debe pensar en su siguiente paso. ¿Necesita otra arma larga, provista de mira, además del Ruger? No lo sabe. ¿Necesita otra arma corta, quizá una Glock con diecisiete balas, en lugar de esas exiguas seis? No lo sabe. Pero un chupete para el Ruger podría venirle bien, pese a lo poco que le gustan. ¿Tendría ocasión de utilizarlo? Tampoco lo sabe, aunque Bucky le asegura que no le costaría conseguir un silenciador autoblocante para el GP. Si no le importa, claro, que sea de fabricación casera y pueda romperse después de unos cuantos disparos. Explica que en las montañas se encuentra toda clase de accesorios.

—Podría conseguirte un M249 si quisieras. Tendría que preguntar por ahí, pero conozco alguna gente a la que preguntar. Gente de fiar que puede mantener la boca cerrada.

En otras palabras, una ametralladora ligera de pelotón. Asalta a Billy un recuerdo breve pero vívido del Gran Joe Kleczewski de pie frente a la Casa de la Risa precisamente con esa arma. Niega con la cabeza.

—Quedémonos con el silenciador de momento.

—Silenciador para un Ruger GP, entendido.

Alice también dispondrá de sus papeles dentro de tres días, pero cuando Billy y ella van a Sidewinder a hacer la compra, Bucky le pide que compre tinte.

—Creo que para el carnet de conducir deberías teñirte de rubio. Pero déjate las cejas oscuras. Eso te quedaría bien.

—¿Tú crees? —Alice parece un tanto escéptica pero a la vez interesada.

—Sí. Estudiabas gestión administrativa, así que añadiré algún antecedente relacionado con eso. ¿Sabes taquigrafía?

—Sí. Hice un curso de verano en Rhode Island y aprendí bastante deprisa.

—¿Y sabes atender un teléfono? «Aquí Dignam, concesionario de Chevrolet, ¿con quién quiere que le ponga?»

Alice alza la vista al techo.

—Vale, al menos aptitudes básicas, y con la economía viento en popa, eso debería bastar. Añadamos ropa bonita, unos buenos zapatos y una sonrisa alegre, y no hay ninguna razón por la que Beth Anderson no pueda encontrar su espacio.

Pero a Bucky no le gusta la idea. Alice no lo percibe, pero Billy sí. Sencillamente no sabe por qué.

 

 

15

 

Van a hacer la compra, Billy con su peluca y unas gafas de sol que Bucky le encuentra en el revoltijo de cosas —lo que él llama equipaje de vagabundo— que todavía no ha sacado de las bolsas. En King Soopers, Billy paga en efectivo. Vuelven a Edgewood Mountain Drive, y a lo largo de los últimos tres kilómetros el Fusion avanza a trancas y barrancas y gruñe malhumorado.

Alice ayuda a Bucky a guardarlo todo. Él mira con ciertas reservas los plátanos que ella ha comprado, pero no dice nada. Una vez completada la tarea, Alice dice que ya está harta de reclusión y pregunta si hay algún problema en que dé un paseo. Bucky le dice que, si sale por la puerta de atrás, encontrará un camino que se adentra en el bosque.

—La pendiente es empinada, pero se te ve joven y fuerte. Puede que te convenga ponerte un poco de repelente de insectos. Mira en el cuarto de baño.

Alice vuelve aplicándose Cutter, remangada al estilo camionero. Las mejillas le brillan por efecto de la loción.

—No te preocupes por los lobos —comenta Bucky. A continuación, al ver la expresión de alarma de Alice, añade—: Es broma, chica. Los viejos del lugar dicen que no se ven lobos por aquí desde los años cincuenta. Los cazaron a todos. A los osos también. Pero si llegas a poco más de un kilómetro y medio de aquí, encontrarás una vista espectacular. Al otro lado de un barranco de no sé cuántos kilómetros de ancho, verás un claro llano y amplio. Antes había un hotel, pero ardió hasta los cimientos hace muchas lunas. —Baja la voz—. Se contaba que estaba encantado.

—Vigila dónde pisas —aconseja Billy—. No vayas a romperte un tobillo.

—Iré con cuidado.

Cuando se va, Bucky se vuelve hacia Billy con una sonrisa.

—«Vigila dónde pisas, no vayas a romperte un tobillo.» ¿Tú qué eres, su padre? Desde luego tienes edad para serlo.

—No te me pongas freudiano. Solo somos amigos. No sabría explicarte cómo hemos llegado a eso exactamente, pero así es.

—Has dicho que la maltrataron. ¿Significa eso lo que yo creo?

—Sí.

—¿Todos?

—Dos. Uno de ellos se corrió en su barriga. O al menos eso dijo.

—Dios mío, se la ve tan… ya me entiendes, bien.

—No lo está.

—No. Claro que no. Es posible que nunca lo esté, no del todo.

Billy piensa que eso, como tantas ideas deprimentes, probablemente sea cierto.

Bucky coge dos cervezas y salen al porche delantero. Billy ha aparcado el Fusion debajo, morro con morro con el Cherokee.

—Al menos parece que está superándolo —comenta Bucky después de volver a acomodarse en su mecedora. Billy ha ocupado otra—. Tiene agallas.

Billy asiente.

—Sin duda.

—Y las caza al vuelo, como suele decirse. A lo mejor le apetecía dar un paseo, pero se ha marchado más que nada para que pudiéramos hablar.

—¿Tú crees?

—Sí. Puede ocupar la habitación libre mientras estéis aquí. He dejado ahí un montón de cosas mías, pero ya las sacaré. En la cama solo está el colchón y no sé si hay sábanas, pero he visto un par de mantas en un estante del armario. Para tres o cuatro noches bastará con eso. Como tú no duermes con ella, ocupa el desván. Ahí arriba la mayor parte del año te congelas o te asas, pero ahora mismo debe de ser perfecto. Tengo un saco de dormir en algún sitio. Quizá siga en la parte de atrás del Cherokee.

—Parece buen plan. Gracias.

—Es lo mínimo que puedo hacer por alguien que me ha prometido un millón de dólares. A no ser que hayas cambiado de idea al respecto.

—Eso sigue en pie. —Billy lanza una mirada de soslayo a Bucky—. No crees que vaya a conseguirlo.

—Quizá sí. —Bucky se saca un paquete de Pall Mall del bolsillo de la camisa (Billy no sabía que aún los vendieran) y se lo ofrece a Billy, que niega con la cabeza. Bucky se enciende el pitillo con un Zippo viejo con el emblema de la Infantería de Marina y el Semper Fi grabados en el costado—. Hace tiempo que aprendí a no subestimarte, William.

Permanecen un rato en silencio, dos hombres sentados en sus mecedoras en un porche. Billy pensaba que Pearson Street era un sitio tranquilo, pero, al lado de esto, Pearson Street era como el centro de una ciudad. A lo lejos alguien utiliza una sierra de cadena o tal vez sea una astilladora. Eso y el murmullo de una ligera brisa entre los pinos y los álamos son la única banda sonora. Billy observa a un ave que planea con las alas inmóviles en el cielo azul.

—Deberías llevarla contigo.

Billy, sorprendido, se vuelve hacia él. Bucky tiene en el regazo un viejo cenicero de hojalata rebosante de colillas sin filtro.

—¿Cómo? ¿Estás loco? He pensado que podría quedarse aquí contigo mientras yo sigo la pista a Nick en Las Vegas.

—Podría, pero, en serio, deberías llevarla contigo. —Apaga el cigarrillo, deja el cenicero a un lado y se inclina hacia delante—. Ahora escúchame, porque no sé si antes me has prestado atención. Hay tíos buscándote. Tipos duros como ese Dana Edison al que has mencionado. Saben que la policía no te detuvo, saben que Nick te la pegó y saben que es muy probable que vayas en busca de lo que se te debe. Que se lo arrancarás de su propia carne si no puedes conseguirlo de otra manera.

—Como Shylock —susurra Billy.

—Eso no lo sé, no he visto la película, pero si crees que eso los despistará… —Echa una ojeada a la peluca rubia, que ciertamente está ya muy maltrecha y debe sustituirse—. Entonces es que se te ha secado la mollera. Saben que has cambiado de apariencia, si no, no habrías logrado salir de Red Bluff. Y si vas allí en coche, no hay muchas vías de acceso a Las Vegas. Estarán vigilándolas todas.

Todo eso tiene sentido, pero a Billy no le gusta la idea de poner a Alice en peligro. La idea era evitar que corriera peligro.

—Lo primero en lo que te convendría pensar es en la matrícula de ese coche tuyo. —Señala hacia el suelo y los vehícu­los aparcados debajo—. En esta zona del país se ven coches con matrícula del sur, pero no tantos.

Billy no contesta. Ha enmudecido al cobrar conciencia de su propia estupidez. Instaló el inhibidor de frecuencia para bloquear el ordenador de a bordo del Fusion, pero ha exhibido esas llamativas placas por todo el Medio Oeste. Como un cartel que dijese: AQUÍ ESTOY.

Bucky no necesita leer el pensamiento, porque todo lo que ronda a Billy por la cabeza se refleja en su rostro.

—No te flageles por eso. Lo has hecho casi todo bien, y más para haber actuado tan deprisa.

—Basta con un error para acabar con la soga al cuello.

Bucky no discrepa. Se limita a encenderse otro cigarrillo y comenta que duda que estén buscando a Billy en sitios como Oklahoma o Kansas.

—Se concentrarán en el oeste. Eso lo tendrán bien controlado. Idaho, Utah, tal vez Arizona, pero sobre todo Nevada. Y en particular Las Vegas, ahí donde más.

Billy asiente.

—Además, si te hubieran visto y seguido el rastro, ya estarían aquí. —Bucky traza un gesto con la mano, dejando una estela de humo en el aire—. Un sitio aislado. Ideal para una cacería. Creo que estás a salvo, tienes las probabilidades de tu lado. Lo cual es bueno en otro sentido, porque los papeles de ese coche de alquiler están a nombre de Dalton Smith, ¿no?

—Sí.

—¿Tienes documentación con algún otro nombre?

Billy aún conserva su carnet de conducir y su Mastercard de David Lockridge, aunque de poco van a servirle.

—Nada que no esté quemado.

—Puedo proporcionarte algo, lo suficiente para salir del paso. Utilizaré Name Generator. Pero si te hago una tarjeta de crédito, no intentes utilizarla. Será solo para enseñarla. Y ni te plantees cambiar la matrícula, lo que necesitas es cambiar de vehículo. Ese coche puede quedarse aquí, en todo caso es horrendo.

—Pero cómodo —dice Billy, y bebe un poco de cerveza.

—¿Tienes dinero? Me hiciste una transferencia del diez por ciento de tu anticipo, o sea que imagino que sí.

—Unos cuarenta mil, pero no en efectivo. Cuentas en Money Manager, abiertas en Red Bluff.

—Pero a nombre de Dalton Smith, ¿no?

—Sí.

El cigarrillo de Bucky ya no es más que una colilla.

—En el lado este de Sidewinder hay un concesionario de coches de segunda mano, Ricky’s. Un sitio no muy de fiar. Puedes comprar algo allí. Mejor aún, lo compraré yo. Pago con dinero contante y sonante, y tú me das un cheque de Dalton Smith por esa cantidad. Esperaré a hacerlo efectivo hasta que termines esta cagada de operación.

—Y si me matan, te quedarás colgado.

Bucky hace un gesto de indiferencia con la mano.

—No hablo de un BMW, solo algo que ruede durante el tiempo que necesites que ruede. Mil quinientos dólares, quizá dos mil. Puede que ni siquiera sea un coche. A lo mejor sería preferible una camioneta vieja, algo oxidado con malos amortiguadores pero un motor aceptable. —Alza la vista hacia el sol, mientras hace sus cálculos—. Y quizá uno de esos remolques pequeños abiertos como los que usan los jardineros para transportar sus cortacéspedes, barrederas y demás trastos.

Billy se lo imagina. Una camioneta con desconchones en las puertas, óxido en los faldones y masilla para carrocería alrededor de los faros. Unido a un sombrero de vaquero viejo y ajado en la cabeza, y sí, podría ser un buen camuflaje. Lo tomarían por un jornalero cualquiera.

—Aun así, buscarán a un hombre solo —añade Bucky—, y ahí interviene Alice. Entráis los dos en una cafetería de carretera donde un par de cazarrecompensas toman café y vigilan la Carretera Federal 50, y no verán más que a un tipo y a su hija o sobrina en una Dodge o una F-150 para el arrastre.

—No voy a poner a Alice en una situación que pueda acabar con derramamiento de sangre. —Lo peor de eso es que tal vez ella iría.

—¿La llevaste contigo cuando fuiste a ocuparte de esos capullos que la violaron?

Claro que no, la dejó en un motel cercano, pero, antes de que pueda contestar, se abre la puerta de atrás. Alice ha vuelto.

 

 

16

 

Cuando Alice sale al porche, tiene más color, sonríe, y su cabello, levantado por el viento, parece un almiar, y Billy ve, solo con relativa sorpresa, que al menos hoy está ciertamente preciosa, por así decirlo.

—¡Aquello de allá arriba es una maravilla! —exclama—. Casi se me lleva el viento, pero, Dios, Billy, ¡se ve hasta el infinito!

—En días despejados —concluye Billy, sonriente.

Alice no capta la referencia al musical, o la desborda de tal modo lo que ha visto que ni siquiera es capaz de esbozar una sonrisa forzada.

—Había nubes en el cielo por encima de mí, pero también por debajo. He visto un pájaro enorme… no podía ser un cóndor, pero…

—Sí podía serlo —corrige Bucky—. Ahora los tenemos aquí arriba, aunque yo personalmente no he visto ninguno.

—Y al otro lado, lejos, aunque parezca una locura, creo que he visto ese hotel del que hablabas. Entonces he parpadeado… el viento soplaba de tal forma que me lloraban los ojos… y cuando he vuelto a mirar, había desaparecido.

Bucky no sonríe.

—No eres la única persona que lo ha visto. Yo no soy supersticioso, pero no me acercaría al sitio donde estaba el hotel Overlook. Allí ocurren desgracias.

Alice lo pasa por alto.

—La vista era una maravilla y el paseo ha sido una maravilla. ¿Y sabes qué, Billy? A menos de un kilómetro por el camino hay una cabaña de troncos.

Bucky asiente.

—Algo así como una casa de veraneo, supongo. Hace tiempo.

—Pues parece limpia y seca, y hay una mesa y unas sillas. Con la puerta abierta, entra un poco de sol. Podrías trabajar en tu historia allí, Billy. —Titubea—. O sea, si quieres.

—A lo mejor sí. —Se vuelve hacia Bucky—. ¿Desde cuándo tienes esto?

Bucky se detiene a pensarlo.

—¿Unos doce años? No, diría que más bien catorce. Cómo pasa el tiempo, ¿eh? Procuro venir una semana o un fin de semana una o dos veces al año. Para dejarme ver por el pueblo. Conviene ser una cara conocida.

—¿Con qué nombre te presentas?

—Elmer Randolph. Mi auténtico nombre de pila y mi segundo nombre. —Bucky se pone en pie—. Veo que habéis traído huevos, y creo que es buena hora para unos huevos rancheros.

Entra. Billy se levanta para seguirlo, pero Alice lo agarra del brazo justo por encima de la muñeca. Recuerda el aspecto que tenía cuando cruzó Pearson Street bajo el aguacero con ella a cuestas, sus ojos dos canicas mortecinas asomando entre los párpados entrecerrados. Esta no es aquella chica. Esta es una chica mejor.

—Podría vivir aquí —repite.