18

 

 

 

 

1

 

Por deferencia a sus invitados, Bucky ha tomado por costumbre salir a fumar al porche, aunque flotan por toda la casa los fantasmas olfativos de los centenares de Pall Mall que ha fumado desde que abandonó Nueva York y se instaló aquí. A la mañana siguiente, Billy lo acompaña mientras Alice está en la ducha. Y además se la oye cantar, lo cual podría interpretarse como la mejor señal de recuperación hasta el momento.

—Dice que estás trabajando en un libro —comenta Bucky.

Billy se ríe.

—Dudo que llegue a tanto.

—Dice que quizá te apetezca trabajar en eso hoy en la casa de veraneo.

—Quizá.

—Dice que es una buena historia.

—No creo que tenga muchas referencias con las que compararla.

Bucky no le sigue el juego.

—He pensado que ella y yo podríamos ir de compras esta mañana, y así darte ocasión de ponerte con eso. Necesitas una peluca nueva y ella necesita algún que otro producto femenino. Aparte del tinte.

—¿Ya habéis hablado del asunto?

—A decir verdad, sí. Por lo general, me levanto a eso de las cinco, o más bien la vejiga me obliga a levantarme, y después de resolver esa cuestión, he salido a fumar, y ella ya estaba aquí. Hemos visto salir el sol juntos. Hemos charlado un rato.

—¿Cómo la has visto?

Bucky ladea la cabeza en dirección a la voz de Alice, que sigue cantando.

—Por lo que oyes, ¿tú qué crees?

—Bastante bien, la verdad.

—Eso mismo pienso yo. Puede que vayamos hasta Boulder, allí hay más donde elegir. A la vuelta, pararemos en el concesionario de Ricky Patterson. Para ver qué tiene. A lo mejor comemos en Handy Andy’s.

—¿Y si te están buscando también a ti?

—Es a ti a quien tienen en la mira, Billy. Imagino que me buscaron en Nueva York, puede que visitaran la casa de mi hermana en Queens, y luego me dieron por perdido.

—Ojalá tengas razón.

—Te diré lo que haremos. Nuestra primera parada será en Buffalo Exchange o Common Threads. Compraré un sombrero de vaquero y me lo calaré hasta las orejas. Yija. —Bucky apaga el Pall Mall que se está fumando en ese momento—. Tiene un gran concepto de ti, ¿lo sabías? Piensa que tienes los cojones de un toro.

—Espero que no lo haya expresado así.

En el cuarto de baño aún corre el agua. Ella sigue cantando, lo cual está bien, pero Billy sospecha que le cuesta limpiarse como querría.

—En realidad —dice Bucky—, te ha llamado su ángel de la guarda.

 

 

2

 

Al cabo de media hora, cuando el vapor se ha disipado en el cuarto de baño, Alice se acerca a la puerta mientras Billy se afeita.

—¿No te importa que me vaya?

—Ni mucho menos. Diviértete, ten los ojos bien abiertos, y no tengas reparos en decirle que apague la radio cuando empiecen a vibrarte los empastes. Siempre ha tenido cierta tendencia a poner el volumen a tope cuando suenan los Creedence o Led Zeppelin. Dudo que haya cambiado.

—Quiero comprar un par de faldas y camisetas, además del tinte para el pelo y una peluca para ti. Unas zapatillas baratas. También algo de ropa interior que no sea tan… —Su voz se apaga gradualmente.

—¿Cómo esa que el torpe de tu tío podría elegirte en caso de necesidad? No temas herir mis sentimientos. Lo soportaré.

—Lo que me trajiste estaba bien, pero no me vendría mal algo más. Y un sujetador que no tenga un nudo en uno de los tirantes.

Billy se había olvidado de eso. Como de la matrícula del Fusion.

Aunque Bucky está otra vez en el porche, fumando y bebiendo zumo de naranja (Billy no se explica cómo tolera esa combinación), Alice baja la voz.

—Pero no tengo mucho dinero.

—De eso ya se ocupará Bucky, y de Bucky ya me ocuparé yo.

—¿Seguro?

—Sí.

Alice le coge la mano con la que no sostiene la maquinilla y le da un apretón.

—Gracias. Por todo.

El hecho de que le dé las gracias es delirante y a la vez del todo razonable. Dicho de otro modo, una paradoja. Esto se lo calla y le dice que no hay de qué.

 

 

3

 

Bucky y Alice se marchan en el Cherokee a las ocho y cuarto. Alice se ha maquillado y no se ve el menor rastro de las magulladuras. Incluso sin maquillaje pasarían casi inadvertidas, piensa Billy. Ha pasado más de una semana desde su cita con Tripp Donovan, y los jóvenes se curan deprisa.

—Si hace falta, llamadme —dice Billy.

—Sí, papá —responde Bucky.

Alice dice a Billy que lo hará, pero él percibe que ya tiene la cabeza en la carretera, charlando con Bucky tal como charla la gente normal (como si algo en esta situación fuera normal) y pensando en lo que verá en tiendas que son nuevas para ella. Quizá en probarse cosas. La única señal que Billy ha advertido esta mañana de la chica que fue violada es el largo rato que se ha oído la ducha.

En cuanto se marchan, Billy recorre el camino por el que Alice paseó ayer. Se detiene en la pequeña cabaña que Bucky llama casa de veraneo y mira dentro. Tiene el suelo de tablones sin pintar y los únicos muebles son una mesa y tres sillas plegables, pero ¿qué más necesita? Solo el ordenador y quizá una Coca-Cola de la nevera.

¡Vaya con la vida del escritor!, piensa, y se pregunta quién le dijo eso. Irv Dean, ¿no? El guardia de seguridad de la Torre Gerard. Parece que ha pasado una eternidad desde entonces, como si hubiera ocurrido en otra vida. Y así es. En su vida de David Lockridge.

Sigue hasta donde termina el camino y mira por encima del barranco hacia el claro, preguntándose si verá el hotel fantasma de Alice, pero solo ve unos cuantos montantes chamuscados donde antes se alzaba. Tampoco hay ningún cóndor.

Regresa a la casa a por el Mac Pro y esa lata de Coca-Cola. Deja lo uno y lo otro en la mesa plegable de la cabaña. Con la puerta abierta de par en par, la iluminación es buena. Se sienta con cuidado en una de las sillas, pero parece bastante sólida. Abre el archivo del relato y desliza el texto hasta el punto en el que Taco entregaba el megáfono del pelotón a Fareed, su terpre. Se dispone a reanudarlo donde lo dejó con la interrupción de Merton Richter cuando se da cuenta de que hay un cuadro en la pared. Se levanta para mirarlo de cerca, porque está colgado en el rincón más alejado —un sitio extraño para una pintura— y la luz de la mañana no llega allí del todo. Al parecer, representa unos cuantos setos podados en formas de animales. Hay un perro a la izquierda, un par de conejos a la derecha, dos leones en medio y lo que podría ser un toro detrás de los leones. O quizá sea un rinoceronte. La ejecución es deficiente, el verde de los animales demasiado intenso, y por alguna razón el artista ha dado un toque de rojo a los ojos de los leones para conferirles un aspecto demoníaco. Billy descuelga el cuadro y lo vuelve de cara a la pared. Sabe que, si no, atraerá continuamente su mirada. No porque sea bueno, sino porque no lo es.

Abre la lata de Coca-Cola, toma un largo trago y se pone manos a la obra.

 

 

4

 

—Vamos, tíos —dijo Taco—. A por ellos. —Entregó a Fareed el megáfono en cuyo costado se leía BUENOS DÍAS VIETNAM y le dijo que dirigiera a la casa el aviso habitual, que en esencia venía a decir salid ahora y saldréis por vuestro propio pie, salid más tarde y saldréis en bolsas para cadáveres.

Fareed obedeció y no salió nadie. Normalmente ese era el momento en que entrábamos, después de entonar nuestro lema «Somos Caballo Oscuro, seguro seguro», pero esta vez Taco dijo a Fareed que repitiera el aviso. Fareed le lanzó una mirada de incomprensión, pero obedeció. Todavía nada. Tac le dijo que lo repitiera una vez más.

—¿Qué te pasa? —preguntó Nabo.

—No lo sé —dijo Taco—. Es solo un mal presentimiento. Para empezar, no me gusta ese puto balcón que rodea la cúpula. ¿Lo veis? —Lo veíamos, desde luego. Tenía un parapeto bajo de cemento—. Ahí detrás podría haber muyíes, todos agachados. —Vio cómo lo mirábamos—. No, no me rajo, pero mosquea.

Fareed ya estaba soltando su rollo otra vez cuando se acercó el capitán Hurst, el nuevo comandante de la compañía, de pie en un jeep descubierto, con las piernas separadas como si se creyera el puto George S. Patton. En la otra acera de la calle se alzaban tres edificios de apartamentos, dos terminados y uno a medio construir, todos con una gran D pintada, que significaba que habían sido despejados. Bueno, en teoría. Hurst aún estaba muy verde y quizá no sabía que a veces los hajis volvían subrepticiamente, y la cabeza del capitán, incluso a través de un visor de mala calidad, se vería tan grande como una calabaza de Halloween.

—¿A qué espera, sargento? —bramó—. ¡Estamos malgastando la luz del día! ¡Despeje esa puta finca!

—¡Señor, sí, señor! —dijo Taco—. Solo quería darles una oportunidad más para salir vivos.

—¡No se tome la molestia! —vociferó el capitán Hurst, y siguió adelante a toda velocidad.

—El tonto del culo ha hablado —dijo Lopez Pie Grande.

—De acuerdo —dijo Taco—. Manos unidas.

Formamos una piña, los Ocho Ases que antes éramos los Nueve Ases. Taco, Din-Din, Klew, Nabo, Pie Grande, Johnny Capps, Pildorero con su mochila médica llena de trucos. Y yo. En ese momento vi al grupo como si yo estuviera fuera. A veces me pasaba.

Recuerdo fuego esporádico. Una granada estalló en algún lugar a nuestra espalda en la Manzana Kilo, esa explosión grave tan característica, y por delante, en algún sitio, quizá en la Manzana Papa, se oyó la detonación de un lanzacohetes. Recuerdo que oí un heli a lo lejos. Recuerdo que algún idiota hizo sonar un silbato, fiuuu-fiuuu-fiuuu, sabe Dios por qué. Recuerdo el calor que hacía, el sudor que nos surcaba limpiamente el polvo de la cara. Y los niños en la calle, siempre los niños con sus camisetas de rock y rap, tan indiferentes al tiroteo y los estallidos como si no existieran, agachados, con costras en las rodillas, recogiendo casquillos para recargarlos y redistribuirlos entre los combatientes. Recuerdo que palpé la trabilla del cinturón en busca del zapato de bebé y no lo encontré.

Juntamos todos las manos por última vez. Creo que Taco lo presintió. También yo, desde luego. Quizá todos, no sé. Recuerdo sus caras. Recuerdo el olor a colonia English Leather de Johnny. Se ponía un poco cada día, racionándola, era su propio amuleto. Recuerdo que una vez me dijo que ningún hombre podía morir si olía a caballero, Dios no lo permitiría.

—Decidlo, chicos, que os oiga —instó Taco, y eso hicimos.

Era una estupidez, un acto pueril, como son estúpidas y pueriles tantas cosas en la guerra, pero nos subía la moral. Y si había muyíes esperándonos dentro de aquella gran casa abovedada, quizá les diera que pensar, un momento para mirarse unos a otros y preguntarse qué coño hacían allí y por qué iban a morir probablemente por la idea de Dios que tenía un anciano imán medio senil.

—¡Somos Caballo Oscuro, seguro seguro! ¡Somos Caballo Oscuro, seguro seguro!

Sacudimos una vez nuestras manos entrelazadas y nos erguimos. Yo llevaba un M4, más el M24 colgado al hombro. A mi lado, el Gran Klew sostenía la ametralladora ligera sobre un brazo, más de diez kilos con la carga completa, y la cartuchera en torno a aquel hombro descomunal como si fuera una corbata.

Nos agrupamos ante la verja del patio exterior. La cuadrícula de sombras que proyectaba el edificio de apartamentos inacabado de la otra acera convertía el mural de la tapia en un tablero de ajedrez: niños en algunas casillas, las mujeres que los vigilaban y el mutaween en otras. Pie Grande portaba su herramienta de apertura M870, una escopeta rompepuertas cuya finalidad era hacer añicos la cerradura de la verja. Taco se apartó para que Pie pudiera realizar su trabajo, pero cuando Pablo dio un empujón de prueba a la verja, esta se abrió con un chirrido de película de terror. Taco me miró y yo lo miré a él, pobres marines, ambos carne de cañón, con un solo pensamiento en la cabeza: ¿Qué chifladura es esta, joder?

Tac se encogió un poco de hombros como diciendo es lo que hay y luego nos precedió a la carrera a través del patio doblado por la cintura y con la cabeza gacha. Lo seguimos. En los adoquines había un balón de fútbol solitario. George Dinnerstein lo chutó con el interior del pie al pasar.

Cruzamos sin que saliera un solo disparo de las ventanas enrejadas de la casa y llegamos a la pared de cemento, cuatro de nosotros a cada lado de la puerta de dos hojas, que era de madera maciza y de unos dos metros y medio de altura. En cada hoja había labradas las cimitarras cruzadas sobre un ancla alada, el símbolo de los Batallones Baazistas. Otro mal augurio. Miré alrededor en busca de Fareed y lo vi atrás, junto a la verja. Él me vio mirarlo y se encogió de hombros. Capté la idea. Fareed tenía un trabajo y no era ese.

Taco señaló a Nabo y a Klew, y les indicó que se acercaran a la ventana del lado izquierdo para echar un vistazo al interior. Pie Grande y yo fuimos a la de la derecha. Me aventuré a lanzar una ojeada por la ventana con la esperanza de apartarme a tiempo si un muyí decidía volarme la cabeza, pero no había nadie y nadie me disparó. Vi una amplia sala circular con alfombras, un sofá bajo, una estantería que en ese momento contenía únicamente un solitario libro en rústica, con una mesita al lado. Un tapiz de caballos al galope cubría una pared. El techo era casi tan alto como el de la nave de una iglesia católica de pueblo, alcanzando unos quince metros en el punto superior de la bóveda, iluminada por láseres de sol de aspecto casi sólido por efecto de las motas de polvo en movimiento.

Me eché atrás para que Pie Grande ocupara mi puesto. Como a mí no me habían volado la cabeza, él alargó un poco más el vistazo.

—Desde aquí no veo la puerta —me dijo Pie—. El ángulo es malo.

—Lo sé.

Nos volvimos hacia Tac. Hice oscilar las manos a un lado y al otro en un gesto que quería decir quizá sí, quizá no. Desde la otra ventana, Nabo transmitió el mismo mensaje con un encogimiento de hombros. Oímos más disparos, algunos lejanos y otros más cercanos, pero ninguno en la Manzana Lima. La gran casa abovedada estaba en silencio. El balón que había chutado Din-Din había ido a parar al rincón del patio. Probablemente allí no había nadie, pero yo no paraba de palparme la trabilla del cinturón en busca del puto zapato.

Los ocho nos reagrupamos junto a la puerta.

—Orden de entrada —dijo Taco—. ¿Quién va a por ellos?

—Yo —dije.

Taco negó con la cabeza.

—Tú has entrado el primero la última vez, Billy. Deja de escarbar en busca de hojalata y dale alguna oportunidad a otro.

—Voy yo —dijo Johnny Capps.

—A por ellos, pues —contestó Taco, y esa es la razón por la que yo hoy camino y Johnny no. Así de sencillo. Dios no tiene un plan, le gusta ver quién saca la pajita más corta.

Taco señaló a Pie Grande, luego la puerta de dos hojas. La de la derecha tenía un cerrojo enorme de hierro que asomaba como una insolente lengua negra. Pie lo tanteó, pero el cerrojo permaneció firme. El patio estaba abierto, quizá porque en tiempos mejores los niños entraban a jugar, pero la casa estaba cerrada con llave. Taco dirigió un gesto a Pie Grande, y este se echó al hombro la escopeta, cargada con cartuchos especiales para reventar puertas. Los demás nos pusimos en fila detrás de Johnny. Klew era el segundo, porque llevaba la ametralladora. Taco se colocó detrás de Klew. Yo era el cuarto. Pil iba en la cola, como siempre. Johnny hiperventilaba, se mentalizaba. Yo lo veía mover los labios: «A por ellos, a por ellos, joder, a por ellos».

Pie esperó a Taco y, cuando Tac dio la señal, voló la cerradura. Un buen trozo de la hoja derecha desapareció con ella. La puerta se abrió hacia dentro con un estremecimiento.

Johnny no vaciló. Embistió la hoja izquierda con el hombro e irrumpió en la sala al grito de:

—Banzai, hijos de…

No pasó de ahí, porque el muyí que esperaba detrás de ese lado de la puerta abrió fuego con un AK que apuntaba no a la espalda de Johnny sino a las piernas. El pantalón le ondeó como movido por una brisa. Johnny profirió un grito. De sorpresa, probablemente, porque aún no sentía el dolor. Klew entró de espaldas en la sala al tiempo que vociferaba:

—¡Atrás, marines!

Nos apartamos, y cuando despejamos el espacio, abrió fuego con la ametralladora. La tenía en el modo fuego rápido en lugar de sostenido, y la hoja de la puerta se estampó contra el individuo oculto detrás, a la vez que las cimitarras cruzadas se esfumaban en medio de una lluvia de astillas. El muyí cayó al suelo. Solo la ropa mantenía unido su cuerpo, y sin embargo trataba de coger una de las granadas que llevaba sujetas con cinta adhesiva al cinturón. La desprendió, pero se le resbaló entre los dedos con la espoleta todavía puesta. Klew la apartó de un puntapié. Yo veía a Johnny por encima del hombro de Taco. Ya estaba sintiendo el dolor. Chillaba y se movía haciendo eses, con la sangre empa­pándole las botas.

—Sácalo —ordenó Taco a Klew. Luego exclamó—: ¡Médico!

Johnny dio un paso más y se desplomó.

—¡Me han dado, Dios! ¡Me han dado de pleno! —gritaba.

Klew empezó a avanzar, seguido de cerca por Taco, y fue entonces cuando abrieron fuego contra nosotros desde arriba. Deberíamos haberlo imaginado. Aquellos rayos de sol polvorientos en lo alto de la bóveda deberían habérnoslo indicado, porque desde fuera no habíamos avistado ninguna ventana. Eran aspilleras abiertas en el hormigón, cerca de la base, donde el parapeto de un metro de altura en torno al balcón exterior las ocultaba.

Klew fue alcanzado en el pecho y retrocedió tambaleante, aferrado a la ametralladora. El chaleco de protección detuvo esa bala, pero la siguiente le dio en la garganta. Taco alzó la vista en dirección a los rayos de sol y acto seguido tendió la mano hacia la ametralladora. Una bala lo alcanzó en el hombro. Otras dos rebotaron en la pared. La cuarta le impactó en la parte inferior del rostro. Su mandíbula giró como si estuviera prendida de una bisagra. Taco se volvió hacia nosotros rociando sangre en abanico, indicándonos que retrocediéramos, y en ese momento desapareció la parte superior de su cabeza.

Alguien me embistió y por un segundo pensé que me habían disparado por la espalda, pero al instante Pil pasó corriendo junto a mí. Ya no llevaba la mochila médica en los hombros, sino en una mano, sujeta por una correa.

—¡No, no, están arriba! —exclamó Pie Grande. Agarró la otra correa de la mochila y obligó a retroceder al médico de un tirón, que es la única razón por la que Clayton Briggs alias Pildorero sigue aún en el mundo de los vivos.

Las balas impactaron contra el suelo de la amplia sala, y saltaron esquirlas de las baldosas. También contra las alfombras, y se elevaron nubes de polvo y fibra. Un orificio de bala apareció en el tapiz, traspasando el pecho de uno de los caballos al galope. Una bala alcanzó la mesita y la hizo bailar. Para entonces el fuego de los muyahidines del balcón era incesante. Vi que los cuerpos de Taco y Klew se sacudían una y otra vez mientras continuaban tiroteándolos, tal vez para asegurarse, tal vez para desahogar su cólera, o probablemente por ambas cosas. Pero no disparaban contra Johnny, que yacía en medio de la sala en un charco de sangre cada vez mayor. Y se desgañitaba. Podrían haberlo liquidado fácilmente, pero no era eso lo que querían. Johnny era su señuelo.

Todo esto, desde el momento en que Pie voló la puerta hasta que los muyíes del balcón tirotearon los cuerpos de Tac y Klew, ocurrió en un minuto y medio. Quizá menos. Cuando las cosas se tuercen, no pierden el tiempo.

—Tenemos que ir a por Cappsie —dijo Nabo.

—Eso es lo que quieren —dijo Din-Din—. No son tontos, no lo seas tú.

—Morirá desangrado si lo dejamos ahí —dijo Pil.

—Yo lo traeré —dijo Pie, y cruzó la puerta a todo correr, prácticamente doblado.

Agarró a Johnny por el asa trasera del chaleco antibalas y empezó a tirar de él bajo una lluvia de balas. Llegó hasta el cuerpo del muyí muerto. Ahí recibió un balazo en la cara, y ese fue el final de Pablo Lopez de El Paso, Texas. Cayó de espaldas, y los insurgentes apostados arriba lo eligieron entonces a él para sus prácticas de tiro. Johnny siguió gritando.

—Yo puedo llegar a él —dijo Din-Din.

—Eso mismo ha pensado Pie —dijo Nabo—. Esos gilipollas disparan bien. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué hacemos, Billy? ¿Pedimos apoyo aéreo?

Todos sabíamos que un misil Hellfire podía eliminar a los hajis del balcón, pero acabaría también con Johnny Capps.

—Yo me encargo de ellos —dije.

No me quedé a discutirlo. Ya no era momento para eso. Dejé el M4 en los adoquines y recorrí de nuevo el patio a toda prisa.

—¿Van a retirarse, jefe? —preguntó Fareed.

No contesté, me limité a cruzar la calle corriendo en dirección al edificio de apartamentos inacabado. No había puerta. El interior estaba en penumbra y olía a cemento húmedo. El vestíbulo acumulaba un tesoro oculto: comida en lata, bolsas de tentempiés y chocolatinas Hershey. Había un palet de Coca-Cola y una pila de revistas con un número de Field & Stream encima. Algún tajir iraquí emprendedor había instalado allí su establecimiento comercial.

Corrí escaleras arriba. En el primer tramo había mucha basura esparcida. En el rellano alguien había pintado con espray YANKEE GO HOME, uno de esos clásicos que nunca pierden su encanto. Aún oía los tiros al otro lado de la calle y los gritos de Johnny Capps. No oí a Pete Cashman al caer, pero cayó. Según Din-Din, las últimas palabras de Nabo fueron: «Puedo llegar hasta él sin problema, ahora está muy cerca».

Las paredes terminaban en la tercera planta, y el sol me golpeó como un puño. Agachado, rodeé una carretilla llena de cemento endurecido, aparté una pila de tablas y seguí adelante. Jadeaba como un perro y sudaba a mares. La escalera acababa en la quinta planta, y eso ya me venía bien, porque quedaba a la altura de la cúpula de la otra acera y por encima del balcón.

Eran tres. Estaban arrodillados de espaldas a mí. Me enrollé bien la correa del M24 en torno al hombro derecho y apoyé el cañón en una oportuna varilla de encofrado que sobresalía de la pared inacabada. Los tres se reían y vitoreaban como si aquello fuera un partido de fútbol y ganara su equipo. Apunté a la cabeza del que estaba en medio. No era tan grande como una calabaza de Halloween, pero sí de tamaño más que suficiente. Apreté el gatillo y, abracadabra, adiós cabeza. Donde antes estaba el cráneo ya no quedaba más que una mezcla de sangre y sesos que resbalaban por el costado curvo de la cúpula. Los otros dos se miraron, perplejos: «¿Qué ha pasado?».

Eliminé al segundo, y el tercero se lanzó contra el parapeto de cemento pensando quizá que le serviría para cubrirse. No fue así. Era demasiado bajo. Lo alcancé en la espalda. Se quedó inmóvil. No llevaba chaleco antibalas. Probablemente creía que Alá lo protegería, pero ese día Alá tenía cosas que hacer en otro sitio.

Volví a bajar por las escaleras y crucé la calle corriendo. Din-Din y Pil estaban en la Casa de la Risa, Pil de rodillas junto a Joh­nny. Ya le había cortado las perneras del pantalón. Fragmentos de hueso asomaban a través de la piel de Johnny, con restos de tela adheridos. Din-Din vociferaba por el walkie-talkie de Pil, comunicando a alguien que teníamos bajas, muchas bajas, Manzana Lima, una casa grande con una cúpula, evacuación, evacuación, necesitamos un helicóptero, etcétera.

—¡Duele! —gritó Johnny—. ¡Dios mío, CÓMO DUELE, JODER!

—Tómate esto —dijo Pil. Tenía los comprimidos de morfina.

—¡Por Dios, ojalá estuviera muerto, ojalá me hubieran matado, DIOS MÍO, ACABA CON ESTO!

Pil abrió la boca a Johnny con dos dedos y le echó los comprimidos.

—Mastícalos y verás a Dios.

—¿Qué ha pasado aquí, marines?

Miré alrededor y vi a Hurst. Todavía de pie con las piernas separadas, esmerándose en representar su número del general Patton, aunque estaba blanco como el papel.

—¿A usted qué le parece? —dijo Din-Din—. Cosas de Faluya. señor.

Pil dijo:

—Si no recibe una transfusión cuanto antes, va a

 

 

5

 

Lo que arranca a Billy de Irak podría haber formado parte de Irak, de la interminable banda sonora de Lalafaluya: los gruñidos de la guitarra de Angus Young en «Dirty Deeds Done Dirt Cheap». Bucky y Alice deben de haber regresado de hacer compras. Billy consulta su reloj y ve que son las tres y cuarto de la tarde. Lleva aquí desde hace horas, pero no tiene la sensación de que haya pasado el tiempo.

Termina esa última frase que ha dejado a medias, guarda el trabajo, mete el portátil en el maletín y se dispone a salir cuando, sin pensar, posa la mirada en el cuadro que ha descolgado y vuelto contra la pared para que no lo distrajeran esos intensos colores primitivos. Lo cuelga otra vez del gancho, quizá (probablemente) porque todavía está en actitud marine y recuerda la máxima del sargento Uppington alias A Tomar Por: «Al abandonar la zona, no dejéis ni rastro».

Examina la pintura con expresión ceñuda. El seto en forma de perro está a la derecha, los setos en forma de conejo están a la izquierda. ¿Antes no estaban al revés? ¿Y no parecen los leones más cerca?

Me confundo, así de sencillo, piensa, pero antes de salir de la casa de veraneo descuelga otra vez el cuadro. Sin olvidarse de volverlo de cara a la pared.

 

 

6

 

La música cobra volumen a medida que se acerca a la casa. Sin vecinos, Bucky puede ponerla a tope si le apetece. Debe de ser una recopilación, porque cuando Billy se aproxima, AC/DC da paso a Metallica.

Han traído un vehículo nuevo —nuevo para ellos, al menos—, y Billy se detiene a echarle una ojeada antes de subir por los escalones. Como ya no queda espacio bajo el porche, lo han estacionado al final del camino de acceso. Es una Dodge Ram, el modelo de cuatro plazas de principios del siglo XXI, en otro tiempo azul, ahora básicamente gris. No tiene masilla para carrocería alrededor de los faros, pero el asiento ha sido remendado con una tira de cinta adhesiva negra y los faldones están muy oxidados. También lo está el fondo de la caja trasera, que contiene un cortacésped quizá más antiguo que la propia camioneta. Detrás lleva un remolque, de dos ruedas, bastante maltrecho, sin nada dentro.

Para cuando Billy empieza a subir los peldaños del porche, sustituye a Metallica la voz ronca de Tom Waits cantando «Sixteen Shells from a Thirty-Ought Six». Billy se detiene en el umbral de la puerta. Bucky y Alice bailan en medio del amplio salón. Ella viste una blusa sin mangas nueva, tiene el color subido y le brillan los ojos. Con el cabello recogido en una coleta —más bien una cola de caballo en realidad, ya que le cae hasta media espalda—, parece una adolescente. Ríe, se lo pasa en grande. Quizá porque Bucky baila de puta pena, quizá porque se divierte sin más.

Bucky dirige a Billy un doble signo de la victoria y sigue con su bailoteo. Ejecuta un giro y Alice rota en la otra dirección. Ella ve a Billy apoyado en el marco y, riéndose un poco más, se contonea, con lo que la melena recogida se le balancea. Termina Tom Waits. Bucky se acerca al estéreo e interrumpe a Bob Seger antes de que entre realmente en aquella canción sobre Betty Lou. Luego se deja caer en el sofá y se da unas palmadas en el pecho.

—Demasiado molido para mover el esqueleto.

Alice, a años de estar demasiado molida para mover el esqueleto, se vuelve hacia Billy, casi reventando de entusiasmo.

—¿Has visto la camioneta?

—Sí.

—Es perfecta, ¿no?

Billy asiente con la cabeza.

—Nadie la recordaría a los cinco minutos de cruzarse con ella. —Mira a Bucky por encima del hombro de Alice—. ¿Qué tal funciona?

—Según Ricky, está bien para ser una anciana que ya ha dado toda una vuelta al cuentakilómetros. Consume un poco de aceite, solo eso. Bueno, quizá más que un poco. Alice y yo la hemos probado y parece que va bien. La suspensión es un poco dura, pero lo que cabe esperar de una camioneta que ha rodado tanto como esta. Ricky nos la ha dejado por tres mil trescientos.

—Al volver, he conducido yo —dice Alice. Sigue exaltada por las compras o por el baile o por las dos cosas. Billy se alegra mucho por ella—. Es manual, pero yo aprendí con cambio manual. Me enseñó mi tío. La tercera, al frente y acelera; marcha atrás, a un lado la encontrarás.

Billy no puede evitar reírse. Él aprendió a conducir en la Casa de la Pintura Interminable, para poder ayudar más en las tareas cuando Gad —Glen Dutton en su relato— se alistó. El señor Stepenek —el señor Speck en su relato— le enseñó también con rimas.

—Te he traído una cosa —dice ella—. Ya verás.

Corre a la otra habitación a buscarlo, y Billy mira a Bucky. Bucky asiente con la cabeza y levanta los pulgares en un rápido gesto: «Va todo bien».

Alice regresa con una caja que lleva el rótulo DISEÑO DE ATREZO estampado en la tapa, en letra caligráfica. Se la entrega.

Billy la abre y saca una peluca nueva, probablemente el doble de cara que la que compró en Amazon. Esta no es rubia; es negra, salpicada de abundantes canas, y más larga que la de Dalton Smith. También más espesa. Lo primero que piensa es que, si lo para la policía y la lleva puesta, no coincidirá con la foto del carnet de conducir. Luego lo asalta otra idea, mucho más importante, que aparta de su mente cualquier otro pensamiento.

—No te gusta —dice Alice. Su sonrisa se desvanece.

—Claro que sí. Mucho.

Se arriesga a darle un abrazo. Ella se lo devuelve. Así que por ese lado todo bien.

 

 

7

 

El día que Billy y Alice llegaron parecía verano, pero durante su segunda noche en casa de Bucky refresca y el viento que ulula en torno a la casa es decididamente frío. Billy sube unos trozos de madera de arce de debajo del porche y Bucky enciende la pequeña estufa Jøtul de la cocina. Luego se sientan a la mesa a examinar las imágenes que ha imprimido Bucky, algunas de Google Earth y otras de Zillow. Muestran los jardines y las habitaciones, con todas las comodidades, de una casa situada en el número 1900 de Cherokee Drive, en la localidad de Paiute, que es en realidad un barrio de las afueras de Las Vegas, situado al norte de la ciudad. Es la residencia de un tal Nikolai Majarian.

Detrás de la casa se alzan los montes Paiute. Es blanca como la nieve y tiene cuatro plantas, cada una un poco más entrada que la de debajo, de modo que parece una escalera gigante. La vista del centro de Las Vegas debe de ser todo un espectáculo por la noche, piensa Billy, sobre todo desde la azotea.

En Google Earth ven una tapia alta en torno a la finca, la verja principal y el camino de acceso —una carretera, en realidad, de casi dos kilómetros— que lleva al complejo. Hay un establo a unos doscientos metros de la casa. Un prado y una pista de ejercicio para los caballos cerca. Otros tres edificios anexos, uno grande y dos más pequeños. Billy piensa que el servicio doméstico y demás trabajadores deben alojarse en el de mayor tamaño, lo que en otros tiempos se habría llamado «barracón» y quizá todavía se llame así. Los otros dos se destinan probablemente a mantenimiento y almacenaje. No ve nada que pudiera ser un garaje y pregunta a Bucky al respecto.

—Construido bajo la primera pendiente, diría yo —aventura Bucky, tocando con el dedo la elevación boscosa que se alza detrás de la casa—. Solo que es posible que sea más bien como un hangar. Con espacio para una docena de coches. O más. Nick tiene debilidad por los clásicos, o eso he oído. Imagino que todo el mundo tiene caprichos que solo pueden comprarse con dinero.

Hay muchas cosas que el dinero no puede comprar, piensa Billy.

Alice está examinando las imágenes de Zillow.

—Dios, debe de tener veinte habitaciones. ¡Y mirad qué piscina hay atrás!

—Bonita —coincide Bucky—. No le falta detalle. Y puede que Nick haya incorporado más cosas, porque estas fotos deben de ser de antes de que él la comprara. Le costó quince millones. Lo vi en Zillow.

Y a mí me la pegó por un miserable millón y medio, piensa Billy.

Las fotos exteriores de Zillow muestran lo que Google Earth no puede enseñar. Las vistas del césped, de un verde brillante, salpicado de arriates. El prado es igual de verde. Hay palmerales, algunos con muebles de jardín bajo la grata sombra. ¿Cuántos miles de litros de agua se necesitarán para mantener semejante Edén en el desierto? ¿Cuántos jardineros? ¿Cuántos criados? ¿Y cuántos rufianes pululan por ahí no vaya a ser que un asesino a sueldo llamado Billy Summers se presente a buscar el resto de su dinero manchado de sangre?

—Lo llama Promontory Point —explica Bucky—. He hecho indagaciones. Es asombroso lo que puedes averiguar hoy en día con un ordenador si sabes adentrarte en las regiones más oscuras. Nick lleva ahí desde 2007 y, como tiene las montañas a la espalda, nunca lo ha molestado nadie. Quizá se haya vuelto un poco descuidado, aunque yo no contaría con eso.

No, piensa Billy, no conviene contar con eso. Uno no puede tomarse a la ligera a una persona capaz de deshacerse de quien ha sido un valioso asociado desde hace muchos años como Giorgio Piglielli. Lo único que cabe suponer es que Nick lo anda buscando. Lo espera. Lo que quizá Nick no entienda es lo furioso que está Billy. Tenían un trato. Billy hizo su parte. Nick, en lugar de hacer la suya, se la pegó. Luego se proponía matarlo. Cara a cara, tal vez Nick lo negaría, pero Billy lo sabe. Los dos lo saben.

Con unos golpecitos, Bucky señala un punto en la foto aérea del jardín de Google Earth.

—Este pequeño cuadrado es la casa del guarda, y habrá alguien. Alguien que vigile. Cuenta con eso.

A Billy no le cabe la menor duda. Vuelve a preguntarse a cuántos hombres tendrá Nick protegiendo su pequeño reino. En una película de Sylvester Stallone o Jason Statham, serían docenas, armados con todo, desde ametralladoras ligeras de recarga accionada por gas hasta lanzacohetes con apoyo en hombro, pero esto es la vida real. Tal vez cinco, tal vez solo cuatro, provistos de pistolas automáticas o escopetas o las dos cosas. Pero él es solo uno, y no es Sylvester Stallone.

Alice arrastra una de las fotos de Google Earth al centro de la mesa.

—¿Qué es esto? No lo veo en ninguna de las imágenes de Zillow.

Bucky y Billy miran. Es el sitio donde la tapia del lado oeste termina en una elevación rocosa. Al cabo de un momento, Bucky dice:

—Creo que será una entrada de servicio. Uno no se molestaría en enseñar ese detalle en una web inmobiliaria, como tampoco enseñaría el cobertizo donde se almacena la basura antes de recogerla. Las webs inmobiliarias se centran en el glamour. ¿Tú qué opinas, Billy?

—No lo sé. —Pero empieza a saberlo. Cuanto más piensa en esa camioneta vieja y destartalada, más le gusta. Y la peluca nueva. Eso también.

 

 

8

 

Después de la cena, Alice se apropia del cuarto de baño para teñirse el pelo. Cuando Bucky le ofrece una cerveza («Solo para conservar las fuerzas»), ella acepta. Los dos la oyen echar el pasador de la puerta al entrar. A Billy no le sorprende. Supone que a Bucky tampoco.

Bucky va a buscar otras dos botellas de cerveza a la nevera. Después de ponerse una chaqueta ligera y lanzar a Billy una sudadera, salen al porche y se acomodan en las mecedoras uno al lado del otro. Bucky choca el cuello de su botella contra el cuello de la de Billy.

—Por el éxito.

—Un buen brindis —dice Billy, y echa un trago—. Gracias otra vez por acogernos. Sé que no esperabas invitados.

—¿En serio quieres un silenciador para el Ruger?

—Sí, creo que sí. ¿Puedes conseguirme también una Glock 17 y munición para las dos armas?

Bucky asiente con la cabeza.

—No debería ser un problema, no por aquí. ¿Qué más necesitas?

—Un bigote a juego con la peluca que me ha comprado Alice. No tengo tiempo para dejármelo.

Hay otras cosas, pero a Alice ya se le ocurrirá cómo encontrarlas.

—¿Qué estás pensando hacer? Quizá sea el momento de contármelo, para que pueda intentar disuadirte.

Billy se lo cuenta. Bucky escucha con atención y al cabo de un rato empieza a asentir.

—Ir a su casa es arriesgado, por eso de desafiar al león en su guarida y tal, pero podría salir bien. Los cazarrecompensas que andan detrás de ti posiblemente estarán en el centro, sobre todo en las inmediaciones del casino de Nick. Double Deuce o como se llame.

—Double Domino.

Bucky se inclina hacia delante y lo mira.

—Oye, si te preocupa el dinero que me prometiste…

—No me preocupa.

—… déjalo correr. Ando bien de pasta, y me alegra haber salido de la ciudad. Para empezar, ni siquiera entiendo por qué me quedé allí tanto tiempo. El día menos pensado alguien hará estallar una bomba sucia en la Quinta Avenida, o llegará una enfermedad contagiosa que lo convertirá todo, desde Manhattan hasta Staten Island, en una placa de Petri gigante.

Billy piensa que Bucky ha estado escuchando demasiadas tertulias de radio, pero se lo calla.

—No se trata de tu dinero o del mío, aunque lo cogeré si lo tiene. Me engañó. Me jodió. Es mala persona. —Billy se percata de que está cayendo en las pautas discursivas de su lado tonto y le da igual—. Mató a Giorgio, u ordenó que lo mataran. Eso mismo pretendía conmigo.

—De acuerdo —dice Bucky en voz baja—. Lo entiendo. Una cuestión de honor.

—No de honor, de honestidad.

—Admito mi error. Ahora bébete la cerveza.

Billy echa un trago y ladea la cabeza en dirección a la casa, donde se oye correr el agua de la ducha. Otra vez.

—¿Cómo ha estado durante las compras? ¿Bien?

—En general, sí. Hasta que hemos entrado en Common Threads a comprarte un sombrero de vaquero… se ha olvidado de enseñártelo, es una puta maravilla… allí ha tenido un ligero problema respiratorio y ha cantado algo en susurros. No he distinguido la canción, pero después de eso se ha puesto bien.

Billy sabe qué canción era.

—En el concesionario ha arrasado. Ha visto esa camioneta y ha regateado con Ricky hasta conseguir que bajara a tres mil trescientos desde los cuatro mil cuatrocientos iniciales. Cuando él ha intentado mantenerse firme en tres mil quinientos, me ha agarrado y ha dicho: «Vámonos, Elmer, este hombre es amable, pero no es serio». ¿Te lo puedes creer?

—Pues sí —contesta Billy. Se ríe, pero Bucky no se ríe con él. Ha adoptado una expresión grave.

Billy le pregunta si hay algún problema.

—Todavía no, pero podría haberlo. —Deja la botella de cerveza y se vuelve para mirar a Billy a la cara—. Tú y yo somos forajidos, ¿no? Hoy en día esa palabra ya no se usa mucho, pero es lo que somos. Alice no lo es, pero, si sigue contigo, lo será. Porque está enamorada de ti.

Billy deja su propia botella.

—Bucky, yo no tengo… no quiero…

—Ya sé que no quieres meterte en el catre con ella, y no creo que ella quiera meterse en el catre contigo, no después de lo que ha vivido. Pero le salvaste la vida y la ayudaste a recomponerse…

—Yo no la he ayudado a re…

—Vale, puede que no, pero le has dejado tiempo y espacio para empezar a conseguirlo por sí misma. Eso no cambia el hecho de que esté enamorada de ti y te seguirá mientras tú se lo permitas, y si se lo permites, la echarás a perder.

Después de exponer lo que, como ahora cree Billy, ha salido a decir, Bucky se interrumpe para tomar aliento, vuelve a coger la cerveza, se bebe la mitad y suelta un sonoro eructo.

—Rebátelo si quieres. Proporcionarte un sitio donde estar unos días no me da derecho a no escuchar argumentos en contra, así que adelante, rebáteme.

Billy no lo hace.

—Llévala a Nevada contigo. Busca un sitio barato donde alojaros en las afueras de la ciudad y déjala allí mientras resuelves el asunto. Si sales sano y salvo y con tu dinero, dale un fajo y mándala de vuelta al este. Dile que se pase a verme y recuérdale que esos documentos falsos son solo camuflaje a corto plazo. Puede volver a ser Alice Maxwell.

Levanta un dedo, que empieza a presentar las primeras torsiones y nudos de la artritis.

Pero solo si la mantienes al margen de esto. Capisce?

—Sí.

—Si no sales sano y salvo, es probable que no salgas en absoluto. Para ella será difícil oírlo, pero tiene que saberlo. ¿Conforme?

—Conforme.

—Dile que, si pasan unos días y no ha tenido noticias tuyas, decide tú cuántos días, debe volver aquí. Le daré algo de dinero. Mil, mil quinientos.

—No tienes por qué…

—Quiero. Me cae bien. No es una quejica, y después de lo que le ha pasado, tendría derecho a quejarse. Además, sería dinero que ganaste tú para mí. Ahora eres mi único cliente. Lo eres desde hace cuatro años. Para el menda se acabó eso de financiar a atracadores. Sería muy fácil que uno me delatara si algo saliera mal, y ya soy viejo para ir a la cárcel.

—De acuerdo. Gracias. Gracias.

Se cierra el agua de la ducha. Bucky se inclina hacia Billy otra vez por encima del brazo de su mecedora.

—Como sabes, un gatito coge cariño a un perro que decide lamerlo en lugar de perseguirlo o comérselo. Demonios, hasta un patito lo haría. Es la impronta. Ella tiene tu impronta, Billy, y no quiero que salga mal parada.

La puerta del baño se abre y Alice sale al porche. Lleva un albornoz azul viejo que debe de ser de Bucky; es tan largo que le roza el empeine de los pies descalzos. Lleva el pelo en lo alto, sujeto por lo que parece una docena de pasadores y cubierto con plástico transparente. Se va a quedar lejos del rubio platino, quizá por lo oscuro que es su color natural, pero es un gran cambio de todos modos.

—¿Qué os parece? Ya sé que ahora mismo cuesta verlo, pero…

—Te queda bien —afirma Bucky—. Siempre he sentido debilidad por el rubio sucio. Mi primera ex tenía el pelo de un rubio sucio. La vi rondar junto a la gramola y supe que tenía que ser mía. Tonto de mí.

Alice le dirige una sonrisa distraída, pero es a Billy a quien mira, su opinión es la que cuenta. Billy sabe perfectamente a qué se refería Bucky. Recuerda un vídeo que vio en YouTube, uno en el que salía un pájaro bañándose en el plato de agua de un perro mientras el perro —un gran danés— lo observaba allí sentado. Y piensa en el viejo dicho de que si le salvas la vida a alguien, eres responsable de él.

—Estás espectacular —dice, y Alice sonríe.