1
Billy y Alice se quedan con Bucky cinco días. La mañana del sexto día —ese en el que cuentan que Dios creó a los animales de la tierra y las aves del cielo— cargan el equipaje en la Dodge Ram y se preparan para marcharse. Billy lleva la peluca amarilla y las gafas sin graduar. Como es el modelo de cuatro plazas, pueden colocar el escaso equipaje detrás del asiento corrido. El viejo cortacésped sigue en la caja de la camioneta. Esta vez lo acompañan una podadora, un soplador y una sierra de cadena vieja Stihl. El remolque, vacío la primera vez que Billy lo vio, contiene ahora cuatro bidones de cartón comprados en Lowe’s. Los dos hombres los patearon durante un rato para conferirles el adecuado aspecto abollado y los llenaron de herramientas adquiridas por una miseria en una subasta de bienes embargados en Nederland. Los bidones van sujetos a los laterales del remolque mediante correas elásticas.
—Tienes que parecer una versión del siglo XXI de los vagabundos del oeste —dijo Bucky mientras jugaban a patear los bidones—. Sabe Dios que hay muchos en los Nueve del Oeste. Rondan de acá para allá, buscan algún trabajo y luego siguen adelante.
Alice le preguntó qué eran los Nueve del Oeste, y Bucky los enumeró: Colorado, Wyoming, Montana, Utah, Arizona, Nuevo México, Idaho, Oregón y —por supuesto— Nevada. Billy piensa que la camioneta está bien. En todo caso, podría ser una precaución innecesaria en su viaje por carretera; Bucky tiene razón, los cazarrecompensas se concentrarán en el Área Metropolitana de Las Vegas. Sin embargo, más tarde, llegados a Promontory Point, el aspecto de la camioneta puede ser vital.
—Ha estado bien la visita —dice Bucky. Lleva un peto y una camiseta de Old 97’s—. Me alegro de que hayáis venido.
Alice le da un abrazo. A la luz del sol, le queda bien el nuevo cabello rubio.
—¿Billy? —Bucky tiende la mano—. Ahora cuídate.
Billy está a punto de abrazarlo, así es como se hacen las cosas hoy en día, pero se abstiene. Nunca ha sido muy de abrazos fraternales, ni siquiera en el desierto.
—Gracias, Bucky. —Coge la mano de Bucky entre las suyas y le da un ligero apretón, consciente de su artritis—. Por todo.
—De nada.
Montan en la camioneta. Billy enciende el motor. Al principio emite un sonido ronco, pero luego se suaviza. Bucky ha accedido a buscar a alguien que lleve el Fusion a su lugar de origen, para proteger así el nombre de Dalton Smith. Otra cosa que poner a mi cuenta, piensa Billy.
Orienta el morro de la vieja camioneta hacia el camino. Justo cuando pone la primera, Bucky hace un gesto como diciendo «eh, eh» y se acerca al lado del acompañante.
—Quiero volver a verte por aquí —dice a Alice—. Mientras tanto, mantente al margen de los asuntos de Billy y no te metas en líos, ¿entendido?
—Sí —responde ella, pero Billy piensa que quizá solo está diciendo a Bucky lo que Bucky quiere oír. Lo cual ya está bien, piensa Billy. A mí me escuchará. Espero.
Toca brevemente el claxon para despedirse y se pone en marcha. Al cabo de media hora, doblan al oeste por la I-70, en dirección a Las Vegas.
2
Paran a hacer noche en Beaver, Utah. Es otro motel de dudosa reputación, pero no está mal. En el Crazy Cow, toman unas cestas de pollo frito y en el camino de regreso compran un par de latas de Bud en Ray’s 66. Después se sientan delante de sus habitaciones, contiguas, acercan las hamacas plegables de rigor y beben la cerveza fría.
—He leído el resto de tu historia durante el viaje —dice Alice—. Es muy buena. Estoy impaciente por seguir leyendo.
Billy frunce el ceño.
—No tenía previsto continuar después de Faluya.
—Lalafaluya —dice ella, y sonríe. Luego añade—: Pero ¿no vas a escribir sobre cómo pasaste al negocio de matar a gente por dinero?
Billy hace una mueca al oírla expresarlo de forma tan descarnada. Y con tal franqueza. Ella lo advierte.
—A mala gente, quiero decir. Y sobre cómo conociste a Bucky, eso me gustaría saberlo.
Sí, piensa Billy, podría escribir sobre eso, y quizá debería. Porque, cierto es, si aquel muyí que se escondía detrás de la puerta hubiera matado a tiros a Johnny Capps, en lugar de acribillarle las piernas sin más, Billy Summers no estaría ahora aquí. Tampoco Alice. De pronto piensa, como en una especie de revelación —aunque tal vez no debería ser así—, que si Johnny Capps no hubiera sobrevivido, tal vez Alice Maxwell hubiera muerto a causa de la conmoción y el frío en Pearson Street.
—Quizá lo escriba. Si tengo oportunidad. Háblame de ti, Alice.
Ella se ríe, pero no es la risa libre y desenfadada que tanto ha acabado gustándole a él. Esta es una risa a la defensiva.
—Hay poco que contar. Nunca me he hecho notar. Estar contigo es lo único interesante que me ha pasado. Aparte de la violación en grupo, supongo. —Deja escapar un resoplido triste.
Pero Billy no va a conformarse con eso.
—Pasaste la infancia en Kingston. Tu madre os crio a ti y a tu hermana. ¿Qué más? Debe de haber algo más.
Alice señala el cielo, cada vez más oscuro.
—En la vida había visto tantas estrellas. Ni siquiera en casa de Bucky.
—No cambies de tema.
Alice se encoge de hombros.
—Vale, prepárate para aburrirte. Mi padre tenía una tienda de muebles y mi madre era su contable. Él murió de un infarto cuando yo tenía ocho años, y Gerry, mi hermana, tenía diecinueve e iba a la academia de estética. —Alice se toca el cabello—. Ella diría que esto está fatal.
—Puede que lo dijera, pero te queda bien. Sigue.
—En el instituto no era mala estudiante. Salí con algún que otro chico, pero no tuve novio. Había alumnos que caían bien a todo el mundo, pero yo no era de esos. Había alumnos que caían mal… ya sabes, los que siempre son blanco de burlas y bromas pesadas… pero yo tampoco era de esos. Básicamente hacía lo que me decían mi madre y mi hermana.
—Menos ir a la academia de estética.
—Estuve a punto de ceder también en eso, porque estaba claro que no iba a ir a una universidad para listos. No hice muchas de las materias que se necesitan para eso. —Se detiene a pensar. Billy la deja—. Y una noche estaba en la cama, casi dormida, y me desperté del todo. De golpe. Casi me caigo de la cama. ¿Te ha pasado alguna vez?
Billy piensa en Irak y dice:
—Muchas veces.
—Pensé: Si hago eso, si hago lo que ellas quieren, siempre será así. Haré lo que ellas quieran durante el resto de mi vida, y un día, ya vieja, me despertaré aquí en la pequeña ciudad de Kingston. —Se vuelve hacia él—. ¿Y sabes qué dirían mi madre y Gerry si supieran lo que me pasó en el apartamento de Tripp y lo que estoy haciendo ahora aquí contigo? Dirían: Ya ves cómo has acabado.
Billy tiende una mano hacia ella. Alice se vuelve para mirarlo antes de que la toque, y Billy ve entonces a la mujer que puede llegar a ser, si el tiempo y el destino son benévolos.
—¿Y sabes qué diría yo? Diría: Me da igual, porque este es mi tiempo, merezco ser dueña de mi tiempo, y esto es lo que yo quiero.
—Vale —dice él—. Vale, Alice. Eso me parece muy bien.
—Sí. Está muy bien. Tenlo por seguro. Siempre y cuando no te maten.
Como eso es algo que Billy no puede prometer, opta por callar. Contemplan las estrellas durante un rato más y se beben sus cervezas y ella no pronuncia palabra hasta que le dice que se va a la cama.
3
Billy no se va a la cama. Ha recibido un par de mensajes de texto de Bucky. En el primero lo informa de que la empresa de paisajismo que trabaja en Promontory Point se llama Greens & Gardens. El capataz de la cuadrilla podría ser Kelton Freeman o Hector Martinez, pero también podría ser cualquier otra persona. Es un sector con mucha rotación.
En el siguiente mensaje dice que, entre semana, Nick se aloja a menudo en el Double, pero siempre intenta regresar a su finca de Paiute para pasar el fin de semana. En especial el domingo. Nunca se pierde un partido de los Giants durante la temporada de fútbol, añade Bucky. Todos los que lo conocen lo saben.
Puedes sacar al chico de Nueva York, piensa Billy, pero no puedes sacar Nueva York del chico. Contesta: ¿Ha habido suerte con el garaje?
Bucky responde enseguida: No.
Billy se ha llevado las fotos, tanto las de Google como las de Zillow. Las examina durante un rato. Después abre el portátil y consulta unas cuantas frases en español. No tendrá que decirlas cuando llegue el momento, si es que llega, pero las dice ahora, una y otra vez, memorizándolas. Casi seguro que no las necesitará todas. Puede que no necesite ninguna. Pero siempre es mejor estar preparado.
Me llamo Pablo Lopez.
Esta es mi hija.
Estos son para el jardín.
Soy sordo y mudo.
4
Vuelven al Crazy Cow para desayunar, luego cogen la carretera. Billy prefiere no forzar la vieja camioneta, y no tiene por qué hacerlo. Faltan poco más de trescientos kilómetros para Las Vegas, y no hará ningún movimiento contra Nick hasta el domingo, cuando los profesionales juegan al fútbol y el complejo al final de Cherokee Drive posiblemente esté más tranquilo. Sin jardineros ni paisajistas ni, con suerte, rufianes. Ha consultado el horario, y los Giants se enfrentan a los Cardinals a las 16 horas en la costa este, que serán las 13 en Nevada.
Por pasar el rato, cuenta a Alice cómo entró en el oficio del que ahora se considera retirado. Johnny Capps fue el primer eslabón de la cadena que termina —hasta el momento, hay aún un eslabón más que forjar— en la Interestatal 70, dirección oeste.
—Es al que dispararon en las piernas en aquella casa. Al que dejaron vivo para intentar atraeros a los demás.
—Sí. Clay Briggs, el Pildorero, lo estabilizó y lo sacaron de allí por aire. Johnny pasó mucho tiempo en un hospital de veteranos de mierda y se enganchó a las drogas mientras trataban de rehabilitar lo que era imposible rehabilitar. Al final, el Tío Sam lo mandó de vuelta a Queens en su silla de ruedas, enganchado hasta las trancas.
—Qué triste.
Bueno, le dice Billy, al menos la parte de la adicción de la historia de Johnny tuvo un final feliz. Se puso en contacto con él su primo Joey, un tipo que había conservado el apellido italiano, Cappizano, aunque, claro, lo llamaban Joey Capps. Con el permiso de una de las organizaciones neoyorquinas más grandes —y, por supuesto, del cártel de Sinaloa, que controlaba el negocio de las drogas—, Joey Capps dirigía su propia organización, una tan pequeña y modesta que en realidad era más bien una pandilla. Joey ofreció a su primo, el guerrero herido, un trabajo como contable, pero solo si se desenganchaba.
—¿Y lo consiguió?
—Sí. Me contó toda la historia él mismo cuando retomamos el contacto. Entró en rehabilitación, a cuenta de su primo, y después fue a las reuniones de Narcóticos Anónimos tres o cuatro veces por semana hasta que murió, hace unos años. Se lo llevó un cáncer de pulmón.
Alice frunce el entrecejo.
—¿Iba a las reuniones de Narcóticos Anónimos para dejar las drogas pero trabajaba moviendo droga?
—Moviéndola no, contando y blanqueando el dinero del negocio. Pero sí, se reduce a lo mismo, y una vez se lo señalé. ¿Sabes qué dijo? Que por todo el mundo hay alcohólicos recuperados atendiendo detrás de una barra. Apadrinaba a otros adictos, dijo, y algunos se desenganchaban y reanudaban sus vidas. Así lo expresó él: reanudaban sus vidas.
—Dios mío, ahí sí que la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha.
Billy le cuenta que estuvo a punto de incorporarse para otro período de servicio, pero llegó a la conclusión de que sería una locura —una locura suicida— y colgó el uniforme. Durante un tiempo fue de acá para allá, intentando decidir cuál era el siguiente paso para un hombre cuyo trabajo, durante muchos años, había consistido en disparar a otros hombres en la sesera. Fue entonces cuando Johnny se puso en contacto con él.
Había un tipo de Jersey, le dijo, aficionado a ligarse a mujeres en los bares y luego darles palizas. Probablemente tenía algún trauma infantil que intentaba superar, dijo Johnny, pero a la mierda los traumas infantiles, era un tío muy malo. Dejó en coma a la última mujer, que casualmente era una Cappizano. Solo prima segunda o quizá tercera, pero Cappizano en cualquier caso. El único problema era que ese tío, ese maltratador de mujeres, pertenecía a una organización más grande y poderosa cuyo cuartel general se hallaba en Hoboken, al otro lado del río.
Joey llevó a Johnny Capps a una reunión con el jefe de dicha organización, y resultó que la gente de New Jersey tampoco tenía en gran estima a ese tarado. Causaba problemas, un stronzo madre despreciable con anillos en los dedos de las dos manos, para dar de hostias a las mujeres en lugar de llevarlas a casa para follárselas como querría cualquier hombre normal, o incluso para fottimi nel culo, cosa que gustaba a algunos hombres e incluso a algunas mujeres. Pero a ninguna mujer le gusta que le destrocen la cara a golpes.
La conclusión fue que el capo no podía dar permiso a Joey Capps para liquidar al stronzo madre, porque habría represalias. Pero si se ocupara alguien de fuera, y si el pago corriera a cargo de las dos organizaciones —la de Hoboken y la mucho más pequeña de Queens—, podría sacarse esa espina. Diplomacia mafiosa, por llamarlo de algún modo.
—Y Johnny Capps te llamó a ti.
—Sí.
—¿Porque eras el mejor?
—El mejor que él conociera, al menos. Y conocía mi pasado.
—Lo del hombre que mató a tu hermana pequeña.
—Eso, sí. Investigué a ese tipo antes de aceptar el encargo, conseguí parte de su historial. Incluso fui a ver a la mujer a la que había dejado en coma. Estaba conectada a una máquina de soporte vital, y era evidente que no volvería nunca. El monitor… —Billy traza una línea recta por encima del volante—. Así que lo liquidé. En realidad, no fue muy distinto de lo que hacía en Irak.
—¿Te gustó?
—No. —Billy lo dice sin vacilar—. Ni en el desierto ni aquí. Nunca.
—¿El primo de Johnny te consiguió otros trabajos?
—Otros dos, y hubo uno que rechacé porque el tipo… no sé…
—¿No te pareció lo bastante malo?
—Algo así. Después Joey me presentó a Bucky, y Bucky me presentó a Nick, y en estas estamos.
—Me imagino que hay mucho más.
Imagina bien, pero Billy no desea contar más, y menos aún entrar en los detalles de los trabajos que hizo para Nick y para otros. Nunca ha hablado de eso, con nadie, y le horroriza la sola idea de oír esa parte de su vida expresada en voz alta. Es sórdida y estúpida. Alice Maxwell, estudiante de gestión administrativa y superviviente de una violación, viaja en una camioneta vieja con un hombre que se ganaba la vida matando a gente. Ese era su puto oficio. ¿Y va a matar a Nick Majarian? Si tiene ocasión, es muy probable. Eso plantea, pues, una duda: ¿matar por honor es mejor que matar por dinero? Seguramente no, pero eso no lo detendrá.
Alice guarda silencio durante un rato, mientras reflexiona. Finalmente dice:
—Me has contado eso porque crees que quizá no tengas ocasión de escribirlo. ¿No es así?
Es así, pero no quiere decirlo en voz alta.
—¿Billy?
—Te lo he contado porque querías saberlo —responde él por fin, y enciende la radio.
5
Se alojan en otro motel ajeno a las típicas cadenas. Hay muchos en el contorno más o menos circular de Las Vegas. Mientras Billy los registra en recepción como Dalton Smith y Elizabeth Anderson, Alice echa cuatro dólares en una de las tragaperras del vestíbulo. Con el quinto, caen en la bandeja diez dólares de plata falsos con un repiqueteo, y ella chilla como una cría. El recepcionista le da a elegir: diez pavos o crédito en el motel por esa cantidad.
—¿Qué tal es el restaurante de aquí? —pregunta Alice.
—El bufet está bastante bien. —Luego baja la voz y añade—: Quédate con el dinero, encanto.
Alice acepta el dinero y compran comida para llevar en el Sirloin Super Burger de la carretera, cerca de allí. Insiste en invitar ella, y Billy no se opone.
De vuelta en la habitación de Billy, ella se sienta en el alféizar de la ventana y observa el tráfico incesante en dirección al centro, y las luces de los hoteles y los casinos a medida que se encienden.
—Ciudad del pecado —dice, maravillada—, y aquí estoy yo, en una habitación de motel con un hombre apuesto que casualmente me dobla la edad. Mi madre se cagaría.
Billy echa atrás la cabeza y se ríe.
—¿Y tu hermana?
—No se lo creería. —Señala con el dedo—. ¿Esos son los montes Paiute?
—Si eso es el norte, lo son. En realidad, las estribaciones, creo que se llaman. Si es que tiene alguna importancia.
Alice se vuelve hacia él, ya sin sonreír.
—Dime qué vas a hacer.
Billy se lo explica, y no solo porque necesita que lo ayude con los preparativos. Ella escucha con atención.
—Parece peligrosísimo.
—Si hay algo raro, doy marcha atrás y me lo replanteo.
—Si hay algo raro, ¿lo sabrás? ¿Como lo supo tu amigo Taco delante de aquella casa de Faluya?
—Te acuerdas de eso, ¿eh?
—¿Lo sabrás?
—Eso creo, sí.
—Pero probablemente entrarás de todos modos. Como entrasteis en la Casa de la Risa, y ya ves lo que pasó.
Billy calla. No hay nada que decir.
—Ojalá pudiera acompañarte.
Él calla de nuevo. Aun en el caso de que la idea no lo horrorizara, el plan fracasaría si Alice estuviera con él, y ella lo sabe.
—¿Hasta qué punto necesitas ese dinero?
—Podría pasar sin él, y en todo caso la mayor parte le corresponde a Bucky. El dinero no es la razón por la que voy. Nick me trató mal. Debe pagar por ello, del mismo modo que tenían que pagar los chicos que te violaron.
Esta vez es Alice quien guarda silencio.
—Hay otra cosa. No creo que fuese idea de Nick matarme una vez concluido el trabajo, y sé que no fue idea suya poner a mi cabeza un precio de seis millones de dólares. Quiero saber quién es esa persona.
—¿Y por qué?
—Sí. También eso.
6
Lo primero que hace Billy a la mañana siguiente es echar un vistazo a la caja de la vieja camioneta Dodge, porque las herramientas solo están sujetas con correas, no bajo llave. Todo sigue en su sitio. No lo sorprende, en parte porque todo lo que hay en la parte de atrás de la camioneta y en el remolque es viejo y está bastante estropeado, pero también porque, como le ha enseñado la experiencia a lo largo de los años, la gran mayoría de la gente es honrada. No coge lo que no es suyo. Las personas que sí lo hacen —individuos como Tripp Donovan, Nick Majarian y quienquiera que esté detrás de Nick— lo sacan de quicio.
Está a punto de mandar un mensaje a Bucky para pedirle que averigüe qué automóvil tiene ahora Nick —probablemente el vehículo esté en la zona VIP del aparcamiento del Double Domino, sin duda un cochazo con matrícula personalizada—, pero lo descarta. Bucky sería bastante capaz de averiguarlo, y eso podría activar las alarmas. Nada más lejos de los deseos de Billy. Confía en que a estas alturas Nick haya empezado a relajarse.
En cuanto abren las tiendas, Alice y él van a la Ulta Beauty más cercana. Esta vez es él quien necesita maquillaje, pero deja que se ocupe Alice de la compra. Después ella quiere ir a un casino. Aunque es mala idea, se la ve tan entusiasmada que Billy no puede negarse.
—Pero no en los grandes hoteles ni en el Strip —advierte él.
Alice consulta su teléfono y da indicaciones a Billy para llegar al hotel y salón de juegos Big Tommy, en Las Vegas este. Le piden que enseñe su documentación antes de entrar, y ella muestra con aplomo su nuevo carnet de conducir a nombre de Elizabeth Anderson. Mientras Alice se pasea por allí, contemplando boquiabierta la ruleta, las mesas de dados y blackjack y la rueda de la fortuna, que nunca para de girar, Billy permanece atento por si alrededor hay tipos con determinado aspecto. No ve ninguno. Aquí, lejos del centro, la mayoría de la gente son matrimonios que pueden permitirse perder un poco de dinero.
Piensa de nuevo que Alice ya no es la chica a la que él rescató del aguacero. Va camino de ser mejor, y si lo que él está planeando sale mal y ella sufre aún más daño del que ya ha sufrido, él será el responsable. Se dice: Tendría que dejar correr esta mierda y llevarla de vuelta a Colorado. Entonces recuerda a Nick intentando venderle el supuesto «refugio», consciente en todo momento que el viaje a Wisconsin no se prolongaría más de diez kilómetros, hasta que Dana Edison le metiera una bala en la cabeza. Nick tiene que pagar. Y tiene que conocer al verdadero Billy Summers.
—¡Cuánto ruido! —exclama Alice. Tiene las mejillas encendidas e intenta abarcarlo todo con los ojos al mismo tiempo—. ¿Qué tengo que hacer?
Tras echar una ojeada a la mesa de la ruleta, Billy la guía hasta allí y compra fichas por valor de cincuenta dólares, sin dejar de repetirse «mala idea, mala idea». Ella tiene la suerte del principiante. En diez minutos ha ganado doscientos dólares y la gente la vitorea. Eso a Billy no le gusta, así que la lleva hasta una hilera de tragaperras de cinco dólares donde Alice se pasa media hora y gana otros treinta pavos. Después se vuelve hacia él y dice:
—Aprieta el botón y mira, aprieta el botón y mira, dale que dale. Es algo estúpido, ¿no?
Billy se encoge de hombros, pero no puede evitar sonreír. Recuerda a Robin Maguire diciendo que solo es una sonrisa cuando enseñas los dientes, y entonces no es nada más.
—Tú lo has dicho, no yo —responde. Y enseña los dientes.
7
Después del casino van al Century 16 y ven no una película sino dos, una comedia y una de acción. Cuando salen, es casi de noche.
—¿Y si comemos algo? —pregunta Alice.
—Si quieres que paremos en algún sitio, por mí encantado, pero yo estoy lleno de palomitas de maíz y gominolas.
—Solo un bocadillo, quizá. ¿Quieres oír algo agradable sobre mi madre?
—Claro.
—De vez en cuando, si me portaba bien, disfrutábamos de lo que ella llamaba «un día especial». Yo podía comer crepes con trocitos de chocolate para desayunar y después hacer prácticamente todo lo que quisiera, como tomarme un batido de nata y huevo en la farmacia Green Line o comprar un peluche si era barato o ir en autobús hasta el final del trayecto, como me gustaba hacer. Menuda boba, ¿eh?
—No —dice Billy.
Ella le coge la mano, con toda naturalidad, y se la mueve con un vaivén mientras se dirigen hacia la camioneta.
—Este día ha sido como aquellos. Especial.
—Me alegro.
Alice se vuelve hacia él.
—Más te vale que no te maten. —Lo dice con absoluta vehemencia—. Más te vale.
—No me matarán —asegura Billy—. ¿Vale?
—Vale —responde ella—. Todo bien.
8
Pero esa noche Alice no está bien. Billy duerme justo al borde de la vigilia, de lo contrario no la habría oído llamar a la puerta. El golpeteo es leve y vacilante, casi inaudible. Por un momento, Billy piensa que forma parte del sueño que está teniendo, algo sobre Shanice Ackerman, pero de pronto vuelve a hallarse en la habitación de un motel a las afueras de Las Vegas. Se levanta, se acerca a la puerta y echa un vistazo por la mirilla. Alice está ahí de pie, con el holgado pijama azul que compró cuando fue de tiendas con Bucky. Va descalza y tiene la mano en la garganta. Billy oye su respiración entrecortada. El resuello es más sonoro que el golpeteo en la puerta.
Abre, la coge de la mano que no tiene en la garganta y la hace entrar en la habitación. Mientras cierra la puerta, canta:
—Si hoy al bosque vas… Canta conmigo, Alice.
Ella niega con la cabeza y se obliga a tomar aire de nuevo.
—… no puedo…
—Sí puedes. Si hoy al bosque vas…
—Mejor que te pongas… —silbido— un dis… dis… —Silbido.
Se tambalea, al borde del desmayo. Billy piensa que es un milagro que no se haya desvanecido en el pasillo.
La sacude.
—No, está mal. Inténtalo otra vez. El verso siguiente.
—¿Una gran sorpresa te llevarás? —Aún jadea, pero ya no parece a punto de desplomarse.
—Bien. Ahora los dos juntos. Y no lo digas hablando, canta. Si hoy al bosque vas…
Ella lo acompaña.
—Una gran sorpresa te llevarás. Si hoy al bosque vas, mejor que te pongas un disfraz. —Respira hondo y deja escapar el aire con una sucesión de estremecimientos: ah… ah… ah—. Tengo que sentarme.
—Antes de que te caigas —coincide Billy.
Todavía le sujeta la mano. La lleva hasta la silla que hay delante de la ventana, ahora con la cortina corrida.
Alice se sienta, lo mira y se aparta de la frente el cabello recién teñido de rubio.
—Lo he intentado en mi habitación y no ha funcionado. ¿Por qué funciona ahora?
—Necesitabas a alguien con quien cantar a dúo. —Billy se sienta en el borde de la cama—. ¿Qué ha pasado? ¿Una pesadilla?
—Espantosa. Uno de esos chicos… esos hombres… me metía un paño de cocina en la boca. Para que dejara de chillar. O quizá hablaba a gritos. Creo que era Jack. No podía respirar. Estaba convencida de que iba a morir asfixiada.
—¿Te hicieron eso?
Alice menea la cabeza.
—No me acuerdo.
Pero Billy sabe que se lo hicieron, y ella también lo sabe. Él mismo ha experimentado esa clase de angustia, aunque no con la misma intensidad ni frecuencia que otros. No se ha mantenido en contacto con los marines a los que conoció en Irak —Johnny Capps fue la excepción—, pero hay páginas web y a veces los busca.
—Es normal, así se enfrenta al trauma la mente de los supervivientes del combate. O lo intenta.
—¿Eso soy? ¿Una superviviente del combate?
—Sí. Puede que la canción no siempre dé resultado. Una toalla húmeda sobre la cara puede que no siempre dé resultado. Hay otros trucos para superar los ataques de pánico, puedes verlo en internet. Pero a veces sencillamente se trata de esperar a que pasen.
—Creía que estaba mejor —susurra Alice.
—Lo estás. Pero ahora también estás en una situación de estrés. —Y en esta te he metido yo, piensa Billy.
—¿Puedo quedarme aquí esta noche? ¿Contigo?
Billy está a punto de negarse, pero contempla su rostro pálido y suplicante, y vuelve a pensar: En esta te he metido yo.
—Vale. —Lamenta llevar solo unos bóxers holgados, pero tendrán que servir.
Ella se acuesta, y él se tumba a su lado. Los dos boca arriba. La cama es estrecha y sus caderas se tocan. Billy fija la vista en el techo y piensa: No voy a tener una erección. Que es como decirle a un perro que no persiga a un gato. Sus piernas también se tocan. La de ella es cálida y firme a través del algodón. No ha estado con una mujer desde Phil, y no quiere estar con esta, pero Dios santo.
—¿Puedo ayudarte? —Alice habla en voz baja pero sin timidez—. No puedo hacer el amor contigo… ya me entiendes, no de verdad… pero podría ayudarte. Me encantaría ayudarte.
—No, Alice. Gracias, pero no.
—¿Seguro?
—Sí.
—De acuerdo.
Ella se vuelve de costado, hacia la pared, apartándose de él.
Billy espera a oírla respirar tranquila y acompasadamente. Entonces va al cuarto de baño y se ayuda él mismo.
9
Pasan los días, solo unos pocos, casi como unas vacaciones, y ya casi ha llegado el momento. En la carretera, no muy lejos, hay un Target, y después del desayuno compran allí. Alice se lleva un bote enorme de loción hidratante y un pulverizador. También bañadores. El suyo de una sola pieza, recatado. El de él amplio, con un estampado de peces tropicales. También compra a Billy un peto prelavado, guantes de trabajo amarillos, un chaquetón de tela vaquera y una camiseta con un lema muy de Las Vegas.
Nadan en la piscina del motel, que, como descubren, es la mejor parte de su alojamiento actual. Alice juega al voleibol con unos niños mientras Billy descansa en una tumbona, observando. Todo resulta de lo más natural. Podrían ser padre e hija de camino a Los Ángeles, quizá en busca de trabajo, quizá en busca de familiares con los que ponerse en contacto para pedirles un préstamo a largo plazo o un techo bajo el que vivir.
El recepcionista del motel estaba en lo cierto acerca del bufet —abundan las hamburguesas con queso y el rosbif prehistórico en su jugo—, pero Alice, tras casi dos horas en la piscina, se acaba un plato a rebosar y vuelve a por más. Billy no puede seguirle el ritmo, aunque hubo una época —durante el período de instrucción, por ejemplo— en la que le habría dado cien vueltas. Después del almuerzo, Alice dice que necesita una siesta. A Billy no le sorprende.
A eso de las cuatro vuelven a ir de compras, esta vez a una tienda de jardinería y horticultura llamada Grow Baby Grow. El buen humor de Alice de esa mañana se ha ensombrecido, pero no hace el menor esfuerzo por inducirlo a cambiar de idea con respecto a sus planes para el día siguiente. Billy lo agradece. Cualquier intento de persuasión podría dar lugar a una discusión, y no hay nada que Billy desee menos que discutir con Alice. No en el que podría ser su último día juntos.
Cuando aparcan en el motel, Billy se lleva la mano al bolsillo trasero y saca un papel plegado. Lo despliega, lo alisa con delicadeza y luego lo pega al salpicadero con celo comprado en Target. Alice mira la niña pequeña abrazada al flamenco rosa.
—¿Quién es esa?
El cuidadoso dibujo de Shanice hecho con ceras se ha emborronado un poco, pero los corazones que se elevan desde la esquemática cabeza del flamenco hacia la niña se ven aún con suficiente claridad. Billy toca uno de ellos.
—La niña que vivía en la casa de al lado en Midwood. Pero mañana será mi hija. Si necesito que lo sea.
10
Billy confía en que la gente no robe, aunque solo hasta cierto punto. Las herramientas viejas y los bidones sucios están relativamente a salvo, pero alguien podría ver las cosas que han comprado en Grow Baby Grow y decidir afanar alguna, así que llevan las bolsas adentro y las guardan en el cuarto de baño de Billy. Hay cuatro sacos de veinte kilos de tierra para macetas Miracle-Gro, cinco bolsas de cuatro kilos de humus de lombriz Buckaroo y un saco de diez kilos de fertilizante Black Kow.
Alice deja a Billy acarrear el Black Kow. Arruga la nariz y dice que lo huele incluso a través de la bolsa.
Ven la tele en la habitación de Alice, y ella le pregunta si se quedará a pasar la noche allí. Billy contesta que sería mejor que no.
—No creo que pueda dormir sola —dice Alice.
—Tampoco yo creo que pueda, pero vamos a intentarlo los dos. Ven aquí. Dame un abrazo.
Ella le da un fuerte abrazo. Billy la nota temblar, no porque le tenga miedo a él, sino porque tiene miedo por él. No merece tener ningún miedo, pero si no queda más remedio, piensa Billy, mejor que sea ese. Mucho mejor.
—Pon la alarma del teléfono a las seis —dice él tras separarse de ella.
—No hará falta.
Billy sonríe.
—Ponla de todos modos. Podrías llevarte una sorpresa.
En su habitación, la contigua, Billy envía un mensaje a Bucky: ¿Has sabido algo de N?
Bucky contesta de inmediato. No. Probablemente está allí pero no lo sé seguro. Lo siento.
Da igual, responde Billy, luego pone la alarma del teléfono a las cinco. Tampoco prevé dormir, pero él podría llevarse una sorpresa.
Sí duerme, un poco, y sueña con Shanice. La niña rompe el dibujo de Dave el Flamenco y dice: «Te odio te odio te odio».
Despierta a las cuatro, y cuando sale afuera con los guantes nuevos en una mano, Alice está sentada en la eterna hamaca de motel, arrebujada en una sudadera con el rótulo I LOVE LAS VEGAS y contemplando un cuarto menguante de luna.
—Hola —dice Billy.
—Hola.
Se acerca al borde del camino de cemento y restriega los guantes nuevos en la tierra. Cuando considera que ya tienen el aspecto adecuado, sacude el polvo y se incorpora.
—Hace frío —comenta Alice—. Eso te irá bien. Puedes ponerte el abrigo.
Billy sabe que las temperaturas subirán deprisa en cuanto salga el sol. Por más que sea octubre, están en el desierto. Se pondrá el abrigo de todos modos.
—¿Te apetece comer algo? ¿Una hamburguesa con huevo? El McDonald’s de la carretera abre las veinticuatro horas.
Alice niega con la cabeza.
—No tengo hambre.
—¿Un café?
—Eso sí, estaría bien.
—¿Con leche y azúcar?
—Solo, por favor.
Va al vestíbulo vacío y sirve dos tazas de la eterna cafetera Bunn de motel.
Cuando regresa, Alice sigue contemplando la luna.
—Da la impresión de que está tan cerca que basta con alargar el brazo para tocarla. ¿No es preciosa?
—Sí, pero estás tiritando. Vamos adentro.
En la habitación de Billy, Alice se sienta en el sillón junto a la ventana y toma un sorbo de café; luego deja el vaso en la mesita y se queda dormida. La sudadera le viene grande y el cuello resbala hacia un lado, dejando a la vista el hombro desnudo. Billy piensa que es al menos tan preciosa como la luna. Se sienta, bebe café y la observa. Le gusta oírla respirar despacio, con inspiraciones largas. Pasa el tiempo. Tiene tendencia a pasar, piensa Billy.
11
Cuando la despierta a las siete y media, ella le reprocha que la haya dejado dormir.
—Tenemos que rociarte. Ese pringue tarda al menos cuatro horas en actuar.
—Hay tiempo. El partido empieza a la una, y no voy a ir a por él hasta la una y media como poco.
—Aun así, preferiría haberlo hecho hace una hora, solo para asegurarnos. —Exhala un suspiro—. Ven a mi habitación. Lo haremos allí.
Al cabo de unos minutos, él se ha quitado la camisa y está aplicándose la crema hidratante en las manos, los antebrazos y la cara. Alice le dice que no se olvide de los párpados y la nuca. Cuando Billy ha terminado, ella empieza con el espray de bronceado. La primera capa requiere cinco minutos. Cuando acaba, Billy entra en el baño y se echa un vistazo. Lo que ve es a un hombre blanco con un moreno del desierto.
—No es suficiente —dice.
—Ya lo sé. Ponte más crema hidratante.
Alice aplica el espray por segunda vez. Cuando Billy entra en el baño para examinarse de nuevo, se ve mejor, pero no queda del todo satisfecho.
—No sé —dice a Alice cuando sale—. Puede que no haya sido buena idea.
—Sí lo es. ¿Recuerdas lo que te dije? Seguirá oscureciéndose entre cuatro y seis horas después. Con el sombrero de vaquero y el peto… —Lo mira con ojo crítico—. Si no pensara que puedes pasar por chicano, te lo diría.
Ahora es cuando me pide otra vez que lo deje correr y vuelva a Colorado con ella, piensa Billy. Pero Alice no lo hace. Le dice que se ponga lo que llama «tu disfraz». Billy vuelve a su habitación y se pone la camiseta, el peto, el abrigo (con los guantes de trabajo en los bolsillos) y el maltrecho sombrero de vaquero que Bucky y Alice compraron en Boulder. Se lo cala hasta las orejas y se recuerda que debe levantárselo un poco cuando llegue el momento, para enseñar ese largo cabello negro salpicado de gris.
—Se te ve bien. —Con actitud profesional, pese a tener los ojos enrojecidos—. ¿Has cogido el bloc y el lápiz?
Billy se da una palmada en el bolsillo frontal del peto. Es amplio, con espacio de sobra para el Ruger con silenciador además del material de escritura.
—Ya te estás oscureciendo. —Alice esboza una débil sonrisa—. No sé qué diría un guardián de la corrección política.
—Si no hay más remedio —dice Billy. Se lleva la mano al bolsillo lateral del peto, el que no contiene la Glock 17, y saca un fajo. Es todo el dinero que le queda aparte de un par de billetes de veinte.
—Ten esto. Considerémoslo un seguro.
Alice se lo guarda en el bolsillo sin rechistar.
—Si no recibes una llamada mía esta tarde, espera. No sé qué tal es la cobertura al norte de aquí. Si no he vuelto a las ocho de esta noche, las nueve como mucho, no volveré. Pasa aquí la noche, luego márchate, ve en Greyhound hasta Golden o Estes Park. Llama a Bucky. Irá a recogerte. ¿De acuerdo?
—No estaría de acuerdo, pero lo entiendo. Déjame que te ayude a llevar esos sacos a la camioneta.
Hacen dos viajes, y después Billy cierra el portón trasero. Se quedan mirándose. Unas cuantas personas de ojos soñolientos —un par de viajantes, una familia— cargan con su equipaje y se preparan para seguir camino.
—Si no tienes que estar allí hasta la una, puedes quedarte otra hora —dice Alice—. Incluso dos.
—Creo que será mejor que me vaya ya.
—Sí, puede que sea mejor —admite Alice—. Antes de que me venga abajo.
Billy la abraza. Alice le devuelve el abrazo con vehemencia. Él espera que le diga que se ande con cuidado. Espera que le diga de nuevo que no muera. Espera que le pida una vez más, quizá que le ruegue, que no vaya. Alice no lo hace. Alza la vista para mirarlo y dice:
—Coge lo que es tuyo.
Se separa de él y regresa hacia el motel. Cuando llega, se da la vuelta y sostiene el móvil en alto.
—Llámame cuando termines. No te olvides.
—No me olvidaré.
Si puedo, piensa él. Te llamaré si puedo.