2

 

 

 

 

1

 

Como la mayoría de los actores de cine —por no hablar de los hombres con quienes Billy se cruza por la calle que emulan a esos actores—, Ken Hoff tiene un asomo de barba, como si se hubiera olvidado de afeitarse durante tres o cuatro días. En el caso de Hoff, que es pelirrojo, le confiere un aspecto poco afortunado. No se lo ve recio y duro; más bien da la impresión de que se haya quemado por efecto del sol.

Están sentados a una mesa bajo una sombrilla en la terraza de un restaurante llamado Sunspot Café. Se encuentra en la esquina de Main con Court. Billy supone que entre semana el establecimiento tiene mucho público, pero ese sábado por la tarde, dentro, no hay casi nadie, y disponen de las mesas dispersas en el exterior para ellos solos.

Hoff tendrá unos cincuenta años, o cuarenta y cinco mal llevados. Está tomando una copa de vino. Billy ha pedido un refresco bajo en calorías. No cree que Hoff trabaje para Nick, porque Nick está radicado en Las Vegas. Pero Nick mueve muchos hilos, y no todos en el oeste. Puede que Nick Majarian y Ken Hoff estén conectados de algún modo o tal vez Hoff tenga vínculos con el tío que va a pagar por el trabajo. Siempre en el supuesto de que el trabajo llegue a hacerse, claro.

—Ese edificio de la acera de enfrente es mío —dice Hoff—. Tiene solo veintidós pisos, pero son suficientes para convertirlo en el segundo más alto de Red Bluff. Será el tercero más alto cuando construyan el Higgins Center. Ese tendrá treinta. Y un centro comercial. En ese también tengo participación, pero este… este es totalmente mío. Se reían de Trump cuando decía que iba a arreglar la economía, pero las cosas van sobre ruedas. Sobre ruedas.

A Billy le traen sin cuidado Trump y la economía de Trump, pero examina el edificio con interés profesional. Está casi seguro de que es el sitio desde donde se supone que tiene que disparar. Se llama Torre Gerard. Billy considera que llamar «torre» a un bloque de solo veintidós plantas es un poco presuntuoso, pero imagina que en esta ciudad de pequeños edificios de ladrillo, en su mayoría venidos a menos, probablemente parece una torre. En el césped de la parte delantera, bien cuidado y regado, se alza un letrero en el que se lee: OFICINAS Y APARTAMENTOS DE LUJO DISPONIBLES. Incluye un número de teléfono. Da la impresión de que el letrero lleva ahí bastante tiempo.

—No se ha llenado tanto como preveía —dice Hoff—. La economía va viento en popa, sí, a la gente le sale el dinero por el culo, y 2020 será aún mejor, pero te sorprendería saber hasta qué punto todo eso lo mueve internet, Billy. ¿Te importa que te llame Billy?

—En absoluto.

—Conclusión: este año voy un poco justo de dinero. Tengo problemas de liquidez desde que compré acciones de WWE, pero, con tres filiales, ¿cómo iba a negarme?

Billy no tiene ni idea de qué está hablando. ¿De algo relacionado con la lucha profesional, quizá? ¿O con el espectáculo de Monster Jam que anuncian a todas horas por televisión? Como es evidente que Hoff piensa que debería saberlo, Billy asiente como si así fuera.

—Aquí en la ciudad, los ricachos de toda la vida opinan que estiro más el brazo que la manga, pero hay que apostar por la economía, ¿o no? Hay que tirar los dados cuando se está en racha. Para ganar dinero hace falta dinero, ¿a que sí?

—Sin duda.

—Así que hago lo que tengo que hacer. Y oye, reconozco algo bueno en cuanto lo veo, y este trato me beneficia. Es un poco arriesgado, pero necesito un apoyo. Y Nick me ha asegurado que si a ti te cogen… sé que no te cogerán, pero si te cogieran, mantendrías la boca cerrada.

—Sí. Así sería. —A Billy nunca lo han cogido, y no tiene intención de que lo cojan esta vez.

—El código de la carretera, ¿no es así?

—Sin duda. —Billy tiene la impresión de que Ken Hoff ha visto demasiadas películas. Algunas del subgénero «último golpe», seguramente. Comienza a impacientarse y espera que el tipo vaya al grano de una vez. Aquí fuera hace calor, incluso bajo la sombrilla. Y bochorno. Este clima es para los pájaros, piensa Billy, y posiblemente ni a ellos les gusta.

—Te he conseguido una oficina agradable en la cuarta planta, hace chaflán —informa Hoff—. Tres espacios. Despacho, recepción, una cocina pequeña. Una cocina, ¿qué te parece eso? Estarás bien por mucho que se alargue esto. Más a gusto que un arbusto. No voy a señalarla con el dedo, pero seguro que sabes contar hasta cuatro, ¿verdad?

Claro, piensa Billy, tampoco es que me chupe el dedo.

El edificio es cuadrangular, la típica caja de galletas con ventanas, así que de hecho en la cuarta planta hay dos suites que hacen esquina, pero Billy sabe a cuál se refiere Hoff: la de la izquierda. Traza una diagonal desde la ventana a lo largo de Court Street, que tiene solo dos manzanas. La diagonal, la trayectoria de la bala que saldrá de su arma si acepta el trabajo, termina en la escalinata del juzgado del condado. Es un edificio desparramado de granito gris. Los escalones, veinte por lo menos, suben hasta una plaza en cuyo centro se alza la Dama de la Justicia con los ojos vendados, sosteniendo su balanza. Entre las muchas cosas que nunca dirá a Ken Hoff: la Dama de la Justicia se basa en Iustitia, una diosa romana más o menos inventada por el emperador Augusto.

Billy vuelve a posar la mirada en la suite de la esquina de la cuarta planta y traza de nuevo la diagonal con los ojos. Calcula que la distancia entre la ventana y la escalinata es de unos quinientos metros. Se trata de un disparo que es capaz de ejecutar incluso con vientos fuertes. Siempre y cuando disponga de la herramienta idónea, claro está.

—¿Qué tiene para mí, señor Hoff?

—¿Eh?

Por un momento el lado tonto de Hoff queda a plena vista. Billy contrae el dedo índice de la mano derecha. El gesto podría interpretarse como «ven», pero no en este caso.

—¡Ah! ¡Ya! Lo que pediste, ¿no? —Mira alrededor, no ve a nadie, pero baja la voz de todos modos—. Un Remington 700.

—El M24. —Esa es la designación del ejército.

—¿M…? —Hoff se lleva la mano al bolsillo trasero, saca la cartera y recorre el contenido de los compartimentos con el pulgar. Extrae un papel y lo consulta—. M24, exacto.

Hace ademán de guardar de nuevo el papel en la cartera, pero Billy tiende la mano.

Hoff se lo entrega. Billy se lo guarda en el bolsillo.

Más tarde, antes de ir a ver a Nick, lo tirará al váter en la habitación del hotel. Uno no deja cosas anotadas. Espera que el tal Hoff no acabe siendo un problema.

—¿Óptica?

—¿Eh?

—El visor. La mira.

Hoff parece azorado.

—Es la que has pedido.

—¿Eso también lo tiene anotado?

—En el papel que acabo de darte.

—De acuerdo.

—Tengo el… esto, la herramienta en…

—No necesito saber dónde. Ni siquiera he decidido si voy a aceptar el trabajo. —Pero sí lo ha decidido—. ¿Hay servicio de seguridad en el edificio? —Otra pregunta de su lado tonto.

—Sí. Claro.

—Si acepto el trabajo, seré yo quien suba la herramienta a la cuarta planta. ¿Estamos conformes, señor Hoff?

—Sí, claro —responde Hoff con visible alivio.

—Entonces creo que ya hemos terminado. —Billy se pone en pie y le tiende la mano—. Encantado de conocerlo. —No es así. Billy no sabe hasta qué punto confía en ese hombre, y ese ridículo asomo de barba le da grima. ¿Qué mujer querría besar una boca rodeada de púas rojas?

Hoff le da un apretón.

—Lo mismo digo, Billy. Esto es solo un apuro momentáneo por el que estoy pasando. ¿Has leído un libro que se titula El viaje del héroe?

Billy lo ha leído, pero niega con la cabeza.

—Deberías, deberías. Me salté todo el rollo literario para llegar a la parte importante. Directo al meollo, así soy yo. Fuera chorradas. No recuerdo el nombre del tío que lo escribió, pero dice que todo hombre ha de pasar por una etapa de prueba antes de llegar a héroe. Para mí, esta es esa etapa.

Por proporcionar un rifle de largo alcance y un puesto de observación a un asesino a sueldo, piensa Billy. No está muy seguro de que Joseph Campbell incluyera eso en la categoría del héroe.

—Bueno, espero que la supere.

 

 

2

 

Billy supone que, si se queda, al final se buscará un coche, pero por ahora no conoce la ciudad y gustosamente deja que Paul Logan lo lleve del hotel a la casa que está «cuidando» Nick. Es la supermansión que Billy esperaba ayer, una monstruosidad construida de cualquier manera en lo que parece un jardín de una hectárea. La verja del camino de acceso, largo y curvo, se abre cuando Paulie toca el dispositivo que tiene en la visera con el pulgar. En efecto, hay un querubín orinando de forma incesante en un estanque, y otro par de estatuas (soldado romano, doncella de pecho desnudo) alumbradas por focos ocultos ahora que ha anochecido. La casa también cuenta con su propia iluminación exterior, para exhibir mejor sus deplorables excesos. A Billy se le antoja el hijo bastardo de un supermercado y una megaiglesia. Eso no es una casa, es el equivalente arquitectónico de un pantalón de golf rojo.

Frank Macintosh, alias Frankie Elvis, está esperando en el interminable porche para recibirlo. Traje oscuro, sobria corbata azul. Viéndolo, nadie adivinaría que comenzó su carrera partiendo piernas para un prestamista. Naturalmente, eso fue hace mucho, antes de ascender a primera división. Baja hasta la mitad de la escalera con la mano extendida, como el señor de la casa. O el mayordomo del señor de la casa.

Nick está otra vez esperando en el pasillo, mucho más suntuoso que el de la modesta casa amarilla de Midwood. Si bien Nick tiene una complexión robusta, el hombre que lo acompaña es descomunal, supera con creces los ciento treinta kilos. Se trata de Giorgio Piglielli, conocido entre los mandos intermedios de Nick en Las Vegas como Georgie Pigs (tampoco delante de él). Si Nick es el consejero delegado, Giorgio es su director ejecutivo. El hecho de que estén los dos aquí, tan lejos de su base de operaciones, induce a pensar que la comisión por representación, como lo llamó Nick, debe de ser muy alta. A Billy le han prometido dos millones. ¿Cuánto habrán prometido a esta gente, o cuánto se habrán embolsado ya? Alguien está muy preocupado por Joel Allen. Alguien que probablemente tiene una casa como esta, o incluso más fea. Cuesta creer que sea posible, pero seguramente lo es.

Nick da una palmada en el hombro a Billy.

—¿A que piensas que este gordo es Giorgio Piglielli?

—Desde luego que lo parece —responde Billy con cautela, y Giorgio suelta una carcajada tan oronda como él.

Nick asiente. Vuelve a lucir su mejor sonrisa.

—Lo sé, pero en realidad es George Russo, tu agente.

—¿Agente? ¿Como en una inmobiliaria?

—No, no de esos. —Nick se ríe—. Ven al salón. Tomaremos algo, y Giorgio te lo explicará. Como te dije ayer, el sitio es una pasada.

 

 

3

 

El salón es tan largo como un coche cama. Cuenta con tres lámparas de araña, dos pequeñas y una grande. Los muebles son bajos y de formas aerodinámicas. Otros dos querubines sostienen un espejo de cuerpo entero. Hay un reloj de pie que parece avergonzado de estar aquí.

Frank Macintosh, el rompepiernas convertido en sirviente, les lleva unas bebidas en una bandeja: cerveza para Billy y Nick y lo que parece una malteada de chocolate para Giorgio, quien por lo visto tiene la firme determinación de ingerir todas las calorías posibles antes de morir a los cincuenta. Elige el único sillón en el que cabe. Billy se pregunta si será capaz de levantarse sin ayuda.

Nick alza el vaso de cerveza.

—Por nosotros. Por que esta colaboración nos haga felices y nos deje satisfechos.

Brindan por eso, y a continuación Giorgio dice:

—Me comenta Nick que el asunto te interesa, pero aún no te has comprometido. Todavía estás en lo que podríamos llamar «fase exploratoria».

—Así es —dice Billy.

—Bueno, a efectos de esta conversación, imaginemos que formas parte del equipo. —Giorgio sorbe su malteada de chocolate con la pajita—. Tío, qué buena. No hay nada mejor en una noche calurosa.

Se lleva la mano al bolsillo de la chaqueta del traje —Tela suficiente para vestir a un orfanato, piensa Billy— y saca una cartera, que tiende hacia Billy.

Billy la coge. Es de la marca Lord Buxton. Bonita pero no de lujo. Tiene alguna que otra rozadura y arañazo en la piel y se ve un poco ajada.

—Echa un vistazo dentro. Ese serás tú en este villorrio de mala muerte.

Billy eso hace. Setenta dólares más o menos en el compartimento correspondiente. Unas cuantas fotos, en su mayoría de hombres que podrían ser amigos y mujeres que podrían ser novias. Nada que indique que tiene esposa e hijos.

—Quería añadirte a ti en una con Photoshop —dice Giorgio—. En el Gran Cañón o algo así, pero, según parece, nadie tiene una foto tuya, Billy.

—Las fotos pueden traer problemas.

—De todos modos —interviene Nick—, la mayoría de la gente no lleva fotos suyas en la cartera. Ya se lo dije a Giorgio.

Billy sigue examinando el contenido de la cartera, leyéndolo como si fuese un libro. Como si fuese Thérèse Raquin, que ha terminado mientras cenaba en su habitación. Si se queda aquí, su nombre será David Lockridge. Tiene una Visa y una Mas­tercard, las dos emitidas por el Seacoast Bank de Portsmouth.

—¿Cuáles son los límites del dinero de plástico? —pregunta a Giorgio.

—Quinientos en la Master, mil en la Visa. Tienes un presupuesto ajustado. Claro que, si tu libro se vende tan bien como esperamos, eso podría cambiar.

Billy fija la mirada primero en Giorgio y después en Nick. Se pregunta si se trata de una trampa, si habrán descubierto que su lado tonto es pura apariencia.

—¡Es tu agente literario! —exclama Nick casi a gritos—. ¿A que es la bomba?

—¿Esa es mi tapadera, una identidad de escritor? Venga, pero si ni siquiera acabé el instituto. Por Dios, me saqué el graduado escolar en el desierto, y fue un regalo del Tío Sam por esquivar artefactos explosivos y muyíes en Faluya y Ramadi. No funcionará. Es un disparate.

—No, es genial —asegura Nick—. Tú escúchalo, Billy. ¿O debería empezar a llamarte Dave?

—Nunca vas a llamarme Dave si esta es mi tapadera.

Eso le toca de muy cerca, demasiado cerca. Es aficionado a la lectura, sin duda. Y a veces sueña con escribir, aunque nunca lo ha probado en serio salvo por algún que otro retazo de prosa, que después siempre ha destruido.

—No daré el pego, Nick. Sé que ya habéis puesto esto en marcha… —Sostiene la cartera en alto—. Y lo siento, pero no funcionará. ¿Qué voy a decir si alguien me pregunta de qué trata el libro?

—Dame cinco minutos —dice Giorgio—. Diez, como mucho. Y si sigue sin gustarte, cada uno por su lado y tan amigos.

Billy duda que eso sea verdad, pero le pide que continúe.

Giorgio deja el vaso vacío de malteada de chocolate en la mesa que tiene junto a su sillón (probablemente una Chippendale) y eructa. Pero cuando centra toda la atención en Billy, este ve lo que Georgie Pigs es en realidad: una mente esbelta y atlética enterrada en el mar de grasa que lo matará en unos pocos años.

—Ya sé que de buenas a primeras suena raro, por la clase de tío que eres, pero dará el pego.

Billy se relaja un poco. Todavía creen lo que ven. Al menos en ese sentido está a salvo.

—Te quedarás aquí como mínimo seis semanas y como máximo, quizá, seis meses —dice Giorgio—. Depende de cuánto tarde el abogado del panoli en quedarse sin cuerda en su lucha contra la extradición. O hasta que crea que el cargo de asesinato es negociable. Se te paga por el trabajo, pero también se te paga por el tiempo. Eso lo entiendes, ¿no?

Billy asiente con la cabeza.

—Lo que significa que necesitas una razón para estar aquí en Red Bluff, y no es una ciudad turística precisamente.

—Cierto —afirma Nick, y hace una mueca semejante a la de un niño ante un plato de brócoli.

—También necesitas una razón para estar en ese edificio en la calle del juzgado. Estás escribiendo un libro, esa es la razón.

—Pero…

Giorgio alza una gruesa mano.

—Tú crees que no funcionará, pero yo te digo que sí. Y voy a explicarte cómo.

Billy se muestra escéptico, pero ahora que ha superado el miedo a que hayan visto que su lado tonto es mero camuflaje, le parece adivinar adónde quiere ir a parar Giorgio. El plan podría tener posibilidades.

—He hecho mis indagaciones. He leído un montón de revistas literarias, más una tonelada de material por internet. He aquí tu tapadera. David Lockridge se crio en Portsmouth, New Hampshire. Siempre quisiste ser escritor, pero a duras penas terminaste el instituto. Trabajaste en la construcción. Seguiste escribiendo, pero eras un juerguista. Bebías mucho. Pensé en añadirte un divorcio, pero lo descarté porque me pareció que complicaría mucho la historia.

Para un tipo que sabe de armas pero poco más, piensa Billy.

—Por fin empiezas a trabajar en algo bueno, ¿vale? En los blogs que he leído hablan mucho de escritores a los que de pronto se les enciende la chispa, y eso es lo que te pasa a ti. Escribes un montón de páginas, unas setenta, quizá cien…

—¿Sobre qué? —En realidad Billy comienza a divertirse, pero procura no exteriorizarlo.

Giorgio intercambia una mirada con Nick, que se encoge de hombros.

—Eso aún no lo he decidido, pero ya se me ocurrirá al…

—¿Mi propia vida, tal vez? La vida de Dave, quiero decir. Existe una palabra para eso…

—Autobiografía —prorrumpe Nick, como si fuera un concursante de Jeopardy.

—Eso podría funcionar —dice Giorgio. Su rostro dice: «Vas bien encaminado, Nick, pero deja esto a los expertos»—. O tal vez sea una novela. Lo que importa es que nunca hablas de ello por orden de tu agente. Un asunto confidencial. Estás escribiendo, eso no lo mantienes en secreto, todo el mundo con el que te cruces en el edificio sabrá que el vecino del cuarto está escribiendo un libro, pero nadie sabe de qué trata. Así no te liarás.

Como si fuera a pasarme, piensa Billy.

—¿Cómo llegó David Lockbridge aquí desde Portsmouth? ¿Y cómo acabó en la Torre Gerard?

—Esa es mi parte preferida —comenta Nick. Habla como un niño que escucha una de sus historias predilectas antes de dormirse, y Billy no cree que esté simulando o exagerando. Nick respalda incondicionalmente el plan.

—Buscaste agentes por internet —prosigue Giorgio, aunque de pronto titubea—. Sueles conectarte a internet, ¿no?

—Claro —contesta Billy. Está casi seguro de que sabe más de ordenadores que cualquiera de esos dos gordos, pero tampoco comparte esa información—. Uso el correo. A veces juego en el teléfono. Además, hay una aplicación para cómics. Te los descargas. Eso lo hago con el portátil.

—Vale, bien. Buscas agentes. Envías cartas para anunciar que estás trabajando en ese libro. La mayoría de los agentes dicen que no, porque se quedan con los superventas como James Patterson y la chica de Harry Potter. Leí en un blog que es la pescadilla que se muerde la cola: necesitas un agente para que te publique, pero hasta que no has publicado no hay manera de que encuentres un agente.

—Pasa como en el cine —interviene Nick—. Vemos a los actores famosos, pero en realidad todo está en manos de los agentes. Son ellos los que tienen el verdadero poder. Dicen a los actores qué hacer, y vaya si lo hacen.

Giorgio espera pacientemente a que Nick termine y luego continúa:

—Por fin un agente dice que sí, vale, qué carajo, le echaré un vistazo, envíame los dos o tres primeros capítulos.

—Tú —dice Billy.

—Yo. George Russo. Leo las páginas. Alucino. Se las enseño a unas cuantas editoriales que conozco…

Y una mierda, piensa Billy; se las enseñas a unos cuantos editores que conoces. Pero eso puede arreglarse si hace falta.

—… y también alucinan, pero no pagarán una gran suma, quizá incluso una cantidad de siete cifras, hasta que el libro esté acabado. Porque eres una incógnita. ¿Sabes qué significa eso?

Billy está peligrosamente a punto de responder que sí, claro, porque empieza a sentir un vivo interés ante la perspectiva. En realidad, podría ser una excelente tapadera, sobre todo por el compromiso de confidencialidad en cuanto al proyecto. Y podría resultarle divertido hacerse pasar por lo que en cierto modo siempre ha querido ser.

—Significa que soy puro humo.

Nick exhibe su sonrisa más radiante. Giorgio asiente con la cabeza.

—Casi. Pasa un tiempo. Yo espero más páginas, pero Dave no entrega nada. Espero un poco más. Sigue sin llegar una sola página. Subo a verte a la tierra de la langosta, ¿y qué me encuentro? El tío anda de juerga en juerga como el puto Ernest Hemingway. Cuando no está trabajando, está por ahí con sus amigotes o resacoso. El consumo de sustancias y el talento van de la mano, ya se sabe.

—¿En serio?

—Hecho demostrado. Pero George Russo está decidido a salvar a ese tío, al menos hasta que termine el libro. Habla con una editorial para que lo contrate y pague un anticipo de, digamos, treinta o quizá cincuenta mil dólares. No es un dineral, pero tampoco calderilla; además, la editorial puede exigir la devolución si el libro no llega antes de cumplirse determinado plazo, lo que llaman fecha de entrega. Pero verás, Billy, he aquí la cuestión: el cheque va a mi nombre, no al tuyo.

Ahora Billy lo ve todo claro, pero deja que Giorgio se extienda:

—Pongo ciertas condiciones. Por tu propio bien. Tienes que abandonar la tierra de la langosta y a todos esos amigos tuyos que empinan el codo y le dan a la coca. Tienes que irte a algún sitio lejos de ellos, algún pueblucho o ciudad de mala muerte donde no haya nada que hacer o, si lo hubiera, no haya nadie con quien hacerlo. Te digo que voy a alquilarte una casa.

—La que vi, ¿no?

—Exacto. Más importante aún, voy a alquilarte también una oficina, e irás allí todos los días laborables a sentarte en un despachito y aporrear el teclado hasta que acabes ese libro tan confidencial. Tú aceptas las condiciones, si no, tu puerta al éxito se cerrará.

Giorgio se recuesta. El sillón, aunque robusto, emite un leve gemido.

—Ahora, si me dices que es mala idea o incluso si me dices que es buena idea pero te ves incapaz de llevarla a cabo de una manera convincente, damos el asunto por zanjado.

Nick alza una mano.

—Billy, antes de que digas nada, quiero plantear otra cosa por la que este es un buen plan. Tendrás trato con los vecinos de tu planta, y también con otras muchas personas del edificio. Te conozco, y tienes otro don, aparte de esa habilidad tuya para darle a una moneda a quinientos metros.

Como si fuera capaz de eso, piensa Billy. Eso no lo habría hecho ni Chris Kyle.

—Te llevas bien con la gente sin necesidad de hacerte amigo de nadie. Te sonríen cuando te ven acercarte. —Y a continuación, como si Billy lo hubiera negado, exclama—: ¡Lo he visto! Hoff me ha dicho que hay un par de puestos de comida ambulantes que paran delante del edificio a diario, y cuando el tiempo lo permite, la gente hace cola y se sienta al aire libre en los bancos a comer. Tú podrías ser una de esas personas. La espera no tiene por qué ser tiempo perdido. Puedes utilizarlo para ganarte la aceptación del personal. En cuanto se pase la novedad de que estás escribiendo un libro, serás solo un trabajador más que empieza a las nueve y se vuelve a su casita de Midwood a las cinco.

Billy concibe esa posibilidad.

—Así que, cuando llega por fin el día, ¿eres un desconocido? ¿El intruso que debe de haberlo hecho? Ajá, llevas ahí varios meses, has charlado con la gente en el ascensor, juegas al póquer con unos empleados de la agencia de cobro a morosos de la primera planta para ver quién paga los tacos.

—Sabrán de dónde salió la bala —aduce Billy.

—Claro, pero no inmediatamente. Porque al principio todo el mundo andará buscando a ese intruso. Y porque habrá una táctica de distracción. También porque siempre has sido un puto Houdini a la hora de desaparecer después del disparo. Para cuando las cosas empiecen a calmarse, tú ya estarás muy lejos.

—¿Cuál es la táctica de distracción?

—Ya hablaremos de eso más tarde —dice Nick, lo que induce a Billy a pensar que tal vez aún no haya tomado una decisión al respecto. Aunque con Nick nunca se sabe—. Hay tiempo de sobra. De momento… —Se vuelve hacia Giorgio, alias Georgie Pigs, alias George Russo. «Todo tuyo», dice con la mirada.

Giorgio se lleva otra vez la mano al bolsillo de la descomunal chaqueta del traje y saca el móvil.

—Únicamente tienes que decirlo, Billy…, me refiero a la clave de acceso de tu banco en el extranjero preferido…, y te enviaré quinientos de los grandes. Nos llevará cuarenta segundos. Un minuto y medio si la conexión es lenta. También dinero de sobra para ir tirando de momento en un banco de aquí.

Billy advierte que tratan de inducirlo a tomar una decisión apresurada y visualiza fugazmente a una vaca camino del matadero, pero tal vez no sea más que una reacción paranoica fruto de la sustanciosa paga. Tal vez el último trabajo de una persona no debería ser el más lucrativo; tal vez debería ser el más interesante. Pero le gustaría conocer un último detalle.

—¿Por qué está metido en esto Hoff?

—Es su edificio —responde al instante Nick.

—Sí, pero… —Billy arruga el entrecejo, adoptando una expresión de profunda concentración—. Me ha dicho que hay muchas oficinas vacías en el edificio.

—Aun así, la oficina de la esquina es excelente —asegura Nick—. Tu agente, Georgie, aquí presente, le ha pedido que la alquile, lo cual nos deja fuera del asunto.

—También es quien consigue el arma —añade Giorgio—. Puede que ya la tenga. En todo caso, no podrán vincularla a nosotros.

Eso Billy ya lo sabe, por la forma en que Nick ha evitado que lo vieran con él —ni siquiera en el porche de esa finca con verja—, pero no está del todo satisfecho. Porque Hoff le parece un charlatán, y un charlatán no es la clase de persona que quieres cerca cuando estás planeando un asesinato.

 

 

4

 

Más tarde esa misma noche. Cerca de las doce. Billy está tendido en la cama de la habitación del hotel, con las manos bajo la almohada, deleitándose con ese frescor tan efímero. Ha dicho que sí, por supuesto, y cuando uno le dice que sí a Nick Majarian, no hay vuelta atrás. Ahora es el protagonista de la historia de su propio último trabajo.

Ha pedido a Giorgio que le mande los quinientos mil dólares a un banco del Caribe. Ahora mismo hay una buena cantidad de dinero en esa cuenta y, cuando Joel Allen muera en la escalinata de ese juzgado, habrá mucho más. Suficiente para vivir de eso durante mucho mucho tiempo si se comporta con prudencia. Y lo hará. No tiene gustos caros. El champán y los servicios de acompañantes nunca han sido lo suyo. En otros dos bancos —locales— David Lockridge contará con dieciocho mil dólares de los que echar mano. Es más que suficiente para ir tirando, pero no tanto como para activar las alarmas de las autoridades federales.

Sí había hecho otro par de preguntas. La más importante era: cuando llegara el momento, ¿de qué plazo dispondría entre el aviso y la ejecución?

—No mucho —ha contestado Nick—, pero tampoco será en plan «Estará ahí dentro de quince minutos». Lo sabremos justo después de que se ordene la extradición, y recibirás una llamada. Serán veinticuatro horas como mínimo, quizá tres días o incluso una semana. ¿De acuerdo?

—Sí —ha dicho Billy—. Siempre y cuando entendáis que no puedo garantizar nada si son solo quince minutos. O incluso una hora.

—Eso no pasará.

—¿Y si no lo entran por la escalinata del juzgado? ¿Y si utilizan otra puerta?

—Hay otra puerta —ha explicado Giorgio—. Es por donde acceden los empleados del juzgado. Pero desde la cuarta planta también tendrás línea de visión, y solo hay unos sesenta metros más de distancia. Puedes hacerlo, ¿no?

Podía, y así lo ha dicho. Nick ha levantado una mano como para espantar una mosca molesta.

—Será en la escalinata, cuenta con ello. ¿Alguna otra cosa?

Ha respondido que no tenía más dudas, y ahora está aquí tendido, dándole vueltas, mientras espera a que lo venza el sueño. El lunes se instalará en la casita amarilla, que le ha alquilado su agente. Su agente literario. El martes verá la oficina que Georgie Pigs también le ha alquilado. Cuando Giorgio le ha preguntado qué haría allí, Billy le ha dicho que empezaría por descargarse ComiXology en el portátil. Y quizá unos cuantos juegos.

—Procura escribir algo entre historieta e historieta —ha dicho Giorgio, medio en broma, medio en serio—. Ya me entiendes, para ponerte en la piel del personaje. Interpretar el papel.

Puede que lo haga. Tal vez lo haga. Aunque lo que escriba no sea muy bueno, le servirá para matar el tiempo. Él ha sugerido la idea de la autobiografía. Giorgio ha propuesto que fuera una novela, no porque crea a Billy capaz de escribirla, sino para que Billy pueda contestar eso cuando alguien le pregunte, ya que alguien le preguntará. Probablemente muchos álguienes, a medida que vaya conociendo gente en la Torre Gerard.

Empieza a entrarle el sueño cuando de pronto lo despierta una buena idea: ¿por qué no combinar las dos cosas? ¿Por qué no una novela que en realidad sea una autobiografía, escrita no por el Billy Summers que lee a Zola y a Hardy e incluso se ha abierto paso a través de La broma infinita, sino por el otro Billy Summers? ¿El alter ego a quien llama su lado tonto? ¿Sería posible? Cree que sí, porque conoce a ese Billy tanto como se conoce a sí mismo.

Podría intentarlo, piensa. Con tanto tiempo y sin otra cosa que hacer, ¿por qué no? Está planteándose cómo empezar cuando por fin se duerme.