20

 

 

 

 

1

 

A una hora al norte de Las Vegas por la Federal 45, Billy llega a un Dougie’s Donuts contiguo a una gasolinera ARCO y un supermercado con el inverosímil nombre de Terrible Herbst. Es una parada de camiones rodeada de amplios aparcamientos, con enormes tráileres a un lado roncando como bestias dormidas. Billy reposta, compra una botella de zumo de naranja y un buñuelo, y después estaciona en la parte de atrás. Piensa en llamar a Alice, solo porque le gustaría oír su voz y cree que quizá a ella le gustaría oír la suya. Mi rehén, piensa. Mi rehén con síndrome de Estocolmo. Pero no es eso lo que es ahora, si es que alguna vez lo ha sido. Recuerda la forma en que ha dicho: «Coge lo que es tuyo». No con actitud temeraria, no se ha transformado en una especie de reina guerrera de cómic (al menos no todavía), pero sí con bastante fiereza. Con el móvil ya en la mano, recuerda que anoche Alice durmió tan poco como él. Si se ha vuelto a la cama con el cartel NO MOLESTAR colgado en la puerta, prefiere no despertarla.

Se bebe el zumo y se come el buñuelo, y deja pasar el tiempo. Dispone de suficiente para que lo asalten las dudas. En algunos sentidos —en muchos, a decir verdad— parece estar repitiéndose la situación de la Casa de la Risa, solo que sin pelotón que lo respalde. No puede tener la certeza de que Nick esté de fin de semana en Promontory Point. Desconoce cuántos hombres lo acompañan si es que ha ido. Varios con toda seguridad, no cazarrecompensas de alguna otra organización, sino sus propios hombres, y Billy ignora dónde pueden estar apostados. Se ha formado una idea de la distribución interior de la casa a partir de las fotografías de Zillow, pero podría haber habido cambios después de que Nick comprara la finca. Si Nick está allí, animando a los Giants, Billy no sabe dónde estará viendo el partido. Ni siquiera sabe si podrá acceder por la entrada de servicio. Tal vez sí, tal vez no.

Hay una hilera de baños portátiles, y usa uno para evacuar el café y el zumo. Cuando sale, ve cerca a una chica negra con un top de escote halter y una falda vaquera tan corta que enseña la costura de las bragas. Da la impresión de que lleva en pie toda la noche y de que no ha sido una noche fácil. El rímel en torno a los ojos recuerda a Billy —al lado tonto de Billy— a los Golfos Apandadores de los antiguos cómics del pato Donald y el tío Gilito que a veces compra en los mercadillos y en las subastas de jardín.

—Eh, guapo —dice la buscona de aparcamiento—. ¿Quieres una cita conmigo?

Es una oportunidad tan buena como cualquier otra para poner a prueba su tapadera. Saca el cuaderno y el lápiz del bolsillo frontal del peto y escribe en español: «Soy sordo y mudo».

—¿Qué coño quiere decir eso?

Billy se toca las orejas con las dos manos y se da unas palmaditas en la boca.

—Déjalo —dice ella, y se da media vuelta—. No pienso chupársela a un espalda mojada.

Billy, complacido, la observa alejarse. Un espalda mojada, ¿eh?, piensa. No me convierte en John Howard Griffin precisamente, pero me vale.

 

 

2

 

Permanece aparcado detrás del Dougie’s Donuts hasta las once. Durante ese rato ve a la chica negra y a unas cuantas compañeras de trabajo suyas charlar con camioneros, pero ninguna se acerca a él. Lo que a Billy ya le parece bien. De vez en cuando sale de la camioneta y finge revisar su mercancía, aunque en realidad solo quiere estirar las piernas y distenderse.

A las once y cuarto pone en marcha la camioneta (el interruptor de encendido falla a la primera, y Billy se asusta) y sigue hacia el norte por la 45. Las estribaciones de los Paiute se acercan. A ocho kilómetros ya ve Promontory Point. Es distinta de la casa que Nick alquiló en la ciudad donde Billy hizo su trabajo, pero exactamente igual de fea.

Cuando el GPS le indica que la salida hacia Cherokee Drive se encuentra a un kilómetro y medio de distancia, Billy llega a otra área de descanso, apenas un ensanchamiento de la carretera. Aparca a la sombra y utiliza otro baño portátil, pensando en la máxima de Taco Bell: «Nunca pierdas una oportunidad de mear antes de un tiroteo».

Cuando sale, consulta el reloj de pulsera. Las doce y media. En su finca blanca y grande, Nick probablemente esté acomodándose para ver la previa en compañía de un par de sus rufianes. Tal vez comiendo nachos y bebiendo cerveza Dos Equis. Billy activa a Siri, que le dice que se encuentra a cuarenta minutos de su destino. Se obliga a esperar un poco más y se obliga a no llamar a Alice. En lugar de eso, se apea, coge una palanca de uno de los bidones sucios y, a golpes, abre un par de agujeros en el silenciador de la Ram, ya antes en mal estado. Si se acerca a la entrada de servicio con la vieja camioneta petardeando y humeando, tanto más convincente será el personaje.

—Muy bien —dice Billy.

Piensa en entonar la consigna de Caballo Oscuro y se insta a dejarse de ridiculeces. Además, la última vez que la entonaron todos juntos, cogidos de las manos (excepto Albie Stark), las cosas no salieron demasiado bien. Hace girar la llave. El interruptor de encendido patina y patina. Cuando empieza a ahogarse, Billy para, espera, pisa el acelerador una sola vez y vuelve a intentarlo. La Dodge arranca a la primera. Antes ya era ruidosa. Ahora lo es más.

Billy echa un vistazo al tráfico, se incorpora a la 45 y poco después se desvía por Cherokee Drive. Allí la pendiente se vuelve más pronunciada. Durante los primeros dos kilómetros poco más o menos, hay casas más modestas a ambos lados de la carretera, pero al cabo de un rato desaparecen y solo asoma Promontory Point, que se alza imponente al frente.

Estaba destinado a venir aquí, piensa Billy, e intenta reírse de la idea, que no solo es agorera, sino además pretenciosa. La idea no lo abandona, y Billy entiende que se debe a que es verdad. Estaba destinado a venir aquí. Sí.

 

 

3

 

Fuera de la cúpula de esmog de Las Vegas, el aire es puro y quizá incluso tiene un ligero efecto de aumento, porque, cuando Billy se aproxima a la verja principal del complejo, da la impresión de que la casa retrocede para no precipitarse sobre él. La tapia es muy alta y no se ve nada por encima, pero sabe que hay un puesto de vigilancia justo al otro lado, y si hay alguien dentro, probablemente ya ha visto la vieja carraca de Billy por la pantalla.

Cherokee Drive termina en Promontory Point. Antes de eso, una pista de tierra se desvía hacia la izquierda. Dos carteles flanquean la pista. En el de la izquierda se lee: MANTENIMIENTO Y REPARTO; en el otro: SOLO VEHÍCULOS AUTORIZADOS. «SOLO» aparece en rojo.

Billy tuerce por la pista, sin olvidarse de subirse un poco el sombrero. También se palpa el bolsillo frontal del peto (Ruger con silenciador) y el bolsillo lateral (Glock). Calibrar las miras de las armas habría sido absurdo, las armas cortas solo sirven para el trabajo de cerca, pero cae en la cuenta de que no ha probado ninguna de las dos ni examinado los cargadores. Tendría su gracia, tratándose de él, que se viera obligado a utilizar la Glock y se le atascara. O que el silenciador del Ruger, tal vez fabricado en el garaje de algún adicto a la meta, obstruyera el cañón y el revólver le estallara en la mano. Ya es demasiado tarde para preocuparse de esas cosas.

La tapia del complejo queda a su derecha. A la izquierda, los pinos crecen tan cerca que las ramas rozan los costados de la camioneta. Billy se imagina vehículos más grandes —los camiones de la basura, de reparto de gas propano, de servicios de vaciado de fosas sépticas— abriéndose paso por allí, y a los conductores echando pestes cada vez que les toca ese recorrido.

Finalmente, la tapia dobla en ángulo recto y se acaban los árboles. También termina la pendiente de veinte grados. Ahora se encuentra en una explanada, que posiblemente se allanó en su día con buldóceres para la construcción de la casa y los jardines. La pista de mantenimiento se abre y luego gira de nuevo hacia la verja que busca Billy, mucho más modesta. Por encima de la tapia, ve los cinco metros superiores del establo, pintado de un rojo rústico. El tejado es metálico y refleja el sol. Billy aparta la vista después de una rápida ojeada, para que el resplandor no le afecte a la visión.

La verja está abierta. Hay parterres a ambos lados. Ve una cámara de seguridad montada en la tapia, pero cuelga como un pájaro con el cuello roto. Eso complace a Billy. Pensaba que tal vez Nick se estuviese relajando, bajando un poco la guardia, y ahí tiene una prueba.

En el parterre de la izquierda, una mujer mexicana con un amplio vestido azul cava de rodillas en la tierra con un desplantador. Tiene al lado una cesta de mimbre a medio llenar de flores cortadas. Podría haber comprado los guantes amarillos en el mismo sitio donde Billy adquirió los suyos. Lleva un sombrero de paja tan grande que resulta cómico. Al principio se halla de espaldas a él, pero cuando oye la camioneta —¿cómo va a pasarla por alto?— se vuelve, y Billy ve que no es mexicana ni mucho menos. Tiene la piel bronceada y curtida, pero es blanca. Una blanca de cierta edad, dicho sea de paso.

Se pone en pie y, plantándose frente a la camioneta con los pies separados, le corta el paso. Solo se encamina hacia el lado del conductor cuando Billy aminora hasta parar y baja la ventanilla.

—¿Tú quién coño eres y qué quieres? —Y luego añade en español—: ¿Qué deseas? —Lo cual es otro detalle favorable, junto con la cámara de seguridad rota.

Billy alza un dedo —espere un momento— y saca el cuaderno del bolsillo frontal del peto. Se queda en blanco un momento, pero enseguida se acuerda y escribe: «Estos son para el jardín».

—Ya lo veo, pero ¿qué haces aquí en domingo? Háblame, Pedro.

Pasa una hoja y escribe: «Soy sordo y mudo».

—¿Ah, sí? ¿Entiendes el inglés? —pregunta la mujer, articulando las palabras de forma exagerada.

Lo escruta con unos ojos de un color azul oscuro, enmarcados por un rostro estrecho. A la cabeza de Billy acuden dos detalles. El primero es que posiblemente Nick haya bajado la guardia… pero no del todo. La cámara de seguridad está rota, y tal vez sus hombres ven el partido de fútbol con él dentro de la casa, pero esta mujer se encuentra aquí fuera, con su desplantador y su cesta de flores. Quizá sea lo que su vieja amiga Robin llamaba una coinquidinquia, pero quizá no lo sea, porque hay una botella de agua y un bocadillo envuelto en papel encerado a la sombra de un árbol cercano. Lo que apunta a que posiblemente tiene intención de quedarse un rato hasta que termine el partido y la releven.

Ese es uno de los detalles. El otro es que su cara le suena. Vaya que si le suena.

La mujer tiende el brazo hacia el interior de la cabina y chasca los dedos ante la nariz de Billy. Le apestan a tabaco.

—¿Lo entiendes? —pregunta en español.

Billy separa ligeramente el pulgar y el índice para indicar que sí, que lo entiende, pero solo un poco.

—Seguro que si te pidiera que me enseñaras el permiso de residencia, se te acabaría la puta suerte. —Suelta una risotada tan ronca como la voz con la que habla—. Veamos, pues, ¿qué haces aquí en domingo, mi amigo?

Billy se encoge de hombros y señala el establo que se alza por encima de la tapia.

—Sí, ya imaginaba que no venías a por té y galletas. ¿Qué tienes que dejar en el establo? Enséñamelo.

A Billy cada vez le gusta menos la situación. En parte porque podría mirar por sí misma en la caja de la camioneta y ver los sacos de material de jardinería, pero sobre todo por esa inquietante sensación de que la ha visto antes. Lo cual no puede ser cierto. Es demasiado mayor para ser uno de los perros guardianes de Nick y, en cualquier caso, él nunca con­trataría a una mujer para esa clase de trabajo. Nick es de la vieja escuela, y esa mujer es solo una vieja, una sirvienta a la que han mandado ahí fuera para que vigile la entrada de servicio mientras ellos ven el partido, y ella ha decidido matar el tiem­po cortando unas flores para la casa. Aun así, no le gusta.

—¡Ándale, ándale!

Vuelve a chascar los dedos delante de su cara. Eso a Billy tampoco le gusta, aunque la presunción de superioridad de la mujer —su prejuicio trumpista, si se quiere— es otra señal de que el disfraz es convincente.

Billy se apea, dejando la puerta abierta, y la acompaña hasta la caja de la camioneta. Ella, indiferente al contenido de la caja, se acerca al pequeño remolque. Mira en los bidones, hace un gesto de desdén y luego retrocede para echar un vistazo dentro de la caja.

—¿Cómo es que solo traes un saco de Black Kow? ¿De qué va a servir eso?

Billy se encoge de hombros para indicar que no la comprende.

La mujer se pone de puntillas y da unas palmadas en el saco. Le aletea el sombrero.

—¡Solo uno! ¡Uno! ¡Solo uno! —repite en español.

Billy se encoge de hombros para indicar que él no es más que el repartidor.

La mujer deja escapar un suspiro y le hace una seña con la mano para darle paso.

—En fin, qué coño. Adelante. Siendo domingo por la tarde, no voy a llamar a Hector para preguntarle por qué envía a un sordomudo a entregar un mísero cargamento de mierda, seguro que también está viendo el puto partido. O algún otro.

Billy se encoge de hombros para indicar que sigue sin entender.

—Entra esa mierda. ¡Llévalo! Luego lárgate a la puta cantina más cercana, a lo mejor llegas a tiempo de ver la segunda parte.

Es en ese instante cuando él debería haberlo percibido. Algo en los ojos de esa mujer. Pero no lo percibe. Solo tiene suerte. La ve acercarse por el retrovisor del lado del conductor mientras entra en la cabina y se sienta al volante. Agacha el hombro para esquivarla justo a tiempo, y el desplantador solo le araña la parte superior del brazo por debajo de la camiseta que lleva bajo el peto. Cierra la puerta de golpe y le atrapa el brazo. El desplantador cae al suelo junto al pie izquierdo de Billy.

¡Ay, joder!

La mujer libera el brazo con tal rapidez y fuerza que se golpea el sombrero y este le salta de la cabeza, dejando a la vista el cabello gris recogido en un moño alto. Es entonces cuando Billy cae en la cuenta de dónde la ha visto antes.

Se lleva la mano a uno de los amplios bolsillos laterales del vestido. Billy se apresura a salir de la camioneta y le propina un revés en el lado izquierdo de la cara. Ella cae de espaldas en el parterre. Lo que pretendía sacar del bolsillo va a parar al suelo. Es un móvil. Es la primera vez en su vida que pega a una mujer, y cuando ve asomar la magulladura en su mejilla piensa en Alice, pero no se arrepiente. Podría haber sido un arma.

Y lo ha reconocido. No al principio, pero sí, lo ha reconocido. Además, lo ha disimulado bien hasta el final. He ahí para lo que han servido el peto, el bronceador en aerosol, la peluca y el sombrero de vaquero. He ahí para lo que ha servido el dibujo de Shan pegado al salpicadero, el que debía permitirle escribir (con una sonrisa de orgullo paternal) que era obra de su hija. ¿Ha sido porque la mujer ha estudiado su foto además de haberlo visto en persona una vez en Red Bluff? ¿O ha sido porque es mujer, y las mujeres tienden a descubrir antes lo que se oculta bajo un disfraz? Podría ser una chorrada sexista, pero por alguna razón Billy lo duda.

—Capullo de mierda. Eres tú.

Billy piensa: Y en la casa de alquiler de Nick parecía tan amable. Casi refinada. Aunque en aquel momento, claro, estaba en modo sirvienta. Recuerda ahora que Nick le entregó un fajo de billetes para Alan, el cocinero que flambeó el suflé Alaska, pero nada para ella. Porque ella estaba en nómina. De hecho, era de la familia. Muy gracioso.

Se la ve aturdida, aunque podría tratarse de otra estratagema. En cualquier caso, Billy se alegra de que el desplantador esté dentro de la camioneta. Le rodea los hombros con un brazo y la ayuda a sentarse. La mejilla se le está hinchando como un globo, lo cual lo lleva de nuevo a pensar en Alice, pero Alice nunca lo miró como esta mujer lo está mirando ahora. Si las miradas matasen, y tal.

Con la mano que no utiliza para sostenerla, Billy se saca el Ruger del bolsillo y apoya ligeramente la boca del arma en la frente arrugada de la mujer. A Frank Macintosh lo llaman (nunca delante de él) Frankie Elvis, o a veces Solar Elvis. El cabello muy alto en la parte delantera, como el de ella. El mismo pelo, el mismo rostro estrecho, el mismo pico entre las entradas. Billy piensa que, de no ser por el descomunal sombrero, tal vez habría establecido antes la conexión y se habría ahorrado muchos problemas.

—Hola, Marge. No eres tan educada como cuando nos serviste la cena aquella noche.

—Puto traidor —dice ella, y le escupe a la cara.

Billy siente un impulso casi incontenible de pegarle otra vez, pero no porque le haya escupido. Se limpia la cara con el brazo, dejando que se sostenga por sí sola. Se la ve perfectamente capaz. Puede que pase de los setenta años y haya fumado toda su vida, pero no es de las que se rinden, eso Billy debe reconocérselo.

—Te confundes. El puto traidor es Nick. Yo hice el trabajo, y él, en lugar de pagarme, me dejó colgado y planeó matarme.

—Nick nunca haría una cosa así. Cuida de los suyos.

Tal vez sea verdad, piensa Billy, pero yo no soy uno de los suyos ni lo he sido nunca. Yo soy un simple trabajador autónomo.

—No discutamos, Marge. El tiempo apremia.

—Creo que me has roto el puto brazo.

—Y tú has intentado rajarme la yugular. En lo que a mí respecta, estamos en paz. ¿Cuántos hombres hay ahí dentro viendo el partido?

Ella no contesta.

—¿Está Frank ahí?

No responde, pero el parpadeo que Billy advierte en esos ojos de color azul oscuro le revela lo que necesita saber. Recoge el móvil, le sacude el polvo y se lo tiende.

—Llámalo y dile que ha venido un tipo de Greens & Gardens a dejar fertilizante y tierra para macetas. Nada de qué preocuparse. Dile…

—No.

—Dile que le has dicho al tipo que pase y lo deje en el establo.

—No.

Billy había bajado el cañón del Ruger. Ahora lo apoya de nuevo entre sus ojos.

—Díselo, Marge.

—No.

—Díselo u os volaré los sesos, primero a ti y luego a Frank.

Ella vuelve a escupirle a la cara. O al menos lo intenta, aunque no escupe gran cosa. Porque tiene la boca seca, piensa Billy. Está asustada, pero no va a obedecer. Incluso si lo hace, los pondrá sobre aviso por la manera de hablar, o se jugará el todo por el todo y gritará: «Es él, es ese puto capullo, el traidor de Billy Summers».

Incapaz de no pensar en Alice pero recordándose que esta no es ella ni podría serlo nunca, golpea a Marge en la sien. Ella pone los ojos en blanco y vuelve a desplomarse entre las flores. Billy permanece a su lado un momento para asegurarse de que aún respira; luego lanza su teléfono a la camioneta. Se dispone a montar, pero, tras detenerse a pensar, aparta las flores cortadas de la cesta. Debajo hay un walkie-talkie y un revólver King Cobra de cañón corto calibre 357. Así que Marge no solo practicaba la jardinería. Y no la han apostado aquí como quien no quiere la cosa. Esta tiene redaños. Lanza el arma y el walkie-talkie a la camioneta.

El interruptor de encendido tarda diez largos segundos en responder, y Billy piensa por qué ahora, Dios mío, por qué ahora. Al final el motor arranca, y Billy accede a la finca. Tras entrar, se detiene a diez metros de la tapia y, dejando la camioneta en punto muerto, cierra la verja. Tiene un enorme cerrojo de acero. Desliza el doble pasador y se dirige de nuevo hacia la camioneta, que ruge a través del silenciador perforado. En su momento, hacer eso le pareció una buena idea. Ahora ya no tanto.

Cuando entra en la cabina, Marge Macintosh empieza a aporrear la verja y a gritar:

¡Eh! ¡Eh! ¡Es Summers! ¡El de la camioneta es Summers!

Billy duda que alguien pueda oírla incluso con el silenciador de la Dodge intacto, sin embargo lo asombra la vitalidad de la mujer. La ha golpeado con todas sus fuerzas, y ya vuelve a por más.

Solo que no le has pegado con todas tus fuerzas, piensa. Has pensado en Alice y te has contenido.

Ya es demasiado tarde, y no cree que importe. Tendría que rodear toda la tapia, esquivando los pinos, para alertar a quien sea que esté en la caseta de seguridad situada junto a la verja principal… en el supuesto de que haya alguien realmente.

Y, en efecto, lo hay. Cuando Billy pasa junto al establo y el prado, sale un hombre. Porta un rifle o una escopeta, pero de momento lo lleva colgado al hombro. Se lo ve relajado. Levanta las manos a la altura de los hombros con las palmas hacia fuera: ¿Qué pasa?

En lugar de dirigirse hacia la casa como tenía previsto, Billy se asoma por la ventanilla de su lado, levanta el pulgar en dirección al hombre y enfila el camino de acceso principal hacia la caseta.

Se detiene. El hombre se acerca a él con el arma —es una Mossberg— todavía al hombro. Billy cae en la cuenta de que lo conoce. Nunca ha estado aquí, pero sí ha visitado tres o cuatro veces el ático de Nick en el Double Domino, y en dos de ellas ese hombre estaba allí. Sal algo más, se llama. Pero Sal, a diferencia de la madre de Frank, con su fina vista, no lo reconoce.

—¿Qué pasa, socio? —pregunta—. ¿La vieja te ha dejado pasar?

—Sí. —Billy no intenta siquiera imitar un acento español, parecería el puto Speedy Gonzalez—. Traigo un papel que firmar. ¿Puede firmarlo usted?

—No lo sé —responde Sal. Empieza a vérselo preocupado. Billy piensa: Demasiado tarde, amigo, demasiado tarde—. A ver qué es.

El cuaderno de sordomudo de Billy asoma del bolsillo delantero del peto. Le da una palmada y dice:

—Lo tengo justo aquí.

Desliza la mano por detrás del cuaderno y empuña el Ruger de Don Jensen. Milagrosamente, sale sin problemas a pesar del silenciador en forma de bombilla acoplado al extremo. Dispara. Un orificio aparece entre dos de los botones nacarados de la camisa de estilo vaquero de Sal. Se oye algo similar al reventón de un globo, ¿y qué ocurre? El silenciador se desprende en dos piezas humeantes, una cae a tierra y la otra en el interior de la cabina.

—¡Me has pegado un tiro! —dice Sal al tiempo que retrocede, tambaleante. Tiene los ojos muy abiertos.

Billy no quiere volver a disparar, porque la segunda detonación será mucho más ruidosa, y tampoco hace falta. Sal se dobla, hinca las rodillas en el suelo y agacha la cabeza. Parece que está rezando. Al cabo de un momento, cae de bruces.

Billy se plantea coger la Mossberg, pero decide dejarla. Como ha dicho a Marge, el tiempo apremia.

 

 

4

 

Se dirige en la camioneta hacia la casa principal. En la zona de estacionamiento hay tres coches aparcados: un sedán, un todoterreno compacto y un Lamborghini que debe de pertenecer a Nick. Billy recuerda que, según Bucky, Nick es aficionado a los coches. Apaga el motor de la ruidosa camioneta y se encamina hacia la escalinata principal. Sostiene en una mano el cuaderno de sordomudo. Oculta la Glock detrás. Acaba de matar a un hombre, y probablemente Sal era un mal tipo que había cometido muchas fechorías por orden de Nick, pero Billy no lo sabe con certeza. Ahora matará a más, en el supuesto de que no lo maten a él. Ya pensará en eso más tarde. Si hay un más tarde.

Acerca el dedo al timbre, pero vacila. ¿Y si acude a la puerta una mujer? Si eso ocurre, Billy no cree que sea capaz de dispararle. Incluso si todo se va al garete como consecuencia de eso, no cree que sea capaz. Le gustaría poder rodear la casa, observarla un poco, pero no hay tiempo. Mamá Elvis está en pie de guerra.

Tantea la puerta. Se abre. A Billy lo sorprende, pero no lo asombra. Nick ha decidido que Billy no va a presentarse aquí. Además, es domingo por la tarde, hace sol y es día de fútbol en Estados Unidos. Billy sospecha que los Giants acaban de anotar. La multitud prorrumpe en gritos, y también varios hombres. No muy cerca pero tampoco lejos.

Billy se guarda el cuaderno en el bolsillo delantero del peto y se dirige hacia el sonido. Entonces ocurre justo lo que temía. Por el pasillo principal se acerca una criada hispana, menuda y bonita, con una bandeja de salchichas de Frankfurt humeantes en panecillos sobre una nevera Igloo, probablemente llena de cervezas. Billy tiene tiempo de pensar en una vieja letra de Chuck Berry: «Con lo adorable que es, no puede tener ni un minuto más de diecisiete años». La chica ve a Billy, ve el arma, abre la boca, la Igloo se ladea, la bandeja con las salchichas empieza a deslizarse. Billy la coloca de nuevo en posición segura.

—Vete —dice, y señala hacia la puerta abierta—. Llévate eso y sal de aquí. Vete lejos.

Ella no pronuncia una sola palabra. Cargada con la bandeja, recorre el pasillo y sale a la luz del sol. Su postura, piensa Billy, es perfecta, y el reflejo del sol en su cabello negro lleva a pensar que quizá Dios no sea tan malo. Baja por los escalones, con la espalda recta y la cabeza erguida. No vuelve la vista atrás. Se oyen los vítores del público. También los de los hombres que ven el partido en la casa.

Alguien vocifera:

¡Jodedlos, Big Blue!

Billy recorre parte del pasillo embaldosado. Entre dos reproducciones de Georgia O’Keeffe —mesetas a un lado, montañas al otro— hay una puerta abierta. A través del hueco entre las bisagras, Billy ve unas escaleras descendentes. Ponen un anuncio de cerveza. Billy se queda detrás de la puerta abierta, esperando a que la publicidad termine, para que vuelvan a centrar la atención en el partido.

Entonces se oye a Nick, desde el pie de las escaleras:

—¡Maria! ¿Dónde están esos perritos? —Al no recibir respuesta, añade—: ¡Maria! ¡Date prisa!

Alguien dice:

—Iré a ver.

Billy no está seguro, pero cree que ha sido Frank.

Sonoras pisadas escaleras arriba. Alguien sale al pasillo y dobla a la izquierda, en dirección a la cocina, cabe suponer. En efecto es Frank. Billy lo reconoce incluso de espaldas: el tupé con el que intenta tapar el panel solar. Sale de detrás de la puerta y lo sigue, caminando sobre los bordes de los pies; se alegra de haberse puesto zapatillas. Frank entra en la cocina y mira alrededor.

—¿Maria? ¿Dónde estás, cariño? Necesitamos…

Tras alzar mucho la Glock para ganar impulso, Billy le asesta un culatazo con toda su alma en la coronilla calva. La sangre salpica y Frank se desploma, dándose con la frente en la mesa de carnicero situada en el centro de la cocina. Su madre tenía la cabeza dura, y tal vez Frank haya heredado eso de ella junto con el pico entre las entradas, pero Billy no cree que se recupere de esto. Al menos no durante un rato, quizá nunca. En las películas, los personajes siempre reciben trastazos en la cabeza y se levantan al cabo de unos minutos con pocos daños o ilesos, pero en la vida real las cosas no funcionan así. Frank Macintosh podría morir de un edema cerebral o de un hematoma subdural. Podría ocurrir al cabo de cinco minutos, o podría quedar en coma durante cinco años. También podría recobrar el conocimiento antes, pero probablemente no antes de que Billy termine la tarea del día. Aun así, se agacha y lo registra. No va armado.

Billy recorre de nuevo el pasillo con sigilo. El partido debe de haberse reanudado, porque el público brama otra vez. En la guarida de Nick, uno de los hombres exclama:

¡Túmbalo, joder! ¡Sí! ¡De eso HABLO!

Billy desciende por las escaleras, ni deprisa ni despacio. Tres hombres ven el partido en un televisor que es grande no, lo siguiente. Dos ocupan butacas. Hay una tercera vacía, seguramente la de Frank. Nick está sentado en el centro del sofá con las piernas abiertas. Lleva un pantalón corto que es demasiado corto, demasiado ajustado y demasiado llamativo. La barriga le sobresale bajo una camiseta de los Giants de Nueva York y sirve de soporte a un cuenco de palomitas de maíz. Los otros dos disponen de sus propios cuencos de palomitas, lo cual está bien, porque tienen las manos ocupadas. Billy los conoce. A uno lo ha visto en el ático de Nick y en las oficinas del Domino. Un contable, quizá, un tío de números, eso sin duda. Billy no recuerda cómo se llama, Mikey o Mickey o tal vez Markie. El otro era uno de los falsos empleados del Departamento de Obras Públicas que iba en la furgoneta Transit. Reggie algo más.

—Bueno, has tardado lo tuyo —dice Nick. Los otros dos han visto ya a Billy, pero Nick solo tiene ojos para el partido en la televisión—. Déjalo en la…

Por fin registra las expresiones de alarma de sus acompañantes, vuelve la cabeza y ve a Billy a dos peldaños del suelo enmoquetado. El miedo y el asombro que se reflejan en el rostro de Nick producen a Billy una gran satisfacción. No es el desquite total por los últimos cinco meses de su vida, ni por asomo, pero sí es un paso en la dirección correcta.

—¿Billy? —El cuenco en equilibrio sobre el vientre de Nick se vuelca y las palomitas se desparraman por la moqueta.

—Hola, Nick. Seguramente no te alegras de verme, pero yo sí me alegro de verte a ti. —Señala con la Glock al contable, que ya ha levantado las manos—. ¿Usted cómo se llama?

—M-Mark. Mark Abromowitz.

—Tiéndase en el suelo, Mark. Tú también, Reggie. Boca abajo. Los brazos y las piernas separados. Como quien hace ángeles de nieve.

Ellos no rechistan. Dejan a un lado los cuencos de palomitas —con cuidado— y se echan al suelo.

—Tengo familia —dice Mark Abromowitz.

—Me parece muy bien. Compórtese y volverá a verlos. ¿Alguno de los dos va armado? —No es necesario preguntar a Nick, porque con esa ridícula indumentaria de día de partido no tiene donde esconder un arma, ni siquiera una pistola en una funda tobillera.

Los dos hombres, boca abajo, niegan con la cabeza.

Nick repite el nombre de Billy, esta vez no en tono interrogativo, sino en una exclamación de júbilo. Se esfuerza por recuperar su antigua cordialidad de señor de la casa, sin mucho éxito.

—¿Dónde demonios te habías metido? ¡He estado intentando ponerme en contacto contigo!

Billy no se molestaría en responder a esa mentira absurda aunque no tuviera una preocupación más acuciante. Hay una cuarta butaca, y un cuenco de palomitas al lado.

«Mantienen el balón en tierra con la intervención de Barkley —dice el comentarista—, guiados por Jones, y…»

—Apágalo —ordena Billy.

Nick es el rey de la casa y el rey del sofá, así que naturalmente el mando a distancia está junto a él.

—¿Qué?

—Ya me has oído, apágalo.

Cuando Nick apunta el mando a distancia hacia el televisor, Billy advierte con satisfacción un ligero temblor en su mano. El partido desaparece. Ahora están solo ellos cuatro, pero esa cuarta butaca vacía con el cuenco de palomitas al lado indica que hay una quinta persona, ausente.

—¿Dónde está? —pregunta Billy.

—¿Quién?

Billy señala la butaca vacía.

—Billy, déjame explicarte por qué no pude ponerme en contacto contigo inmediatamente. Surgió un problema aquí. Fue…

—Cállate. —Qué placer decir eso, y qué placer no tener que hacerse el tonto—. ¡Mark!

El contable sacude las piernas como si acabara de recibir una descarga eléctrica.

—¿Dónde está?

Mark responde en el acto, lo cual es lo sensato.

—Ha ido al baño.

—Cállate, capullo —dice Reggie, y Billy le dispara en el tobillo.

No sabe que va a hacerlo hasta que ya lo ha hecho, pero sigue teniendo tan buena puntería como siempre y no lo lamenta más de lo que lamenta haber dejado tieso a Frank en la cocina. Reggie formaba parte del plan de deshacerse del tonto de Billy Summers. Hacerlo subir a la furgoneta del DOP falsa, llevarlo a unos cuantos kilómetros de la ciudad, meterle una bala en la cabeza, asunto zanjado. Además, el trío de la guarida necesita saber quién está al mando.

Reggie lanza un grito y, tratando de agarrarse el tobillo, se vuelve cara arriba.

—¡Serás cabrón! ¡Me has pegado un tiro, joder!

—Cállate o te hago callar yo. Si no me crees, ponme a prueba. —Dirige el arma hacia Abromowitz, que lo mira con los ojos desorbitados—. ¿Dónde está el baño? Señálelo.

Abromowitz señala hacia detrás del sofá. Contra la pared hay tres máquinas del millón dispuestas en hilera, las luces destellan, pero tienen silenciados los pitidos y bocinazos para poder oír el partido. Poco más allá Billy ve una puerta de madera cerrada.

—Nick. Dile que salga.

—¡Sal, Dana!

Así que ese es el hombre ausente, piensa Billy. El compañero de Reggie en la furgoneta del DOP. El pelirrojo menudo del moño que me faltó al respeto en la Torre Gerard. Tal vez no fue él quien se deshizo de Ken Hoff, pero Billy piensa que es muy probable que sí. Tenía que ser Edison, naturalmente, porque todos los personajes de una narración han de utilizarse al menos dos veces: la norma de Dickens. Y la de Zola.

No sale.

—¡Vamos, Dana! —lo llama Nick—. ¡No pasa nada!

No hay respuesta.

—¿Va armado? —pregunta Billy a Nick.

—¿Cómo? ¿Estás de coña? ¿Te crees que cuando invito a unos amigos a ver un partido de fútbol se traen la pipa?

—Creo que eso vamos a averiguarlo —responde Billy—. Nick, ¿estos dos amigos tuyos tendidos en el suelo son conscientes de que sé disparar? ¿De que es a eso a lo que me dedico?

—Sabe disparar —dice Nick. Su piel, normalmente aceitunada, presenta ahora un color amarillento—. Aprendió con los marines. Es francotirador.

—Voy a acercarme al baño para convencer a Dana de que salga. Supongo que tú no puedes correr, Reggie, pero usted, señor Abromowitz, sí podría. Hágalo y lo mato. Lo mismo te digo a ti, Nick.

—No pienso ir a ningún sitio —asegura Nick—. Aclararemos este asunto. Solo tengo que explicarte por qué…

Billy le repite que se calle y rodea el sofá. Ahora Nick está de espaldas a él; su cabeza es un blanco fácil si Billy necesita disparar. Reggie y el contable quedan ocultos tras el sofá, pero Reggie tiene el tobillo hecho trizas y Billy no cree que Abromowitz, el padre de familia, vaya a causar problemas. Es Dana Edison quien le preocupa.

Billy se sitúa junto a la máquina del millón más próxima a la puerta cerrada. Dice:

—Sal, Dana. Si obedeces, puede que vivas. De lo contrario, no.

Billy no recibe respuesta, ni la espera.

—Vale, voy a entrar.

Y una mierda voy a entrar, piensa, pero se inclina, alarga el brazo y agarra el pomo de la puerta. En el instante mismo en que lo sacude, Edison dispara cuatro veces, con tal rapidez que Billy apenas distingue las sucesivas detonaciones. La puerta es delgada, y en lugar de aparecer orificios, saltan grandes astillas. Billy percibe movimiento a su espalda, pero no se vuelve. Puede que Nick y Abromowitz se den a la fuga, pero ninguno va a entrar en la línea de tiro de Edison para abalanzarse sobre Billy, del mismo modo que ninguno de esos dos panolis habría entrado en la Casa de la Risa para tratar de rescatar a Johnny Capps.

Edison esperará que Billy, si sigue con vida, vacile, así que este no se lo piensa dos veces. Se sitúa frente a la puerta astillada y descerraja media docena de tiros. Edison deja escapar un grito. A eso sigue el ruido de algo metálico al caer al suelo y después —solo la realidad genera esas situaciones absurdas— se oye la cadena del váter.

Con el rabillo del ojo, Billy ve correr a Abromowitz con brincos de gacela camino de la planta superior. Billy ignora qué está haciendo Nick, pero este no sigue a Abromowitz escaleras arriba, y no es momento para más comprobaciones. Levanta un pie y asesta una patada a la puerta junto a la cerradura. Se abre de par en par. Dana Edison yace sobre el inodoro, sangrando por la cabeza y el cuello. Su propia Glock está en el plato de la ducha, al lado de sus pequeñas gafas de montura al aire. Al parecer ha accionado la palanca del inodoro al desplomarse. Alza la vista para mirar a Billy.

—Mé… di… co…

Billy observa la sangre que resbala por el costado de la taza del váter. Un médico no va a ayudar a Dana. Dana ha comprado ya una parcela en lo que llaman el otro mundo. Billy se inclina hacia él, pistola en mano.

—¿Recuerdas lo último que me dijiste cuando viniste a mi oficina en la Torre Gerard?

Edison emite un resuello ronco. Brota de él un salpicón de sangre.

—Yo sí. —Billy apoya el cañón de la Glock en la sien de Edison—. Dijiste: «No falles».

Aprieta el gatillo.

 

 

5

 

Cuando sale, Reggie está de rodillas delante del sofá. Billy le ve la parte de arriba de la cabeza. Reggie ve a Billy y levanta una pequeña pistola plateada que debían de tener escondida bajo uno de los cojines. Así pues, Nick no estaba desarmado. Billy traspasa el respaldo del sofá con dos balazos antes de que Reggie pueda abrir fuego y este cae hacia atrás y se pierde de vista. Billy se acerca al sofá con tres rápidas zancadas. Reggie ha caído de espaldas y el arma está en la moqueta junto a una de sus manos, extendidas. Tiene los ojos abiertos y empiezan a ponérsele vidriosos.

Deberías haberte conformado con el tobillo destrozado, piensa Billy. Eso te lo podrían haber arreglado los médicos.

Algo cae al suelo al fondo de la guarida. Se rompe un cristal y se oye un juramento: «M’qifsh Karin!». Billy, agachado, corre en esa dirección. En la zona de detrás de la sala del televisor, las luces están apagadas, pero Billy ve a Nick en la penumbra. Está de espaldas. Pulsa unos botones en un panel iluminado junto a una puerta de acero. En el salón contiguo hay una mesa de billar y unas cuantas tragaperras antiguas, y un carrito de bebidas volcado entre destellos de cristales rotos y el intenso olor del whisky derramado.

Nick aporrea con desesperación los botones, jurando aún en albanés o en la lengua que fuera que aprendió de niño y que por lo demás ha olvidado. Solo se interrumpe cuando Billy le ordena que lo deje y se dé la vuelta.

Nick obedece. Parece un hombre a las puertas de la muerte, lo cual ya está bien porque es ahí donde se encuentra. Pero sonríe. Solo un poco, pero sí, eso es claramente una sonrisa.

—He tomado el camino equivocado. Debería haberme ido por la escalera, como Markie, pero… —Se encoge de hombros.

—¿Eso es tu habitación del pánico? —pregunta Billy.

—Sí. ¿Y sabes qué? He olvidado la puta combinación. —Entonces menea la cabeza—. ¿Qué digo olvidar? Me he quedado en blanco. Son solo cuatro números y lo único que recuerdo es que el segundo es un dos.

—¿Y ahora? —pregunta Billy.

—6247 —contesta Nick, y de hecho se ríe.

Billy asiente con la cabeza.

—Pasa en las mejores familias.

Nick lo observa. Se humedece los labios, que le relucen por efecto de la saliva.

—Hablas de otra manera. Incluso tienes otro aspecto. Nunca has sido tan tonto como hacías ver, ¿a que no? Giorgio me lo dijo y no le creí.

—Antes de que ordenaras que lo mataran —dice Billy.

Nick abre los ojos en una expresión que Billy juraría que es sorpresa sincera.

—Giorgio no está muerto, está en Brasil. —Examina el rostro de Billy—. ¿No me crees?

—Después de la pirula que te has marcado, ¿por qué iba a creerme nada que salga de tu boca?

Nick se encoge de hombros como para darle la razón.

—¿Puedo sentarme? Me flojean las piernas.

Billy señala con el cañón de la Glock los tres asientos para el público dispuestos junto a la mesa de billar. Nick avanza con paso vacilante hasta el del medio y se sienta. Echa la mano atrás y acciona un interruptor que enciende las tres lámparas colgantes situadas encima del fieltro verde.

—No debería haber aceptado el encargo. Pero todo ese dinero… me cegó.

Billy calcula que dispone de cierto tiempo. Sería un error alargarlo demasiado, pero puede que lo haga de todos modos. Porque quiere respuestas. El dinero le parece secundario. Por no hablar de que es improbable que lo consiga. Solo en las películas el gángster tiene una montaña de dinero en su habitación del pánico. En los tiempos que corren, todo son transferencias por ordenador. El dinero casi no existe. El dinero se ha convertido en el fantasma en la máquina.

—Pigs tiene una enfermedad hepática. Con lo gordo que está, cualquiera habría apostado a que le fallaría el corazón, pero al final ha resultado que el problema era el hígado. Necesita un trasplante. Los médicos dijeron que de eso nada hasta que pierda un poco de peso, unos noventa kilos. Si no, morirá en el quirófano. Así que se fue a Brasil.

—¿A un centro de adelgazamiento?

—Una clínica especial. De esas en las que una vez que entras no puedes salir hasta que has alcanzado tu objetivo de peso y te dejan salir. Sabía que era la única manera, de lo contrario se largaría en cuanto tuviera antojo de una triple Whooper con queso.

Billy empieza a creérselo. Nick habla de Giorgio casi siempre en presente, y no ha tenido ningún desliz. En cierto modo es como cuando Edison ha tirado de la cadena del váter al caer herido de muerte. Algunas cosas son demasiado extrañas para no ser reales. Georgie Pigs en un gulag de adelgazamiento es sin duda una de esas cosas.

—Giorgio sabía que lo identificarían cuando tú mataras a Joel Allen, es una puta ballena, pero no le importaba. Dijo que así se aseguraba de que no se echaría atrás en el último momento, con hígado nuevo o sin él. Además, quería retirarse.

—¿En serio? —Billy habría dicho que Giorgio era de esos tíos que morían con las botas puestas.

—Sí.

—¿Y pasar el ocaso de la vida en Brasil?

—Creo que en Argentina.

—Parece una opción cara. ¿Qué incentivo para la jubilación recibió por ayudar a engañarme?

Nick titubea, luego dice:

—Tres millones.

—Tres para Giorgio y seis por liquidarme.

Nick abre mucho los ojos y se encorva en la silla. Piensa que si Billy sabe eso, acaba de evaporarse toda posibilidad que pudiera quedarle de salir con vida. Probablemente tiene razón.

—¿Y me la jugaste a mí por no pagarme el mísero millón y medio que me debías? Sabía que eras tacaño, Nick, pero nunca habría dicho que eras un estafador.

—Billy, no era nuestra intención…

—Sí lo era. Quiero oírtelo decir o te mato ahora mismo.

—Vas a matarme de todos modos —dice Nick, y aunque mantiene la voz relativamente firme, una única lágrima resbala por su rechoncha mejilla bien afeitada.

Billy no contesta.

—Vale, sí. Íbamos a matarte. Formaba parte del trato. Iba a ocuparse Dana.

—Yo iba a ser vuestro Oswald.

—No fue idea mía, Billy. Le aseguré al cliente que tú no te irías de la lengua en ningún caso. Él insistió, y como te he dicho, me cegó el dinero.

Billy podría preguntar cuánto recibió Nick, pero ¿quiere saberlo? No. ¿Quién es el cliente?

En lugar de responder, Nick señala la puerta que da a la habitación del pánico.

Tengo dinero. No un millón y medio, pero al menos ochenta mil, probablemente casi cien mil. Te lo daré y te conseguiré el resto.

—Me creo eso a pies juntillas —dice Billy—. También creo que ganamos en Vietnam y que la llegada a la Luna fue un montaje. —Se acuerda de otra cosa—. ¿Sabías lo del incendio?

Nick parpadea ante el cambio de tema.

—¿Incendio? ¿Qué incendio?

—Aquellos flashpots no fueron la única táctica de distracción aquel día. Hubo un incendio en un almacén de un pueblo cercano no mucho antes de que yo disparara. Lo supe con antelación porque me lo dijo Hoff.

—¿Te lo dijo Hoff? ¿Ese budalla?

—¿Seguro que no lo sabías?

—No.

Billy lo cree, pero quería oírselo decir y observarle la cara mientras lo decía. En todo caso, da igual. Ya es agua pasada.

—¿Quién era el cliente?

—¿Vas a matarme?

Debería, piensa Billy. Lo mereces sobradamente.

—¿Quién era el cliente?

Nick se lleva una mano al rostro y se la desliza poco a poco hacia abajo, enjugándose el sudor de la frente y más saliva de los labios. Su mirada refleja que ha perdido toda esperanza, y ya de entrada no tenía mucha.

—Si te lo digo, ¿me dejarás al menos rezar antes de matarme? ¿O no te basta con matarme? ¿Quieres que me pase la eternidad en el infierno? —Ahora corren más lágrimas por su cara.

—Puedes rezar. Pero primero el nombre del cliente.

—Roger Klerke.

Al principio Billy piensa que ha dicho «Clerk», como si se refiriese al dependiente de una tienda, pero a continuación Nick lo deletrea. A Billy le suena vagamente el nombre, pero no lo relaciona con el mundo de Nick. Ni con el de Bucky Hanson, a decir verdad. Se trata más bien de un nombre que Billy ha visto en los periódicos o los blogs o ha oído en algún pódcast. Tal vez en televisión. ¿Alguien de la política? ¿De los negocios? Billy tiene poco interés tanto en lo uno como en lo otro.

—World Wide Entertainment —dice Nick—. No es raro que no lo conozcas, WWE es solo uno de los cuatro mayores conglomerados mediáticos del mundo.

Nick intenta sonreír —un hombre en su lecho de muerte haciendo un chiste fácil—, pero Billy apenas se da cuenta. Está rebobinando, casi hasta el principio. Hasta su primer encuentro con Ken Hoff, quien desde luego no esperaba jubilarse en Sudamérica.

—Cuéntame.

Nick lo pone al corriente, y Billy está tan sumamente asombrado —y también horrorizado— por lo que oye que pierde la noción del tiempo. No recuerda que no ha neutralizado a todo el mundo en Promontory Point hasta que oye un alarido de desolación en la planta superior. Solo puede ser el gemido que emite una madre al descubrir a su hijo tirado en el suelo, inconsciente y tal vez moribundo. Quizá ya muerto.

—¿Quieres vivir, Nick? —Una pregunta retórica.

—Sí. ¡Sí! Si me dejas vivir, me encargaré de que recibas tu dinero. Hasta el último centavo. Es una promesa solemne. —Mientras contaba la historia, ha dejado de derramar lágrimas, pero ante la posibilidad de un indulto empiezan a manar de nuevo.

Billy no está interesado en las promesas de Nick, solemnes o no. Señala la puerta de acero sin adornos de la habitación del pánico. Arriba se oye otro alarido, y después las palabras:

¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude!

—¿Hay armas ahí dentro?

Nick ya no es el hombre al mando, ya no es el perfecto anfitrión que acogió a Billy con los brazos abiertos hace cinco meses, ya no es el bebedor de champán que solo pretendía ayudar a Billy en la fuga. Ha quedado reducido a su humanidad básica, que consiste en el deseo de continuar respirando, y por tanto Billy acepta su expresión de sorpresa como auténtica.

—¿En la habitación del pánico? ¿Para qué iba a tener armas ahí dentro?

—Entra. Cierra la puerta. Consulta tu reloj. Espera una hora. Si sales antes, puede que me haya ido o puede que siga aquí. —Como si fuera a quedarme, piensa Billy—. Si sigo aquí, te mataré.

—No saldré. ¡No saldré! Y el dinero…

—Ya hablaremos de eso.

Quizá, piensa Billy. O quizá ya no lo quiera, teniendo en cuenta lo que hice y por quién lo hice. Que en su día no lo supiera puede que sea una excusa, pero no buena.

—Retira a los cazarrecompensas. Diles que he venido aquí, ha habido un tiroteo, y he muerto. Si todavía queda por ahí alguien con la intención de crearme problemas, más te vale que me mate, porque, si no, volveré aquí y te mataré. Cuéntale lo mismo a Klerke. Se lo preguntaré, y si dice algo distinto, volveré y te mataré. ¿Entendido?

—Sí. ¡Sí!

Billy señala en dirección a la zona del televisor de la guarida.

—Y limpia este desastre. Haz que desaparezca. ¿Entendido?

¡Ayuda, no despierta! —Se oye desde arriba.

—¿Entendido?

—Sí. ¿Qué te propones…?

—Entra ahí.

Esta vez Nick no tiene la menor dificultad con la combinación. La puerta debe de estar sellada tan herméticamente como la cámara estanca de una nave espacial, porque emite un leve silbido al abrirse. Nick entra. Dirige a Billy una última mirada con unos ojos que ya no creen ser dueños de todo lo que ven, y tal vez eso sí sea venganza suficiente. O lo sería si durase. Billy sabe que no durará.

—Por una vez en tu vida, sé honrado —dice Billy.

Nick cierra la puerta y se oye un ruido seco cuando vuelve a encajarse. Billy ve una bolsa de estopilla llena de bolas de billar colgada de un gancho junto a las sillas. La coge y esparce las bolas por el fieltro verde de la mesa. Recoge la Glock de Edison del cuarto de baño y el arma oculta de Nick del sitio donde ha caído, junto a la mano muerta de Reggie. Mete las dos armas en la bolsa. A continuación, registra los bolsillos del pantalón de Reggie, una tarea ingrata que lleva a cabo porque no tiene intención de marcharse de aquí en la camioneta vieja con su motor de arranque poco fiable. Encuentra la llave del vehículo de Reggie.

Billy se ha guardado su propia Glock en el bolsillo del peto. Mientras sube por las escaleras, la saca. Ahora oye a la madre de Frank —en quien Billy ha empezado a pensar como la Novia de Terminator— al teléfono.

—¡En casa de Nick! , idiota, en casa de Nick. ¿Por qué crees que te llamo a ti en vez de llamar al hospital?

Billy recorre el pasillo hasta la cocina, nuevamente caminando sobre los bordes de los pies. No ve a Marge, alias Mamá Elvis, pero ve su sombra pasearse de un lado a otro, y la sombra del cable del teléfono fijo. También ve una escopeta Mossberg junto a los pies separados de Frank Macintosh. Tiene que ser la que llevaba colgada al hombro Sal, el vigilante de la caseta.

Debería haberla cogido cuando he tenido ocasión, piensa Billy.

—¡Ven deprisa! ¡Apenas respira!

Billy se arrodilla y, tendiendo la mano, se inclina hacia delante. La mujer ha utilizado una toalla para absorber la sangre de la cabeza de Frank y la ha dejado bajo su nuca. Billy tira de la escopeta hacia sí lentamente por la guarda del gatillo, por miedo a que la mujer lo oiga y se vuelva. No quiere tener nada más que ver con Marge.

Siente un repentino cosquilleo frío en la nuca y sabe que es Nick. Al final sí que tenía un arma en la habitación del pánico. Ha salido, ha subido por las escaleras y ahora apunta a Billy en la nuca con el arma. Billy se vuelve y oye el crujido de su propio cuello, convencido de que será el último sonido que oiga, al menos en este mundo. Detrás no hay nadie.

Se pone en pie. Le crujen las rodillas. La madre de Frank lo oye, rodea la nevera (no tan grande como el televisor, pero casi) y fija la mirada en él. Su rostro es una magulladura enorme, y Billy vuelve a pensar en Alice. Marge todavía sostiene el teléfono, pero el cable, con la espiral ahora tensa, no da más de sí. Separa los labios con un gruñido.

Billy apunta la Glock a la figura caída de su hijo y después se lleva el cañón a los labios: chis.

El gruñido permanece, pero la mujer asiente.

Billy se marcha, retrocediendo por el pasillo hasta la puerta de entrada.

 

 

6

 

El todoterreno aparcado en el asfalto tiene en la calandra un logo de un triple rombo que coincide con el de la llave de Reggie. Cuando monta, todavía percibe el olor a coche nuevo, aunque este pugna en una batalla perdida contra el olor al tabaco de su difunto dueño. En el salpicadero hay un molde de aluminio, lo que queda de una tarta Table Talk, lleno de colillas. Billy baja la ventanilla y lo tira. Otra cosa que tendrá que limpiar Nick.

Marge sale por la puerta. A la luz del sol, parece la imagen misma de la muerte.

¡Si mi hijo muere, iré a por ti! —brama—. ¡Si muere, te seguiré hasta el fin del mundo!

Y probablemente lo haría, piensa Billy, pero Frank ha recibido lo que se había ganado a pulso, y usted también, señora.

No ha tenido ocasión de enseñarle a Nick el eslogan de su camiseta, pero ahora se lo grita a ella.

Pasa en coche por delante del cadáver de Sal y cruza la verja abierta. En cuanto está en la Federal 45, llama a Alice y le dice que está bien. Contra todo pronóstico, es la verdad. La única herida que tiene es el arañazo que le ha hecho Marge con el desplantador.

—Gracias a Dios —dice Alice—. ¿Estás…? ¿Has…?

—Llegaré dentro de un par de horas, puede que antes. He mejorado mi vehículo. Ahora conduzco un Mitsubishi Outlander verde. Quiero que hagas el equipaje. Nos vamos. Ya te lo contaré todo por el camino.

No omitirá nada. Ella se merece conocer toda la historia, y más si va a pedirle que lo ayude con el resto. Todavía no ha tomado una decisión definitiva al respecto, su plan no es más que una vaga idea, aunque apunta en esa dirección. Dejará la decisión en manos de Alice, pero existen poderosas razones para querer que ella participe. Y ella lo entenderá, piensa Billy.

—¿Volveremos a… ya sabes, la casa de tu amigo?

—De momento, sí. Tú puedes quedarte allí o puedes volver al este conmigo para ponerle fin a este asunto. Tú eliges.

Alice contesta en el acto:

—Voy contigo.

—No lo decidas aún. Espera a saber adónde voy. Y por qué.

Corta la llamada. Frente a él aparece la cúpula de esmog de Las Vegas, que gustosamente dejará atrás. El eslogan de su camiseta, el eslogan de Las Vegas que no ha llegado a enseñar a Nick pero ha gritado a la madre de Frank es: SI QUIERES JUGAR, TIENES QUE PAGAR. Ahora otra persona tiene que pagar: Roger Klerke.

Es un hombre muy malo.