21

 

 

 

 

1

 

Cuando llega, Alice está esperándolo ante la plaza de aparcamiento que antes ocupaba la vieja camioneta. Lo abraza en cuanto sale del coche; en realidad se abalanza sobre él. Sin la menor vacilación. Billy le devuelve el abrazo con igual intensidad. Acto seguido, recibe la primera pregunta de Alice, que en parte le hace gracia y en parte lo entristece, porque procede de una joven que ahora vive con mentalidad de forajida.

—¿Es seguro viajar en ese coche? ¿No nos parará la policía?

—Es seguro. El localizador del vehículo ya estaba desactivado, cosa que no me ha sorprendido. —Además, el dueño ha muerto y Nick no va a avisar a la policía. Tendría que dar demasiadas explicaciones. Y Billy posee ahora información con la que podría hacer volar por los aires todo su negocio con él incluido.

—Ya lo he recogido todo. No había gran cosa.

—Muy bien. Vámonos. Por el camino, puedes reservar habitaciones en un motel de Wendover. Está poco más allá del límite de Utah.

Alice echa un vistazo alrededor a su actual alojamiento.

—No estoy muy segura de que los sitios como este tengan página web. A lo mejor, pero… —Se encoge de hombros.

—Reserva en un motel de alguna cadena. El nombre de Dalton Smith sigue limpio y ya no hay presión. No va a estar buscándonos nadie.

—¿Estás seguro?

Billy se detiene a pensarlo y decide que sí. Sus últimas palabras a Nick han sido: «Por una vez en tu vida, sé honrado». Y cree que Nick, que estaba convencido de que moriría en su guarida, lo será. Al menos durante un tiempo. Además hay otra cosa. Si Billy consigue acceder a Klerke, Nick Majarian quedará libre de peligro, y muy posiblemente con la recompensa de seis millones de dólares en una de sus cuentas numeradas.

Entretanto, Alice lo mira y espera.

—Estoy seguro. Vámonos.

 

 

2

 

Es una larga historia, pero hay cinco horas de viaje hasta Wendover y será tiempo suficiente para que Billy le cuente lo que sabe y lo que ha deducido. Sin embargo, antes de ponerse en marcha, enciende su móvil y busca en Google a Roger Klerke. Según su biografía abreviada, nació en 1954, y por tanto tiene sesenta y cinco años, pero en la foto que la acompaña aparenta diez años más como mínimo. Tiene la piel pálida y arrugada, el cabello ralo y las mejillas caídas. Sus ojos son animales pequeños y brillantes alojados en bolsas de carne. Es el rostro de una vida intensa y licenciosa.

—Este es el hombre que está detrás de toda esta mierda —dice Billy, y entrega el teléfono a Alice.

Ella teclea y desliza el dedo por la pantalla mientras Billy sale del aparcamiento y se dirige hacia la I-15. Alice se inclina sobre el móvil y se aparta el cabello de la cara con gesto impaciente.

—La hostia. Según Wikipedia, prácticamente es dueño del mundo entero, al menos en lo que se refiere a los medios.

Billy vuelve a acordarse de su primer encuentro con Ken Hoff, sentados ambos a una mesa en la terraza del Sunspot Café, bajo una sombrilla, justo enfrente del edificio desde donde al final Billy realizaría el disparo. Hoff con una copa de vino, Billy con un refresco bajo en calorías, Hoff emitiendo ya por entonces vibraciones de cierta desesperación. Pero a eso lo acompañaba, como un hermano gemelo, la actitud que lo había metido en tantos problemas y estaba a punto de meterlo en más aún. Tenía la convicción arraigada, tal vez inculcada en la infancia, de que era el protagonista de una película titulada La fabulosa vida de Ken Hoff, y por mal que se pusieran las cosas, al final se quedaría con la chica, con el reloj de oro y con todo.

—Periódicos, páginas web, unos estudios de cine, dos plataformas de streaming

—Y la televisión —añade Billy—. No te olvides de eso. Incluido el Canal 6 de Red Bluff, la única cadena que consiguió imágenes del asesinato del juzgado.

—¿Estás pensando…?

—Sí.

—Joder —dice Alice en voz baja.

«Este año voy un poco justo de dinero —¿No era eso lo que había dicho Hoff?—. Tengo problemas de liquidez desde que compré acciones de WWE, pero, con tres filiales, ¿cómo iba a negarme?»

—Es el dueño de World Wide Entertainment —dice Alice—. Eso es una red de emisoras más alrededor de doce cadenas de televisión por cable. Una es ese canal de noticias que le gusta a Trump. Con esos comentaristas rabiosos…

—Ya sé de cuáles hablas.

Billy ha visto WWE News 24, como todo el mundo. La ponen continuamente en los vestíbulos de hotel y las terminales de aeropuerto. A veces se detiene unos minutos para impregnarse de las sandeces del algún comentarista de extrema derecha, y después sigue adelante o cambia a un canal de cine si tiene acceso al mando a distancia. Aunque ignoraba que tuvieran en franquicia canales de televisión locales. No entendió (al menos al principio) de qué le hablaba Hoff ni le importó. No le había atribuido la menor trascendencia. Pero la tenía. Y mucha. Fue el cauce por el que Hoff se metió en esto. Por eso la unidad móvil de los servicios informativos del Canal 6 no salió rápidamente a cubrir el incendio en Cody. Por eso Ken Hoff acabó muerto en su propio garaje.

—¿Este tío quería que mataras a Joel Allen? ¿Este tío? Es viejo. Y rico.

Sí, piensa Billy. Viejo y rico, y acostumbrado a ser emperador. Ken Hoff solo había creído que protagonizaba una película. El verdadero protagonista era Roger Klerke. Es el hombre que considera que se lo merece todo, y que no solo deben proporcionárselo, sino que además deben servírselo a la perfección. Lo que incluía imágenes de la muerte de Joel Allen.

Y yo fui quien se las sirvió, piensa Billy.

—Cuéntame qué ha pasado en Promontory Point.

Billy la informa, omitiendo lo que le ha dicho Nick antes de que Billy lo mandara a su habitación del pánico como a un niño malo al que castigan y encierran en su habitación. Cuando termina, ella dice:

—Has hecho lo que debías.

Eso es cierto, pero es el dictamen de una joven que apenas tiene edad suficiente para comprar alcohol legalmente. Está seguro de que Ken Hoff habría pensado lo mismo.

—Sí, pero fueron decisiones equivocadas las que me llevaron al punto en que no me quedaba más remedio que hacerlo.

—Esa vieja —dice Alice, y menea la cabeza—. Increíble. ¿Crees que saldrá bien parada de esto?

—Si su hijo muere, no.

Lanza a Billy una mirada que en realidad él se alegra de ver. Si se siente lo bastante segura para enfadarse con él, probablemente todavía va camino de recuperarse.

—¿No crees que esa mujer es responsable en parte del trabajo que él hacía? ¿Al servicio de un gángster?

Billy no puede responder a eso.

—Ahora cuéntame lo que me estás ocultando. Lo que te ha dicho el gángster. Dime por qué.

Ya están en la interestatal. Las sombras empiezan a alargarse. El partido entre los Giants y los Cardinals habrá terminado. Un equipo habrá vencido y el otro, no. Una cuadrilla de limpieza irá camino de Promontory Point. Billy ha fijado el control de crucero justo por debajo de ciento diez.

—Nick contrató a Joel Allen para cometer un asesinato, pero Nick no era más que el intermediario. Incluso me lo dijo, aunque se definió como representante. Era Roger Klerke quien quería que se hiciera el trabajo, y pagó millones. Se reunieron en una isla del estrecho de Puget y llegaron a un acuerdo.

—¿A quién quería matar?

—A su hijo.

 

 

3

 

Alice da un brinco como quien se sobresalta al oír un portazo.

—¡Peter, Paul o algo así! ¡El que supuestamente iba a suceder a su padre!

—Patrick, ese era su nombre —corrige Billy—. ¿Lo sabías?

—Más o menos. Porque mi madre tiene News 24 puesta a todas horas.

La madre de Alice y probablemente el setenta por ciento de los adictos a las noticias de la televisión por cable en Estados Unidos, piensa Billy.

—Por lo general, me marchaba de la habitación, detesto esas burradas, pero no vale la pena discutir con ella. Solo que fue la noticia de cabecera durante casi una semana entera, incluso por delante de Trump. —Ella lo mira—. Ahora sé por qué. Klerke es el dueño de News 24.

—Exacto.

—Decían que era un asunto entre bandas y que confundieron a Patrick Klerke con otro.

—No fue un asunto entre bandas ni hubo ninguna confusión. El apartamento de Klerke estaba en un edificio con toda clase de sistemas de seguridad. El miembro de una banda no habría conseguido pasar de la caseta de seguridad, y menos acceder al edificio. Además, nadie oyó el disparo. Allen debió de usar un chupete.

—¿Un qué?

—Un silenciador.

—En News 24 repetían una y otra vez que la policía cogería al culpable, pero no lo consiguieron. Porque probablemente para entonces Allen ya estaba fuera de la ciudad.

—Sin duda, más allá de las montañas y muy lejos —coincide Billy—. Y si no hubiese disparado contra aquellos dos hombres por haber perdido un pastón en el póquer, posiblemente seguiría más allá de las montañas y muy lejos. Quizá incluso de eso se habría librado de no ser porque regresó a Los Ángeles y tomó a una escritora por una fulana.

—¿Por qué Klerke… a su propio hijo? ¿Por qué?

—Solo puedo decirte lo que me ha contado Nick. Tal vez haya más, pero yo no tenía mucho tiempo.

—Porque andaba por allí la madre de ese hombre. Marge.

—Sí, Marge. Sabía que iría a la verja principal, tenía que suponer que conocía el código para abrirla, y yo había dejado al vigilante de la caseta…

—Sal.

—Sí, ese. Dejé allí su escopeta. Así que solo tenía tiempo para la versión abreviada.

—Pues cuéntame eso.

—Klerke era viejo. No muy muy viejo, pero viejo para su edad y con un sinfín de problemas de salud. Tenía que nombrar a un sucesor… para contentar a su consejo de administración, supongo… y casi todo el mundo esperaba que fuese Patrick, el hijo mayor. Pero Patrick era un drogadicto y un juerguista que, por lo general, se había gastado su asignación anual antes de finales de abril, y el primero de mayo acudía a papá para suplicarle que le diera más.

Alice sonríe.

—A lo mejor debería haber acudido a su madre. Las mujeres a veces son más comprensivas.

—La madre de Patrick murió de una sobredosis. Pastillas. O quizá fue un suicidio. A lo mejor incluso un asesinato. Klerke está divorciado de la madre del hijo menor. Ese es Devin.

—Me parece que también salió por televisión. Hizo una declaración o algo así.

Billy asiente.

—Lo que me ha contado Nick me ha recordado el cuento de la cigarra y la hormiga, con el factor añadido de un padre que tenía inteligencia suficiente para ver la diferencia. Patrick era la cigarra. Devin, cuatro años menor, era la hormiga. Trabajador e inteligente. Se batía el cobre. Arrimaba el hombro. Todo eso. Klerke llamó a sus dos hijos a la vez y les anunció su decisión. Patrick se enfureció. Desde su punto de vista, él era quien tenía las ideas brillantes necesarias para impulsar WWE, y su hermano no era más que un machaca de oficina.

Billy, recordando la fotografía de Klerke, piensa en sus ojillos de mirada penetrante y se lo imagina dejando caer alguna sutileza como: Casi todas esas ideas brillantes las has sacado de tus amigotes progres, esos amantes del postureo y hiphoperos, mientras esnifabas. Al margen de cómo lo expresara, su hijo mayor montó en cólera. En la mayoría de los casos, habría sido una cólera impotente, pero Roger Klerke tenía un talón de Aquiles, y Patrick, o bien ya lo sabía, o bien se enteró poco después.

—No sé cómo se enteró, Nick no me lo ha dicho. Quizá él tampoco lo sabía. Tal vez a Patrick le llegó alguna pista de alguien de su círculo de amigos en el entorno de los ricos y famosos. Quizá oyó algún comentario. Pero no era del todo tonto, porque fue capaz de seguir la línea de puntos hasta cierta casita de las afueras de Tijuana.

—Un burdel.

—No exactamente. Lo financiaba el propio Klerke a título particular, dijo Nick, para su uso exclusivo. Pagaba dinero a modo de tributo, mucho dinero, cada año, a los hermanos Félix, que en esencia controlaban el cártel de Tijuana. Puede que hubiera también otros incentivos. Blanqueo de dinero, supongo. Eso da igual. Nick me contó que Klerke nunca llevaba allí a amigos, porque se corre la voz.

—¿Tenía Patrick negocios con los cárteles? —pregunta Alice—. ¿Movía droga para ellos? Hay una palabra para eso.

—¿Si hacía de mula? —dice Billy—. Podría ser.

—A lo mejor fue así como se enteró. Tal vez sea ese el cabo suelto.

Billy le da unas palmadas en el hombro.

—Muy bien. Nunca lo sabremos con seguridad, pero tiene más sentido que la idea de que se lo contó un amigo.

Alice sonríe ante el cumplido, aunque solo un poco. Sabe hacia dónde apunta la historia, piensa Billy. Una chica algo menos inteligente quizá no lo sabría, una chica que no hubiera sido violada recientemente quizá no lo sabría, pero esta chica cumple los dos requisitos.

—Klerke tiene debilidad por las jovencitas.

—¿De qué edad? —pregunta ella.

—Según Nick, de trece o catorce años.

—Dios mío.

—La cosa aún es más grave. ¿Quieres oírlo?

—No, pero cuéntamelo igualmente.

—Al menos en una ocasión… aseguró a Nick que pasó solo una vez, pero vete a saber… hubo una chica mucho más joven.

—¿Doce? —Su expresión indica que, al margen de lo mierda que sea ese viejo verde de mejillas caídas, quiere creer que ese es el límite de su depravación.

—Según Klerke, no pasaba de diez, y Patrick tenía fotos para demostrarlo. Lo que Roger Klerke dijo a Nick durante su reunión en aquella isla fue que estaba «muy borracho y solo quería ver cómo era».

—Dios santo. —Da la impresión de que Alice siente náuseas.

—El resto es tan sencillo como piezas de dominó que caen unas tras otras. Patrick tenía las fotos en un lápiz USB. Juró que no había ninguna otra copia, que el hombre que las había tomado estaba muerto y enterrado en el desierto. Dijo a su padre que quería ser el CEO de la empresa. También quería el traspaso a su nombre de la mayor parte de las acciones con derecho a voto de su padre, con lo que podría acallar cualquier objeción que el consejo planteara a la nueva orientación que pretendía dar a WWE. Quería que su hermano… «el gilipollas de mi hermano», así lo llamó, según Nick… fuese trasladado a las oficinas de Chicago, lo que en el mundo de los medios viene a ser, supongo, como Siberia. Quería que esos cambios entraran en vigor a partir del 1 de enero de 2019, y lo quería todo por escrito. Entonces y solo entonces entregaría el lápiz USB.

—¿Cómo podía estar seguro Klerke de que no había más fotos?

Billy se encogió de hombros.

—Quizá las hubiera. En cualquier caso, ¿qué opción le quedaba? Y Patrick debía de tener al menos cerebro suficiente para saber que, si las fotos salían a la luz, las acciones de la compañía se hundirían fuera quien fuese el CEO.

Alice se detiene a pensar en eso y dice:

—Como una destrucción mutua asegurada. En cierto modo.

—Supongo que sí. Lo que sé por Nick es que Klerke accedió, y una vez que su abogado hubo redactado una carta en la que se anunciaban sus intenciones de básicamente retirarse y ceder la empresa a su hijo mayor, y una vez publicada dicha carta en el acta del consejo, Patrick entregó el lápiz USB a su padre. Que lo destruyó. Patrick no previó que su padre acudiera a Nick Majarian y contratara a un hombre para matarlo. Su imaginación no llegaba tan lejos.

—Eso no es el cuento de la cigarra y la hormiga. Parece más bien una obra de Shakespeare. Una de las sangrientas.

—Con Patrick muerto, cuando Klerke deje el cargo… cosa que no tardará en ocurrir, dados sus problemas de salud… Devin tomará el relevo.

Para en una estación de servicio, porque el Mitsubishi necesita gasolina y porque tiene la garganta seca y le apetece beber algo frío. Alice echa un vistazo a los estantes de Quik-Pik y va al baño mientras él paga. Cuando vuelve al coche, está llorando.

—Lo siento. —Su compra está en una pequeña bolsa blanca. Saca un paquete de Kleenex, se suena la nariz e intenta sonreír—. Pero mientras estaba en el cuarto de baño he hecho una reserva en el Ramada Inn de Wendover. Parece que está bien.

—Estupendo. Y no tienes por qué disculparte.

—No me quito de la cabeza a ese hombre horrendo con una niña. Merece morir.

Billy piensa: Ese es el plan.

 

 

4

 

Para cuando termina —de nuevo entretejiendo lo que sabe por Nick y lo que ha deducido durante el camino de regreso desde Promontory Point—, en la carretera algunos coches llevan ya los faros encendidos.

—Klerke le dijo a Nick que quería al mejor para el trabajo, un hombre que lo hiciera, saliera de allí limpiamente y después no hablara del asunto. Nick dijo que conocía a un tipo…

—¿Tú?

—Dijo que primero pensó en mí, pero ni siquiera llegó a planteárselo a Bucky. Estaba casi seguro de que yo no aceptaría, porque quizá Patrick Klerke no fuera tan mala persona como para que yo venciera mis escrúpulos de conciencia. Se lo propuso a Allen como si se tratara de un trabajo de limpieza normal y corriente.

—¿Así lo llamó? ¿Limpieza?

—Sí. La suma que acordaron fue ochenta mil dólares, veinte por adelantado y el resto después. En esencia, el mismo método de pago que se me prometió a mí, pero a menor escala.

Alice asiente.

—No quería que Allen supiera que era algo importante. Lo mucho que había en juego.

—Claro. Nick no vio ningún inconveniente, porque Allen era lo que yo siempre fingí ser, un simple mecánico que arreglaba los problemas con un arma en lugar de con llaves de tubo y un ordenador de diagnóstico. Facilitó a Allen fotos del edificio donde vivía Patrick, fotos del propio apartamento, el código de la entrada de servicio, el cambio de vehículo para cuando acabara el trabajo, todo lo que necesitara para hacerlo de forma rápida y limpia. —Billy se interrumpe—. Nick no me ha contado todo esto, pero he trabajado antes para él. Me conozco la rutina. Lo que no dijo a Allen era el porqué, y Allen no lo preguntó.

—Pero se lo preguntó a Patrick, ¿no? Antes de matarlo.

Billy reflexiona al respecto.

—Es posible, aunque parece improbable tratándose de un individuo como Joel Allen. Lo más probable es que se limitara a hacer el trabajo. Sin conversación, apuntar, disparar y punto.

—Tal vez Patrick le ofreció el lápiz USB a cambio de… —Alice se interrumpe—. Solo que no podía, ¿no? Ya lo había entregado. En cuanto el consejo anunció su nombramiento, pensó que ya lo tenía en el bote.

—Nick no sabe qué ocurrió, y Allen no puede contarnos cómo averiguó lo de Roger Klerke y la niña de Tijuana, pero yo me hago una idea. Pidieron a Allen que simulara un robo, quizá cometido por algún otro drogadicto que conoció a Patrick en el ambiente de las drogas de Los Ángeles. Le dijeron que se llevara el dinero o las joyas que encontrara. Se suponía que tenía que tirar las joyas, los relojes, las cadenas de oro y esas mierdas, pero podía quedarse el dinero a modo de pequeña gratificación. Así que, después de matar a Patrick, registró el apartamento y tal vez encontró una foto, quizá más de una, que Patrick tenía en reserva. Al menos una que mostraba con toda claridad la cara de su padre mientras… hacía lo que estuviera haciendo. ¿Tiene sentido?

Alice mueve la cabeza en un gesto de asentimiento tan enérgico que se le agita el cabello.

—Seguro que fue así. Incluso si la foto o fotos estaban en una caja fuerte, Allen podría haber recibido la combinación junto con el resto de la información. ¿De verdad crees que habría reconocido al hombre de la foto?

Basándose en lo que sabe de Joel Allen, Billy no lo imagina viendo el canal de economía de WWE o leyendo los informes de Bloomberg.

—Al principio, probablemente no, pero no debió de costarle mucho averiguarlo. Le habrían bastado unas cuantas búsquedas en Google para descubrir que había matado al hijo de un multimillonario que casualmente era también un pederasta.

Alice lo escucha con atención. Ya está del todo metida en el asunto. Billy vuelve a pensar que, si hubiera seguido estudiando gestión administrativa en una escuela de poca monta de Red Bluff, se habría desaprovechado un gran potencial. Y no digamos en una academia de peluquería.

—Así que este asesino a sueldo, este mecánico, este limpiador, tenía dos cosas que valían dinero: que el padre casi con toda seguridad era quien había pagado por el asesinato del hijo y que el padre, además, había violado a una niña. Porque «solo quería ver cómo era». —Parte de la luz de sus ojos se apaga cuando Alice dice eso.

—Dudo que intentara convertir en efectivo lo que sabía, aunque con el tiempo tal vez lo habría hecho. Debía de ser consciente de que chantajear a alguien tan rico y poderoso como Roger Klerke representaría un riesgo enorme. Creo que se lo guardó como as en la manga. Un as que al final tuvo que sacar no por dinero, sino por su propia estupidez.

Una doble estupidez, piensa Billy, si contamos a la escritora.

—Es casi como si quisiera que lo atraparan —dice Alice—. Les pasa a algunos asesinos en serie. —Rebobina lo que acaba de decir y apoya una mano en la muñeca de Billy—. Los que no tienen un código ético, quiero decir.

¿Así es como lo llamas?, se pregunta Billy.

—Dudo que Allen quisiera que lo atraparan. Y si fue capaz de deducir por qué esa foto era un bien tan valioso, supongo que tampoco era del todo estúpido.

—Si no era del todo estúpido, ¿qué lo llevó a matar a aquel hombre por una partida de póquer? ¿Y por qué agredió a aquella mujer en Los Ángeles?

Bueno, piensa Billy, Allen creyó que el tipo de la partida de póquer hacía trampas. Y la escritora lo roció con espray pimienta. Pero ni lo uno ni lo otro resuelve el núcleo de la pregunta de Alice.

—¿Mi conclusión? Pura arrogancia. ¿Quieres parar en algún sitio para cenar?

Ella niega con la cabeza.

—Vayamos directos y comamos al llegar allí. Quiero oír el resto.

 

 

5

 

Billy tiene mayor certeza acerca de esta otra parte pese a que no dejan de ser casi todo conjeturas. Cuando Allen fue detenido por agresión e intento de violación en Los Ángeles, debió de saber que lo relacionarían casi de inmediato con el asesinato e intento de asesinato en el este, en Red Bluff. En la cárcel del condado bullía el comercio de teléfonos móviles, en su mayoría desechables. Allen podía haber conseguido uno, haber llamado a Nick y haberle dicho que si tenía que volver a Red Bluff y ser juzgado por asesinato en un estado con pena de muerte, un hombre muy rico, cuyas iniciales eran RK, se pasaría el resto de su vida en prisión, posiblemente sodomizado por Harvey Weinstein. Y si algo le ocurría a Allen en la cárcel de Los Ángeles, RK iba a lamentarlo mucho mucho.

—Nick se puso en contacto con Roger Klerke. Klerke, casi seguro a través de un intermediario, contrató a un abogado caro para evitar la extradición. Nick y Klerke tuvieron otra reunión en otra isla y se plantearon distintas posibilidades. Imagino que tenían a esa lumbrera de la abogacía tan cara en marcación rápida. Si era así, debió de decirles lo que Nick probablemente ya sabía, que podía aplazar la extradición durante un tiempo, pero que al final meterían a Allen en un avión y lo enviarían de vuelta al este para someterlo a juicio. Porque el asesinato supera a una agresión con daños físicos.

—Fue entonces cuando te contrató Majarian.

—Más o menos por esas fechas, sí. Para colocarme donde, pasado un tiempo, pudiera disparar contra Allen. Por entonces habían aislado a Allen del resto de la población reclusa porque alguien lo había atacado. De manera acordada, supongo. Quizá fuera idea suya, o más probablemente de su abogado. En cualquier caso, acabó disponiendo de alojamiento privado mientras proseguía el recurso contra la extradición. Se reunía de vez en cuando con el abogado caro, que le aseguraba que todo estaba bajo control. O lo estaría, en cuanto volviera al este. O bien se organizaría una fuga, con una identidad totalmente nueva, o bien se engrasarían ciertos resortes, se untaría a ciertos testigos, desaparecerían ciertas pruebas clave, y Allen saldría en libertad siendo él mismo.

—Y no tenía razones para dudar de eso.

Billy niega con la cabeza.

—Las personas como Allen dudan de todo. Pero no tenía otra opción.

—¿Y la foto? ¿O las fotos? ¿Su as en la manga?

—Supongo que tanto Nick como Klerke tenían a gente buscando mientras se intentaba evitar la extradición. Esa era una de las razones de por qué seguía adelante el recurso contra la extradición. Y creo que al final la o las encontraron. Lo único que sé seguro es que ningún agente federal se ha presentado para detener a Roger Klerke.

—A lo mejor nos presentamos nosotros antes —dice Alice.

A Billy le horroriza ese pronombre, la primera persona del plural, pero no se lo corrige. Tiene solo un atisbo de plan, y cuando todo esté más claro, quizá pueda excluir a Alice. Recuerda lo que Bucky dijo: «Está enamorada de ti, y te seguirá mientras tú se lo permitas, y si se lo permites, la echarás a perder».

 

 

6

 

—¡Oooh, mira… es un palacio! —Eso dice Alice cuando paran en el Ramada Inn de Wendover a las nueve menos cuarto de la noche de ese domingo—. O sea, en comparación con los últimos tres moteles.

Sus habitaciones contiguas distan mucho de ser palaciegas, pero no están mal, y da la impresión de que hayan pasado recientemente la aspiradora por la moqueta del pasillo.

—¿Podrás dormir? —pregunta ella.

—Sí. —En realidad no lo tiene tan claro.

Alice lo mira fijamente.

—Dormiré contigo, si quieres.

Billy piensa en la debilidad de Roger Klerke por las jóvenes —en una ocasión especialmente funesta, una como mínimo, por una muy joven— y niega con la cabeza.

—Es un ofrecimiento amable y te lo agradezco, pero mejor no.

—¿Seguro?

Sigue mirándolo a la cara, ¿y se siente tentado? Claro que sí.

—Gracias, Alice, pero no. ¿ podrás dormir?

—¿Mañana estaremos ya en casa de Bucky?

—Deberíamos.

—Entonces podré dormir. Me cae bien. Parece, ya sabes, de fiar.

Billy no sabe hasta qué punto opinaría lo mismo si conociera la mitad de los tratos en los que Bucky, alias Elmer Hanson, ha intervenido a lo largo de los años, pero entiende a qué se refiere y cree que tiene razón. Bucky y ella han conectado.

—Buenas noches. —Billy la besa por primera vez, en la comisura de los labios.

—Buenas noches. Ah, y aquí tienes. —Alice le entrega la bolsa blanca de Quik-Pik—. Aceite para bebé y toallitas. Límpiate ese pringue tanto como puedas y luego métete en la ducha. No te lo quitarás todo, pero sí la mayor parte. —Se acerca a la puerta, utiliza su tarjeta llave y de pronto se da media vuelta—. Y deja una buena propina, porque el resto se quedará en las sábanas.

—Vale. —A él no se le habría ocurrido, aunque probablemente lo habría pensado por la mañana, al ver la cama.

Cuando Alice se dispone a entrar, lo mira por encima del hombro. Tiene una expresión solemne pero serena.

—Te quiero.

Billy ni se plantea mentir. Le dice que él también la quiere y entra en su habitación.

 

 

7

 

Llama a Nick. No sabe si contestará, pero contesta.

—¿Quién es? —Y a continuación, sin esperar respuesta—: ¿Eres tú?

—Soy yo. ¿Estás poniendo las cosas en orden ahí?

—Mañana estará todo resuelto.

—No he liquidado a nadie a quien no tuviera que liquidar.

Un largo silencio en el que solo se oye la respiración. Luego Nick dice:

—Lo sé.

—¿Cómo está Frank?

—En el hospital. Su madre ha avisado a mi médico de confianza. El doctor Rivers ha mandado una ambulancia privada. Ella se ha ido con él.

—Es una mujer de armas tomar.

—¿Marge? —Nick deja escapar una breve risotada—. No lo sabes bien.

Me parece que sí lo sé, piensa Billy. Si le hubiera pegado a ella en la cabeza con la Glock en lugar de a Frank, probablemente la pistola habría rebotado.

—¿Está aún nuestro gordo amigo en el mundo de los vivos?

—Lo estaba hace una hora, cuando lo he llamado para contarle lo que ha pasado. Según él, debería haberte tomado más en serio. Le he dicho que si no le parecía bastante serio tener aquí a cuatro hombres de confianza, más Marge. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Le conseguía él las chicas al señor K cuando iba a Las Vegas? Parece la clase de tarea que delegarías en él.

—Eres mucho más listo de lo que yo pensaba —dice Nick, como si hablara consigo mismo—. Más listo de lo que pensaba nadie. Excepto Pigs, quizá.

—¿Lo hacía o no?

—Bueno, sí. Más o menos. Pigs se reunía con Judy Blatner cuando sabía que K iba a venir. Repasaban sus álbumes de fotos e intentaban encontrar a alguna que pudiera gustarle a K. Hace diez o doce años quería dos, pero su vigor decayó. No es lo que llamaríamos un caballero, aunque las prefiere rubias.

—Y tienen que ser jóvenes.

—Hombre, claro —dice Nick—. Pero las chicas con las que estaba en Las Vegas nunca eran menores de dieciocho años. Judy lleva mucho tiempo en el negocio y dirige un servicio de acompañantes legal. Eso significa que no puede decir que las chicas son para el sexo, aunque no hace falta. Todo el mundo lo sabe. Pero huye de las menores. Como si fueran veneno. Que lo son.

A Billy se le revuelve el estómago de pensar en lo que ese sapo de mejillas caídas hace con chicas incluso de la edad de Alice.

—Cuando quería menores, cruzaba la frontera.

—Exacto.

—Quiero el número de teléfono del gordo. ¿Me lo darás?

—¿Vas a ir a por el señor K?

Eso es lo que va a hacer, pero no piensa decirlo ni siquiera a través de un teléfono desechable y a sabiendas de que Nick se asegura de que el suyo particular está limpio como una patena. Se limita a insistir en que le dé el número de Giorgio. Nick se lo da.

—¿Hablará conmigo?

—Si yo se lo digo, sí. Si le digo que lo ves como un asunto de trabajo. Nunca se habría prestado a esto si no fuera porque algo lo ha obligado a cambiar de forma de vida. Si quieres culpar a alguien, cúlpame a mí. Yo no necesitaba perder noventa kilos para que los médicos me dieran un hígado nuevo. Como te he dicho, me cegó el dinero.

Billy piensa que Nick no hará una confesión más sincera que esa en su vida.

—Dile que lo veo como un asunto de trabajo. Joel Allen es agua pasada.

—¿Cuándo le digo que espere tu llamada?

—Esta noche no, quizá tarde un poco. ¿Cuándo está previsto el trasplante?

—No lo está, ni lo estará hasta diciembre como mínimo. Pigs tiene que beber muchos batidos de proteínas y comer mucho kale entre ahora y entonces.

—De acuerdo. —Billy guarda el número de móvil en su cartera de Dalton Smith, detrás de las tarjetas de crédito de Dalton Smith—. Cuídate, Nick.

—Un momento.

Billy espera, sintiendo curiosidad por lo que Nick quiere añadir.

—No fue porque K no quisiera pagarte el millón y medio. Para él eso es calderilla. Fue porque insistió en que se te eliminara una vez hecho el trabajo. Dijo que no estaba dispuesto a cometer el mismo error que con Allen. Eso lo entiendes, ¿no?

—Sí. —Y Nick le siguió la corriente. Eso también lo entiende.

—¿Todavía está operativa tu identidad de Edward Woodley? ¿La cuenta en Barbados?

—Sí. —Aunque ha estado inactiva salvo por depósitos y retiradas simbólicos desde 2014 o 2015.

—Consulta el saldo mañana. Menos mal que no mataste a Mark Abromowitz. No es extraordinario ni de confianza, pero es lo que tengo desde que Pigs se marchó a Sudamérica. Lo único que puedo transferir ahora mismo sin riesgo son trescientos mil, pero añadiré más cuando pueda. Al final tendrás tu millón y medio.

«Por una vez en tu vida, sé honrado», le dijo Billy a Nick al devolverle la vida, y vaya si lo está intentando, de la única manera que sabe. Con dinero.

—No vas a darme las gracias, y tampoco lo necesito —dice Nick—. Eres un buen trabajador, Billy. Cumpliste con el encargo.

Billy pulsa el botón de FIN DE LA LLAMADA sin despedirse de Nick.

 

 

8

 

Se limpia lo mejor que puede con las toallitas y el aceite para bebé; luego se ducha hasta que el agua marrón que se va por el desagüe es casi transparente. Pero todavía pringa las dos toallas de baño que usa para secarse.

Alice le ha preguntado si podría dormir y él ha dicho que sí, pero le cuesta mucho. El tiempo que ha pasado en Promontory Point —quizá solo una hora, puede que incluso menos, aunque se le han antojado cinco— sigue reproduciéndose en su cabeza. En especial el momento en que ha ido a por Edison. Las astillas de la puerta al salir volando. La cadena del váter.

«Le he dicho que si no le parecía bastante serio tener aquí a cuatro hombres de confianza», ha comentado Nick, pero Sal, el vigilante de la verja, ni siquiera se ha descolgado la Mossberg del hombro, Frank no se ha dado la vuelta, y Reggie, desarmado, ha tenido que recurrir a la pistola escondida del jefe. El único que iba en serio era Dana Edison; se ha llevado el arma al váter consigo. Y Marge también, eso desde luego. Ella iba muy en serio y, pese al disfraz, ha reconocido a Billy casi de inmediato.

Deja una buena propina para la camarera, piensa. Un billete de veinte.

Se vuelve de costado en la cama y, cuando está a punto de vencerlo el sueño, acude a su pensamiento algo que no le gusta y se tiende otra vez boca arriba, con la mirada fija en la oscuridad. No, no le gusta en absoluto. Ha dejado el dibujo que hizo Shan, el de Freddy el Flamenco —alias Dave el Flamenco—, pegado con cinta adhesiva al salpicadero de esa camioneta vieja. Ha tenido tiempo para retirarlo, pero ni se le ha pasado por la cabeza. En ese momento lo único que quería era largarse.

Olvídalo, se dice. No significa nada.

Puede que sea verdad, pero eso no lo ayuda. Porque es —era, supone que ahora es el tiempo verbal correcto— rosa como el zapato de bebé de Faluya. El que echó en falta cuando les tendieron la emboscada en la Casa de la Risa. Ha perdido otro buen amuleto. Puede decirse a sí mismo que no es más que superstición, no muy distinta de la creencia de que había fantasmas en aquel viejo hotel de Sidewinder que ardió, pero le causa malestar. Y aparte de todo, alguien hizo ese dibujo para él con amor.

Duérmete, capullo, piensa Billy.

Finalmente lo consigue, pero se despierta a altas horas de la madrugada, con la boca seca, los puños apretados. El sueño era tan vívido que al principio no sabe bien si está en un Ramada Inn o en su oficina de la Torre Gerard. Estaba trabajando en el relato y debía de ser durante los primeros días, porque aún escribía a la manera de su lado tonto. Llamaban a la puerta. Él contestaba, pensando que sería Ken Hoff o Phil Stanhope, más probablemente Hoff. Pero no era ninguno de los dos. Era Marge, con el amplio vestido azul que llevaba cuando él se acercó a la entrada de servicio de Promontory Point. Solo que, en lugar de un sombrero de paja, llevaba calada sobre el pelo una gorra de los Golden Knights de Las Vegas y, en lugar de un desplantador, empuñaba la Mossberg de Sal.

—Te olvidaste el flamenco, puto gilipollas —decía, y levantaba la escopeta. La boca del cañón parecía tan grande como la entrada del túnel Eisenhower.

He salido del sueño antes de que disparara, piensa Billy cuando se dirige hacia el baño. Mientras orina, se acuerda de Rudy Bell, alias Taco Bell. Las pesadillas eran moneda corriente en Irak, sobre todo durante la batalla por Faluya, y Taco creía (o decía creer) que, si uno se moría en una pesadilla, podía morirse de verdad en el catre.

—Morirse de miedo, tío —decía Tac—. Vaya manera de irse de este mundo, ¿eh?

Pero yo he salido de esta antes de que ella apretara el gatillo, piensa Billy mientras regresa trabajosamente a la cama. En todo caso, era una mujer de cuidado. En comparación, Dana Edison, con su remilgado moño, parecía un matón de barrio.

En la habitación hace frío, pero no se molesta en encender la calefacción, porque probablemente vibre; las unidades de pared de los moteles siempre vibran. Se acurruca bajo las mantas y se duerme casi de inmediato. No tiene ningún otro sueño.

 

 

9

 

Alice vota por unos sándwiches de huevo frito en algún autoservicio en lugar de sentarse allí a desayunar, porque quiere salir ya a la carretera.

—Quiero ver las montañas otra vez. La verdad es que me encantan, pese a que me costó respirar hasta que me acostumbré a la altitud.

—De acuerdo, en marcha —dice Billy, y sonríe.

Poco después de cruzar la línea divisoria de Colorado, Billy oye el ding dong de su portátil por primera vez desde hace… no recuerda cuánto. Quizá años. Se detiene en el siguiente apartadero, lo coge del asiento de atrás y lo abre. El ding dong significa que ha recibido un correo electrónico de una de sus distintas cuentas secretas, en este caso woodyed667@gmail.com. El mensaje es de Travertine Enterprises. Es una empresa de la que nunca ha oído hablar, pero no le cabe duda de quién se esconde detrás. Hace doble clic y lee.

—¿Qué pasa? —pregunta Alice.

Billy se lo enseña. Travertine Enterprises ha ingresado trescientos mil dólares en la cuenta de Edward Woodley en el Royal Bank de Barbados. El concepto dice simplemente: «Por servicios prestados».

—¿Eso viene de quien yo creo que viene? —pregunta Alice.

—Sin duda —responde Billy.

Reanudan la marcha. Hace un día magnífico.

 

 

10

 

Llegan a casa de Bucky a eso de las cinco de la tarde. Billy ha llamado con antelación desde Rifle para informar de la hora de llegada prevista y el nuevo vehículo en que viajan, y Bucky está de pie en el jardín delantero esperándolos. Vestido con unos vaqueros y una chaqueta de forro polar, no se parece en nada al hombre que vivía y trabajaba en Nueva York. Quizá aquí sale lo mejor de él, piensa Billy. Le consta que es el caso de Alice.

Ella salta del coche casi antes de que Billy pare del todo. Bucky abre los brazos y exclama:

—¡Eh, tesoro!

Ella se abalanza sobre él y se ríe mientras la estrecha.

Fíjate, piensa Billy. Tú fíjate.